2.LA TIERRA

 

Jules Artewood era el jefe de la misión "Burbuja roja’’ en la Tierra. No era un cargo que le gustara precisamente, pero había sido nombrado para él y no había podido rechazarlo. Su trabajo era encargar se de todo lo que se refería al planeta Marte, desde la búsqueda de los técnicos que constituirían el personal de la Burbuja hasta la confección de los informes periódicos de las investigaciones.

Ahora, se encontraba en el período más intenso de su trabajo. Debía hacerse el periódico cambio de dotación de la Burbuja, y ello presuponía una tarea ingente: buscar y elegir los diez substitutos, prepararlos, seleccionarlos, entrenarlos, y finalmente enviarlos. No era una tarea demasiado fácil.

Hacía tres años que la primera expedición había llegado al planeta rojo y había instalado en él la primera Burbuja. Desde entonces se había relevado tres veces la dotación destacada de la misma.

Y ninguno de los que habían regresado de ella había querido volver.

“Es un infierno —había dicho el comandante de la primera expedición—. Una atmósfera demasiado tenue para nosotros, un aire hostil, un frío intenso, principalmente durante las noches... Y sólo el desierto a nuestro alrededor. No volvería allí por nada del mundo.”

Era preciso escoger bien a los diez hombres que constituían la misión destacada en el planeta. No eran muchos los que se presentaban, y todos ellos debían ser especialistas en diez distintas materias. Luego venía la selección, la adaptación. Y finalmente, el lanzamiento. Sesenta días de viaje, y doce meses de estancia en el planeta. Cuando regresaban, lo hacían con los nervios destrozados.

Pero la paga era buena, y la fama que se conseguía también. Arnold, el segundo geólogo que fue a Marte, al regresar hizo imprimir debajo de su nombre, en su tarjeta profesional. «Doce meses de experiencia en Marte». Inmediatamente obtuvo un cargo importante para la prospección minera en una compañía, con un sueldo fabuloso. Y con lo que ganó en aquellos doce meses de experiencia en Marte se compró un chalet, un automóvil y una esposa, y aún le sobró dinero.

Pero eran doce meses completamente aislados en aquel mundo de rocas, polvo y viento, sin nada más que, ellos mismos como compañía y sin otro refugio que la Burbuja. Pese a todo, era una durísima prueba.

Artewood revisó a los dieciocho hombres que debían partir en aquel viaje: los ocho tripulantes de la nave, y los diez técnicos que substituirían a los que ocupaban en la actualidad la Burbuja.

—Su misión no va a ser muy grata —les había dicho—. Pero, ya todos lo saben, es muy importante para la Tierra. Los conocimientos que aportarán a la ciencia serán grandemente valorados. Esperamos que sabrán apreciarlos en lo que representan.

Artewood era el primero que no creía en aquellas palabras. Sabía que la “Burbuja roja” se mantenía sólo por motivos de orgullo y de política, y de economía mundial. Según el recientemente establecido derecho espacial, acordado por todo el mundo, la nación que pusiera primero la planta en un planeta y se estableciera permanentemente en él por un período superior a cinco años, pasaba a ser automáticamente dueña del mismo. Bien, ellos habían sido los primeros. Si se mantenían cinco años, Marte pasaría a pertenecerles. Aunque no les sirviera para nada, sería suyo.

Y esto era, al parecer, lo único que importaba.

Artewood asistía siempre a la partida de la nave desde la Tierra. Su edad —tenía cincuenta y ocho años— no le permitía acudir a la estación orbital, y debía contentarse con observar las maniobras de despegue a través de una pantalla, sentado cómodamente desde su sillón de observación en Tierra.

Hacía quince horas que los dieciocho hombres habían subido al cohete de enlace, allá abajo, y habían realizado el breve viaje hasta la estación. Allí, habían transbordado primero a la estación, y luego a la nave que debería conducirles hasta Marte. Ahora sólo aguardaban la señal precisa para partir.

La nave que debía llevarles al planeta rojo era un gran crucero, dotado de motores simultáneos, a reacción y atómicos. Su propia naturaleza había obligado a hacerla así, pues si bien nunca descendía hasta la Tierra, sí debía hacerlo sobre la superficie marciana, por lo que necesitaba las dos clases de impulsión. Era una nave de aspecto fusiforme, con dos grandes alas en delta para estabilizarse en la tenue atmósfera marciana, y un doble cuadro de ocho toberas en la parte posterior, correspondiente a su doble juego de motores.

Artewood, a través de la pantalla, contemplaba las últimas fases del abastecimiento de combustible, a través de una serie de bombas de inyección. Mientras tanto, la estación, con la nave y todo lo que en ella había, seguía girando en torno a la Tierra, en busca del lugar y momento preciso para efectuar el lanzamiento.

—Cero horas, menos ocho minutos, catorce segundos —comunicó el lector, que seguía desde la sala de mandos la cuenta de la estación.

Artewood estaba rodeado de un inmenso grupo de técnicos y especialistas, al cargo de numerosos aparatos de medición y control. Allá, a más de mil kilómetros de altura, dieciocho hombres estaban pendientes de aquella cuenta. Y Artewood sabía también que en aquellos mismos momentos, a ciento ochenta millones de kilómetros, otros diez hombres estarían pensando en aquella misma nave. Sonrió.

—Cero horas, menos ocho minutos, tres segundos —comunicó el lector—. Alto la cuenta.

Artewood se volvió.

—¿Qué sucede?

El encargado del computador revisaba los datos del cerebro electrónico, de acuerdo con las indicaciones que le daba bilateralmente la estación. Dio su información.

—Una válvula de una de las bombas de combustible. Se ha atascado.

—¿Cuánto tiempo se necesitará para la reparación?

—Siete minutos.

—Bien.

Volvió a mirar la pantalla. La imagen, obtenida a través de un satélite-trío de comunicaciones, se veía algo defectuosa, pero clara. Varios hombres se movían en torno a la nave, como buscando la avería. Suspiró.

Aquel era ya el tercer estancamiento de la cuenta. El tiempo que quedaba de margen para el momento del disparo se iba acortando. Si lo sobrepasaban deberían posponer el momento del disparo y calcular una nueva posición para hacerlo, ya que el tiempo habría variado. Y ello representaría unas horas más de demora.

—Comuníqueme con el jefe de trabajos —dijo una voz a sus espaldas, hablando a través de la radio—. La bomba de inyección tiene un escape.

Artewood hubiera deseado fumar, pero se contenía. Sabía que, después de que la nave hubiera partido, podría relajarse, descansar, pero ahora todavía no. Aquellos minutos eran siempre los peores de todo su trabajo. Debía saber contenerse, pero no era muy fácil estar allí, viéndolo todo pero sin poder hacer nada. Él no era técnico, no podía intervenir en el disparo. Sólo estaba allí como espectador.

—Dos minutos de retraso —leyó el encargado—. Arrastramos, con las anteriores interrupciones, diecisiete minutos.

Artewood apenas oía las voces que se producían junto a él. Alguien estaba hablando en aquellos momentos a sus espaldas, seguramente a través de la radio. Supuso que sería el encargado del computador de secuencias o el técnico en reparaciones. Todo el personal, a través de sus aparatos, seguía la distante maniobra, allá arriba, en la estación, como si se estuviera produciendo allí mismo, sobre la pista de cemento de la base.

Miró a través de la pantalla. En la distancia, los hombres, enfundados en sus trajes espaciales, parecían grotescas hormigas que se movían torpemente junto a la fusiforme nave. Los cables que la unían como un cordón umbilical a la estación, la estación orbital misma, todo parecía un modelo a escala, una secuencia de dibujos animados demostrativos de lo que sería, no de lo que era, la partida de una nave desde la estación orbital.

Sentía ganas de fumar, unas enormes ganas de fumar, pero sabía que allí no podía hacerlo; el cartel de “no smoking” estaba colocado en todas partes, y en sitios bien visibles. Quizás era aquello precisamente, aquella prohibición, la que le hacía sentir más deseos. Pero se contuvo. Debía contenerse.

—Reparación terminada —comunicó el lector—. Seguimos la cuenta a cero, menos ocho minutos, tres segundos.

—Adelante las bombas —dijo una voz a sus espaldas, seguramente la del control.

Artewood miró la pantalla. Bien, de nuevo todo seguía. Ya pronto podría abandonar aquella sala, pasearse al aire libre, fumar un cigarrillo...

Entonces, en una fracción de segundo, en un momento infinitesimal, sucedió.

Artewood apenas se dio cuenta de nada. De repente, la pantalla a través de la cual contemplaba la estación y la nave, emitió un destello vivísimo de luz. Artewood se sintió dolorosamente lastimado en los ojos, y los cerró en un movimiento instintivo. Permaneció así durante unos segundos, y luego los abrió de nuevo.

No sabía lo que había sucedido, pero ante él la pantalla estaba a oscuras. La comunicación se había cortado.

A sus espaldas se oían algunas voces, gritos, maldiciones. Se volvió. Algunos de los técnicos movían frenéticamente sus controles, mientras otros se habían levantado de sus sitios y gritaban algo incomprensible. El encargado de las comunicaciones hablaba a través de la radio, hablaba sin cesar, como si esperara de un momento a otro alguna respuesta.

—¿Qué ha sucedido? —gritó Artewood, aunque ni él mismo se oyó.

Descendió de su plataforma de observación. La sala era un maremágnum de voces, gritos y movimientos. Nadie parecía saber nada, pero todos intuían que algo grave había pasado.

Se acercó al técnico en comunicaciones, y lo zarandeó.

—¿Qué demonios ha pasado? ¡Explíqueme!

El técnico le miró. Hizo un gesto de no comprender, y luego se quitó los auriculares. Artewood repitió su pregunta.

—¡No lo sé! —respondió el hombre, gritando para hacerse oír—. ¡El satélite de comunicaciones ha dejado de transmitir! ¡Parece como si una de sus tres unidades hubiera quedado destruida!

—¿Y el enlace de emergencia?

—¡No responde! ¡Parece averiado también!

Artewood se encontraba indeciso. Él no era técnico, no sabía demasiado bien el funcionamiento in terno de un despegue como aquel. Hubiera deseado preguntar a todos, escuchar cada versión, para saber lo que había sucedido. El fallo simultáneo del satélite-trío y el enlace de emergencia parecía indicar que algo importante había sucedido. Pero ¿qué?

El supervisor de secuencias se había dirigido hacia un rincón de la gran sala, donde se encontraba instalado el transmisor de Tierra, que enlazaba con todos los observatorios y controles que seguían a distancia la operación. Artewood se dirigió rápidamente hacia él, en el momento en que el hombre terminaba de hablar.

—¿Qué ha sucedido? —preguntó—. ¡Respóndame!

El hombre se volvió. Artewood observó que su cara parecía una máscara de cera.

—Una explosión —dijo, con voz temblorosa—. La bomba inyectora no quedó bien reparada, y al bombearse de nuevo combustible, estalló. Estalló todo.

Artewood palideció también.

—¿Y la nave? ¿Y la estación? ¿Qué les ha pasado?

El hombre parecía mirarlo con ojos ausentes. Movió la cabeza en un gesto negativo.

—Puede imaginárselo —murmuró—. Los motores atómicos han reaccionado con la explosión, y han estallado también. No ha quedado nada, ni de la nave, ni de la estación, ni siquiera de la unidad del satélite-trío establecida en la órbita inferior. Absolutamente nada.