16
Transcurrió el lunes sin noticias de Liz. Volvió a casa por la noche absolutamente deprimido. No se dio cuenta de lo que cenaba o de lo que Virginia le decía; se sentó ante el televisor y miró sin comprender. hora tras hora, hasta el momento de irse a la cama.
«La llamaré -se dijo-, pero no puedo. ¿Cómo podría marcar el número? ¿Y si contesta Chic?
»Bueno, diré algo sobre sus malditos dibujos.»
Descolgó el teléfono mientras Virginia estaba ocupada y marcó algunas cifras del número de Liz.
«No», decidió. Colgó. Si hubiera querido llamar, lo habría hecho durante el día. Algo iba mal.
Le llamó al almacén al día siguiente por la mañana.
— Por el amor de Dios -dijo al reconocer su voz-. Casi me vuelvo loco.
— Lo siento -le respondió con ligereza-. Intenté llamarte ayer, pero el hombre se pasó la tarde arreglando la nevera. ¿Entiendes de neveras? No se descongela.
— ¿Cómo estás?
Alargó el teléfono hasta el límite del cable, lejos del mostrador. Se sentó en cuclillas, colocó el teléfono sobre el regazo y vigiló los movimientos de Pete Bacciagalupi, que estaba atendiendo a los clientes.
— Bien.
— ¿Dijo algo Chic?
— ¿Sobre qué?
— En general.
— No. Se enfadó conmigo por no confiar en sus grandes planes. Le gustaría que me entusiasmaran todas sus ideas -suspiró-. Roger, ¿puedes hablar? ¿Es un buen momento?
— Sí -dijo, ignorando los clientes que esperaban tras el mostrador.
— Estoy estirada en el dormitorio. Tenemos un supletorio junto a la cama. Tengo mucha pereza, pero me siento muy bien. ¿Crees que Virginia sospecha algo?
— No.
— Me miró de una forma extraña. Tenía que irme de allí… La única solución que se me ocurrió fue irme a dormir. Acostarme en su cama…, quiero decir vuestra cama, fue una experiencia curiosa. ¿Entiendes? Es algo muy complejo… ¿Cómo nos metimos en esto?
— ¿Es que quieres salirte?
— Oh, no. Roger, fue maravilloso. Lo que hicimos. Nunca he sentido algo igual con Chic. Es la verdad.
La tienda se había llenado de clientes. Olsen subió del sótano para discutir acerca de una reparación con un hombre. El sonido de un televisor impedía que Roger pudiera escuchar bien. Se apoyó contra la pared para eludir el ruido.
— ¿Qué es ese barullo?
— Nada, sigue.
— ¿Qué crees que haría Virginia si se enterase? Es tan dulce… Una de las mujeres más adorables que he conocido. Me gustaría caerle mejor.
— ¿Cuándo podré verte otra vez?
— Me lo estoy pensando.
— ¿Esta noche? -preguntó con recelo.
— Roger, ¿crees que hacemos bien?
— Cristo, ya ha pasado el momento de plantearse estas cosas.
— Tienes razón. Quería asegurarme de tus sentimientos. Roger, puedes dejarlo cuando quieras. Lo sabes, ¿verdad?
— ¿Cuándo te podré ver?
— Bueno… -dijo en tono reflexivo. Imaginó su pelo áspero, el calor de su piel, las complejas circunvoluciones de sus orejas, el vello corto y firme que crecía en su nuca. Le había dicho que se cortaba el pelo ella sola-. ¿Sabes lo que llevo puesto? La parte inferior del bañador. He estado tomando el sol en el jardín… Entré a cambiarme y decidí llamarte. Tenía miedo de llamar, no es que no quisiera hacerlo. No estoy acostumbrada a estas cosas, no sé cómo actuar. Fue tan extraño…, tú y yo sentados en tu cocina, a treinta centímetros de distancia, sin poder decirte nada o tocarte. Tenía tantas ganas de tocarte…, una vez casi lo hago. Pero, Dios…, si Chic lo hubiera visto. O Virginia. Sí, era extraño…, los cuatro diciendo tonterías, y todo el rato muriéndome de ganas de echarte los brazos al cuello y abrazarte.
— ¿Cuándo?
— ¿Mañana por la noche?
— De acuerdo.
— Chic tiene que ir a una reunión de negocios. Va todos los miércoles. Irá en coche.
— ¿A qué hora?
— Te llamaré cuando se vaya.
— No llames a casa; estaré aquí, en la tienda. ¿Cuándo? ¿A las siete o siete y media?
— Sí. Puedes venir aquí o encontrarnos en cualquier otro sitio, pero recuerda que se llevará el coche.
— ¿No hay problemas en que vaya a tu casa? -dijo, pensando en los vecinos y. en el regreso de Chic.
— No creo. Si quieres, me vienes a buscar y nos vamos a otra parte. Oye, llaman a la puerta, he de ir. Te llamaré el miércoles a la tienda.
— Adiós.
— Adiós -dijo Liz, y el teléfono enmudeció.
El martes por la noche. Virginia le oyó decir desde la otra habitación:
— Tendré que ir a la tienda. He de instalar unos aparatos.
— Ah, ¿sí? -dijo con creciente recelo.
Pero se quedó en casa, hojeó unas revistas y revisó algunos pedidos.
— Me parece que no iré esta noche -dijo a las nueve-. Estoy demasiado cansado.
— ¿Has pensado en lo que dijo Chic?
— No.
— ¿Le llamarás?
— Que le den por el culo.
— No uses esas expresiones -le reconvino, pasando del recelo a la ira.
— Se lo merece. No es más que un gordo y relamido niño bonito que lo ha tenido todo fácil. Nació con una flor en el culo.
— Qué tontería.
— Él y sus planes… Ya sé cuáles son sus ideas; me pondría de patitas en la calle en menos de una semana. Obsequiaría a las señoras con gardenias, platitos y lámparas… Contrataría vendedores que se tocarían las narices todo el día. Vendedores decorativos, les llamamos nosotros. Hay muchos en los grandes almacenes. Un montón de maricas.
La indignación de Virginia creció hasta el extremo de dejar la conversación; fue a la cocina y se sentó a fumar.
— Odio a esos tipos -la voz de Roger resonó a lo largo del pasillo-. Vendedores de medio pelo. Hipócritas.
— Chic no es hipócrita.
— No, pero los contrataría. Conozco a Chic…, el típico individuo rollizo y bien vestido que ves en los almacenes; rondando en la trastienda, siempre rondando sin hacer nada; simplemente, están allí. Sólo levantaría el culo para ir a buscar el periódico. Créeme, conozco el paño.
— Y tú eres tan trabajador…
— Cumplo con mi cometido.
— Es Pete quien hace el trabajo. Te vas a tomar café al bar de al lado y, te sientas en la sauna a charlar con los otros…, los otros… -estuvo a punto de añadir «los otros mercachifles».
— Dilo.
— ¿El qué?
— No sé. -Roger entró en la cocina-. La cabronada que ibas a decir y te has callado.
— Eres incapaz de reconocer a un buen hombre cuando lo encuentras. Leí no sé dónde que la única utilidad de los colegios es que te enseñan a reconocer a un buen hombre. Es una pena que no fueras a la escuela.
— Sé reconocer a un buen hombre. Pete es un buen hombre, y lo tratas como si fuera basura. Olsen es un buen hombre. Chic Bonner no es más que un gilipollas -remató, a punto de salir.
— No te mereces la tienda. Lamento haberme esforzado tanto en que la consiguieras.
— Ya es demasiado tarde.
— Lo sé.
— ¿Qué esperas, gratitud?
Salió y se dirigió a la otra habitación.
— Tan sólo una respuesta decente por tu parte. Algo racional e inteligente.
— ¡Por el amor de Dios! -gritó-. No meteré a ese tío en mi tienda; es mi tienda y no la compartiré con nadie. Liz tiene razón.
— Muy interesante -ironizó Virginia-. Le das más valor a su opinión que a la mía. Me pregunto por qué.
— Porque tiene razón.
— ¿Sólo por eso? Ahora sé a lo que me recuerda Liz. Entras en los grandes supermercados un sábado y siempre te encuentras alguna mujercita risueña y entrada en carnes con una bandeja de galletas y un queso nuevo de oferta. Lleva un uniforme amarillo que le ciñe las caderas…, ya sabes. Y cuando pasas arrastrando el carrito, te llena con su alegre vocecita y dice: «¿quieres probar gratis el nuevo bacon de Kraft y este queso para untar?», o algo así.
— Creo que iré un rato a la tienda.
— Espera. Lo siento, no debí decirlo -pero no pudo contenerse y prosiguió-: ¿Por qué piensas tanto en ella? ¿Qué te atrae? ¿Tan sexy te resulta? Me gustaría saberlo. De veras.
— Vete a la mierda.
— Lo que sí me gustaría saber es cómo pudo enredarse Chic Bonner con una mujer semejante.
La puerta de entrada se cerró. Al instante se levantó de un salto y atravesó la casa corriendo. «Ya estamos», se dijo. Abrió la puerta. Roger estaba de pie en el porche, con las manos hundidas en los bolsillos, el cuerpo encorvado.
— Lo siento -se disculpó Virginia rodeándole con los brazos-. No vayas a la tienda. No diré nada más. Podríamos hacer algo, dar un paseo o ir a algún club. Puede que toque una orquesta.
— No, me siento muy cansado. -Sin embargo, entró en casa con ella-. No tengo ganas de hablar.
— Es posible que eche de menos a Gregg.
— ¿No tienes bastante con esa historia de la danza para pasar el rato?
Mantuvo la boca cerrada a pesar de la oleada de furia que la invadió, una furia mezclada con temor.
«No entiendo nada -se dijo-.:Qué sucede? Qué está pasando?
»Quizá no sea nada.
»¿Se estará enamorando de ella?
»Pero si es como un bufón -reflexionó. Ésa era la palabra que definía a Liz. Un completo bufón-. Una actriz de opereta, eso es. Con gorro y tridente, o lo que lleven los bufones. La pequeña Liz Bonner, la reina de las carcajadas.»
Pero, al igual que en un disco irrompible de la Decca que Gregg guardaba como un tesoro, Tubby the Tuba en versión de Danny Kaye… podía ser que al final el payasito se saliera con la suya.
A la tarde siguiente -era miércoles-, cuando Roger volvió a casa le dijo:
— Tengo el tiempo justo para cenar; he de volver a la tienda.
— De acuerdo.
Apenas cenó.
— ¿Problemas? -insinuó Virginia con la esperanza de que le dijera algo, algo sobre ellos dos-. ¿Quieres que te acompañe? Podría ayudarte. O hacerte compañía.
— No, gracias.
— ¿Hay mucho trabajo?
— Sí, cambiar de sitio unas cajas, subir algunos modelos nuevos…
— Cuidado con tu espalda.
Se puso la chaqueta y se dirigió hacia la puerta con las llaves del coche en la mano. Al pasar junto a ella, Virginia advirtió algo inusual. Olía extremadamente bien. Le detuvo y se puso de puntillas.
— ¿Qué pasa? -dijo Roger apartándose.
«La loción para después del afeitado huele así -pensó Virginia-. Se habrá afeitado.»
— Tengo algunos encargos. Una pareja que ha ido hoy me pidió si les podía entregar un aparato en su casa.
— Oh -ya lo había hecho otras veces en el pasado. Era muy plausible-. Entonces, si llamo a la tienda, no te encontraré.
— Exacto.
— ¿Me permites que te llame Pee-wee el piccolo?
— ¿Qué es eso? ¿Por qué? -inquirió con suspicacia.
— Es el amigo de Tubby. El del disco, ya sabes.
Meditó por un momento en sus palabras, luego las comprendió y su rostro adoptó una expresión tan concentrada y enigmática que, de no haber sabido ella lo que Roger sentía, jamás habría adivinado su significado.
— Maldita seas -dijo él mientras bajaba por el sendero hacia el coche-. Maldita seas.
«No debería haberlo dicho -pensó-. ¿Por qué lo he dicho?:Qué me está pasando?»
Sus manos temblaban y apenas podía mantener la vista fija en el tránsito. Condujo por hábito, aparcó en un espacio vacío y cruzó la calle hasta la tienda cerrada y oscura.
«La dejaré -se dijo-. Nunca volveré.»
Abrió la puerta y la volvió a cerrar por dentro, dejando la llave colgada.
«Cristo. -Sentía la cabeza a punto de estallar; la presión interior era terrorífica. Bajó al lavabo y se mojó la cara con agua fría-. Habrá olido la jodida loción -reflexionó. No dejaba de ser divertido-. ¿Qué voy a hacer? ¿Abandonar ahora, antes de que sea demasiado tarde? ¿Antes de que la tía se cuelgue de mí?»
Arriba sonó el teléfono. El timbre apenas se oyó; de no ser por la práctica de oírlo desde el sótano, no se habría ciado cuenta.
Su reloj marcaba las siete. Demasiado pronto. De todas formas, aunque subiera corriendo los peldaños, probablemente no llegaría a tiempo. De modo que terminó de lavarse la cara, se secó y luego subió con toda calma a la planta. El teléfono ya había enmudecido.
Se sentó en la mesa del despacho, fumando y pensando. «¿Qué pasa si Chic llega a casa? ¿Qué pasa si Virginia coge un taxi y viene hacia aquí? ¿Qué pasa si va a casa de Liz?»
Y, en cualquier caso, aun en el mejor de los casos, aunque ni Chic ni Virginia les interrumpieran, ni alquilaran detectives, le quedaba el problema más irresoluble, más desesperante: saber lo que realmente quería de Liz, hasta dónde pretendía llegar con ella. Porque, en definitiva, la única decisión seria debía tomarse en el juicio por divorcio de uno de los dos o de ambos, para, después del año prescrito por la ley, volver a casarse. Él y Liz Bonner. O mejor, Liz Lindahl. ¿Cuántos hijos? Ella se quedaría probablemente con los suyos. No, no si el que planteaba el divorcio era Chic. No si la acusaban de adulterio para conseguir el divorcio. Y Virginia, sin duda, retendría a Gregg. De manera que, como máximo, terminaría con Liz y sus dos hijos; perdería a Gregg, sin que Jerry y Walter, ni siquiera Jerry, Walter y Liz juntos, le pudieran sustituir.
Claro que Liz y él tendrían hijos. Este pensamiento le alivió.
Era increíble cómo dejaba volar la imaginación. Parecía todo un poco prematuro. Sin embargo, allá en el motel, después de hacer el amor y yacer enlazados sin hacer nada, Liz le había dicho de súbito:
«¿Sabes qué?»
«¿Qué?»
«Me gustaría tener un hijo tuyo. Te lo digo en serio. Es lo que más deseo.»
Y había pensado en ella como en una mera hembra impulsada por el instinto, a la busca y captura de un hombre que la dejara embarazada para luego localizar un refugio en que dar a luz a su cría. Un refugio seguro y tranquilo. El embarazo no significaría el final; ella se encargaría del resto. Si la dejaba embarazada, el lío no haría más que empezar. Cuando se acostaran -en el caso de que lo hicieran-, ella no cesaría de pensar en el tema. Por supuesto que no se atrevería a quedarse encinta hasta estar segura de que él quería y podía abandonar a Virginia. En este sentido, tenía mucha suerte de estar casado; Liz no se arriesgaría, a pesar de su ligereza de cascos, a obviar el preservativo o el diafragma. No debía preocuparse por una sorpresa inesperada, a menos que cometieran un error.
Sabía perfectamente bien que Liz conservaba toda su cordura, aunque Virginia lo dudara. Ya se había cuidado de colocarse el diafragma. Actuaba con prudencia, sin permitir ningún error. Y no porque se reprimiera de forma instintiva, sino porque no podía arriesgarse a cometer el menor fallo. La situación era demasiado seria.
Se preguntó si la amaba.
«¿La amo? Una pregunta complicada -reflexionó-. No -decidió-, creo que no. -Sin embargo, tampoco había amado a Virginia, ni a Teddy, ni a Peggy Gottgeschenk, aquella universitaria que fue su primera conquista. Nadie ama a nadie en este siglo, nadie reza por nada, nadie destripa gaviotas para leer el futuro en sus entrañas-. Pero daría la cara por ella. Es lo menos que uno puede hacer. Puestos a elegir, me dejaría cortar la cabeza en su lugar. ¿No es suficiente? Lo demás es pura palabrería.
»Sentía lo mismo hacia mi hermano, antes de que muriera. Se podría decir que sentí lo mismo por todos ellos, por mi hermano, Peggy Gottgeschenk, Virginia Watson, y ahora Liz Bonner. ¿Es una prueba definitiva? ¿Es una prueba de que soy un mentiroso? ¿O de que soy un imbécil? No, sólo prueba que nada es permanente, ni siquiera el Banco de América, que tiene todo el dinero y los recursos de California; algún día se irá al carajo. Todos nos iremos al carajo en breve plazo, pero mi amor es tan grande como el suyo, y el suyo se ha convertido en una leyenda.»
Sonó el teléfono. Descolgó el auricular.
— Hola.
Era la voz íntima y ansiosa de Liz.
— Hola.
— ¿Cómo estás?
— Bien.
— Se acaba de marchar. Ya puedes venir.
— De acuerdo.
— Date prisa -colgó.
Cerró la tienda, subió al coche y partió hacia San Fernando a toda velocidad.
Virginia llamó a la tienda a las ocho y media. No hubo respuesta. Volvió a llamar a las nueve.
Llamó a su madre, deprimida.
— ¿Estabas en la cama? -preguntó.
— ¿A las nueve? No pensarás que chocheo.
— Estoy sola. Roger se fue a la tienda con el coche.
— Pobre Roger. ¿Ha vuelto a hablar con Chic Bonner sobre la tienda?
— No. ¿Qué opinas? ¿Verdad que no es una mala idea?
— Parecía prometedora.
— Chic te cae bien, ¿verdad?
— Sí. Parece un hombre honesto y con una enorme capacidad de trabajo.
— ¿Crees que sería un buen socio para Roger?
— Excelente, siempre que Roger se amolde a su forma de trabajar y no se sienta…, ¿cómo te diría?…, consciente de ciertas diferencias.
— ¿Qué piensas de Liz Bonner?
— ¿Quieres que te responda?
— Por favor, no pienses que vas a herirme.
— Es justo la clase de persona que esperaba encontrar en Los Ángeles. Quiero decir que no es nada especial. Aún no me he hecho una idea de ella. Una especie de hoja en blanco. No habla bien, no se comporta bien; no sabe nada de nada. Yo diría que los cines al aire libre, los grandes almacenes y los cafés están llenos de chicas como ella.
— Es lo que yo pensaba. Es el tipo de mujer que te da a probar en los supermercados quesos de oferta.
— Oh, no, te voy a decir qué clase de mujer es. Es esa…, escúchame con atención, Ginny…, es esa que, cuando en el supermercado te acercas al estante donde están los botes de mayonesa rebajados de sesenta y nueve a cuarenta y nueve centavos, te corta el paso con su carrito. Es una mujer baja y gordita que empuja su carrito como quien no quiere la cosa, y cuando tú te estás preguntando: «¿Es que esa mujer me quiere sacar de aquí?», esa mujer baja y gordita te sonríe con su expresión más ingenua y te arrebata el último bote de mayonesa rebajado.
— ¿Por qué dices eso?
— Porque lo sé.
— ¿Quieres decir que es más lista de lo que parece? ¿Es eso? Haz el favor de expresarte con más claridad.
— Quiero decir que, un día de éstos, colocará su carrito en el sitio que tú habías elegido… Puedes interpretarlo como quieras.
— No consigo entenderte.
— Hablemos de algo más agradable.
Intercambiaron algunos comentarios sin importancia, y luego Virginia se disculpó y colgó.
«Cuántos rodeos -pensó-. En fin, he empezado yo.»
Volvió a llamar a la tienda sin que hubiera respuesta. Y luego cometió una torpeza. Miró por la ventana y se aseguró de que el Oldsmobile no estaba aparcado en las cercanías. Abrió la puerta para oír mejor el sonido del motor, y luego fue al dormitorio y rebuscó en el cajón inferior de la cómoda de Roger, en el que guardaba sus objetos personales; nunca había investigado sus secretos en todo el tiempo que llevaban juntos. «Pero ahora es diferente -pensó-, es lo único que se me ocurre y debo hacer algo. No puedo quedarme quieta.»
Con todo, le disgustaba.
Era como degradarse. «Déjalo -se dijo-, olvídalo. Es lo peor que puedes hacer. Esto de fisgonear es lo peor de todo. Espiar y buscar con un oído atento al sonido del coche.»
«¿Qué diría si Roger entrara y me sorprendiera? Sería el final.»
Pero prosiguió su tarea; sus dedos se deslizaron como serpientes. Examinó papeles y fotografías; no encontró más que facturas y fotos de ambos. «Todo tan digno», se dijo. Fotos de ellos dos, su licencia de matrimonio, los papeles del divorcio de Teddy, declaraciones de hacienda, un certificado médico para una compañía de seguros, las escrituras de la casa, un seguro contra incendios, innumerables documentos relacionados con la tienda… Enrojeció de vergüenza.
Debajo de este material encontró un paquete envuelto en papel manila. ¿Debería abrirlo? Desató la cinta y lo abrió.
Encontró, para su incredulidad, una serie de fotografías recortadas de revistas «sólo para hombres». Una era de Jane Russell empuñando un arco y una flecha. Otra mostraba a Marilyn Monroe en combinación y situada de perfil ante una ventana para que el sol le transparentara el sostén. «Demonios», pensó Virginia. Se sentó en una silla para examinar la foto. Daba la impresión de que el sol transparentaba también el sostén, como si, por un efecto de la iluminación, se pudiera ver el pecho y el pezón. «Qué pezón tan grande -pensó-, como un guisante.»
Siguió investigando, fascinada. Encontró un calendario de 1950. Una chica joven, de rostro más bien vulgar, había sido captada mientras se desnudaba. Sólo llevaba una especie de faldita, desabrochada para mostrar- su muslo desnudo y la mayor parte de la pelvis. Los pechos le colgaban, fofos. Y, curiosamente, en lugar de pezones, sólo parecía tener una mancha rojiza y nada más.
Después del calendario encontró un sobre normal de tres centavos. Dentro había un fajo de papeles doblados y atados. Desató el hilo. El fajo se deslizó sobre su regazo; el papel estaba descolorido y su tacto era áspero. Las fotografías eran tan borrosas que al principio no consiguió hacerse una idea de su contenido.
La primera reproducía algo anatómico, un cuerpo de mujer retorcida en una postura que no había visto jamás. Se preguntó cuál era su significado. Pasó a la siguiente fotografía. Mostraba a un hombre y a una mujer, y comprendió que por primera vez en su vida se hallaba ante una imagen auténticamente obscena. Era pornografía, y no se correspondía en absoluto con ninguna de sus elucubraciones; era confusa, torturada, casi extravagante. Repugnante. Ojeó el resto por encima. ¿Cómo podían unos cuerpos humanos adoptar tales posturas? Era mucho peor que aquel libro de medicina que una vez examinó en el consultorio de un doctor, aunque parecido. Dobló el fajo y lo introdujo en el sobre.
Cerró el paquete y lo devolvió al cajón, junto con los documentos de la tienda.
«Cualquier persona que disfrute contemplando estas imágenes es un tarado», pensó.
«Si guarda estas fotografías, es que tiene tendencias perversas -se dijo mientras salía del dormitorio. Entró en la cocina, con los brazos cruzados, temblorosa, y se detuvo ante el horno-. Bueno, Roger siempre ha sido un poco especial. -Sintió la presencia de su cuerpo enjuto y huesudo. Su aliento en la cara-. Por Dios», pensó. Se encogió de hombros.
Era culpa suya. ¿Por qué había mirado? Se lo merecía. Las fotografías giraban ante sus ojos. «Tengo que librarme de ellas, he de hacerlo -pensó-. ¿Por qué me he puesto a fisgar? ¿Volveré a pensar en… el sexo como antes?»
Encendió un cigarrillo, dio unas chupadas y lo apagó. Abrió la nevera y buscó algo que le apeteciera, un postre o un helado. Encontró los restos de un helado de nata, y después de comérselo se sintió mejor. Vagó por la casa con un cigarrillo entre los labios.
Poco a poco recobró la tranquilidad. Volvió a la normalidad. «Vaya histeria», pensó. Los hombres compraban fotografías de ese estilo desde los ocho años de edad. Roger era una persona normal. Seguro que en la tienda esas fotografías pasaban de mano en mano; igual se las había comprado a un colega de la calle, o a Pete, o a Olsen.
Hasta los niños… Graffiti en las paredes de los lavabos. En las vallas. Palabras, dibujos. Normal y universal… desde la época de los egipcios hasta el presente.
Esto demostraba, después de todo, que se comportaba de forma irracional. Estaba preparada para dispararse a la menor señal. Había perdido la perspectiva sin posibilidades de recuperarla. «Mis razonamientos -decidió- son erróneos.» El incidente, al menos, tenía otra lectura: le hacía consciente de sus defectos.
Conectó la radio; escuchó música y luego las noticias sobre Corea. En lo alto de la librería había una colección de relatos cortos de autores que escribían para el New Yorker y el Harper; se acomodó en el sofá y comenzó a leer, empezando por el último relato y después saltándose frases, incluso páginas enteras, hasta que casi terminó el volumen sin haber leído nada. Al fin encontró una historia que le interesó; tenía lugar en Nueva Inglaterra y se fijó en el nombre del autor: una mujer. Terminó el relato, complacida por el brillante estilo de la autora.
«Me gustaría escribir así», pensó. Tal vez la ayudaría su sentido del ritmo. El ritmo era importante para todo.
Dejó el libro a un lado, entró en la alcoba y cambió la falda y la blusa por unos leotardos y una camiseta de algodón. Volvió al salón y puso el disco de Ravel La Valse. Al poco empezó a bailar.
Un pensamiento se formó en su mente mientras bailaba: «Podría llamar a los Bonner. Para cerciorarme».
Examinó todas las posibilidades. Si nadie contestaba al teléfono, podía deducir, o bien que no había, en efecto, nadie, o que Liz y Roger estaban juntos. Si Chic contestaba, era evidente que Roger no estaba, aunque Liz podía o no estar en su casa. En caso de que estuviera, no había problema. Pero si no estaba…
— Oh, Dios -gritó.
Dejó de bailar. A la mierda. No valía la pena torturarse.
Descolgó el teléfono y llamó a su madre.
— ¿Dormías? -preguntó-. No, ya te lo pregunté antes.
— Tal vez ahora sí durmiera. Roger no está aquí, te lo aseguro.
— Sé dónde está Roger -afirmó con vehemencia-. No llamo para tratar de encontrarle. Está trabajando en el sótano de la tienda. Sólo he llamado para saber si querías comer conmigo mañana -se apresuró a decir; fue la primera idea que se le ocurrió.
— Supongo que sí. ¿Querías hablar conmigo de algo en concreto?
— No. Te recogeré hacia las doce. Luego decidiremos adónde vamos.
— ¿He de vestirme de punta en blanco? ¿Vas a llevarme a algún sitio exquisito?
— No; vístete como quieras.
Después de colgar el teléfono se sintió mejor. Pensar en que comería con Marion la animaba. Podrían hablar.
Para pasar el rato, examinó las numerosas limitaciones de Liz Bonner; se dijo que sólo con un gran esfuerzo de imaginación se podía considerar a Liz peligrosa o eficaz. Enriqueció la imagen que había elaborado de Liz como una mujer gordita y baja que ofrecía muestras gratuitas de galletas y queso en los supermercados. «Debería llevar el nombre grabado en la parte de atrás del uniforme. La palabra LIZ escrita con letras rojas para que todo el mundo la pudiera llamar cuando quisiera. Y debajo del nombre, el anuncio de la empresa: Supermercado de Ernie. Me llaman Liz, en caso de que me necesites. Simplemente llama. Estoy aquí para servirte.»