18

 

Alguien llamó a la puerta a las diez en punto, sobresaltando a Virginia. Cerró la antología de relatos cortos y se asomó a la ventana para escudriñar el porche. La luz estaba encendida para cuando llegara Roger, y vio a dos hombres aguardando; uno era Chic Bonner, y le acompañaba un hombre de más edad, alto, delgado y de grandes orejas.

— Hola Chic -saludó Virginia al abrir la puerta.

— Siento molestaros, pero como Roger no me llamó me he permitido la libertad de venir con el señor Gillick para presentárselo. Earl, ésta es la señora Lindahl, la esposa del hombre de quien te estuve hablando.

— Encantado de conocerle. -Virginia le estrechó la mano. El hombre apartó con naturalidad el cuello del abrigo para que pudiera ver el audífono que llevaba en la solapa-. Pasen, por favor.

— Gracias -dijo Gillick. Los dos hombres entraron. Gillick, al igual que Chic, aparentaba ser una persona campechana y franca. Echó una ojeada alrededor y dijo-: Un lugar muy agradable, señora Lindahl -le guiñó un ojo-. Me dedico a la construcción, por eso se lo digo de corazón.

— Earl es contratista -aclaró Chic-. Somos viejos amigos. Dirigió las obras de nuestra nueva panadería.

Tanto Chic como Gillick se mostraban vacilantes, como atentos a la irrupción inminente de Roger.

— Roger no está -dijo Virginia.

El rostro de Chic se demudó.

— Ha ido a casa de un posible cliente.

— Vaya… Bueno, es culpa mía por no haber telefoneado antes. Pensé que tal vez estaría de humor para examinar mis dibujos -explicó, mientras cambiaba con Gillick una mirada de disgusto.

Ninguno de los dos se decidía a dar el siguiente paso. Se balancearon sobre los pies y volvieron a mirarse.

— Sentaos. Dadme vuestros abrigos.

— No estaremos mucho rato -precisó Gillick, pese a lo cual le alargó el abrigo, que olía a puros.

— Es un cliente que sólo está en casa por las noches -explicó Virginia después de colgar sus prendas. Adornó un poco la historia-. Roger solicitó un modelo de consola RCA para él la semana pasada. Hoy se lo van a pensar.

«Así que no estás en casa -pensó Chic-; así que estás en algún otro sitio…»

— ¿Qué haces rondando tan tarde, Chic? -preguntó Virginia sentándose en el brazo del sofá.

— Charles y yo -terció Gillick- hemos ido a una conferencia de la Asociación de Ferreteros de Los Ángeles Pro Defensa de la Ética. -Hizo girar los ojos cómicamente y añadió-: Queríamos saber cómo se llevan con el Departamento de Justicia.

— Se están enfrentando a una operación más bien extraña -aclaró Chic-. Una cadena de grandes almacenes, la Kerman, va a sacar al mercado una batería de cocina con bordes de aluminio. Los ferreteros han intentado boicotear a los intermediarios a través de su asociación, pero quizá quieran… ¿cómo te diría yo?… frenar la competencia, o algo así.

— ¿Y qué tiene que ver eso con el pan? -preguntó Virginia, inquieta y no demasiado interesada.

— Es una decisión que afecta a los pequeños comerciantes y… Chic se extendió largamente sobre el tema, mientras Gillick asentía.

«No estás en casa -pensó Virginia-, y no estás desde hace horas. Incluso es probable que te hayas marchado poco después de cenar.»

— Ha sido una sesión larguísima -concluyó Gillick-. Han estado discutiendo sin cesar. Por un momento creí que no se iba a terminar nunca.

— Lamento que mi marido no esté.

— Bueno, tal vez en otra ocasión -repuso Chic.

— Tengo muchas ganas de conocer a su marido -dijo Gillick. Tanto él como Chic parecían intimidados por su presencia. De repente, Virginia se dio cuenta de que aún llevaba puestos los leotardos y la camiseta-. Me han hablado tanto de él… -agregó mientras expulsaba nubecillas de humo de su puro.

— ¿Está usted interesado en la tienda? -le preguntó Virginia.

— Bueno, hasta cierto punto. Charles me pidió que le diera mi opinión sobre el edificio y la fachada. Le dije que lo haría.

— ¿Ha visto la tienda?

— No, todavía no.

— Chic, has venido con la camioneta, ¿verdad? ¿Por qué no vamos hasta la tienda para que la vea el señor Gillick?

— Es una gran idea, pero no me parece bien meter a Gillick en esto antes de que tu marido…

— No importa -Gillick se palmeó la rodilla-.Vamos a echarle un vistazo -decidió-; se levantó y avanzó hacia la puerta.

— Traeré sus abrigos. -Virginia fue rápidamente al armario ropero y sacó los abrigos. «¿Me cambio? No.» Se cubrió con un abrigo largo hasta los pies; cogió su bolso y volvió a la sala-. Ya estoy. -Tendió a los hombres sus prendas.

— Hace poco que hemos llegado -dijo Chic-. ¿No crees que si esperamos unos minutos Roger llegará? Estoy inquieto por…

— Lo dudo. Suele tardar bastante en este tipo de demostraciones. ¿Dónde tienes la camioneta?

— Allí. Escucha, Virginia -susurró Chic aprovechando que Gillick les precedía unos pasos-, tengo un pequeño problema. Evito conducir siempre que puedo. A veces no me queda otro remedio. Conduje hasta el lugar de la conferencia, y luego traje a Earl hasta aquí… Me quitaron el permiso el año pasado, como ya sabes. Aún tardaré un poco en recuperarlo, quizá dentro de…

— Yo conduciré.

— Gracias. -Le dio la llave y mantuvo la puerta abierta para que se acomodara ante el volante-. Te lo agradezco…

Gillick y Chic subieron; Virginia puso el motor en marcha en cuanto el último cerró la puerta.

«Ahora voy a averiguar la verdad. Tal vez estés en el sótano y no oigas el teléfono, tal vez no.»

 

La tienda estaba a oscuras cuando llegaron, y la calle, vacía. No había coches aparcados en las cercanías.

— No está -dijo Virginia.

«Es verdad que no está en la tienda.»

— Un buen sitio -aprobó Gillick.

— Muy bueno -dijo Chic.

— ¿Véis bien desde aquí? -preguntó Virginia después de aparcar frente a la tienda.

— Será mejor que bajemos -sugirió Chic. Él y Gillick bajaron a la acera-. La tienda es vieja. Hay que limpiarle la cara. -Demasiada madera -observó Gillick.

— Ya se lo dije. Por eso me costó tanto hacer los diseños.

— No se puede ver gran cosa con tan poca luz. El letrero es antiguo también. Un estilo horrible. Y el escaparate, demasiado estrecho. -Gillick midió la anchura de la tienda-. Muy, muy estrecha. -Forzó la vista para mirar en el interior-. Es grande, sin embargo. ¿Tiene sótano?

— Sí, y además lavabo e inodoro.

— No puedo ver bien los muebles. ¿Cómo son las luces del techo?

— Fluorescentes.

Virginia, sentada en el vehículo, escuchaba la conversación de los dos hombres mientras paseaban por la acera. «Así que no estás aquí. ¿Dónde estás?»

— El mostrador no sirve para nada -dijo Gillick-. La caja registradora es una antigualla. Menuda reliquia.

— Ya se lo dije -repitió Chic.

— Cerrada. -Gillick forcejeó con el pomo-. Lástima que no podamos entrar.

— Será mejor venir de día, si encuentra un momento…

— Señora Lindahl, ¿tiene la llave? -preguntó Gillick-. ¿Podemos entrar?

— Sí, ahora voy.

Entró en la tienda precediendo a los dos hombres. En la trastienda, la azul noche espectral iluminaba los aparatos. La atmósfera era fría y por todos los rincones se expandía un olor rancio, causado por los ceniceros llenos de colillas y el cubo de basura que había bajo el mostrador.

«Si estuviera aquí, la llave estaría colgada de la puerta. Tiene esta costumbre neurótica, por temor a quedarse encerrado en la tienda.»

— Bajen.

— Sí -dijo Chic-, veamos eso. Gillick podrá examinar los cimientos.

— No puedo verlos desde dentro -señaló Gillick mientras bajaban.

Virginia les guió; encendió la luz del sótano.

La sección de reparaciones estaba desierta.

«Hijo de puta…»

— ¿Vale? -preguntó aún con la mano en el interruptor.

— Nos iremos en cuanto quiera, señora Lindahl -dijo Gillick.

— Sí, se está haciendo tarde.

— De acuerdo -dijo Gillick.

— ¿Le gusta la tienda de mi marido?

— Bastante.

— Le di dinero para que la comprara. Bueno, mi madre y yo.

— Caramba, no sabía eso -dijo Chic. Gillick y él cruzaron una mirada-. Entonces está a tu nombre, ¿no?

— No, al suyo. Le di permiso.

— Un gesto muy encomiable por tu parte y por parte de tu madre -apreció Chic.

— Sabes por qué llevo los leotardos? -Virginia abrió el abrigo y les enseñó cómo iba vestida, igual que cuando los recibió. Es lo que usaba para mi terapia de baile. La dejé para que pudiera comprar la tienda. ¿No es vergonzoso?;No es una pena? Cometí una grave equivocación.

Gillick y Chic permanecieron en silencio.

— Le sienta muy bien, señora Lindahl -dijo por fin Gillick, mientras exhalaba una bocanada de humo.

— Vámonos -dijo apagando la luz-. Vamos, vamos -comenzó a subir la escalera; los dos hombres la siguieron. Los esperó ante la puerta-. Vámonos -repitió mientras salían a la acera.

Cerró la puerta y corrió hacia la camioneta. En cuanto ellos hubieron entrado dio marcha atrás y giró en dirección a su casa.

— Tranquila -le aconsejó en cierto momento Chic. Los dos hombres, incapaces de comprender su reacción, se mostraban preocupados y alarmados-. No corras tanto, Virginia -rogó cuando el vehículo casi rozó un camión aparcado, al doblar Virginia a la derecha en un ángulo muy cerrado.

Siguió conduciendo sin disminuir la velocidad, indiferente a lo que le decían. Al llegar a casa frenó y saltó de la camioneta.

— Buenas noches -les dijo; arrojó las llaves en el regazo de Chic, se apoderó del bolso, subió el sendero a toda prisa, atravesó la entrada, encendió la luz de la sala y se sentó a telefonear.

Marcó el número de Liz. Pasó un rato y, por fin, descolgaron; oyó la voz de Liz.

— ¿Diga?

— ¿Está Roger ahí?

— ¿Co… cómo?

— ¿Está Roger ahí?

— No.

— Déjame hablar con él.

— No está aquí. ¿Por qué tendría que estar? No le veo desde hace una semana.

— Déjame hablar con Chic.

— Está durmiendo.

— Maldita embustera… Y sé que lo eres, porque Chic está aquí, afuera, en la camioneta, con Gillick. Aún no se han marchado. Chic no ha estado en casa en toda la noche. Se fue a una conferencia.

La comunicación se cortó.

Colgó el auricular, lo descolgó de nuevo y marcó el mismo número. Al cabo de largo rato Liz contestó.

— ¿Qué quieres?

— No te vuelvas a acercar a mi casa. Manténte alejada. No eres más que una mierdecilla. No te acerques para nada. No quiero verte meneando el culo en mi casa nunca más.

La otra empezó a decir algo, pero Virginia no la quiso escuchar; colgó. Se levantó, fue hacia la ventana y miró afuera. La camioneta se había marchado. La calle estaba vacía.

Transcurrió un cuarto de hora. No se había movido de la ventana, todavía embutida en el abrigo. Media hora después divisó el Oldsmobile. Aparcó en la calzada, se detuvo el motor y se apagaron las luces, se abrió la portezuela y salió Roger. Cerró el coche con llave y caminó hasta el porche, donde se detuvo. La puerta estaba abierta de par en par; Virginia no la había cerrado. Vaciló unos segundos, y acabó por entrar.

En cuanto vio la expresión de su cara, comprendió que estaba presente en el momento de su llamada. Aquella expresión hosca… Su rastro reflejaba una determinación rígida e inflexible que no recordaba haber visto en muchos años; encorvó el cuerpo y hundió las manos en los bolsillos. Al principio no pronunció palabra. Se limitó a seguir de pie, mirándola de soslayo de vez en cuando. Su boca tembló, empezó a decir algo; luego, se llevó los dedos a los labios, gruñó algo y optó por el silencio.

— Estabas allí -afirmó Virginia.

— ¿Dónde?

— Cuando he llamado. Estabas con Liz. Aún no te habías marchado.

— No estaba -dijo, y luego poco a poco se le iluminó el semblante con su astuta sonrisa de superioridad.

«No puedes probar nada», decía su cara. Arrastró los pies, la miró, y rió entre dientes. Pero estaba asustado. El miedo acabó por imponerse a la sonrisa y brilló como un rayo de luz.

— ¿Dónde estabas, pues?

— En la tienda.

Se balanceó sobre las puntas de los zapatos y los tacones.

— Llamé a la tienda.

— Estaba abajo. Trabajaba en el sótano.

— ¿Todo el rato?

— Sí, tenía un montón de cosas que hacer.

— Eres tan embustero como ella. Fuimos a la tienda.

Fuimos? ¿Quiénes?

— Chic, Gillick y yo.

Se quedó sin habla. Se acarició la barbilla y bajó la mirada. Sin embargo, continuó sonriendo; la sonrisa persistió en su rostro, vacío y estúpido. Virginia perdió los estribos.

— Basura. -Él parpadeó ante el epíteto-. Lo sé todo. Será mejor que vayas a la farmacia y compres alguna cosa, o cogerás una infección -dijo con gran convicción; pero en cuanto hubo terminado la frase se sintió ridícula. Y, al oírla, la expresión de Roger se transformó.

Pareció extraer algo de energía de sus palabras. Mejoró su estado de ánimo; dejó de frotarse la barbilla. La sonrisa se borró y dio paso a un aire solemne. Se desabrochó la chaqueta y pasó junto a Virginia para colgarla en el armario ropero.

— ¿Qué hiciste, llamarla?

— Sí, lo sabes perfectamente.

— No la vuelvas a llamar. Déjala en paz.

— ¿Por qué?

— Limítate a hacer lo que te digo.

Ella pugnó por retener las lágrimas.

— Eso te ayudará -ironizó Roger.

Virginia fue al vestíbulo y se secó el llanto con la manga del vestido.

«Ha sido culpa mía, por decir eso. ¿Por qué lo he dicho? Nunca más. Me iré antes de decir algo semejante.»

Volvió a la sala. Roger estaba sentado en el centro del sofá, observándola atentamente.

— ¿Has… has cenado?

— He parado en un bar y me he comido una hamburguesa.

— ¿Cuando volvías a casa?

— Me detuve en casa de un cliente. Luego me comí la hamburguesa. -Se reclinó con las manos en la nuca-. ¿Por qué andas por casa con el abrigo puesto?

Fue a colgar el abrigo en el ropero.

— No se lo he dicho a Chic.

Roger permaneció silencioso.

— No lo sabrá, a menos que ella se asuste. -Se sentó en la cocina, a oscuras. Desde donde estaba podía ver a su marido, que había estirado los brazos a uno y otro lado-. Estuve a punto de decírselo. Vine a toda velocidad para no hacerlo.

Él no movió ni una pestaña.

— ¿Cuáles son tus planes? -preguntó Virginia.

— ¿Qué quieres decir?

— Respecto a ella.

— No te entiendo.

— No puedes casarte con ella, nunca te lo permitiré.

Supo que no podría arrancarle una respuesta concreta. Roger permaneció callado.

— No puedo evitar que la veas, si es lo que deseas, si de verdad te gusta alguien así. Pero ¿crees que vale la pena? ¿Y si Chic os sorprendiera? Te mataría.

— No, eso no sucederá.

— Pensé que podía ocurrir.

— No es más que un engreído.

— Creo que sería capaz de matarte.

Roger se levantó del sofá.

— Olvidémoslo.

— Será mejor que no la veas, por tu propio bien. ¿No puedes encontrar una chica soltera? Si él te hiciera algo, la ley se pondría de su parte. ¿Qué harías si os sorprendiera juntos? ¿Y si esta noche hubiera regresado temprano? Sabes que ella es demasiado estúpida para saber fingir por mucho tiempo. Acuérdate de lo que dijo cuando la llamé. Claro que no podía decir mucho más. Si Chic se llega a presentar, ¿qué habrías hecho? ¿Huir por la puerta de atrás? -Imaginar la situación la llenó de angustia-. Qué horror. No creo que valga la pena; de veras.

— Siempre deja a Gillick en su casa primero. Le va de camino.

Luego, la esposa de Gillick telefonea a Liz.

— Oh. No lo sabía. ¿Así que tiene un método establecido? ¿Lleva años haciéndolo así?

No respondió.

— Creo que no debería hacerte más preguntas.

— No.

— ¿Por eso cambiaste de parecer y decidiste matricular a Gregg en la escuela?; Porque la conociste?

— No.

Pero algo influyó.

— No.

Supo que Roger había llegado a su límite. Ya no diría nada más.

— Quiero decirte algo. Puesto que Chic vino a visitarnos, ya sabe que no estabas en casa, por lo que tendrás que tomar precauciones suplementarias. También sabe que ella estaba sola. Así que si empieza a reflexionar puede extraer alguna conclusión. Será mejor que no hables con ella o que no la llames durante un tiempo. Cuando Chic llegue a casa le dirá sin duda que pasó por aquí, y entonces Liz adivinará, o al menos eso me imagino, cómo supe que estabas allí. Supongo que tendrá la suficiente práctica en estas cosas como para mantenerse alejada de ti por un tiempo.

— Aguardó una respuesta que no se produjo-. Si quieres, la llamaré por ti. Esta noche no, mañana…

— ¡Cristo, no! -exclamó con tal vehemencia que ella abandonó la idea.

— Como quieras.

Continuó sentada a la mesa, con el oído atento, esperando una palabra o una reacción; lo mismo que él en la sala, intuyó.

 

— Me llevaré el Olds para ir a trabajar -dijo Roger por la mañana, después de desayunar.

— ¿Y dónde lo aparcarás?

— En la esquina.

— Casi nunca lo haces.

— Hoy me siento un poco cansado.

— Necesito el coche. He de recoger a Marion a mediodía. Iremos de compras y comeremos juntas.

— Y una mierda. Trabajé hasta las diez de la noche ayer; estoy agotado. Necesito el coche. Mi trabajo es lo primero.

— Te llevaré a la tienda.

— ¿Y a la salida?

— Te recogeré y te traeré a casa.

No pudo replicar; frunció el entrecejo, pero no pudo replicar.

Subió al coche a las ocho y media y puso en marcha el motor. Roger salió al porche, vestido con traje y corbata, y la miró fijamente.

— Vamos -le apremió-, o llegarás tarde.

Roger tomó asiento junto a su esposa con perezosa y rencorosa desgana. Apenas cambiaron algunas palabras durante el trayecto hasta la tienda.

— ¿Conoces a Gillick? -le preguntó en cierto momento.

— No.

— Me impresionó. Chic dice que es contratista.

Roger bajó frente a la tienda.

— Gracias -murmuró una vez en la acera.

Un rayo de sol matutino iluminó un lado de su cara, y comprobó que se había afeitado con descuido; cerca de la oreja, una zona pilosa descoloría la mejilla. Nunca se afeitaba bien esa parte.

— Hasta la noche -se despidió.

Roger siguió dándole la espalda a la espera de su liberación. Virginia se alejó en el coche.