25.MARTE

 

Eran ya sólo cuatro seres en la Burbuja, tres hombres y una mujer. Ya no existía la convivencia entre ellos; sólo la soledad y el silencio. Eran cuatro seres introvertidos, encerrados en sí mismos, ocultos en su caparazón. Sólo un deseo anidaba aún en sus corazones. Pero era un deseo animal. Sonia.

Y así, aquella noche...

Aquella noche, Bonnard y Retty estaban jugando su acostumbrada partida de ajedrez, mientras Bora, hundido en su sillón, chupaba su pipa vacía y Sonia, en otro, parecía escribir algo en su eterno bloc de notas. Estaban todos silenciosos. En realidad, casi nunca hablaban ya entre sí, a excepción de alguna frase corta, seca, cáustica, a veces hiriente, que escapaba muchas veces de algunos labios apretados y que casi siempre era el inicio de una agria discusión.

Bonnard y él jugaban mal, sin prestar atención al juego. Retty miraba fijamente a Sonia, a Sonia y a Bora. La mujer estaba sentada lateralmente al comandante, y Bora no dejaba de mirarla, mientras chupaba su pipa vacía. Y aquello encendía la sangre a Retty, y le hacía pensar en cosas que no hubiera deseado pensar.

Sonia había advertido desde hacía tiempo aquellas miradas, y sabía lo que los tres hombres deseaban de ella. Y pensaba en Román, en Román muerto a sus pies, y en ella con la pistola en la mano.

Y también en Feltrinelli, aquella noche, en su habitación. Y sentía al mismo tiempo un estremecimiento de placer, de dolor y de asco.

Retty la había asediado varias veces, en los corredores, en el mismo salón de descanso. No le había dicho casi nunca nada, ni nunca tampoco le había hecho nada, pero sus ojos hablaban más que todas las palabras que pudiera decir y todo lo que pudiera hacer. Sonia sabía lo que Retty deseaba, y sabía que tarde o temprano aquello ocurriría. Y se preguntaba si ella tendría fuerzas para resistir.

Al fin y al cabo, se decía, todo había ya terminado. La Burbuja estaba incomunicada, los lacofitos habían sido destruidos, ella, ella había matado a Román... ¿Qué podía importar ahora nada?

Las miradas de Bora, en cambio, aunque eran de naturaleza muy semejante a las de Retty, la ponían nerviosa. El comandante tenía una manera extraña de mirar, algo que ponía un viento extraño en la nuca. Por eso aquella noche se levantó, incapaz de soportar más tiempo, allá sentada, aquel taladro. Vio que Retty le dirigía una nueva mirada al levantarse, y se sintió aún más turbada. Dio media vuelta, y se dirigió hacia su cabina. Durante unos instantes permaneció en ella, apoyada de espaldas contra la puerta, sintiendo que su pecho subía y bajaba aceleradamente. Luego, en un fuerte impulso, dio vuelta al pestillo interior, cerrando por dentro la puerta. Dudó unos momentos, y con mano lenta lo volvió a abrir. Apagó la luz, y se echó vestida sobre la cama. Cerró fuertemente los ojos, muy fuertemente. Así permaneció mucho tiempo, inmóvil, con la mente en blanco, como aletargada.

Aquella noche, Bonnard ganó fácilmente a Retty, aunque esto no le preocupó demasiado al médico. Se levantó. Bora seguía ensimismado, asiendo fuertemente la pipa y mirando fijamente al suelo. No dijo nada; ¿para qué? Apenas conocían ya sus voces. Dio media vuelta y en silencio salió de la estancia, en dirección a su cabina.

Recordaba la última mirada de Sonia, y la suya propia. Todo su cuerpo se había estremecido. Mientras andaba por el pasillo que conducía a su cabina pensó en todo aquello. Su cuerpo temblaba. Llegó ante la puerta de la cabina de la mujer, y se detuvo. Se detuvo tan solo unos instantes. Luego siguió sus pasos, se paró, y volvió atrás. Sonia, pensaba. Sólo el nombre: Sonia.

Pasó su mano sobre el picaporte, y sintió como si una descarga eléctrica le recorriera todo el cuerpo de arriba abajo. Lentamente, conteniendo casi la respiración, lo hizo girar con cuidado, como si no quisiera hacer ruido. Se oyó un ligerísimo chasquido, y la puerta quedó abierta.

Retty sentía su corazón latir fuertemente. ¿Por qué estaba haciendo todo aquello? No lo sabía, pero recordaba la mirada de Sonia y la suya propia. Durante muchos días había estado con un único pensamiento ocupándole la mente: la mujer. Había llegado incluso a pensar en dominarla en su calidad de médico, utilizando sueros o drogas. Había llegado a ser una obsesión. Y ahora...

Abrió lentamente la puerta, y se detuvo unos instantes en el umbral. Luego, rápidamente, pasó dentro y cerró la puerta a sus espaldas. Durante unos segundos había visto la forma de un cuerpo oscuro sobre la cama, y ahora oía claramente el sonido de una respiración a la que se unía la suya propia. Sonia estaba allí.

Entonces, sus dedos recorrieron lentamente la pared, hasta dar con el conmutador de luz. Lo pulsó y la estancia, bruscamente, se iluminó.

Sonia estaba tendida sobre la cama, vestida. Estaba despierta, y sus ojos estaban fijos en él. No se movió.

El tiempo pareció inmovilizarse en la habitación. Pasaron quizá diez segundos, quizá diez minutos, quizá diez horas. Retty y Sonia permanecían mirándose, inmóviles, como si de repente hubieran quedado petrificados.

Luego, lentamente, Sonia se levantó y avanzó unos pasos hacia el hombre. Quedó frente al médico, inmóvil, mirándole.

—Retty... —murmuró suavemente, y la palabra quedó como suspendida en el aire.

Retty sintió de repente su boca seca, sus ojos huidizos. Sonia estaba frente a él, inmóvil, como aguardando. Adelantó los brazos, y la atrajo bruscamente hacia sí. Las manos de la mujer se crisparon en su espalda, y el médico perdió la noción de las cosas.

¿Qué estaba ocurriendo exactamente? Sonia sentía su mente confusa, como si una niebla le impidiera ver claramente lo que pasaba a su alrededor. Alguien la estaba abrazando, y la besaba frenéticamente. Debía ser Román. Pero Román estaba muerto, ella misma había sido quien lo había matado. Entonces era otra persona la que la estaba abrazando. Pero, ¿quién?

Entonces los besos se transformaron de apasionados en salvajes. Una mano se cerró en torno a su nuca como una tenaza, y oyó el ruido de su ropa al desgarrarse. Bruscamente, la neblina se desvaneció, y el velo se apartó de sus ojos. Recordó aquella otra noche, en aquella misma cabina, en unas circunstancias iguales a aquellas. Le pareció ver de nuevo el rostro deformado de Feltrinelli, su aliento en el cuello, la mano crispada en su nuca y el ruido de su ropa al desgarrarse. Todo su cuerpo sufrió una fuerte convulsión, y su mente estalló en un gran caos de pánico y horror. Se debatió, se debatió furiosamente entre los brazos que la sujetaban, y empezó a chillar histéricamente.

Entonces, las manos que la sujetaban se movieron, y sintió una fuerte presión en la nuca. Una voz ronca, jadeante, muy cerca de su oído, empezó a gritar:

—Cállate, por Dios; cállate, cállate...

Pero ella no podía callar, era imposible ahogar el grito sostenido que seguía surgiendo de su garganta. Y la respiración jadeante y el aliento del hombre llegaban hasta ella, y las manos iban apretando más, y más, y más...

Cuando Bonnard abrió bruscamente la puerta de la cabina, atraído por los gritos de Sonia, el espectáculo que se ofreció a sus ojos le hizo retroceder. Sonia estaba tendida encima de la cama, con las ropas destrozadas, el rostro amoratado y la mirada espantosamente fija en el techo. Y Retty, junto a ella, inclinado sobre ella, como si quisiera hacerla revivir, como si pudiera hacerlo, lloraba, lloraba, lloraba rabiosamente...

Bonnard avanzó rápidamente y sujetó al médico por la espalda, haciéndolo volverse en redondo. No miró apenas el cuerpo de Sonia. Levantó a Retty casi en vilo y lo abofeteó fuertemente, una y otra vez, hasta arrojarlo de espaldas contra la pared.

—¡Condenado! —gritó—. ¡Cerdo condenado! ¡Condenado!

Lo golpeó, lo siguió golpeando, lo golpeó aún una vez más, haciéndolo ir de un lado a otro de la habitación. Seguía gritando.

—¿Por qué lo has hecho? ¿Por qué? ¿Por qué?

Retty se acurrucó contra la pared, sollozando aún. Sus nervios estaban deshechos, y ni él mismo comprendía cómo había sucedido todo. Hubiera querido explicar que había sido ella, Sonia, quien había empezado todo, con su sumisión, que luego se había convertido en un grito. Pero la garganta no le respondía, no acertaba siquiera a moverse. Y Bonnard seguía allí, golpeando, golpeando...

De pronto, Bonnard dejó de pegarle y retrocedió unos pasos. El rostro del sicólogo parecía haber cambiado, como si de repente hubiera comprendido que estaba haciendo algo fuera de toda lógica. ¿Por qué pegaba a aquel hombre? ¿Qué le sucedía con sus nervios? ¿Es que acaso él también se había convertido en una fiera?

Retrocedió unos pasos más, y entonces pensó en Bora. Recordaba que el comandante lo había seguido, inmediatamente tras él, al oír por primera vez los gritos. ¿Dónde estaba ahora, y qué estaba haciendo?

Miró hacia atrás. Bora se encontraba junto a la cama, y sus manos sostenían la cabeza inmóvil de la mujer. Parecía como si fuera incapaz de reaccionar, y sus ojos estaban vidriosos.

En aquel momento, dejaba de nuevo suavemente la cabeza de Sonia sobre la cama, y se levantaba. Sus ojos se posaron primero en Bonnard y luego en Retty que, en un rincón, hacía desesperados esfuerzos por levantarse.

—La ha matado —murmuró, y su voz hizo estremecer a Bonnard—. Este cerdo asqueroso la ha matado. ¡La ha matado, Bonnard!

El sicólogo no supo exactamente por qué, pero sintió deseos de gritar algo. Hubiera deseado gritar y también lanzarse contra Bora para impedirle hacer nada.

Pero no lo hizo. Se mantuvo en su sitio, inmóvil, y sus ojos contemplaron desorbitados lo que ocurría.

Retty sí gritó. Porque Bora había sacado lentamente su pistola y su rostro mostraba un inmenso rictus de odio, un rictus espantoso. Y, con una no menos espantosa frialdad, como si se complaciera en ello, apuntó rectamente el arma hacia su cuerpo y, por dos, veces, apretó con fuerza el gatillo.