14
Cuando llegaron a la escuela, alrededor de las tres y media, los tres niños despertaron de su letargo y empezaron a hablar en términos grandilocuentes. En cuanto paró el motor, los tres saltaron al suelo polvoriento. Walter y Jerry iniciaron un trotecillo en dirección al edificio principal. Gregg se rezagó, aguardando las instrucciones de su padre.
— Debería acompañarle adentro -murmuró Roger-, pero no estoy seguro. ¿Qué opinas?
— Sí, entremos -asintió Liz, todavía sentada en el coche.
No habían hablado mucho durante el viaje. Se habían limitado a contemplar el paisaje y a comentar lo que veían; después de dejar atrás las montañas, Liz se había quitado los zapatos y aovillado en el asiento para echar una siesta.
— ¿Vienes?
Roger bajó, tenso, y dio la vuelta al coche. Sentía la cabeza y los pies doloridos. En cuanto Liz se durmió, Roger conectó la radio y buscó programas de humor y de misterio para los niños, a los cuales no prestaron atención en ningún momento. El trayecto era una lata, sin paliativos. Se alegró de no conducir a la vuelta. El tránsito en la 99 sería terrorífico.
Liz posó los pies en el suelo y se irguió trabajosamente.
— ¿Te importa si entro así? -Iba descalza-. No se escandalizarán; ya me conocen.
Cogió el bolso y siguió los pasos de los niños.
— Es reconfortante estirar las piernas -dijo Roger.
— ¿He roncado?
— No.
— Chic dice que ronco cuando duermo en el coche. ¿Tienes un cigarrillo?
Le pasó sus cigarrillos y encendió una cerilla; ambos se detuvieron y protegieron con las manos la llama. Empezaba a soplar un poco de viento. La falda larga de Liz se apretaba contra sus piernas y, cuando se apartó con el cigarrillo, una ráfaga de viento despeinó sus cabellos y los distribuyó sobre su cara. Ladeó la cabeza y se los echó hacia atrás, manteniendo el cigarrillo alejado.
— ¿Les darán de cenar? -preguntó Roger.
— Sí, a las seis. Por eso Edna nos hace subir antes con los pobres prisioneros.
— Papá -preguntó Gregg, que les precedía unos metros-, ¿cuándo volveréis tú y mamá?
— El próximo viernes.
— Ah, ya -se dejó caer al suelo y se restregó en la tierra.
— ¿Ya qué? -repitió Liz, que luego asió al niño por la cadera y lo balanceó de atrás adelante; se tambaleó y ella lo apretó contra su cuerpo. Gregg se debatió entre risas. Lo soltó y el niño salió corriendo, trazó círculos alrededor de los dos adultos y se precipitó sobre ellos con las manos tendidas ante sí-. Tranquilo -dijo Liz intentando contenerlo. Dedicó a Roger una sonrisa desmayada.
— No te quemes con su cigarrillo -advirtió Roger a su hijo.
— No lo hará. -Liz sujetó en alto el cigarrillo-. Te preocupas demasiado. Y aunque se quemara… Mira. -Acercó su muñeca a los ojos de Roger-. ¿Ves?
Una cicatriz blanca. Sintió su piel cálida y suave cuando rodeó el brazo para ver mejor. Ambos dejaron de andar.
— ¡Déjame ver! -chilló Gregg.
Los hijos de los Bonner habían desaparecido en la terraza del edificio; se sabían el camino de memoria.
— Me lo hizo un niño que vivía en mi calle -explicó Liz-. Con una cerilla. Aposté a que no retiraría el brazo. Estaba enamorada de él.
— ¿Sí?
— Puedes apostar tu vida por ello. Corrí hasta mi casa sin dejar de gritar. Se lo dije a mi padre, él bajó a la calle y se lo dijo al padre de Eddie Tarski, que le dio a su hijo una paliza de muerte. No les conté que había sido idea mía.
— ¿Cuántos años tenías?
— Ocho. No tenía cerebro. -Le dio una patada a una piedra, que rodó hasta el otro lado del sendero-. Ocurrió en Soledad. ¿Has estado alguna vez en Soledad?
— No.
— Está en el valle de Salinas, cerca de una prisión de máxima seguridad. Solíamos charlar y jugar con los presos. Trabajaban en los campos. Colocábamos monedas en la vía del tren. Quedaban totalmente aplanadas. Aún guardo una… Me trae buena suerte.
— ¿Y no hacían descarrilar el tren? -preguntó Gregg.
— ¿Cuándo quieres volver? -quiso saber Roger mientras subían la escalera. Confiaba en que deseara quedarse un rato, contaba con ello.
— Me da igual.
— Me gustaría dar un paseo, me agrada este lugar. Nací en una granja.
— ¿Dónde?
— En Arkansas.
— No se parece a una granja -declaró ella con firmeza-. No hay cultivos, ni cabezas de ganado ni ovejas; sólo sirve para encarcelar a los prisioneros. ¿Por qué te recuerda a una granja?
— Por los animales.
— ¿Qué animales? -le miró sin comprender.
— Los caballos… Los conejos.
— Oh -entonces pareció recordar-, claro. Pago cinco dólares al mes para que Walt y Jerry aprendan a montar. O tal vez sea para que les laven la ropa.
El señor Van Ecke, el profesor de matemáticas, con corbata, jersey y pantalones cortos de color caqui, apareció en ese momento y reparó en su presencia.
— Hola, Liz. Hola, señor Lindahl. Por fin lo arreglaron todo, ¿eh?
— A la perfección -contestó Roger.
— ¿Dónde está el gran panadero, Liz? ¿En casa con sus hogazas?
Ella arrugó la nariz ante la broma.
Los hijos de los Bonner se habían reunido en la terraza con otros compañeros. Gregg, consciente de su inferioridad, los evitó. Disimulando cuanto pudo se fue desviando hasta colocarse junto a Liz, su padre y el señor Van Ecke.
— Papá, ¿quieres ver el cuarto en el que vivo con los otros chicos?
— De acuerdo. Vamos allá.
— Nos encontraremos aquí -le dijo Liz-, o en el coche. No te vayas sin mí. Aunque no me encuentres, seguro que estoy por algún sitio.
Roger, guiado por su hijo, subió al dormitorio de los pequeños y examinó la limpia, sencilla y amplia habitación en la que dormían seis niños en literas, agrupadas de dos en dos. Una de las taquillas tenía el nombre de Gregg pegado en la puerta, y encima de ella se amontonaba una pila de comics del chico.
— Muy bonito -dijo Roger, totalmente desinteresado.
— ¿Quieres que te presente a Billy, papá? -Billy era el nuevo amigo de su hijo. Gregg no había cesado en todo el fin de semana de hablar de él y de lo que hacían-. Me parece que está abajo, o al otro lado del vestíbulo. Sí, al otro lado del vestíbulo, papá.
— Creo que está abajo -sentenció Roger. Acompañó a su hijo al vestíbulo.
Liz, acodada en la barandilla de la terraza, fumaba el cigarrillo que le había dado. Cuando les vio venir cambió de posición y sonrió.
— ¿Dónde está Van Ecke? -preguntó Roger.
— Ocupado en sus quehaceres.
— ¿Y Jerry y Walter?
— Están ayudando a un chico a montar un receptor de onda corta. Ve a echarles una mano, es tu especialidad. ¿Lo harás? ¿No montabas receptores de onda corta cuando eras un crío?
— Algunos.
— Apuesto, a que les impresionarías. -Se pasó la lengua por los labios y le preguntó a Gregg-: ¿No te impresiona que tu padre sea capaz de montar receptores de onda corta? -Levantó la cabeza, tan cerca de Roger que éste dio un paso atrás para que sus cabellos no le rozaran-. Caray, tienes a Chic conmocionado. Se figura que eres la única persona que no tiene miedo de Edna Alt -bajó la voz- y la única que tiene los cojones de salir de aquí aguantando el tipo. Le asusta mucho esa mujer. Y a mí también.
— Es dura.
— En el campo de deportes, cuando te conocimos y reñiste a Gregg de aquella manera, Chic le estuvo dando vueltas al asunto y creyó que te habías picado con nosotros; yo también. Pensamos que habíamos dicho algo que te había disgustado o que los niños habían molestado a Gregg. Ya lo sabes. Quería decírtelo -le escudriñó pensativamente-. Luego, cuando nos enteramos de que Edna te había devuelto el cheque, siguió pensando y llegó a la conclusión de que adivinabas sus intenciones. Estuvo hablando de esto durante todo el camino de vuelta: «Ese Lindahl se hace valer», «Lindahl no le lame el culo a esa tía».
— ¿Y qué pensó cuando supo que habíamos matriculado a Gregg en la escuela?
— Oh, también se pasó mucho rato meditando. Por fin, mientras yo quitaba el polvo de la sala, vino y dijo: «Lindahl jugó fuerte. Tenía que enseñarle a la vieja bruja que debía plegarse a sus condiciones. Era una cuestión de principios». En este plan. Entonces me preguntó a qué te dedicabas. Le respondí que, si no recordaba mal las palabras de Edna, tenías un negocio de camisería.
— Fantástico.
— Le entusiasmó tu tienda.
— Me alegro de que le gustara.
Prefería no hablar mucho de su marido. Chic no era para él más que una mancha borrosa, y deseaba ser lo mismo para él.
Oyeron voces que se acercaban a la terraza; eran la de la señora Alt y la de una pareja. No tardó en aparecer la señora Alt, acompañada de un hombre y una mujer elegantemente vestidos. Tras ellos, rezagada, iba una niña tímida de aspecto desvalida, tal vez de unos seis años, con un traje almidonado y bordado de rosas rojas y amarillas. Tenía los ojos hinchados de haber llorado.
— ¿Te gustaría que te recluyeran en esta institución penal? -le susurró Liz al oído.
— Depende.
— No te gustaría.
— Me convenciste de que metiera aquí a Gregg.
— ¿Eso hice?
— Cuando me paraste en Ojai.
— O-hai -le corrigió.
— Tú me persuadiste.
Empezaba a comprender muy bien lo que quería decir Virginia.
— Creí que te habías enfadado con nosotros. -Liz arrugó el entrecejo-. Intentaba disculparme.
La señora Alt, la pareja y la niña de aspecto desvalido caminaban en su dirección. Al verles, la primera hizo una pausa en la conversación y les saludó con un gesto.
— Hola, Liz. Hola, señor Lindahl.
— Hola, señora Ant -dijo Gregg.
Los dos miembros de la pareja sonrieron. Parecían abrumados por la responsabilidad de matricular a su hija en una nueva escuela.
— El señor y la señora Mines -dijo la señora Alt-. Tengo el gusto de presentarles a… -una ligera duda, un parpadeo que acentuó el brillo de sus ojos y luego terminó la frase-… al señor Lindahl y a la señora Bonner. Y este jovencito es Gregg Lindahl, el hijo del señor Lindahl. Es muy posible que Gregg y Joanne coincidan en varias clases.
Saludos y apretones de manos. Los dos grupos conversaron un rato.
— Un día me caí de la ventana -le explicó Gregg a Joanne-.
Todo el mundo corrió a ver si me había hecho daño. Creo que fue ayer.
— ¿Y te hiciste daño? -se interesó cordialmente la señora Mines.
— No, pero todo el mundo estaba convencido de que sí.
— ¿Cuánto tiempo lleva en la escuela su hijo? -preguntó la señora Mines a Liz.
— No es hijo mío. No lo había visto en mi vida.
— Sé cómo se siente.
La señora Mines sonrió, divertida por alguna oscura razón ante la chanza.
— Es verdad -protestó Liz-. No lo conozco. Tengo dos hijos… ¿Dónde se habrán metido? ¿Has visto a Walt y a Jerry? -le preguntó a Roger. Parecía absolutamente incapaz de hacer frente a la situación.
— Vamos, Liz -dijo la señora Alt con tono enérgico-, sabes muy bien que habías visto antes a Gregg. Le trajiste aquí. Con Liz nunca sabes quién es el adulto y quién el niño -explicó a los Mines.
Los Mines sonrieron, y luego prosiguieron su camino con la señora Alt y la niña. Atravesaron la terraza y entraron en el edificio.
— ¿Sabes por qué dije esas cosas? -le preguntó Liz a Roger de mal humor.
— Tranquila, no pasa nada.
Al igual que la señora Mines, también lo encontraba divertido.
— Creo que estoy loca -dijo Liz con voz de desesperación.
Rodeó el brazo de Roger y lo atrajo hacia sí-. Quiero decir… Qué situación tan desagradable. Esa gente… ¿Cómo se llamaban? Pensaron que estábamos casados y que Gregg era mi hijo. Me puso a cien. Hasta Edna Alt estuvo a punto de presentarnos como el señor y la señora tal.
— Pero salvó la situación.
— Me parece que está enfadada conmigo.
— Nadie está enfadado contigo.
— Me hago tales líos… Gregg, no quise decir eso.
Gregg no había prestado atención al intercambio de palabras. Sabía que Liz no era su madre.
— Gregg me odia -dijo Liz. De repente se reclinó sobre Roger y apoyó la cabeza en su hombro. Su cabello resbaló sobre su rostro; acarició su piel y percibió el cálido y fragante aroma de la mujer-. ¿Puedo apoyarme en tu hombro?
— Claro.
Al momento se apartó y cruzó la terraza a grandes zancadas.
— Sería mejor que nos fuéramos. Lo peor es el regreso; el tránsito es mortal. Lo olvidé, de lo contrario no te habría pedido que condujeras tú a la vuelta. No me importa hacer los dos viajes, no estoy cansada.
— Conduje yo en el camino hasta aquí, ¿no te acuerdas?
— No, creía que lo había hecho yo. -Se encolerizó de repente-. Sé que lo hice; tú debías conducir a la vuelta. ¿No fue ése el pacto?
— Del que estoy muy satisfecho. -Ella se calmó y la duda se pintó en su semblante-. Todo está solucionado.
No quería marcharse de la escuela; era su único pensamiento. Pero comprendió que Liz tenía razón en un único aspecto: cuanto más esperaran, peor sería la circulación.
— Iré a los aseos mientras te despides de Gregg. -Se encaminó a la puerta y se detuvo a medio camino-. ¿Y si me encuentro otra vez a la señora Alt y a los demás?
— Sigue adelante y no te preocupes.
Le miró con incertidumbre, pendiente de sus palabras.
— Con la mayor naturalidad.
— De acuerdo -asintió con la cabeza y penetró en el vestíbulo.
— Tu esposa es una mujer maravillosa -comentó Liz mientras atravesaban el valle de Ojai-. Realmente extraordinaria. No paramos de hablar; no recuerdo cuándo fue la última vez que hablé con alguien tan preocupado por lo que sucede en el mundo.
— Es cierto.
— Me explicó lo de su baile. Dejará que acuda a una sesión. Me explicó también la parte de la terapia… pero no la entendí, y se lo dije. Tiene mucha paciencia. O sea, no le molestó que fuera incapaz de seguirla. Creo que le caigo bien. Tuve esa sensación. Cuando la llamé el sábado por la mañana se alegró mucho de ir de compras; cuando Chic insinuó que quería ver tu tienda, Virginia no dudó ni un instante en invitarnos a pasar un momento por ella. La señora Watson es su madre, ¿verdad? No la tuya. Me gustó también. Es una suerte tener una esposa como Virginia, con esas piernas tan bien formadas. Es por el baile, ¿no? Viste mucho mejor que la mayoría de las mujeres que conozco. El día que fuimos de compras le pedí que eligiera dos vestidos para mí.
— Estupendo.
— Y Gregg es un encanto. Qué suerte tienes, Roger. Un hijo, una esposa y una tienda como la que tienes. Hasta tu suegra es agradable. Deberías estar contento. ¿Lo estás? ¿Te das cuenta de lo maravillosa que es Virginia? Edna Alt también la aprecia. Eso es muy significativo.
— No estoy de acuerdo en que Virginia le caiga bien a la señora Alt. Empezaron a discutir en cuanto se conocieron.
— No -persistió Liz-. Yo sé que le gusta a Edna. ¿De dónde has sacado esa idea? ¿De qué discutieron?
— Es lo que me explicó Virginia.
— Me resulta difícil imaginar a Virginia peleándose con alguien. Es tan alegre y vivaz; siempre está de buen humor, ¿verdad? ¿Es la influencia de haber vivido durante tanto tiempo en Washington? Me contó que te había conocido allí cuando la guerra. Trabajaba como enfermera y te habían licenciado a causa de tus heridas. -Se volvió hacia él, echó los brazos hacia atrás y le miró con insistencia-. ¿Dónde te hirieron? ¿Fue ella quien te cuidó? No me cuesta imaginar a Virginia de enfermera… es el tipo de persona que disfruta cuidando a los soldados heridos. Recuerdo que cuando la guerra… ¿sabes lo que hice? No te lo puedes ni imaginar. Mi única contribución fue trabajar como taquígrafa para la fábrica Bonny Bonner Bread, en Los Ángeles. Había conocido antes a Chic… ya estábamos casados. Quiero decir que cuando todos los hombres fueron movilizados entré a trabajar para echar una mano. Jerry nació en 1940 y Walter en 1941, en pleno verano. Conocí a Chic en 1938. Nos mudamos a L.A. Mi padre era médico. Todavía lo es… aunque está jubilado. Llevamos casados catorce años. Dios, parece imposible.
«He aquí otro momento decisivo», pensó Roger.
— ¿No resulta extraño? Ir sin los niños, quiero decir. El coche está tan vacío…
— Sí.
Sus manos resbalaban sudorosas sobre el volante; la superficie bajo sus manos parecía de cristal. Sus nervios se crisparon y, como resultado, aumentó excesivamente la velocidad, lo que no pasó inadvertido a Liz.
— Ya veo que dominas este coche.
— Reduciré.
Disminuyó la presión sobre el acelerador; la velocidad del automóvil se tornó moderada.
— Ahora sí que vas a la marcha adecuada.
— ¿Qué hora es? -preguntó con la mayor serenidad posible-. ¿Tenemos mucha prisa?
Liz no le escuchó. Vuelta en su asiento, examinaba algo a su espalda.
— Mira, Walter se ha olvidado su telescopio de bolsillo.
— ¿Quieres que me pare?
— ¿Para qué?
— Para dar la vuelta y regresar.
— Se lo llevaré otro día. Recuérdamelo. Lo solicitaré expresamente para él. ¿Sabes cuánto me costó? Cincuenta centavos y unos cuantos envoltorios de sopa Swan, aunque no me acuerdo de cuántos. Funciona de maravilla.
— ¿Qué hora es?
— No lo sé. ¿Llevas reloj?
— ¿Podemos parar en algún sitio?
— ¿Por qué? ¿Para qué?
— Me apetece parar -dijo, sintiéndose torpe y fracasado. La indiferencia de Liz le irritaba.
— No quiero parar.
— Yo sí.
— Haz lo que te parezca. Tú conduces. Es tu coche.
La carretera se adentró en las montañas. La tierra circundante era seca y estéril. No se veían señales de casas o habitantes.
— Ahí hay un hombre que hace auto stop. -Liz señaló a un mexicano, un jornalero que avanzaba por el borde de la carretera con la chaqueta colgada al hombro y tocado con un sombrero de paja. Movió el pulgar y esbozó una sonrisa esperanzada-. Deja que suba. Siempre los subo en esta parte, si no tienen que bajar toda la montaña a pie… Suelen ir a Santa Paula.
Roger no frenó. El mexicano disminuyó de tamaño tras ellos. Por el retrovisor observó cómo su cara se transformaba y adoptaba una expresión hostil. La pendiente rocosa y los arbustos le ocultaron a su mirada.
— ¿No subes a la gente que hace auto stop? -preguntó Liz sin acritud, pero en tono solidario.
— Demasiado arriesgado.
— ¿De veras? Quizá tengas razón, pero me siento culpable cuando no los recojo… sólo tienen lo que llevan puesto. En cambio, nosotros tenemos dinero, enviamos a nuestros hijos a una escuela de pago, tú eres propietario de una tienda, Chic controla parte de la panificadora, y todos hemos comprado cosas y tenemos lo que queremos. No parece muy justo. Aunque quizá tengas razón.
Se acomodó en el asiento, con las rodillas encogidas y los codos doblados de tal forma que los pulgares sostenían la barbilla.
Cada vez que doblaba una curva podía divisar el fondo del valle. Muchos coches se salían de la carretera para descansar en algunas de las zonas de aparcamiento, sembradas de baches obstáculos.
— Aquí, no -dijo Liz.
— ¿Por qué no? -preguntó Roger, intrigado por la frase y dispuesto a obtener lo que ansiaba de ella.
— Oye, ya no soy una colegiala -respondió con voz ronca desfalleciente.
— ¿Qué quieres decir?
— Quiero decir que… piensas estupideces. Aparcar en un descampado y magrearnos y todo eso. Roger, tengo treinta y cuatro años y llevo catorce casada. Tú también estás casado. ¿No crees que después de catorce años ya he tenido bastante… sexo? No me vas a tentar con tan poca cosa; no me voy a ir contigo a un motel o algo por el estilo -le miró con severidad.
— Por supuesto que no -consiguió articular.
Ninguno de los dos dijo nada hasta que salieron de las montañas en dirección a Santa Paula. Liz conectó la radio del coche y puso música orquestal.
— ¿Te gusta la música clásica? -preguntó-. Chic la odia.
Roger mantuvo la vista fija en la carretera. A cada lado crecían árboles. El coche circulaba junto a casas y carreteras vecinales estrechas. El campo era fértil y llano y -estaba bien cuidado.
— No te enfades conmigo -dijo Liz.
— No me enfado -afirmó, aunque a sus propios oídos su voz sonaba tan irritada y disgustada como la de un niño. Como un colegial.
— No te voy a negar que sería estupendo largarse a algún sitio y hacer el amor frenética y apasionadamente. Pero no voy a hacerlo. Me resultas atractivo, desde la primera vez que te vi. Estabas de pie sobre la colina que da al campo de fútbol y te vimos, y la señora McGovern se preguntó quién podías ser. Pero… Virginia y tu madre me asustan.
— Mi suegra -rectificó.
— Y Chic también me asusta.
— Y a mí.
— Quería hacer este viaje contigo. Te he acompañado a propósito. Le dije a Chic que estaba preocupada por los niños. Me pasé el viaje de ida pensando en el de vuelta, sin niños. -Roger no dijo nada-. ¿Qué hora es? -Se subió la manga con un estremecimiento y consultó su reloj de pulsera-. Las cuatro y media. Podríamos detenernos durante una hora, como máximo.
— ¿Para hacer qué?
— Podrías invitarme a una copa.
— De acuerdo.
— Al llegar a Santa Paula, gira a la derecha. Hay un café junto a la carretera. Es muy tranquilo. Nadie nos reconocerá. Está algo apartado… No como esos gigantescos monstruos de la autopista. -Se removió en el asiento y le rodeó el brazo con el suyo-. Puedes conducir así?
— A lo mejor no.
— Roger -dijo soltándole-, no se lo cuentas todo a tu esposa, ¿verdad? Sabes guardar un secreto cuando es importante… sobre todo si es un auténtico secreto.
— Claro.
— Igual estoy cometiendo un gravísimo error. -La duda crispó sus facciones-. ¿No era esto lo que rondaba por tu cabeza? ¿No era esto lo que te impulsó a venir a casa la otra noche? Montaste esta historia con un único propósito, ¿no? Dímelo; quiero oírlo de tus labios.
— Sí -expulsó la palabra como lo que era: un compromiso.
— Estoy nerviosa, y me siento peor cada vez que lo pienso. Tal vez podríamos vernos de vez en cuando, una hora o así… ¿Para qué serviría?
— Ya es algo.
— Por Dios -suspiró-. Sabes, mis hijos no se van a entender con el tuyo, es demasiado pequeño. Es una especie de extraño. Sólo quedamos tú y yo. Ambos tenemos hijos; ya se conocen. ¿Qué hacías hace catorce años, en 1938?
— Estaba en la WPA.
— No bromees -rió Liz-. Me parece tan divertido. Tan chocante. -Entornó los ojos para examinar mejor la carretera-. Sabes, de verdad que me apetece una copa. Así descubrí este lugar. Me he parado un par de veces. Me siento sola. Todo lo que hace Chic es sentarse a preparar sus proyectos de negocios. Tú no eres así, ¿verdad? Te interesas por algo más que los negocios. Lee todas esas revistas de negocios… Se licenció en económicas. Yo en francés.
Roger siguió conduciendo, buscando la desviación que llevaba al bar.
— No corras tanto. Estamos llegando.
En el cruce de las dos carreteras giró a la derecha, hacia la costa. Dejó atrás unas estaciones de servicio y algunas tiendas.
Un motel moderno y atractivo apareció ante su vista. Ambos clavaron la mirada en el motel.
— He cambiado de opinión -aseguró Liz con brusquedad-. Párate. ¿Por qué no podemos entrar ahí? ¿Quién se enteraría?
— Nadie -dijo Roger mientras se esforzaba en deslindar la realidad de lo que era exclusivo producto de sus pensamientos, esperanzas e imaginaciones. Pero todo apuntaba en la dirección de la realidad. No se trataba de su imaginación. No por más tiempo.
— Parece limpio -dijo Liz utilizando la mano a modo de visera-. Nuevo. ¿Qué te parece?
Roger entró en el camino de grava y frenó, sin parar el motor.
— Como quieras. -Ambos permanecieron sentados. Se secó el sudor de las manos-. ¿Y bien?
— Entremos -decidió Liz. Abrió la portezuela y bajó. El viento del atardecer agitó su falda; la sujetó y se protegió el cabello-. ¿Harás los trámites? Estoy un poco asustada. Lo dejo en tus manos. Sólo entraré cuando pueda arrojarme en la cama, descansar y estar contigo.
Mientras Roger cumplimentaba los trámites en la recepción del motel, Liz atravesó con el coche un arco de hiedra con rejas, hasta el patio en que se alineaban las habitaciones.
— Abre la puerta -pidió cuando llegaron al porche de su habitación. Lo abrazó sin previo aviso y le besó; apretó la boca contra la suya con tal violencia que Roger notó el impacto de sus dientes-. Estoy muy asustada, Roger -su boca recorrió el espacio que separaba los labios de la oreja-, pero quiero hacerlo. ¿Cuánto tiempo nos queda? ¿Una hora? No es mucho.
Una idea escasamente romántica se abrió paso en el cerebro de Roger.
— ¿Hay que tomar precauciones?
— Me coloqué el diafragma en la escuela. -Le precedió al entrar y arrojó el bolso sobre una silla-. Recuerda, cuando nos separamos y fui a los aseos, poco antes de subir al coche. Es suficiente para un par de horas.
Roger la enlazó por la cintura y le desabrochó la falda. Advirtió con sorpresa que no llevaba nada debajo, y cuando Liz se quitó la camisa a rayas tampoco vio ninguna otra prenda.
— Nunca llevo ropa interior -explicó ella. Aplastó su cuerpo contra el suyo y deslizó sus frías y pequeñas manos sobre sus hombros-. No sé por qué. No me gusta. Me gusta sentir el sol sobre mi piel.
Insistió en que no bajara las persianas para demostrarlo; incluso le obligó a trasladar la cama de sitio para que el sol del ocaso cayera sobre ellos. Les proporcionó calor todo el rato que pasaron allí.