19

 

A su izquierda, los tenderos bajaban los toldos con estudiados movimientos de brazos. Un grupo de secretarias se apiñaba ante la puerta de la West Coast Savings and Loan. El sol de la mañana bañaba su rostro; las húmedas aceras comenzaban a desprender vapor hacia el cielo. Restos de basuras aparecían desparramados ante la tienda; los proyectó a patadas a la acera y después a la cloaca. Sacó la llave del bolsillo, abrió la puerta y entró.

Un anuncio luminoso de Zenith parpadeaba sobre una fila de televisores, pero el resto de la tienda estaba a oscuras. Olía a tabaco, a barniz y a tela: olor rancio, ausencia de vida, frío y abandono; un lugar deshabitado. Encendió los fluorescentes del techo, abrió la claraboya e iluminó el gran anuncio de la RCA que había sobre la entrada. Se quedó de pie en el umbral, con las manos en los bolsillos, contemplando la calle a través de la puerta cerrada.

Pete Bacciagalupi apareció a las nueve en punto, radiante con su americana azul y la corbata de color pastel.

— Hola -dijo abriendo- la puerta de par en par para que penetrara el aire de la mañana-. Parece que tengas resaca -pasó ante Roger y colgó la chaqueta de la percha.

Pocos minutos después, el camión de reparto entró en un aparcamiento; la puerta se abrió de golpe y Olsen saltó al suelo. Escupió en el pavimento, hizo una mueca, recogió una llave inglesa que se le había caído y avanzó con calma hasta la puerta de la tienda.

— Buenos días -saludó a Roger.

— Hoy me haré cargo de las llamadas -advirtió Roger-. Quiero que te quedes en el banco de reparaciones. -Cuando Pete regresó de colgar la americana le dijo-: Que nadie saque hoy el camión. He de utilizarlo. Le he dicho a Olsen que se quedara en el sótano.

— Como quieras, pero hoy habrá que atender muchas llamadas.

— Yo me ocuparé.

— Hoy no es tu día -dijo Pete. Le puso la mano en el hombro-. ¿Por qué no vas a la farmacia y te compras un tranquilizante?

— A lo mejor lo hago -repuso Roger sin moverse del sitio.

— ¿Te puedo ayudar en algo?

— No, excepto en atender a los clientes.

Siguió en pie durante mucho rato, sin hacer nada, ignorando a la gente que entraba, sin oír el teléfono ni prestar atención a lo que hacía Pete. Justo antes de las diez percibió al final de la calle el destello familiar de una chaqueta. Se precipitó fuera de la tienda.

— Ahora vuelvo -le dijo a Pete, que atendía una llamada.

Caminó por la acera en dirección opuesta, hacia la esquina, cruzó la calle con el semáforo en rojo y llegó al mismo tiempo que ella.

Llevaba tacones altos y su chaqueta a cuadros, el cabello recogido con un pañuelo y demasiado maquillaje. Los labios eran casi pardos. Cuando le reconoció, sus ojos se abrieron de asombro, intensos, oscuros y húmedos, hasta el extremo de que los peatones se dieron cuenta y algunos se volvieron a mirarla. Se quedó inmóvil; cuando Roger se detuvo ante ella y la cogió por el brazo no reaccionó.

— Roger, yo… sólo quería pasar un momento y mirarte desde fuera.

— Ven conmigo -dijo obligándola a avanzar.

— Ella podría vernos.

— Alejémonos de aquí -dijo Roger desviándose por una calle lateral.

— He venido a la ciudad para recuperar un reloj que dejé para componer. He de pasar por la joyería.

— Te acompañaré.

— No he podido dormir en toda la noche, pensando. Me quedé pensando si llamaría otra vez o si sería capaz de ir a casa. He estado pendiente todo el rato del teléfono y del timbre de la puerta.

Dos ejecutivos salieron de una oficina y Liz tuvo que cederles el paso. Los dos exhibían sendas caras gordezuelas, sonrosadas y desprovistas de mentón; parecían hermanos. Uno se limpió los dientes con un palillo, y ambos la miraron de la misma forma.

— ¿Dónde está la joyería? -preguntó Roger.

— En la manzana próxima, si no recuerdo mal. -Del bolsillo de la chaqueta extrajo un bolso pequeño y rebuscó en su interior-. Tengo el comprobante; lleva la dirección.

Se lo pasó para que lo leyera.

— Deberíamos dejarlo, ¿verdad? -Le arrebató el papel-. Adiós.

Dio media vuelta, se deslizó entre dos coches aparcados y empezó a cruzar la calle; un taxi frenó para no arrollarla. Se mezcló en un grupo de gente que andaba por la acera opuesta, mujeres que se apiñaban ante un escaparate. La siguió. «No, no lo harás. Te conozco. Sabía que te presentarías y saldrías corriendo.»

La alcanzó a mitad de la manzana. Sostenía el papel en alto y leía los números de las fachadas.

— Dámelo, yo lo encontraré -pidió colocándose a su lado.

— He de volver ahora mismo a casa. Tengo que lavar un montón de cosas, pasar el aspirador, sacar brillo a los cristales de las ventanas, y esta tarde quiero ir a ver una butaca. Chic quiere que compre una de esas enormes butacas de fumador para la sala de estar, esas tapizadas de verde. Un nuevo modelo, no como las antiguas. Son mucho más bonitas. Como una butaca de despacho.

— ¿Me vas a dejar?

— No. Te quiero, pero he venido a decirte adiós. Quizá nos veamos algo más adelante y, aunque no te vea en mucho tiempo, pensaré en ti; no te olvidaré. Adiós. -Sus dedos acariciaron su cara, los labios y la barbilla-. No me arrepiento.-Fue muy bonito. Para ti también, ¿no?

«Memeces -se dijo-, tópicos picoteados aquí y allá, en libros y películas, en la tele, en las revistas.»

— Sé que te volveré a ver -prosiguió sin apartarse, todavía acariciándole-. No se puede separar a dos personas que se pertenecen una a otra.

Sus palabras. Las palabras de los demás. Vacuidad deliberada, preparada de antemano. Era como oír el edicto de algún alcalde, como si se lo leyeran en voz alta. Un grupo de personas que hablaba sin cesar, con la mente en blanco, eligiendo frases al azar. Recitándolas en desorden con sus voces inexpresivas. Por fin la habían enviado para entregarle el mensaje; ella era un simple emisario.

Debía aceptar estas tonterías o rechazarlas, pero ahora, ahora mismo, sin más dilación. Era lo único que Liz merecía. Si continuaba escuchándola, asintiendo y respondiendo, acabaría por estallar en carcajadas. «No puedo tomarte en serio. Estoy oyendo lo que oyen los demás, esa charla incoherente, la ridícula conversación que les diriges. Que me diriges, ¿verdad? Ya me doy cuenta. Y sé la sensación que causa. Dentro de un segundo, de una fracción de segundo, podré asumirlo como lo asumen los demás. Me lo creeré. No falta mucho. Casi me lo creo ya. Maldita cercanía.»

— Liz, al despertar esta mañana me he quedado tumbado en la cama un rato y me he dicho «estoy enamorado de Liz Bonner».

Ella lo aceptó con tranquilidad. Parecía darlo por supuesto.

— Aun así, Roger, me pregunto si, en el fondo, es verdad. Lo pensé anoche, después de que llamara tu mujer. Quizá todo no sea más que una simple excitación física mutua, ¿no crees?

«Extraído de un libro -pensó-, de un libro de texto o de un artículo. De una revista que ha hojeado en el autobús.»

— El sexo es algo muy complicado -siguió Liz-. Nadie lo comprende de verdad. Te afecta incluso cuando duermes. Todo sueño está relacionado con el sexo, ¿lo sabías? Lo que sucede en un sueño tiene una simbología sexual. La otra noche, por ejemplo, soñé en un edificio ancho y bajo, una especie de palacio de justicia. Representa un órgano sexual femenino, según leí en un libro de psicología. Es un libro que compré poco antes de casarme, antes de que Chic y yo tuviéramos relaciones. Según el doctor que lo escribió, una mujer debe procurar participar activamente en las relaciones conyugales. Decía que la mayor parte de las mujeres frígidas lo son porque no se dan cuenta de que deben participar en el acto, así que siempre intenté participar; tal vez porque trataba de vivir una relación sexual plena te estimulé más de lo correcto, o algo así. No lo sé.

— ¿Qué más decía ese libro?

— Explicaba el funcionamiento de los diferentes músculos. La mayor parte de ellos permanece en estado latente durante toda la vida de una mujer, de modo que no somos conscientes de su existencia. Me sabía los nombres de memoria.

Dio unos pasos por la acera. Roger la siguió. La gente se apresuraba en ambas direcciones.

— Chic nunca ha sido muy bueno en lo referente a las relaciones conyugales. Siempre quiere meterla en seguida, no sé si me entiendes. ¿Te molesta que hable de esto? He estado pensando… Quería hablarlo abiertamente contigo. No le gustan los juegos preliminares, creo que se llaman así, pero son muy importantes para que la mujer alcance el clímax. Las paredes internas de la mujer son sensibles sólo hasta cierto punto, de modo que al penetrarla puede dejar de responder. Hay un punto muy sensible, pero he olvidado cómo se llama. ¿Lo sabes?

— No.

— Es una especie de hueso o algo así, y si entras bien lo estimulas al mismo tiempo. Puedes llegar con la mano. Cuando una mujer, en especial una joven, una que no está casada, quiere excitarse sola lo hace de esta manera. Y está fuera. Muchos hombres piensan que ése no es el método, pero lo es. A veces, después de un orgasmo, la mujer no puede soportar que la toquen ahí. La mujer puede tener un orgasmo tras otro; el hombre, no. De modo que si un hombre procede con mucha rapidez, no satisface a la mujer. Ya lo ha hecho todo, y apenas si ha empezado. Por eso, la mujer disfruta del acto muy pocas veces.

— ¿Por qué entonces…?

— Lo hacen por los hombres, para que ellos disfruten. La mujer se somete para complacerle, pero eso no es correcto. Una mujer no debería hacerlo si no obtiene algo a cambio, ¿no estás de acuerdo? Si es consciente de ello, no podrá aunque lo desee. No es culpa suya. En la mayoría de los casos la culpa la tiene el hombre. Depende de su forma de ser; si no se preocupa por ella, jamás le proporcionará placer.

Al llegar a la esquina dobló por una calle lateral. La cogió del brazo, y ella se lo permitió.

— Qué sol. Ojalá me hubiera traído las gafas oscuras.

Un perro les ladró desde un patio, y Liz se apartó de Roger y avanzó hacia el animal con la mano en alto.

— Me gustan los perros -dijo inclinándose-. ¿Cómo te llamas, amiguito?

— Ten cuidado.

En cuclillas palmeó los flancos del animal.

— No me morderá. ¿Lo ves?

La lengua del perro, roja y pequeña, colgaba hacia fuera, como la de un gato. Tenía las orejas puntiagudas. Liz se las agitó.

— Es muy bonito.

Una plantación de dalias con espinosos cactos, amarillos y gruesos, grandes como platos, le llamó la atención. Antes de que Roger pudiera evitarlo, cruzó la calle en dirección al patio vallado en que se hallaba. Cuando la alcanzó ya había llegado a la cerca y arrancado un brote de su tallo. Una mujer de edad y fornida, con un vestido estampado, estaba barriendo el sendero, y al presenciar la escena, corrió hacia ellos.

— ¿Qué hacen? -gritó-. Voy a llamar a la policía para que los arresten; ¡no pueden robar las flores ajenas!

Liz sujetó con fuerza la dalia.

— Dale un dólar o algo así -le dijo a Roger como si no hubiera visto a la mujer-. Quiero quedármela. Iba a caerse, de todas formas. Y además, las hay a montones.

Roger pagó la flor con cierto sentimiento de culpabilidad. La mujer le arrebató el dinero sin articular palabra y siguió barriendo. Levantaba nubes de polvo con la escoba.

Liz prendió la flor en su cinturón mientras caminaban.

— ¿Cómo me queda?

— No me ha gustado lo que has hecho.

— Tiene más flores.

— ¿Por qué haces estas tonterías?

Liz emitió un sonido gutural. Echó a correr sin previo para situarse lejos de su alcance.

«No está en sus cabales», pensó Roger. Corrió tras ella, que ganaba distancia. Liz corría agitando la cabeza. De repente braceó y se cayó al suelo. Rodó entre lágrimas, con un revoloteo de la chaqueta; sus dedos se aferraron al pavimento y se le abrió el bolso, del cual surgieron el espejo, el lápiz de labios y papeles y lápices que se desparramaron en todas direcciones. Consiguió detenerse asiéndose el pavimento. «Absurdo, absurdo y horrible; ¿cómo ha podido ocurrir esto?», se decía Roger. La estrechó en sus brazos y la apretó contra sí. Se había hecho un rasguño en la cara. Una gota de sangre brotó de su mejilla y le manchó el rostro. Tenía los ojos vidriosos.

— Todo va bien -la tranquilizó.

Algunas personas se habían detenido a mirar. Las alejó con gestos furiosos. Se fueron, pero continuaron mirando hacia atrás.

Se sentó en la acera y la sujetó con fuerza. Respiraba con dificultad y mantenía la vista clavada en él; estaba pálida y desencajada.

— Estás bien -dijo.

Empezó a reunir las cosas que habían caído del bolso. Algunas habían ido a parar a gran distancia.

La ayudó a incorporarse y la condujo en dirección contraria a la que habían tomado. Liz parecía aturdida y advirtió que cojeaba. Quizá estaba herida.

— Me gustaría lavarme la cara -dijo ella. Se llevó la mano al pie-. Creo que se me ha roto el tacón. -Se quitó el zapato y lo sostuvo en alto. El tacón se había desprendido, pero no sé veía por ninguna parte. Posiblemente se había colado por la cloaca. Me descalzaré. Se apoyó en él clavándole los dedos y se quitó el zapato-. Mira, ¿no está allí? Junto a la pared…

Encontró el tacón -Liz estaba en lo cierto- y se lo entregó. Se había quitado las medias y las había metido en el bolso. Empezó a caminar descalza, lentamente, con dificultad.

— Me parece que he perdido la dalia.

La acompañó a la calle comercial, hasta encontrar una tienda de reparación de calzado. Un chico con uniforme azul cosía un zapato. El local se estremecía con las vibraciones de las máquinas.

— En seguida les atiendo.

Liz se sentó en uno de los asientos de tela y cromo, junto a un cenicero.

— ¿Tienes un cigarrillo? -preguntó con voz temblorosa y velada.

Encendió uno para ella y se lo colocó entre los labios.

— ¿A que fue extraño? -preguntó Liz al poco.

— ¿El qué?

— El modo en que nos conocimos. Fuiste a la escuela para matricular a tu hijo…, allí estábamos Chic y yo viendo cómo jugaban al fútbol… Nunca nos habíamos visto…, y ahora estamos completamente unidos. Nada nos puede separar, nada nos puede dividir. Y hace un mes no sabíamos nada el uno del otro.

Roger no dijo nada. ¿Qué podía contestar? «Es idiota -pensó-, sin duda alguna.»

— ¿Qué crees que nos unió?

— Nada. Nosotros mismos.

— ¿No crees que Algo vela por nosotros?

— No. ¿Por qué?

— ¿Crees que en el mundo sólo existe una persona?

— No.

El chico dejó su trabajo en la máquina y se acercó.

— Lamento haberles hecho esperar. Ya veo que se ha quitado los zapatos, señora; en seguida lo arreglo. -Examinó el tacón roto-. ¿Se le ha enganchado en una rejilla? El otro día le pasó a una señora, ¿sabe? Se lo arreglo en un momento. Le costará unos setenta y cinco centavos.

Sin más comentarios, fue detrás del mostrador y empezó a trabajar con un martillo y unos clavos diminutos.

— ¿Qué quieres hacer? -preguntó Liz-. Lo dejo en tus manos.

— Quiero seguir.

— Yo también. Vale la pena. Conozco mis sentimientos y los tuyos. Es lo único que me importa. Me es indiferente que ella lo sepa. De hecho, me alegro de que lo sepa. ¿Te parece tonto?

— No -mintió él, consciente de que deseaba continuar y de que debía escucharla y creerla si ésa era su intención.

— ¿Quieres correr el riesgo? Igual se lo dice a Chic. Es probable que me mate, o a ti, o a los dos. Y el tribunal le absolverá.

— No creo que lo haga.

— No tienes miedo, ¿eh? No, no lo tienes. De lo contrario, no te habrías metido en este lío.

— Tampoco creo que ella le diga nada.

Liz se puso en pie y se balanceó mientras apagaba el cigarrillo en el cenicero. Luego, lenta y precavidamente, se dirigió, descalza, hacia el operario.

— Este hombre y yo nos acostamos juntos anoche.

El chico trabajaba febrilmente sin levantar la vista. Sin duda había oído toda la conversación.

— Vamos, Liz -dijo Roger irguiéndose-, déjale en paz.

— Quería que lo supiera. Ya se había enterado, ¿no es cierto? -le preguntó.

El chico se sumió en el trabajo, ignorándola; el martillo golpeaba con frenesí.

— ¿Por qué tenemos que escondernos? -preguntó al sentarse de nuevo. Su rostro aún reflejaba la conmoción-. Quiero decírselo a todo el mundo. Ya lo saben, en realidad. Volveré a la tienda contigo.

— No.

El chico terminó su trabajo y salió del mostrador secándose las manos en el delantal.

— Serán sesenta centavos -dijo sin mirarles.

Estaba ruborizado y nervioso; le tendió el zapato a Roger y retrocedió.

— Gracias. Muy agradecida -dijo Liz. Se apoyó en el hombro cíe Roger para ponerse el zapato-. Ha quedado muy bien.

Recogió el bolso y se dirigió hacia la puerta. Roger buscó en sus bolsillo, sacó un dólar y se lo dio al chico.

— Gracias -dijo el operario tragando saliva.

— ¿Por qué estás tan nervioso? -le preguntó Liz desde el umbral.

El chico movió la cabeza y puso en marcha una máquina. A pesar de ello, Liz se encaminó hacia él.

— ¿Por qué no podemos acostarnos juntos? Estamos enamorados. ¿No es eso lo que cuenta? Tengo dos hijos y él uno, un chico maravilloso. ¿Qué otra cosa podemos hacer? No podemos casarnos; lo haríamos si pudiéramos. No es culpa nuestra.

Roger la agarró por el brazo y tiró de ella, pero Liz se resistió.

— Espera. Quiero preguntarle por qué piensa que hacemos mal. ¿Te has acostado alguna vez con una chica? Sí, ¿verdad? No estabas casado con ella, ¿eh? ¿Por qué nos consideras culpables a nosotros y a ti no? Deberías ser coherente. No es coherente, ya ves -repitió dirigiéndose a Roger-. Es lo único que le pido. Puede pensar lo que quiera, pero debería ser coherente; no somos diferentes de los demás. Todo el mundo lo hace, así que todo el mundo debe ser culpable, ¿no es así? Tal vez sea ése el pecado original. -El chico había abandonado el mostrador para refugiarse en la trastienda. Liz siguió sus pasos-. Sólo quiero hacerte una pregunta. Tengo curiosidad, eso es todo. ¿Me contestarás? ¿Te acostarías conmigo si tuvieras oportunidad de hacerlo? ¿Qué habría de malo en ello?

El operario no contestó. Roger la sacó fuera de la tienda. -Éste es nuestro castigo -dijo Liz-. Lo que nos merecemos. Nos hemos aislado de los demás, ¿no? Para ellos somos de otro mundo. No nos pueden oír, ni nosotros a ellos. Ese chico no ha entendido nada de lo que le he dicho; podía haber dicho lo que me diera la gana. Había cerrado los ojos completamente.

— Lo ha oído, y ya está -replicó Roger mientras pensaba que la tienda de reparación de calzado estaba a sólo dos manzanas de la suya.

— No, no ha oído nada. Podría parar a cualquiera y tampoco me oiría.

— No lo hagas.

— No habrás cambiado de opinión, ¿verdad? Aún quieres continuar, ¿no?

Asintió con un gesto.

— Sólo quería estar segura.

Al verla en aquel estado, no supo qué hacer con ella. Debía regresar a la tienda, pero temía dejarla sola. Tampoco podían seguir caminando por la acera; tenían que ir adonde fuera y aclarar las ideas.

— Será mejor que vuelva a casa -dijo Liz-. No es conveniente que me pasee por esta zona, pero he de ir a la joyería. De lo contrario, Chic se preguntará qué estuve haciendo hoy. Podría llamar a casa y no encontrarme, así que he de hacer algo para poder contárselo luego. Será mejor que no entres en la joyería conmigo. Me han visto con Chic; retiraré el reloj, iré a casa y te esperaré.

— Es demasiado arriesgado.

— ¿El qué? Ah, te refieres a venir a casa. ¿Es demasiado arriesgado ahora?

— Más tarde.

— Ya… Oye, explícame lo que quieres decir. ¿Hablas de aplazarlo?

— No.

— Sí. Quieres aplazarlo.

Roger guardó silencio.

— Si no llego a venir, ¿te habrías puesto en contacto conmigo?

— Claro.

— ¿Me estás acusando de algo? -le miró fijamente y enarcó las cejas-. No tengo la culpa de que Chic se dejara caer por tu casa y que tu mujer averiguara dónde estabas.

— Lo sé.

— ¿Qué estás maquinando? No quiero dejarte, ni quiero que me dejes. Intentemos que vaya adelante -se arrebujó en la chaqueta como un pajarillo.

— Claro, pero hay que tener cuidado.

— Bien, no te entiendo, pero allá tú. No puedo obligarte a hacer lo que dijiste que harías. -Aminoró el paso y añadió-: Puedes llamarme cuando quieras.

— Creo que tengo razón.

— Es probable que no me llames. En todo caso, estaré pensando en ti -su voz se quebró-. Qué sorpresa. No dijiste nada al principio.

— Te llamaré -rodeó su cintura con el brazo; ella se apretó contra él, lo abrazó y le besó.

Unos chicos que pasaban en un sedán Mercury silbaron, tocaron la bocina y agitaron los brazos. Liz se apartó y le miró con semblante serio.

— Chiquillos -dijo Roger.

— Tienes razón. Estoy segura de que la tienes. He venido para verte por última vez. Quiero verte de nuevo, pero no puedo. Cuídate, ¿me lo prometes?

— Sí.

Se alejó de Liz en dirección a la tienda. Los clientes se agolpaban ante el mostrador hasta ocultar a Pete de la vista. Se sintió culpable. Era su tienda, pensó.

— Lo siento -se disculpó al ocupar su puesto tras el mostrador.

— Esta señora viene a recoger su radio. Aquí está el número -le pasó a Roger el comprobante.

Una vez atendida la clientela, Roger examinó la lista de ventas del día y se concentró en el trabajo.

— Una buena hora para los negocios -le dijo a Pete-. ¿Olsen está abajo?

— Está en el bar -dijo Pete anotando la venta de un receptor de radio en el libro de registro-. Ha ido a tomar un café.

Una mujer de edad traspuso el umbral cargada con una gran bolsa.

— ¿Es usted el que se encarga de las reparaciones? -preguntó a Pete-. Traigo una radio para que me la arreglen. Se ha quedado sin sonido. No me había fallado en trece años. No entiendo lo que ha podido pasar. Quizá se ha roto un cable.

«O una saxífraga gastada», pensó Roger. La ayudó a sacar la radio de la bolsa y la enchufó. Pete fue a buscar la escoba a la trastienda y empezó a barrer.

— Tendrá usted que dejarla -dijo Roger-. Le daré un comprobante.

Cogió la pluma y escribió la fecha en la parte superior del comprobante.

— Ay, no sé qué haré sin ella. No podré escuchar las noticias.

— Hay un montón de moscas muertas en el escaparate -dijo a Pete cuando la anciana se hubo marchado-. Y el letrero situado delante del Emerson de 21 pulgadas se ha caído. Quizá puedas colocarlo de nuevo sin mover nada grande.

— De acuerdo. Oye, parece como si tuvieras resaca. ¿Por qué no te vas a la sauna de Finnish un rato? Te sentará bien. -Sonó el teléfono. Pete apoyó la escoba en la pared y fue a contestar-. Modern TV.

Una pareja joven entró en la tienda y se detuvo ante una fila de televisores Westinghouse.

— Buenos días -saludó Roger-. ¿Quieren que les enseñe algo?

Hizo lo que pudo, pero no obtuvo ningún provecho. La pareja le dio las gracias, dijo que regresaría para comprar algún aparato y se marchó entre florituras literarias.

— Impertinentes -rezongó Pete sin dejar de barrer.

Olsen volvió a las once, después de desayunar en el Rexall. Al pasar junto a Roger agitó el pulgar y dijo:

— Hay ahí un vejestorio que quiere verte. El tipo de al lado.

— Jules Neame -aclaró Pete-. Le he visto merodeando.

— ¿A mí? -preguntó Roger. «Cristo. Lo sé. Lo entiendo.»

— Más columpios. Arremángate y manos a la obra.

Roger guardó la chaqueta bajo el mostrador y se fue al bar. Jules Neame, grande y desaliñado, estaba sentado comiendo un bocadillo de rosbif. Llevaba desabrochado el primer botón de la bragueta y se había prendido por dentro del cuello de la camisa una servilleta de papel, como un barbero, que le colgaba sobre el pecho. Cuando vio a Roger le señaló el taburete vacío que tenía al lado.

— Hola, amigo -dijo Neame sonriente.

— Hola, Jules.

— ¿Cómo va todo?

— Bien, bastante bien.

— Hay un montón de posibilidades, ¿verdad? Nunca se sabe. Creo que deberíamos estar contentos con lo que tenemos. No hay que mirar demasiado adelante, basta con disfrutar del presente. -Mordió el bocadillo y habló con la boca llena-: Aquí estamos, señor Lindahl; lo sabemos, pero ¿qué más sabemos? Hablan del cielo y de la otra vida. Creo que no vale la pena preocuparse por ello. La vida es demasiado corta. Nos atormentamos pensando en esas cosas. sin darnos cuenta de que ya tenemos bastantes problemas aquí abajo. Nuestras vidas son, de por sí, bastante penosas. La culpa es innecesaria. El mundo nos atormenta y reaccionamos atormentándonos. Me pregunto cómo podemos tener tan baja opinión de nosotros mismos. Les damos la razón a los demás en sus opiniones respecto a nosotros. No nos merecemos la felicidad, y cuando experimentamos una poca nos sentimos como si hubiéramos robado algo que no nos pertenece.

Roger jugueteaba con el jarro de crema de leche que la camarera había dejado sobre la barra, sin escuchar apenas a Neame.

— Buenos, días, señor Lindahl. -Saludó a la camarera, atractiva con su blusa roja y la cofia blanca-. ¿Cómo van las cosas?

— Bien.

— ¿Qué quiere tomar?

— Café -contestó llevándose la mano al bolsillo.

— Permita que le invite, señor Lindahl -dijo Neame deteniendo su movimiento.

— Gracias.

— Parece un poco deprimido hoy. Espero que, sea lo que fuere lo que le preocupa, no sea nada. Es usted una gran persona, señor Lindahl, créame. Sé cómo lleva los negocios; sé cómo trata a sus empleados y a los clientes. Toda la gente de la manzana tiene la más alta opinión de usted. Si puedo ayudarle en algo, dígamelo sin rodeos. Le tengo un gran respeto y confianza. La gente dice, a veces lo oyes, que hay mucha bondad en las personas, pero yo no estoy de acuerdo; pienso que es terrible asumir el papel de juez dando por sentadas una serie de cosas, como si fuera posible determinar sin temor a equivocarse qué es lo bueno y qué lo malo. Un hombre ha de decidir por sí mismo qué es lo mejor, y quienes le quieren, si de verdad le respetan, habrán de permitirle que tome sus propias decisiones. Ya sé que la gente religiosa no comparte esta opinión, pero peor para ellos. Los seres humanos son más importantes que sus teorías moralizantes. Cuando era joven me dediqué a especular sobre problemas filosóficos. ¿Ha leído algo de un gran pensador llamado Spinoza? Escribió en cierta ocasión acerca de un desfile de músicos, como esas orquestas del Sur, que iba a un funeral. Y la música de la orquesta… -Divagó interminablemente. Roger se tomó el café sin prestar atención a la cháchara-. En cuanto a mi tienda -oyó que decía Neame mientras bebía un vaso de crema de leche-, tiene mucho espacio en la parte posterior, donde guardamos la mercancía. Es como un mundo. Nadie suele entrar, salvo mi mujer y yo, y por lo general estamos demasiado ocupados para hacerlo con frecuencia. Recuerdo que una vez entré y encontré un gato dormido sobre uno de los sacos de semillas. Ignoro cómo se coló en la tienda. Nunca advertimos quién entra y quién sale. Si quieren entrar, que entren. -Se acercó más a Roger y bajó el tono de voz-. Por qué no me acompaña a la tienda? Tengo que volver. -Se secó los labios, apartó el plato vacío y bajó del taburete-. Sólo un momento. Quiero enseñarle algo. Le dije a su operario que quería hablar con usted; le vi desde fuera cuando pasé por delante, pero estaba muy ocupado hablando con una pareja, de modo que no entré. No quiero ausentarme mucho rato de la tienda. No sé cuánto estará esa mujer; parecía muy desolada, pero mi esposa la tranquilizó, y supongo que se sentirá mucho mejor. No quiso entrar en su tienda para evitarle complicaciones, así que entró en la nuestra y nos explicó la situación; no por completo, pero sí que deseaba verle un momento y que no podía entrar en su tienda, o así le parecía. Le dije que esperara, que yo me encargaría de llevarle allí. -Asió a Roger por el hombro y lo empujó suavemente hacia la puerta; notaba en la nuca el aroma a crema de leche y en su hombro el peso de la mano del viejo, una garra pesada y carente de huesos-. ¿Cómo se llama? No se lo preguntamos. No me lo diga si no quiere. No, tal vez será mejor que no lo haga.

Roger se detuvo ante su tienda y le indicó a Pete por señas que iba a la de Neame. Pete le guiñó un ojo e hizo el ademán de arrojarle algún objeto contundente.

— Es una mujer muy bonita -comentó Neame.

— Sí.

— Tiene un rostro muy dulce. Entre.

El anciano abrió la puerta de la tienda y Roger entró. Al otro lado del tabique que dividía el local, en la trastienda, Liz estaba sentada en uno de los columpios de Neame, con las manos en el regazo y el bolso a su lado. Nada más verle se levantó de un salto y se precipitó hacia él, jadeante, con las manos extendidas. Le abrazó sin decir una palabra.

— Por favor, Roger…

— ¿Qué has hecho, venir aquí directamente?

— No podía volver a casa. -Su rostro estaba tenso, descompuesto, como si sus facciones se hubieran desplazado a los lados. La deformación le sorprendió-. Ya sé que es un error, pero no me importa. Que se vaya al infierno tu mujer. Que se vayan al infierno Chic, los niños y todo el mundo. Tú sientes lo mismo, ¿verdad?

«¡Maldita sea mil veces!», pensó Roger.

— ¿He hecho mal? Te quiero. Me parecen todos tan lejanos… Sabía que volvería. Están ahí afuera, como toda esa gente. -Se refería a los peatones, los coches y los autobuses. A las oficinas. A los comercios-. Incluso mis hijos. Ni siquiera me preocupan Jerry y Walter. ¿Te importa tu tienda? No significa nada. Nunca sentí algo semejante. Es extraño -le sacudió el brazo, esperando, examinándolo, abrazándolo.

— ¿Estarás en casa? -preguntó, Roger.

— Sí, todo el día.

— ¿Quieres que vaya después del mediodía?

— Sería maravilloso. -Se apartó de él-. Te veré luego. Dentro de dos horas.

La contempló mientras salía a toda prisa de la tienda de Jules Neame; la contempló hasta que se perdió de vista.

«A la mierda todos -pensó-. A la mierda mi esposa Virginia y su madre, la señora Watson. A la mierda tu marido Chic y tus dos hijos, Jerry y Walter. Estoy de acuerdo contigo. A la mierda todos, hasta mi hijo Gregg. Familia, amigos, cosas, tiendas, nuestras vidas, los planes que hicimos, todo lo que teníamos o esperábamos alcanzar, excepto esto. Pero nos cazarán. Eres demasiado estúpida, demasiado corta para darte cuenta. Yo sí me doy cuenta. Todo volverá a ser igual que antes.»