9

 

El viernes, en la tienda, Pete Bacciagalupi le dijo:

— Chico, estás despistado. ¿Qué te pasa? ¿Malas ideas?

— Mi hijo vuelve hoy de la escuela -respondió Roger.

La tarde se deslizó perezosamente, hora tras hora. Comió sentado en la barra del restaurante vecino, y pasó un rato en el sótano con Olsen, discutiendo algunos aspectos de las reparaciones.

Cuando subió encontró a Pete despejando el mostrador.

— Por fin trasladé el Philco de veintiuna pulgadas -dijo Pete.

Le sujetó por el hombro y lo hizo volverse de cara a la parte trasera de la tienda. Movió la cabeza sin decir una palabra para señalar la pequeña sala de demostraciones. Un hombre estaba sentado en la semipenumbra sin hacer el menor ruido-. Apareció cuando estaba ocupado. Te buscaba a ti, por supuesto.

Roger asomó la cabeza. La silla crujió cuando Jules Neame se levanto para saludarle. El viejo iba en mangas de camisa, y olía a sudor y tabaco; emitió un jadeo de disculpa y sus dientes de oro brillaron en la oscuridad cuando sonrió. Se excusó levantando sus manos vacías e incapaces.

— Señor Lindahl -dijo Neame.

— Hola, Jules. ¿Cómo va?

El viejo era el propietario de la Neame Lawn Furniture amp; Carden Supplies, la primera tienda que se encontraba al salir a la derecha.

— Está usted tan ocupado siempre… No quisiera molestarle.

Pensé que usted o su socio podrían echarme una mano. -Se puso a la defensiva al pronunciar las palabras cruciales, mejoró su dicción y empleó una forma de hablar casi deferente-. Si mejor en otro momento…

Sus manos revolotearon en el aire.

— Le ayudaré. ¿Qué ocurre?

Caminaron juntos hasta la puerta de la tienda. El estómago del señor Neame se bamboleaba a cada paso que daba; no llevaba abrochado el último botón de la bragueta, y bajo sus axilas se dibujaban círculos de sudor.

— Un columpio -explico a Roger-. No podemos colocarlo en el escaparate.

Su rostro aún temblaba por el esfuerzo, y el sofoco no le había abandonado; se había sentado en la sala de demostraciones para recuperarse.

— Llámeme la próxima vez -respondió Roger.

— Bueno. -El señor Neame se llevo la mano a la mejilla y ocultó su cara-. Odio molestarle, señor Lindahl.

La señora Neame sostenía el columpio en un extremo de la sección de mobiliario para el jardín, resollando y estremeciéndose. La anciana, mientras su marido iba en busca de ayuda. había intentado fijar el columpio por sí sola. Al ver a Roger sonrió con agradecimiento, se irguió y miró a su marido. Jules la sustituyo y Roger asió un extremo; juntos afianzaron el columpio en el escaparate y lo enderezaron. La señora Neame les observo, atenta a que se mantuviera equilibrado, pero sin decir nada. Su marido la alejó con un gesto cuando intentó señalar un defecto.

— Pesan mucho -dijo Roger cuando lo soltaron.

— Ha sido maravilloso por su parte, señor Lindahl -agradeció la señora Neame-, abandonar su trabajo y hacer lo que debiéramos haber hecho nosotros.

Tanto ella como Jules se sentían azorados; se apartaron sin saber qué decir.

— Estoy a su disposición -respondió Roger, pero su corazón latía más de lo normal.

Su voz se quebró y permaneció en silencio un momento mientras sacaba un cigarrillo y la caja de cerillas. Como siempre que alzaba algún objeto pesado, un televisor, una estufa o una nevera, sus manos palidecían y los dedos se ponían rígidos. Tuvo la sensación de que las manos se le iban a desprender de las muñecas; las metió en los bolsillos y suspiró. En ese momento, Jules Neame empezó a demostrar nerviosismo. Desapareció en la trastienda, atravesando una cortina, y reapareció con una cajita que tendió a Roger.

— ¿Le apetecen unas Delicias Turcas? -Le ofreció un dulce-. Son auténticas; me las envía mi hermana. Coja un par.

Roger aceptó las dos pensando en Pete, que las adoraba. Volvió a su tienda y depositó las Delicias Turcas en el mostrador.

— Gracias -dijo Pete mordiendo una-. ¿Qué era esta vez?

— Otro columpio.

— Tu mujer ha llamado mientras estabas ayudándoles. -Le enseñó una nota que había arrancado de un bloc-. Dice que ha vuelto de Ojai. Te llamará dentro de un momento. Debe de estar bien aquello. Un montón de jubilados llenos de salud. -Observó como Roger se guardaba la nota en el bolsillo-. El viejo Neame siempre anda pendiente de ti. Cualquier día sufrirá un ataque al corazón ahí en la tienda y caerá muerto sobre uno de esos columpios; ya lo verás.

Virginia volvió a llamar a las cinco y media.

— Ya estoy en casa. Acabamos de llegar. Aquí está Gregg.

Un estruendo en sus oídos y después la voz de su hijo:

— ¡Papá! ¿Sabes lo que hice? Me caí de la ventana en la que estaba subido; me caí al suelo. Y entonces…

— No se hizo daño. -Virginia le había arrebatado el teléfono-. Era la ventana de la tienda que usan.

— ¿Cómo está?

— Estupendo. Estuvo muy contento de verme. Me esperaba en el aparcamiento. Me alegro de haber ido; quiero decir que me alegro de no haberle dicho a esa señora que nos lo trajera.

— ¿Cómo fue el viaje?

— Horrible, peor de lo que suponía. Pero conduce como un rayo, casi tan rápido como tú.

— ¿Qué turno elegiste?

— Conduje de vuelta. Ella se encargaba de los niños.

— ¿Qué opinas de esa chica?

— Tenían razón.

— ¿Qué quieres decir?

— Que es idiota.

— Oh, ya me lo imaginaba.

— Pero también muy dulce. Ya te contaré después; Gregg recorre la casa encendiendo las lámparas. ¿Vendrás a las seis y media?

— Desde luego -asintió, y colgó.

— ¿Hay algún problema? -preguntó Pete-. ¿Llegaron bien?

— Estupendamente. -Se sentía desanimado-. Voy ahí al lado a tomar un café.

Dejó a Pete a cargo de la tienda y se encaminó al bar.

Aquella noche, después de acostar a Gregg, le dijo a su esposa:

— ¿Qué querías decir con eso de que es idiota? A mí no me lo pareció.

— No te escucha cuando hablas -respondió Virginia, sentada en camisón sobre el sofá-. Y cuando lo hace no te entiende; lo confunde todo y se hace un lío. ¿No le llamas a eso ser idiota?

— Me parece que todos os metéis con ella.

— Sólo pasé cuatro horas y media en su compañía. Te doy mi palabra.

— ¿Piensas que no va a funcionar?

— ¿A qué te refieres? No tiene nada que ver.

— ¿Cuál es el acuerdo?

— Ella llevará a los tres chicos a la escuela este domingo, y el viernes subiremos todos juntos.

— Si tan idiota es -dijo Roger con acritud-, tal vez no deberías hacer amistad con ella.

— No veo la relación.

— Le pides que haga algo por ti, que haga un viaje que te da miedo, y luego llegas a casa y te sientas tan tranquila a contarme lo muy idiota que es. Yo a eso lo llamo hipocresía, ¿no crees? -se iba enfureciendo por momentos-. ¿No te da vergüenza?

— Me has preguntado mi opinión.

— Dejémoslo correr. Olvídalo.

Pero él no pudo olvidarlo.

— ¿Sucedió algo en el camino? -preguntó tras un intervalo.

— No -respondió Virginia parapetada tras una revista.

— ¿Seguro?

— Pero ¿qué te ocurre? -Virginia dejó caer la revista-. ¿A qué viene todo esto?

Roger se puso la chaqueta, la más vieja, a la que le faltaba un botón.

— Me voy un rato a la tienda. -Estar en casa sin hacer nada le ponía nervioso; era incapaz de quedarse un minuto más-. Tengo que desembalar unos televisores y sintonizarlos para el sábado.

— ¿De veras? -Le fue pisando los talones tristemente hasta la puerta-. ¿Y si Gregg pregunta por ti?

— Por el amor de Dios, sólo ha estado ausente tres días. Te veré más tarde.

Cerró la puerta a su espalda. La luz del porche se encendió; un detalle de Virginia.

Se metió en el Oldsmobile, arrancó el motor y condujo de vuelta a la tienda cerrada.

 

Abajo, en la sección de mantenimiento, los fluorescentes seguían encendidos. Olsen aún trabajaba en el banco de reparaciones. Junto a él, un termo de café y los restos de un bocadillo. Le daba la espalda a Roger, una ancha, listada y sucia espalda, y su protuberante e irregular cabeza, erizada de cabello rebelde, oscilaba ligeramente.

— Hola -dijo.

— Hola -contestó Roger-. ¿Cómo es que todavía trabajas?

— No lo sé. Me pagas por ello.

Las paredes del sótano se estremecían con el sonido del receptor de Olsen; bajó un poco el volumen. La habitación olía a sudor. Era un trabajador experto, eficiente e individualista, uno de los últimos de su estirpe. A su manera indescifrable y taciturno, era un excelente reparador de aparatos de radio. Se tomaba en serio el trabajo. Nadie sabía su edad; aparentaba cincuenta como mínimo. Provenía, según sus propias aseveraciones, de Utah. Iba siempre manchado y roto; el vello de su estómago sobresalía por entre los botones de la camisa. El único hábito que Roger no le aguantaba era el de escupir en la papelera.

— ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -preguntó Roger.

— Lo voy apuntando. -Olsen señaló la pringosa y arrugada libreta de notas en la que llevaba la cuenta de las horas-. Échale un vistazo si quieres.

— Jodidos reparadores.

A pesar de todo, le agradaba la compañía de Olsen. Éste exhibió su mellada y deforme sonrisa.

— ¿Te apetece una cerveza? -ofreció Roger.

— ¿Me invitas?

— Claro.

— De acuerdo. -Olsen se incorporó y cerró el banco. El zumbido, el chisporroteo y los ruidos murieron, los contadores y las agujas se paralizaron. Olsen flexionó las piernas, saltó del taburete, se estiró, se abrochó los pantalones, escupió a la papelera que había en el extremo del banco y descolgó la chaqueta del clavo que había hundido en la viga maestra-. Vamos -dijo.

Fueron al bar de la esquina y bebieron sendas botellas de cerveza Budweiser. En la gramola sonaba un disco de Johnny Ray. Acodados en la barra había varios obreros, hombres de negocios y una rubia de mediana edad que hablaban o meditaban. Dos hombres jugaban al tejo en la parte trasera del bar. De vez en cuando se oía el golpeteo de las fichas. Una estufa de gas crepitaba. El bar era agradable.

— ¿Tienes problemas? -preguntó Olsen.

— No.

— Entonces, ¿por qué no estás en casa?

— Fui a la tienda para desembalar unos televisores.

No tenía ganas de responder.

— Y una mierda.

— ¿Qué clase de problemas crees que tengo? -Roger levantó la cabeza-. Tengo un negocio que rinde, una mujer y un hijo. Mi salud es razonablemente buena. No tengo ningún problema en especial.

Se bebió la cerveza y posó las mano sobre el mostrador.

— Yo también estoy casado -dijo Olsen al cabo de mucho rato-. No tengo hijos, pero sí un trabajo satisfactorio, a pesar de que el tipo para quien trabajo es una especie de asno. Pero no estoy en casa. Estoy en la sección de reparaciones a las nueve de la noche.

Miró de soslayo a Roger.

— ¿Qué mosca te ha picado?

— Ninguna. -Los ojos inyectados en sangre se desviaron-. Sólo me estaba haciendo una pregunta.

— Dila.

— ¿Desde cuándo no tienes una aventurilla? -dijo Olsen con voz rasposa.

— No sé de qué me estás hablando.

— Sí lo sabes. -Olsen introdujo el pulgar dentro de la cerveza y después lo sacó para examinarlo-. No me refiero a tu dormitorio.

— Dos años -respondió Roger.

En la Nochevieja de 1950 se había acostado con una chica a quien conoció en una fiesta sobrecargada de alcohol. Virginia se marchó pronto, ofendida por algo, y le había dejado solo.

— Tal vez sea ése el problema.

— Vete al infierno.

— Ése es el problema de muchos tíos. -Olsen se encogió de hombros-. Se ponen malos sin eso. Lo que tienes en casa no cuenta.

— No estoy de acuerdo. El lugar de un hombre es su hogar.

— Dices esto porque no tienes a quien meterle mano.

La sonrisa mellada reapareció.

— No, te lo digo de verdad.

— ¿Te gustó lo ocurrido hace dos años?

— Ojalá no lo hubiera hecho. -Había sentido remordimientos y nunca lo había vuelto a hacer, ni siquiera lo intentó-. ¿Qué significa, pues, el matrimonio? ¿Qué significa una esposa? ¿Te gustaría que tu esposa fuera puteando por ahí?

— Eso es diferente.

— Claro. La doble moral.

— ¿Por qué no? Es natural que un hombre juegue al fútbol, tan natural como que la mujer no lo haga. Si mi esposa me engañara, la mataría. Ella ya lo sabe.

— ¿Tú la engañas?

— Siempre que puedo. Siempre.

Adoptó una expresión virtuosa, seria y grave, como si estuviera predicando una verdad incuestionable.

«Qué asquerosidad -pensó para sus adentros. Bebió cerveza-. Sé que eso no es justo, pero no tiene nada que ver con lo otro.»

— El amor es más importante que el matrimonio -le dijo a Olsen-. Un hombre se casa por amor, ¿no es así?

— En algunos casos -contestó Olsen aferrándose a sus opiniones.

— El amor es lo primero -apuntó acusadoramente con su dedo a Olsen, que miraba a la lejanía-. Tienes que pensar en el amor como lo primordial. El matrimonio es su fruto; el amor lo dirige. En China se casan sin amor; los novios nunca se ven antes de la boda. Es como aparear ganado, ¿no? Ésa es la diferencia entre el hombre y los animales; el hombre se enamora, y si no sigue la dirección que el amor señala, actúa como un animal, y entonces, ¿para qué coño vives? Dímelo. ¿Sólo vives para trabajar, comer y reproducirte?

— Te entiendo, pero ¿cómo puedes ser objetivo cuando estás enamorado? A lo mejor sólo quieres un chochito, y eso es muy diferente. Puedes estar enamorado y negarte a ir a la cama con ella y, de hecho, quizá sea así como sabes que estás enamorado de verdad; no quieres acostarte con ella, no quieres mancillarla. Si un hombre ama realmente a una mujer, la honra y la respeta.

— El sexo no implica en absoluto falta de respeto.

— El sexo…degrada a las mujeres, las priva de su virginidad, la posesión más preciada de una mujer. ¿Querrías hacerle esto a la mujer que amas? Apuesto a que matarías al tipo que violara a la mujer de la que estás enamorado, lo castrarías. Me parece que si amas de verdad a una mujer debes protegerla. La mujer no obtiene nada del sexo. La mayoría de las mujeres lo detestan. Lo aceptan para complacer al hombre.

— Estás diciendo un montón de tonterías. La mujer disfruta tanto como el hombre.

— Sólo determinada clase de mujeres fáciles -repuso con violencia Olsen-. Una mujer de verdad, una mujer a la que puedas amar, estar orgulloso de ella y llevarla al altar, jamás gozará ni permitirá que lo intentes, no lo dudes. Encuentra a una mujer que se vaya a la cama contigo y yo te enseñaré una puta.

— ¿Incluso después del matrimonio?

— Eso es diferente. -Olsen se mordió una ampolla del pulgar-. Hay que tener hijos. Pero es un pecado mantener relaciones sexuales fuera del matrimonio. Fuimos creados para tener relaciones maritales en orden a engendrar hijos.

— Si no he oído mal, has dicho que lo hacías siempre que encontrabas una oportunidad.

— No es problema tuyo.

— No hay nada degradante en el sexo; está en tu mente.

— ¿Tienes alguna hermana? Respóndeme: ¿tienes alguna hermana?

— Hablas del sexo como si se tratara de un pecado, y luego vas y engañas a tu mujer. Estás completamente chiflado.

— Será mejor que no me pierdas el respeto. -Olsen depositó la cerveza en el mostrador-. Aunque seas mi jefe. Eres un tipo cojonudo y tal, pero no me hables de esa forma, especialmente en lo que concierne a mi mujer. Te prohíbo hablar de mi mujer, a pesar de que seas un buen amigo y del aprecio que siento por ti.

— Lo siento.

Roger le tendió la mano y Olsen, después de un prolongado momento, se la estrechó.

— Cuando hablas de ese modo, te expones a cualquier cosa -señaló Olsen.

Alzó su cerveza y se la bebió de un trago con el semblante muy rígido. Roger se dedicó a su propia cerveza. La conversación no se prolongó mucho más. Cuando volvieron a la tienda, Olsen bajó a la sección de reparaciones y dejó a Roger solo.

Se dirigió al despacho y se sentó a oscuras, observando, a través de la puerta cerrada de la tienda, los coches y la gente que pasaba por la calle.

«Qué lío», pensó.

Eran las nueve y media. No muy tarde, decidió. Se puso la chaqueta, abandonó la tienda sin despedirse de Olsen y subió al coche. Al poco rato iba camino de San Fernando.

Paró en una estación de servicio y buscó en el listín telefónico la dirección. Encontró dos Charles Bonner, pero recordaba la dirección; Virginia la había mencionado. Condujo hasta la casa de los Bonner. Aparcó enfrente, paró el motor y apagó las luces.

La casa no era muy diferente de las que la rodeaban: una casa pequeña, de reciente construcción, de una sola planta e imitando el estilo de los ranchos californianos. Tenía un amplio garaje, un pimentero en el patio y una ventana panorámica protegida con cortinas que dejaban filtrar una luz tenue. La camioneta roja Ford estaba aparcada frente a la fachada. La sombría luminosidad de la calle daba al coche una tonalidad gris.

«Ahora o nunca», se dijo.

Bajó del coche, cruzó la calle, subió por el sendero, llegó al porche y pulsó el timbre.

Ruidos. La luz del porche se encendió. «Están levantados -se dijo. Aún no eran las diez-. Y es viernes. Él no irá a trabajar mañana. O quizá sí.» Pánico… pánico.

Se descorrió un cerrojo y se abrió la puerta. Chic Bonner, en pantalones cortos y calcetines, le miró fijamente.

— Oh, Lindahl. Entre.

— Es muy tarde. Sólo estaré un momento.

— Demonios, es pronto. Me alegro de verle. Quítese la chaqueta. Démela, la colgaré del perchero.

— No me quedaré mucho rato. Sólo quería hablar con usted un momento.

— Le serviré algo de beber. -La sala de estar aparecía muy desordenada: revistas tiradas por todas partes, sobre el sofá y en el suelo. La televisión funcionaba, y Chic fue a desconectarla-. Estaba viendo uno de esos malditos seriales, esos de media hora de duración. Usted trabaja en el ramo de la tele, ¿verdad? Debe de pasarse todo el día mirándola. Siéntese.

Roger no veía señales de Liz Bonner. Quizá fuera mejor así. Sin embargo, añadida al pánico, sintió una extraña y fría sensación de vacío. Disgusto.

— Quería agradecerle lo de los viajes -dijo.

— Oh, sí. Condujeron juntas, ¿no?

Roger se acomodó en el sofá, enlazó las manos y dijo:

— He estado reflexionando. Si este acuerdo funciona, compartiremos los gastos.

— No, está bien así. -Chic parecía incómodo-. No le dé más vueltas.

— No, de ninguna manera. No es justo que su esposa cargue con una tarea que nos toca hacer a nosotros. Le explicaré mi plan, en caso de que decidamos llevarlo adelante. Como a Virginia le da miedo ese viaje, yo iré en su lugar. Si usted y su esposa recogen a los niños los viernes, yo los llevaré a la escuela el domingo por la tarde. Me va bien los domingos, porque los viernes trabajo.

— Y yo también, por eso no puedo ir los viernes. -Se pasó la mano por el cabello, se detuvo al borde de la calvicie y repitió el movimiento-. He de solicitar de nuevo el permiso. Me cuesta reconocerlo ante la gente. No conduzco. Es Liz la que lo hace.

— No hay nada de malo en eso -respondió Roger encogiéndose de hombros.

Le habían retirado el carnet en dos ocasiones.

— Lo sé. De todas maneras, por lo que a mí respecta, sería estupendo. Liz hace ese viaje cuatro veces a la semana. Ahora se puede reducir a dos. Aprecio su gesto. Dice que le gusta, pero es demasiado para una sola persona.

— Cierto.

— Bien, ¿los llevará usted el domingo que viene?

— Sí. Vendré sobre las cuatro y recogeré a sus chicos.

— Estupendo. -Chic sonrió satisfecho-. Quiero decir que ya iba bien, pero… usted me comprende. Cuanto menos tenga que viajar, mejor.

Roger se levantó y se encaminó a la puerta.

— Le veré el domingo.

— Venga sobre las dos.

— De acuerdo. Buenas noches. Despídame de su esposa.

— Lástima que Liz no esté en casa -comentó Chic mientras le acompañaba-. Ha ido a visitar a una vecina. Tienen hijos; mañana iremos de excursión. No me pregunte adónde… no` me consultaron.

Un momento después, Roger se encontró en el porche. Chic le deseó las buenas noches y cerró la puerta.

Las piernas le temblaban cuando cruzó la calle para llegar al coche. Se había comprometido hasta el cuello. Cuatro horas y media cada semana en la autopista con niños jugueteando en el coche. Su mente crujió bajo el peso de tantos planes: se marcharía temprano, pasaría la mayor parte de la tarde en la escuela; tendría una legítima excusa para largarse el domingo después de comer. Y -Cristo- no iba a permanecer cruzado de brazos sin hacer nada. Ignoraba el significado de esta frase. Sus pensamientos eran confusos. Dejó que siguieran confusos.

Al entrar en el coche advirtió que Chic no había apagado la luz del porche. Probablemente por su esposa. Ella volvería pronto.

Roger se encogió en su asiento para no ser visible desde el exterior. Pero resultaba demasiado arriesgado. Puso el motor en marcha. Conectó las luces de posición, dio la vuelta a la esquina y aparcó a unas casas de distancia de la de los Bonner, detrás de un camión de reparto de leche.

Pasaron quince minutos. Un perro correteó por la calle, olisqueó un matorral y siguió su camino. Había poco tránsito. Un hombre salió de una de las casas, se despidió y se marchó rápidamente a pie.

«Estoy loco -pensó Roger-; ¿y si Virginia llamara a la tienda? Le diré que estaba abajo, que no pude llegar a tiempo de descolgar el teléfono. ¿Y si Olsen sube y contesta? No, no lo hará; nunca lo hace. Aunque… ¿y si estuviera arriba, cerca del aparato?»

Mientras meditaba, una puerta se cerró con estrépito al otro extremo de la calle. Una mujer salió corriendo a la acera. Sus ojos se habían acostumbrado a la escasa luz; la vio muy bien. La mujer avanzaba a grandes zancadas, con la cabeza baja, medio corriendo, luego caminando, después acelerando. Su cabello, recogido en una cola, se agitaba arriba y abajo. Llevaba una chaquetilla, y mientras corría la apretaba contra su cuerpo con las manos. Su falda se acampanaba ante ella.

«Liz», pensó.

La observó hasta que subió los peldaños de su casa y desapareció en el interior. La puerta se cerró de golpe. La luz del porche se apagó.

Al cabo de unos minutos puso en marcha el motor y regresó a su casa.

 

No había luz en la sala de estar. Mientras tanteaba en la oscuridad, Virginia le llamó desde el dormitorio.

— ¿Eres tú?

— Sí.

Encontró una lámpara de pie y la encendió.

— Me fui directa a la cama. Perdona.

— ¿Quieres que te lleve algo? ¿De veras estás en la cama? ¿O estás leyendo?

Miró y vio que estaba en la cama; la habitación estaba a oscuras.

— He llamado a la tienda.

— ¿Cuándo?

— Hace una media hora. Nadie ha contestado.

— Estaría en el sótano. Olsen y yo trabajábamos con unos aparatos nuevos.

— ¿Vas a hacerte algo de cena? -Se incorporó y encendió la luz que había junto a la cama-. Prepárame algo, por favor.

— No lo sé. -No tenía apetito, pero fue a la cocina y abrió la nevera-. Me prepararé un bocadillo. -Revolvió distraídamente hasta encontrar el queso suizo-. Olsen y yo salimos un momento. Nos tomamos unas cervezas.

— Pensé que habías ido a trabajar.

— Charlamos.

Virginia apareció ciñéndose el camisón. El cabello largo y despeinado le caía sobre los ojos; se lo echó hacia atrás.

— No vayas a hacer mucho ruido y desvelar a Gregg -pidió-. Aún está despierto. He tenido que ir a verle un par de veces.

— He tomado una decisión. No quiero que hagas esos viajes. Llegaré a un acuerdo con los Bonner. Ellos lo harán los viernes, y yo los domingos. Es lo mejor. Lo más equitativo.

— Estupendo -dijo Virginia sofocando un suspiro de alivio-. Ya sé que soy egoísta, pero te quiero de verdad; ¿serás capaz de hacerlo? ¿En tu único día libre? -Su júbilo se esfumó-. Te podría acompañar y encargarme de los niños, así no te darían la paliza.

No había pensado en que ella le acompañara.

— Seríamos demasiada gente.

— Sí, tienes razón. La tienes de vez en cuando, ¿eh? -Ella le miró con tal devoción que Roger sintió un espasmo de culpabilidad-. Te quiero, ¿sabes? ¿Qué hacías sentado en la tienda, imaginando posibles soluciones?

— No puedo hacerlo todo. No iré los viernes. Lo haremos a medias con los Bonner.

— ¿Sabes lo que me dijo Liz? Le retiraron el permiso de conducir a su marido. Debía de conducir fatal. No me dijo por qué… pero ella es la única de la familia que conduce. ¿Llamo mañana a Liz y se lo digo? Tú fijas la hora en que irás con Gregg. -Mientras Roger se preparaba el bocadillo de queso, ella le daba vueltas a la cuestión-. Si tengo tiempo la llamaré.

— Ya he hablado con ellos.

— Oh, vaya. ¿Qué han dicho?

— He hablado sólo con él. Le ha gustado la idea.

— No le conozco. Estaba trabajando cuando fui a la escuela. Tienen una de esas casas rústicas; muebles corrientes, televisor, cortinas, mesa de café, sofá y alfombra. Los muebles que se ven donde venden caravanas, salas de estar completas por treinta dólares de entrada y uno a la semana.

— Adonde van los okies.

— Sí, con todos esos altavoces y esa horrible música okie. -De repente recuperó su amable sonrisa. Cuando no estaba segura de lo que él quería decir pasaba por una corta etapa de seriedad, por un momento se convertía en una azafata, capaz de oír y de no oír al mismo tiempo-. Oh, vamos, ya sé que no te gusta oírlo en boca de otra gente.

— No -respondió con acritud.

— Dice que están pagando la casa. Deben de tener casi todo el dinero invertido en la fábrica de pan. Desde luego no seré yo la que juzgue a alguien por su economía doméstica. No me gustaría ser juzgada por la primera que se presentara a husmear. Pero eso es lo que hacen; sentí que podía sucederme a mí. Las esposas de los PTA. Creo que a Liz no le importa; si le importara no tendría la casa tan desordenada. Es como una falta de respeto hacia su esposo, pero parece que a él sólo le interesa su trabajo. Es vicepresidente de la Bonny Bonner Bread… ese pan que compramos a veces.

— Quizá el mismo que estoy comiendo -dijo Roger con voz trémula.

— ¿Pasa algo?

— Tienen una casa pequeña, con muebles vulgares; ella es tonta, y un ama de casa descuidada; y de él, cuando le conozcas, dirás «es calvo».

— ¿Es calvo? ¿De verdad? -Ese punto la irritaba visiblemente-. ¿Cuántos años tiene?

No contestó. Rebuscó en la nevera, sintiéndose ofendido, con la protesta en la punta de la lengua. «No voy a gritar», pensó. Sería un grito muy agudo. Mejor permanecer en silencio. El pulso le latía en las muñecas.

— Te preocupa que yo conduzca -dijo Virginia-. No lo puedes evitar.

Roger alzó la cabeza.

— No me mires de esa forma. Ya sé que no te gusta cómo conduzco.

— ¡Me importa un carajo cómo conduces!

Todo su cuerpo temblaba. La imperiosa necesidad de no comprender. Pero quizá era mejor así. Dejar que se ocupara de sus propios asuntos. Ella asumía que Roger dudaba de su habilidad porque le daba pánico conducir.

— ¿Por eso quieres hacer los viajes?

— No; no es por eso.

Pero en la expresión de Virginia se leía: «ése es el motivo. Lo sé. Y, sin embargo, lo acepto. Es la verdad. Ambos lo sabemos».