4

 

El sábado a mediodía, cuando Virginia recorría la distancia que separaba la parada del autobús de su apartamento en la zona este de Washington, un coche viejo y sucio dobló la esquina; el cristal de la ventanilla descendió y una voz varonil la llamó por su nombre.

Al principio pensó que se trataba de Irv Rattenfanger; el coche era también un Buick del 34, pero cargado de cajas y bultos y con una baca en el techo que rebosaba de carga. Se paró, retuvo el aliento y reconoció por fin a Roger Lindahl, el tipo que se había bebido su botella de vino en la fiesta de Rattenfanger. Iba constreñido entre las cajas que ocupaban también la parte delantera del coche. La saludó con la mano, aparcó el Buick, salió corriendo y dobló la esquina sin disminuir la velocidad. A pesar de que mostraba un excelente estado de ánimo, Virginia retrocedió. Uno de esos presagios irracionales, fruto de su niñez y de la mala suerte, la invadió tan pronto como lo reconoció.

— Hola -le saludó-. Pareces muy contento.

— Acabo de recibir el cheque del gobierno. He estado dando vueltas sin parar. Tu compañera de piso me dijo que llegarías a casa en cualquier momento. Has terminado de trabajar hace poco, ¿verdad? -La arrastró hacia el coche-. Sube y te llevo a casa.

— No hay sitio -dijo con recelo.

— Claro que sí. -Abrió la puerta y le enseñó el espacio que había habilitado junto al asiento del conductor-. Mira, ¡me voy a California!

— ¿Con este cacharro?

La idea no le parecía excitante.

— Me iré en cuanto anochezca. Ya he cargado todo y he conseguido una etiqueta de tipo C. Oye… -Hizo una pausa y adoptó una expresión solemne-… no puedo irme hasta que el tránsito disminuya. ¿Quieres venir conmigo?

Pensó por un momento que Roger se refería literalmente a recorrer una pequeña distancia para comprobar que el coche, sobrecargado de peso como iba, respondía a los requerimientos del conductor.

— Quiero decir si quieres que vayamos hasta Rock Creek Park o algo por el estilo, un par de horas. -Consultó la hora-. Sólo son las tres.

— ¿De veras que te marchas?

— Claro.

Su rostro se iluminó. Las arrugas y los pliegues se difuminaron.

— No viniste anoche. A la fiesta.

— Llegué muy tarde -dijo vagamente-. Ya te habías ido a casa. -Arrastró los pies-. ¿Qué tal estuvo? Hay muchos animales por allí. Una vez estuve paseando en coche.

Procuró eludir el asunto del vino, que había prometido reponer. Ella intuyó, sin motivo alguno, que jamás lo haría.

— De acuerdo -asintió Virginia.

El parque no se encontraba lejos de su apartamento y le encantaba pasear por él, especialmente cerca del río. La familiaridad disipaba sus dudas. Y, en cualquier caso, era amigo de los Rattenfanger. Hasta conducía su viejo coche, en perfecto estado de conservación.

Las puertas del automóvil apenas se cerraron con los dos en su interior. Se vio obligada a transportar en su regazo una caja de cartón llena de ropa. Al principio le inquietó su modo de conducir; se saltaba los semáforos y tomaba las curvas sin disminuir la velocidad. Pero era un experto conductor.

— ¿Qué cheque? -preguntó, incapaz de pensar en otra cosa.

— Una indemnización del tío Sam.

— Oh -musitó pensando en su propio trabajo en uno de los hospitales militares de Washington-. ¿Estabas enrolado?

— Sí -asintió-. Fui herido en las Filipinas, combatiendo contra los japoneses… un submarino nos evacuó a mí y a un puñado de guerrilleros.

— ¿Dónde te hirieron?

— En la pierna. Un ametrallador japonés me destrozó casi todo el hueso. Pero me lo cargué. Con un cuchillo filipino.

La miró de reojo y ella comprendió que estaba bromeando.

— Es mentira.

— No, es verdad. Me pusieron una placa de plata.

— Enséñamela.

— La llevo dentro. -Bajó la voz-. Ya está curada.

— Trabajo con militares heridos; no andarías tan bien como lo haces.

Roger inició una tímida protesta, y a continuación adoptó una breve y estudiada expresión maliciosa que fascinó a Virginia a su pesar. Pero no admitió que había mentido; aún continuó unos segundos afirmando con la cabeza.

— He de parar en la estación de servicio -dijo al entrar en la zona comercial.

Sin más palabras, se desvió hacia los postes de la Texaco. Luego dio marcha atrás hasta situarse en la parrilla de engrasado y paró el motor. Pero no salió; siguió sentado y se embarcó, sin más explicaciones, en una larga historia contada de forma rápida y nerviosa;

— Teníamos aquel lechero y solíamos dejarle una nota en el porche, clavada en la puerta con una chincheta, cuando no queríamos leche. Un día miré por la ventana y vi que no subía hasta el porche; cuando vio la nota aceleró y pasó de largo para ganar tiempo. Así que me dediqué a escribir cosas diferentes, cosas como «déjeme veinte litros de nata, tres kilos de mantequilla y tres litros de leche». Clavaba notas como ésta y él, al divisarlas desde la cabina, pasaba de largo. Pero un día vino un conductor nuevo, subió al porche, leyó la nota y cumplió el encargo al pie de la letra. Veinte dólares de mantequilla, nata y leche. Hasta un litro de zumo de naranja.

Terminó y guardó silencio.

— ¿Cuándo ocurrió? ¿De niño?

— Sí.

Pese a la afirmación, ella notó la evasiva. Cuando era niña -y era más joven que él- los camiones de leche iban tirados por caballos. Recordaba el clop-clop de los cascos al amanecer mientras todos estaban aún en la cama. Pero tal vez había sucedido en otra ciudad.

— ¿No me dijo Dora que estabas casado?

— Demonios, no -contestó horrorizado.

El empleado de la gasolinera, embutido en su uniforme de color pardo, se acercó a ellos secándose las manos con un trapo.

— ¿Qué desean?

— ¿Qué posibilidades habría de utilizar un par de segundos su gato hidráulico? -preguntó Roger.

— ¿Por qué?

— Porque mi gato no puede levantar todo el peso que he cargado en el coche. -Su voz adquirió un tono servil y zalamero que ella nunca había detectado-. Vamos, sea buen chico.

El empleado se encogió de hombros y se alejó. Roger saltó al instante del coche y corrió hacia el gato hidráulico, que ya había localizado. En seguida estuvo de vuelta, arrastrándolo tras él.

— Lo alzaré por la parte trasera izquierda -le explicó a Virginia-. Sólo serán unos segundos, ¿de acuerdo?

El gato desapareció bajo el coche. Ella abrió la puerta y se quedó de pie sobre el pavimento.

Guió a cuatro patas el gato bajo el eje trasero. Ella tenía la extraña convicción de que, por estúpido que pareciera, estaba haciéndolo todo deliberadamente para deslumbrarla, no porque necesitara de veras cambiar el neumático. Quería comunicarle algo de forma indirecta.

Quizá intentaba demostrarle su habilidad, aunque, pese a su limitada experiencia, comprendió que no lo estaba haciendo bien. En primer lugar, no conseguía colocar debidamente el gato, desconocía el funcionamiento del aparato y, por fin, cuando la parte trasera del coche empezó a levantarse, fue incapaz de sacar el tapacubos. Se hizo con un destornillador que pertenecía a la gasolinera y lo utilizó para desencajar el tapacubos, que cayó al suelo con gran estrépito. Mientras efectuaba estas manipulaciones, el empleado de la estación se acercó para observar. Ella y el hombre se miraron en silencio, denotando el mismo escepticismo. Se sintió complacida de que alguien más compartiera su opinión.

No obstante, Roger seguía animado. Hizo girar rápidamente la llave inglesa y fue sacando uno a uno los pernos, las tuercas o lo que fueran, amontonándolos a un lado. La rueda se desprendió; la apoyó contra el parachoques y se dispuso a colocar la de recambio. Acuclillado con sus huesudas rodillas dobladas bajo el cuerpo, sudando y gruñendo, luchó con tenacidad hasta que el empleado se acercó para echarle una mano. Una vez introducido el primer perno, el hombre se alejó y Roger terminó el trabajo solo.

— ¿Crees que llegaré a California? -preguntó risueño a Virginia.

— Yo diría que sí.

Dio las gracias al empleado (con exagerada cortesía, pensó ella) y se pusieron en camino. Roger se extendió en detalles sobre la vida que habían llevado Irv y él en los años treinta, pero Virginia no le prestó atención; estuvo reflexionando hasta que de repente comprendió que Roger, con aquella penosa demostración de torpeza, había intentado confesarle que no podría llegar a California, que era un incompetente. Se trataba de algo imposible de expresar con palabras y que quizá ni siquiera entendía así.

Estos pensamientos trajeron consigo una oleada de emoción, una especie de ternura que le reveló qué maleable podía llegar a ser. Sentado al volante, aguardaba a que ella le dirigiera, no tenía la menor intención de conducirla al Rock Creek Park. Carecía de planes, de ideas; sentía simplemente que quería estar con ella. De modo que dobló esquinas y se detuvo en los semáforos y habló sin cesar, por más que no dijera nada. Ocultaba todo lo realmente importante sobre sí mismo, pensó Virginia. Esfuerzo estéril formularle preguntas directas, porque respondería con fantasías o cuentos, como lo de sus hazañas en el Pacífico. No trataba de impresionarla, no presumía; rellenaba huecos. Y a pesar de todo, le gustaba. Ni por un momento pensó que la estaba engañando. No había ningún mal en seguirle la corriente.

— ¿Conoces a alguien en California?

— Sí, conozco a mucha gente en la zona costera de L.A. Seguro que habrán prosperado; allí se puede ganar mucho dinero.

— ¿Has ido allí otras veces?

— Claro.

— Yo no.

— Vendrás conmigo.

Ella no respondió, ni él volvió a repetirlo. De repente, experimentó la misma sensación que la había embargado cuando lo vio por primera vez, bebiendo vino en la fiesta.

— Deberías ver a alguno de esos veteranos -dijo temblando como estremecida por algún oscuro ultraje moral-. Esas heridas y esas quemaduras tan horribles… Hay que enseñarles a mover de nuevo los brazos y las piernas como si fueran niños; tienen que empezar por el principio. La gente que no lo ha vivido no lo puede comprender. Cada día ingresan más, procedentes de las diferentes islas del Pacífico. Los noticiarios sólo exhiben cañones disparando y el desembarco de las tropas, y la gente ignora la verdad. Piensan que es excitante, como en los tebeos, como en las revistas. No ven el lado desagradable.

— Sí, es terrible -asintió Roger sin convicción-. La gente no tiene ni idea.

— Los veo cada día.

Ésas fueron sus últimas palabras durante mucho rato. Se calló y dejó que él guiara su destino. Tenía cierta curiosidad por saber si de verdad iban a California o si era una argucia para explicar lo del coche tan cargado. A fin de cuentas, cabía la posibilidad de que sólo estuviera cambiando de apartamento, o de que trasladara los bultos al hogar de los Rattenfanger. Él iba de paso… caminando de puntillas y con calcetines por el apartamento de los Rattenfanger, vaciando su despensa, comprando su coche y cargando con sus escasas pertenencias. Quizá había topado con un vagabundo, un don nadie. De niña, en Maryland, había visto cómo su madre cerraba el paso a los vagabundos que acudían a su puerta; les daba un bocadillo y una taza de café, que tomaban en el patio trasero, fuera de la vista, y proseguían su camino. Una vez, un vagabundo dejó intacto el bocadillo; su madre la llamó y le ordenó que lo tirase al cubo de la basura y que se lavara al instante las manos, pero acabó dándoselo a un perro.

«Sí -pensó-, es un vagabundo.» Pero en su mente se confundía la imagen del vagabundo con el rostro luminoso de Tom Sawyer mientras se escapaba de casa con un fardo a la espalda, metidas sus pertenencias en un -¿qué era?- pañuelo rojo de grandes dimensiones, como el de los hombres que tomaban rapé. Bailando en la carretera… ojos azules y mirada inocente. Cantando, charlando y soñando mientras avanzaba a saltos.

«Y el perro -se dijo- no se murió.» No le había quitado ojo de encima, por si el vagabundo había envenenado el bocadillo. ¿O llenado de microbios? «Hace demasiado tiempo», pensó; ya no estaba segura.

Roger Lindahl, aprisionado entre sus cajas, inició una conversación sobre algo. Escuchó; se refería a la televisión. La televisión iba a convertirse en una gigantesca industria una vez terminada la guerra, y Roger estaba muy interesado en la ingeniería electrónica y el diseño aplicados al medio; un colega suyo, del que no citó el nombre, había diseñado un sistema con más líneas o con menos… le resultaba difícil no perder el hilo porque hablaba muy rápido, como si las palabras se atropellasen unas a otras. La conclusión del discurso sobrevino en seguida; había hablado hasta perder el aliento, como si hubiese corrido para decírselo, como si hubiera experimentado una gran sorpresa. Le vio haciendo cabriolas sobre la nieve; vio sus largas y delgadas piernas midiendo a grandes zancadas las tierras de Maryland. El hombre frágil y febril sentado a su lado se fundió en su mente con el paisaje que atravesaban. Miró por la ventanilla y se dio cuenta, con un sobresalto, de que se habían adentrado en la ciudad y estaban llegando al Dique de la Marea. Lanzó un gritito de júbilo. Él dejó de hablar en el acto, como si le hubiera interrumpido con brusquedad. Virginia concedía al Dique de la Marea y a los árboles una misteriosa cualidad; mantenían la presencia del campo en el centro de la ciudad, como si se resistiera a ser absorbido. No obstante, el Dique de la Marea le aterraba. El agua se había abierto camino en la tierra por la parte de la costa, formando canales, ríos y corrientes; Rock Creek, por ejemplo, y el Potomac, desde luego. Cada vez que se acercaba al Potomac creía que había sido arrebatada del presente; no aceptaba el hecho de que el Potomac existiera en el mundo moderno.

A lo largo del Potomac crecían matorrales, zarzales y arbustos enmarañados que se amontonaban desordenadamente; la tierra llegaba al pie del agua. No había orillas ni terraplenes. El agua se había ido extendiendo hasta las mismas raíces de los árboles; incluso las aves planeaban a la altura de los ojos cuando sobrevolaban la costa en dirección al Atlántico o a los bosques del interior. Una vez había corrido por la orilla de un canal seco que llevaba un siglo sin funcionar. Habían brotado hierbas en las vigas de madera y millares de pececillos, nacidos allí en su opinión, se removían en las aguas estancadas. Qué distante parecía todo, incluso entonces. Desolación. Sólo sobrevivían las criaturas más pequeñas; arrendajos, una rata que nadaba con la cola tiesa como un timón. Y ninguno hacía ruido, salvo quizá el arrendajo, que esperó a sentirse a salvo entre las zarzas para graznar. Y ella caminaba, en compañía de su madre, sobre la plataforma agrietada del canal. Cuando llegaron a la vía del tren (disimulada por la hierba hasta que los zapatos tropezaban con las traviesas), su madre le dio permiso para andar sobre los raíles; apenas pasaban trenes, tal vez ninguno. Y si se aproximara uno, se le oiría llegar una hora antes. La vía corría bajo árboles deformes y después sobre un riachuelo. El agua era del color del barro, espesa, quieta. Si viniera un tren, le explicó su madre mientras la guiaba sobre el caballete, podrían lanzarse al agua. Su madre la pasó de un salto al otro lado, y de nuevo empezaron los árboles.

«Aquí combatieron», dijo su madre. La frase carecía de sentido para ella (tenía ocho o nueve años). La misma idea de combatir era imprecisa; no que la gente combatiera, sino la idea de combatir entre las zarzas. Entonces, su madre le habló del ejército del Potomac. Uno de los abuelos había servido en el ejército, el ejército de McClellan, en el valle del Shenandoah. Vieron las montañas Blue Ridge y el propio valle; recorrieron en coche el fondo del valle. Las montañas se afilaban como conos, cada una de ellas separada de las restantes. Desde abajo divisaba los coches que ascendían las laderas, curva tras curva, girando hacia la cumbre. Tenía miedo de que la llevaran hasta allá arriba, como así sucedió. La familia de su madre había venido desde Massachusetts y advirtió en el rostro de su madre una fría mirada mientras atravesaban el valle; los ojos de su madre encerraban una decidida y terrible maldad, y se negaba a hablar. Todos los demás disfrutaban del viaje, los campos y los mapas extendidos sobre los regazos y las bebidas, pero su madre permanecía sentada en un obstinado silencio. Su padre fingía no darse cuenta.

Y, sin embargo, su madre se había establecido en Maryland, adquirido una casa de ladrillo rojo con dos plantas y hogar, y se consideraba parte de la comunidad. La ciudad era tranquila. Una banda de la Guard Armory desfilaba al atardecer por las calles, seguida por un coro de escandalosos niños, incluida Virginia. Su madre se quedaba en casa a leer, bebiendo y fumando. Era una mujer de Nueva Inglaterra, fornida y algo reservada, que vivía en una ciudad del sur entre mujeres de menor talla, más volubles y demasiado chillonas. Virginia reconocía la voz suave de su madre entre las estridentes voces de Maryland, y en los casi veinte años que llevaban viviendo en Maryland hasta el momento -el otoño de 1943-, su madre no había variado sus costumbres un ápice.

— Paremos -le dijo a Roger Lindahl.

— Éste es el Estanque de los Reflejos.

— No, no lo es.

Se rió porque estaba equivocado.

— Por supuesto que sí. Mira aquellos cerezos. -En sus ojos brilló una chispa de astucia-. Claro que lo es.

La quería engatusar; le estaba pidiendo de una manera amistosa que aceptara su palabra. ¿Y qué importaba?

— ¿Vas a ser mi guía? -preguntó ella.

— Claro. -Se sintió halagado, pero continuó bromeando-. Te lo enseñaré todo:

Virginia consideraba el Dique de la Marea como una propiedad particular. Una parte de su niñez. Su madre y ella adoraban Washington. Tras la muerte de su padre iban cada fin de semana a Washington en autobús y caminaban por la Avenida de Pennsylvania y visitaban el Instituto Smithsoniano o el monumento a Lincoln o el Estanque de los Reflejos o el Dique de la Marea; especialmente el Dique de la Marea. Iban a la capital cuando florecían los cerezos y, en cierta ocasión, para comer rollos de primavera en el césped de la Casa Blanca.

— Los rollos de primavera -dijo en voz alta mientras Roger aparcaba-, los suprimieron, ¿verdad?

— A causa de la guerra.

De niña, cuando su padre aún vivía, la llevaron a un desfile de veteranos de la guerra civil, y los había visto, los frágiles y arrugados viejecitos impecablemente uniformados que marchaban a pie o empujados en sillas de ruedas. Al verlos pensó en las colinas y zarzales que bordeaban el Potomac, el caballete del tren abandonado, el arrendajo que pasó volando por su lado sin el menor ruido. Cuánto misterio encerrado en aquellas imágenes.

 

La brisa les refrescó mientras caminaban; pequeñas olas se formaban en el Dique de la Marea y la niebla procedente del Atlántico invadía la ciudad y depositaba una capa gris sobre las cosas. Las flores de los árboles, por supuesto, habían desaparecido mucho antes de la época habitual. El suelo se hundía bajo sus pies y en algunos puntos el agua cubría el sendero. Pero el aire olía bien; a Virginia le gustaba la niebla, la proximidad de la tierra y el mar.

— Hace un poco de frío -dijo Roger, con las manos en bolsillos y la cabeza gacha.

Andaba despacio, dando patadas a fragmentos de grava.

— Estoy acostumbrada. Me gusta.

— ¿Viven aquí tus viejos?

— Mi madre. Mi padre murió en 1939.

— Oh -asintió con la cabeza.

— Mi madre tiene una casa en Maryland, al otro lado de la frontera. Sólo voy a verla los fines de semana. Se pasa la mayor parte del tiempo cuidando el jardín.

— No hablas como la gente de Maryland.

— No, nací en Boston.

— ¿A que no adivinas de dónde soy? -preguntó mirándola de soslayo.

— No.

— De Arkansas.

— ¿Es bonito?

Nunca había estado en Arkansas, pero una vez que fueron en avión con su madre a la Costa Oeste había echado una ojeada a las colinas y bosques que sobrevolaban y su madre, tras examinar el paisaje, dictaminó que era Arkansas.

— En verano. No hace el bochorno de aquí. El peor verano de todos es el de Washington. Prefiero pasarlo en cualquier otro lugar.

Virginia asintió por cortesía.

— Claro que hay muchas inundaciones y ciclones. Y lo peor son las ratas que, cuando ha dejado de llover, salen de entre los desperdicios. Recuerdo que cuando era pequeño una rata intentó entrar en casa por la chimenea.

— ¿Qué ocurrió?

— Mi hermano la mató con su 22.

— ¿Dónde vive tu hermano?

— Murió. Cayó y se rompió la espina dorsal. En Waco, Texas. Se enzarzó en una pelea con un tío…

Bajó el tono de voz y arrugó el entrecejo. Su cara expresó desaprobación. Se irguió y meneó la cabeza con un gesto vago, como si un anciano hubiera movido la cabeza de un lado a otro en una pantomima sin sentido. Apretó los labios.

— ¿Qué? -dijo Virginia sin escucharle.

Surcos de preocupación cubrían el rostro de Roger; se encorvó, aminoró el paso y miró fijamente al suelo. Luego recuperó los ánimos; esbozó una sonrisa y mostró algo más de alegría.

— Bromeaba -dijo.

— ¿Sobre tu hermano?

— Vive en Houston. Tiene familia y trabaja en una compañía de seguros. -Sus ojos chispeaban detrás de las gafas-. Me creíste, ¿verdad?

— Cuesta saber cuándo dices la verdad.

Dos mujeres desocuparon un banco. Roger fue a sentarse y ella le acompañó. Unos pasos antes de llegar, echó a correr como un chiquillo, dio una voltereta y cayó de un salto sobre el banco, con las piernas abiertas y los codos hacia atrás. Mientras ella se sentaba sacó un paquete de tabaco del bolsillo de la camisa y encendió un cigarrillo, arrojando nubes de humo en todas direcciones con un suspiro de satisfacción, como si agradeciera el hecho de haber encontrado un banco libre. Cruzó las piernas, inclinó la cabeza a un lado y dirigió a Virginia una sonrisa llena de afecto, una brecha en su coraza, como si, pensó ella, se hubiera hinchado hasta estallar y, por un momento, contemplara lo mismo que ella, los árboles, el agua y la tierra.

— No hace falta que vaya a California -dijo Roger.

— No, supongo que no.

— Podría quedarme aquí. La televisión se extenderá por todas las grandes ciudades… Nueva York, pongamos por caso. Pero esos chicos me esperan. Cuentan conmigo.

— Entonces será mejor que vayas.

La estudió durante un largo rato.

— En el caso de que les dijeras que ibas -añadió al cabo.

Ante esta observación adoptó una expresión tan circunspecta que Virginia adivinó su astucia; se había comportado con timidez y algo de inseguridad mientras la ponía a prueba y trataba de averiguar lo que deseaba de ella, pero el paso de las horas le había proporcionado la información que necesitaba; las bromas, baladronadas y tonterías se esfumaron. Controlaba la situación. Ahora se parecía más al hombre que recordaba haber conocido en la noche de la fiesta: silencioso, melancólico, incluso depresivo. Pero muy astuto. Podía hacer casi cualquier cosa. Al principio se había sentido indefensa porque se había bebido todo su vino, y ahora volvía a experimentar una pizca de esa sensación; sentado a su lado, en el banco, parecía tan lleno de recursos, tan experimentado, aparte de que era mayor que ella. Y apenas le conocía; ni siquiera podía confiar en sus palabras, o en lo que veía. Como si mantuviera un absoluto control de sí mismo. Podía llegar a ser lo que quisiera.

Poseía una cualidad perdurable, algo relacionado con el tiempo, que no comprendía en absoluto.

Una visión global, quizá.

— He de marcharme -anunció de súbito.

Arrojó el cigarrillo a la hierba húmeda y se puso en pie.

— Sí, pero no ahora mismo.

— He de pensar en muchas cosas.

Pese a la afirmación, no se movió ni un centímetro.

— Sería mejor que te fueras y lo hicieras.

— ¿Y tú?

— ¡Oh, vete al infierno!

— ¿Qué? -exclamó estupefacto.

— Lárgate. Haz lo que tengas que hacer -prosiguió todavía sentada.

Se habían sorprendido y enfurecido mutuamente. Por su parte, ella sabía que tenía razón. Miró un objeto que flotaba en el centro del Dique. Siguió su curso mientras subía y bajaba.

— No tienes por qué molestarte -dijo él.

Roger recobró la serenidad y Virginia pensó otra vez que sólo le hacía falta tiempo. A pesar de su talla -era unos dos centímetros más bajo que ella-, conseguía hacerse respetar; en el pasado había considerado a los hombres de baja estatura ridículos en alguna medida, con sus contoneos, sus poses, sus explosiones de orgullo, pero no sucedía lo mismo con él. Su capacidad para adaptarse la impresionaba. Y, mientras contemplaba todavía la boya que flotaba en el agua, Roger volvió a reír entre dientes.