Capítulo 5
Cuando Glory se vistió y bajó a la cocina a desayunar, encontró a Consuelo sentada a la mesa, llorando.
—¿Qué sucede? —preguntó.
Consuelo se secó la cara con el delantal.
—Nada —dijo—. No es nada.
—He oído a un hombre gritar.
La mujer la miró con ojos rojos e hinchados. Parecía devastada.
—Marco se ha puesto furioso porque no le prestaba dinero. Cree que mentía cuando he dicho que no tenía, pero es cierto.
Glory le puso una mano en el hombro y dijo:
—Se le pasará. Las familias discuten. Luego hacen las paces.
Una sonrisa fue su recompensa para tanto optimismo.
—¿Crees que volverá?
—Por supuesto —le aseguró Glory con una sonrisa—. ¿Cómo puede mantenerse lejos de esta fruta tan maravillosa?
Consuelo sonrió.
—Oh, qué buena eres conmigo —dijo—. Qué suerte tuve el día que Rodrigo te contrató.
—Yo también te adoro —dijo Glory—. ¿Ahora podemos tomar un café? Café y tostadas sería mejor, pero sobre todo café. Necesito mi dosis de cafeína matutina o no lograré que se me abran los ojos del todo. Por no hablar de mi cerebro.
—Estaba a punto de preparar café —dijo Consuelo poniéndose en pie—. Estaba esperando a que se terminaran de hacer los rollos de canela.
—¿Rollos de canela? —preguntó Glory—. ¿De verdad? ¿Caseros?
—Sí.
Glory se sentó en una silla.
—Yo sí que tuve suerte cuando Rodrigo te contrató a ti —dijo—. Lo más cerca que he estado yo de comer rollos de canela han sido los congelados que luego hay que calentar. Vas a malcriarme.
Consuelo se secó los ojos y sonrió antes de ponerse a preparar café.
Más tarde se le ocurrió a Glory que tal vez hubiera un motivo oscuro por el que Marco necesitaba el dinero inmediatamente. Observó que Castillo y él pasaban gran parte de su tiempo libre hablando entre ellos. Deseó poder tener alguna manera decente de saber de qué hablaban. Pero lo que más la inquietaba era que Rodrigo estuviera con frecuencia implicado en esas conversaciones.
Deseó poder llamar a Márquez y hablar con él sobre lo que estaba viendo, pero no se atrevía a utilizar ningún medio de comunicación cerca de la casa. Consuelo había dicho semanas atrás que Rodrigo guardaba aparatos electrónicos en su habitación. Tal vez pudiera monitorizar las conversaciones. No le convendría sentir curiosidad sobre por qué una empleada de su granja mantenía conversaciones clandestinas con un detective de la policía de San Antonio.
Casi todos los trabajadores pasaban los fines de semana en sus hogares en un parque de caravanas local. Pero, el sábado por la tarde, Consuelo y Glory tuvieron que ayudar a colocar farolillos para una pequeña fiesta que se celebraría en la granja. Habían contratado a una banda mariachi y los hombres habían construido una enorme plataforma de madera para bailar.
Hacía años que Glory no asistía a una fiesta. Se sentía entusiasmada. Recordaba lo mucho que había deseado ir a su fiesta de graduación, pero por entonces era demasiado tímida y nerviosa con los chicos como para sentirse cómoda. Lo cual daba igual, porque ningún chico le había pedido salir una sola vez a lo largo del instituto, gracias a los cotilleos maliciosos que circulaban en Internet sobre ella.
En la universidad, las cosas habían sido algo diferentes. Intentó de verdad hacer amigos y salir. Pero en su primera cita aprendió que el mundo fuera de Jacobsville, Texas, era muy distinto. Su cita la llevó a cenar a un restaurante agrádable y luego intentó meterla en la habitación de un motel. Cuando la persuasión y las burlas no funcionaron, intentó obligarla. Por entonces, Glory vivía con los Pendleton. Consiguió salir del coche, sacar su teléfono móvil y llamar a Jason. Para cuando colgó, su cita había escapado a toda velocidad. Poco después se cambió de universidad, Jasón nunca le dijo lo que le había hecho al chico. Ella tampoco se lo preguntó.
Rodrigo salió de la casa justo cuando empezaba a oscurecer. Llevaba pantalones negros y una camisa blanca de algodón. Parecía elegante y peligrosamente sensual. Glory, con un sencillo vestido blanco con bordados, se había dejado la melena rubia suelta, e incluso se había aplicado algo de maquillaje. Sabía que nunca podría competir con otras mujeres en el plano físico, pero esperaba al menos tener un aspecto lo suficientemente bueno como para no estropear la fiesta.
Rodrigo se acercó a ella, que estaba junto a la mesa de comida que Consuelo y otras dos mujeres habían ayudado a preparar. Olía a limpio. Glory le sonrió con entusiasmo ante la velada que se avecinaba. Él se quedó mirándola durante unos segundos. Se parecía mucho a Sarina con el pelo suelto. No era tan guapa, pero tenía su propio atractivo.
—Hemos invitado a todos los empleados —le dijo a Glory—. Una especie de agradecimiento por lo duro que han trabajado esta temporada. Lo mismo se puede aplicar a vosotras dos, aunque vuestro trabajo aún no ha terminado.
—Nos gusta la seguridad laboral —le dijo Glory a Consuelo, que asintió y sonrió. —Mejor —dijo él—. Vamos a recoger más melocotones la semana que viene. Hubo un gemido mutuo.
—¿No decíais que os gusta la seguridad laboral? —bromeó él.
Sus respuestas quedaron ahogadas por la música de la banda mariachi. El eco profundo de las guitarras y la trompeta hizo que todo el mundo se acercara a escuchar. Era una antigua canción popular mexicana la que estaban tocando, y todo el mundo empezó a bailar.
Rara vez en su vida Glory se había sentido tan partícipe de algo. Había llegado a encariñarse con los empleados en el tiempo que llevaba allí. Eran humildes, felices y misericordiosos; les preocupaba más el bienestar de su familia que la riqueza material. Jason les pagaba bien, pero no estaban obsesionados con la nómina.
—Me hace sentir bien —dijo ella cuando la canción acabó— ver a todo el mundo tan feliz. —Sí —dijo Rodrigo—. Es agradable.
Ella le dirigió una sonrisa cuando comenzó la siguiente canción. En esa ocasión era un baile lento. Las parejas comenzaron a juntarse sobre la pista.
Ella estaba apoyada en su bastón, pero esperaba que Rodrigo le pidiera bailar. Podría hacerlo, aunque fuera durante un rato. Siempre le había gustado bailar.
Pero su atención se centró en un utilitario que aparcó frente a la casa. Se acercó inmediatamente a él. La puerta del conductor se abrió y de dentro salió una hermosa mujer rubia, vestida con falda blanca y blusa roja, que se lanzó a los brazos de Rodrigo. Aquel abrazo atravesó a Glory como un cuchillo. Era la mujer rubia otra vez, la que había ido a ver a Rodrigo poco después de que Glory empezara a trabajar allí.
Rodrigo señaló hacia la banda, le dio la mano a la mujer y tiró de ella hacia la pista de baile.
Glory odiaba sentirse celosa y resentida al verlos juntos bailando entre las parejas. No debería estar celosa de un hombre que administraba los terrenos de su hermanastro. No era apropiado para ella. Se negó a recordar que hablaba varios idiomas y que era muy inteligente. No quería que su corazón sufriera más.
La rubia se reía alegremente mientras bailaban. Rodrigo parecía como si estuviera en el cielo. Entonces los mariachis terminaron esa canción y comenzaron con un ritmo de salsa. Rodrigo agarró a la rubia por la cintura y demostró que dirigir a otros hombres no era lo único que se le daba bien. Glory jamás había visto a un hombre moverse así sobre una pista de baile. Resultaba elegante. Sus pasos eran fluidos, sus movimientos se acompasaban perfectamente al ritmo de la música. Interpretaba la música con pasos naturales que la rubia seguía sin esfuerzo, como si hubieran bailado juntos muchas veces. Las otras parejas se apartaron y comenzaron a aplaudir mientras ellos seguían bailando.
Poco después la canción acabó y ambos se abrazaron, riéndose mientras los empleados se arremolinaban a su alrededor.
—Qué cara más larga —murmuró Consuelo—. ¿Qué te ha puesto tan triste?
Glory miró involuntariamente a Rodrigo y a su acompañante.
—Ah, eso.
—Sí —confesó Glory. Era doloroso ver a Rodrigo sonreír. Era una persona triste en la granja. Sentía pena por él. Pero, cuando lo miraba de cerca, era evidente que Rodrigo era el encantado, no la mujer. Ella sólo se mostraba cariñosa. ¿Pero qué estaba haciendo allí si estaba felizmente casada?
Como en respuesta a su pregunta, la rubia de pronto miró el reloj, se dio la vuelta y prácticamente salió corriendo hacia su coche, con Rodrigo detrás. Hablaron unos minutos, luego ella lo abrazó, se subió al vehículo y se marchó.
Rodrigo se quedó allí, con las manos en los bolsillos, mirando en la distancia.
—Pobre hombre —dijo Consuelo—. Intenta vivir en el pasado, porque ahora no hay sitio para él en su vida.
—Es guapa.
—¿Y tú qué eres? —preguntó Consuelo—. ¿Un trozo de hierba? A ti no te pasa nada.
La cara de Glory se iluminó un poco cuando vio la mirada empática de Consuelo.
—Gracias.
Se giró hacia la mesa y agarró un vaso de ponche. Pensó que la banda era buena. Era agradable escuchar la música, aunque nadie la invitara a bailar. La excitación que había sentido antes empezaba a desvanecerse. De pronto lo único que deseaba era apartarse de todos. Se llevó el vaso a los labios y miró por última vez hacia la pista de baile.
Mientras observaba a la banda, una mano delgada y oscura apareció sobre su hombro, le quitó el vaso y lo dejó sobre la mesa.
Glory se volvió, sorprendida. Rodrigo le quitó el bastón y lo dejó apoyado en la mesa. No sonreía. Su cara estaba seria y sombría. Le estrechó una mano.
—Baila conmigo —le dijo con un tono suave.
Como si estuviera soñando despierta, Glory lo siguió lentamente hacia la pista. Rodrigo la agarró por la cintura y la subió a la plataforma. Una vez arriba, se pegó a ella y comenzaron a bailar. Glory sentía su aliento cálido en la sien mientras la llevaba al ritmo de la música.
El corazón se le aceleró. Le encantaba estar así con él. Era como si los años hubieran desaparecido y estuviera de nuevo en la universidad, excitada por su primera cita de verdad, esperando una relación dulce y tierna. No pensaría en la otra rubia, la que él deseaba, ni en el dolor que había visto en sus ojos cuando la mujer se había marchado. Sólo podía pensar en el contacto con su piel, en la fuerza de su cuerpo mientras bailaban.
Sintió las piernas de Rodrigo contra las suyas. La cercanía le hizo temblar con nuevos deseos. Hundió los dedos en su espalda y notó cómo los músculos respondían al movimiento de su mano.
Rodrigo levantó la cabeza, la miró a los ojos y vio todas las emociones que estaba experimentando. Extendió la mano sobre su espalda y la juntó más a él. Ella se estremeció.
Glory vio cómo sus ojos oscuros se encendían de forma extraña. Se inclinó hacia ella y deslizó la mejilla sobre su piel.
—Sí, te gusta —susurró—. No puedes disimularlo, ¿verdad?
Glory se quedó sin palabras. Simplemente le clavó las uñas.
Él tiró suavemente de sus caderas para presionarla contra su cuerpo y Glory volvió a estremecerse.
—Había olvidado lo dulce que es —añadió él—. Tu cuerpo se aferra al mío como si estuvieras hecha para mí. Puedo sentir tu aliento en mi cuello, la caricia de tus manos en mi espalda. Si estuviéramos solos, te besaría y te abrazaría con tanta fuerza que no podrías respirar a no ser que yo respirara contigo.
Ningún hombre le había dicho nunca algo así; en toda su vida. Volvió a estremecerse, indefensa, incapaz de esconderse. Le había rodeado con ambos brazos y tenía las manos aferradas a los músculos de su espalda. Sentía como si cada célula de su cuerpo estuviera hinchada y palpitando de pasión. Ansiaba llegar al final de aquella tensión creciente que amenazaba con abrumarla con su intensidad.
Rodrigo la rodeó también con los brazos y hundió la cara en su melena por encima del hombro.
—Relájate —le dijo—. Vibras como un tambor. No te haré daño.
—Ya… ya lo sé —susurró ella con un hilillo de voz que no parecía la suya.
—Crees que esa cojera te hace parecer poco atractiva ante los hombres —musitó él en su oído—. Sin embargo, te hace más sexy. Me gusta que te apoyes en mí. Aunque siento el motivo de tu cojera.
Glory adoraba el olor de su cuerpo. Apoyó la mejilla sobre su pecho, justo donde se abría el cuello de la camisa. Se preguntó cómo sería abrazarlo estando desnuda y se quedó con la boca abierta al ver la dirección en la que iban sus pensamientos.
—¿Qué sueños prohibidos han causado ese suspiro? —preguntó él—. No te asustes. La vida es para vivirla. Es una celebración, no un velatorio.
—Yo no sé mucho sobre celebraciones —dijo ella casi sin aliento.
Rodrigo levantó la cabeza y contempló sus ojos verdes.
—Tal vez sea hora de que aprendas —susurró. Mientras hablaba, su mirada se deslizó hacia la boca de Glory—. Y no sólo lo que es una celebración —añadió mientras comenzaba a inclinar la cabeza.
Glory se quedó allí, temblando, vulnerable, deseando sólo sentir aquella boca dura y sensual sobre sus labios. Entornó los ojos. Se había sentido atraída por él desde el principio. Parecía que él sentía lo mismo. El corazón estuvo a punto de salírsele del pecho al sentir la primera caricia de sus labios.
Rodrigo se movía lentamente, apenas sin tocarla, mordisqueándole el labio superior. Se rió cuando ella se apartó.
—¿No te gusta cuando muerdo? —musitó—. De acuerdo. Lo haré a tu manera —volvió a inclinarse y la llevó hacia una zona apartada y oculta entre las sombras—. Así entonces, querida…
La besó con ternura y apenas la tocó con la boca hasta que sus labios comenzaron a ceder. Y entonces, con los alientos enlazados, aumentó la presión y la pasión hasta hacerla gemir suavemente. Comenzó a devorarle la boca con fuerza, arqueándola contra su cuerpo, y fue como si el mundo desapareciera bajo sus pies. Se agarró a él, jadeante.
Pero la música era cada vez más lenta, y Rodrigo la soltó de pronto, antes de que nadie pudiera verlos u oírlos.
Parecía preocupado mientras contemplaba su boca hinchada y sus mejillas sonrojadas. La agarró por la cintura y la apartó de él.
—¿Qué diablos estoy haciendo? —murmuró. Glory supo entonces que había sido un impulso. Nada de amor eterno, ni siquiera pasión salvaje. Había sido simplemente un impulso, tal vez provocado por la presencia de la mujer a la que él deseaba y no podía tener. Y ahora Rodrigo parecía arrepentido e incómodo con ella. Tenía que encontrar una salida para él, algo que ocultara su propio deseo y le ahorrara a su orgullo el dolor del rechazo.
—Guau —dijo con los ojos muy abiertos.
—¿Perdón? —preguntó él. Glory sonrió.
—Lo siento, ¿esperabas una reacción diferente? De acuerdo —borró la sonrisa de la cara y lo miró con odio al tiempo que se colocaba las manos en las caderas—. ¿Cómo te atreves a tratarme como un objeto sexual?
Rodrigo puso una cara extraña.
—¿Tampoco te gusta eso? —preguntó ella—. De acuerdo. ¿Y qué tal esto? Sinceramente, todos los hombres sois iguales —dijo con un dramático golpe de melena.
Normalmente no era tan lento. El contacto debía de haberle afectado a la cabeza. Tal vez Glory no fuera una belleza arrebatadora, pero tenía una boca deseable, y le gustaba cómo respondía a sus besos.
—No todos somos iguales —señaló él.
—Claro que sí —respondió ella—. Os vestís de manera sexy, lleváis colonia que hace que nos tiemblen las rodillas y nos tentáis para realizar bailes íntimos.
—Culpable —convino él riéndose—. Pero yo podría acusarte de lo mismo.
Glory se dispuso a defenderse, pero, antes de poder hacerlo, una de las hijas de un empleado, recién salida del instituto, se acercó y le pidió bailar a Rodrigo.
—Lo siento —le dijo éste a Glory—. Parece que me reclaman.
—Desde luego —dijo la chica mientras le tiraba del brazo—. ¡Vamos, Rodrigo!
Le dirigió una última mirada a Glory y se dejó arrastrar después hacia la pista de baile.
Más tarde, la banda recogió y se marchó. Los empleados regresaron a sus hogares. Glory había abandonado la fiesta un poco antes que el resto. El baile había sido maravilloso, pero la cadera estaba matándola. Se tomó las pastillas y se quedó sentada en la cama, con su camisón de algodón, rezando para que le hicieran efecto pronto. Aquel dolor constante era una antigua batalla que había librado desde la adolescencia.
Pero sonrió al recordar el beso con Rodrigo y las cosas tan excitantes que le había susurrado. También recordó que él estaba sobrio mientras bailaban. No había ni rastro de alcohol en su aliento. El guapo y sexy Rodrigo, que podía tener a casi cualquier mujer que deseara, había elegido bailar con ella. Hacía que se sintiera orgullosa. Trató de no pensar que pudiera haber fingido con ella, fingido que era la mujer rubia de su pasado.
Estaba programando su despertador cuando llamaron a la puerta de su dormitorio. Extrañada, porque era muy tarde, atravesó la habitación y abrió la puerta ligeramente. Rodrigo empujó la puerta suavemente y sonrió.
—Se te ha olvidado llevarte algo —dijo.
—¿El qué? —preguntó ella.
—A mí.
Cerró la puerta tras él, la tomó entre sus brazos y la besó.
Los besos eran adictivos. Glory adoraba la ternura que le demostraba, las caricias que no
resultaban amenazantes, sino que le hacían desear más.
Había cierto rastro de alcohol en su aliento, pero ella estaba demasiado sorprendida por su súbita aparición como para que le importara. Apenas fue consciente de cómo acabó tumbada en la cama, con Rodrigo tumbado sobre ella. Era agradable estar entre sus brazos y dejarse amar.
—Vistes como una abuela —murmuró él mientras deslizaba la mano por su cuerpo.
Glory le habría dicho que ninguna niña llevaría ropa provocativa en un hogar de acogida. Habría sido como ir buscando problemas. Pero Rodrigo ya estaba devorándole la boca y, segundos más tarde, sintió cómo el camisón se deslizaba hacia arriba mientras él le acariciaba los pechos.
Rodrigo levantó la cabeza para mirar. Había fuego en sus ojos, y un color vivo en sus mejillas.
—Bonitos pechos —susurró—. Como manzanas maduras.
Antes de que Glory tuviera tiempo de sentirse avergonzada, Rodrigo ya había capturado con la boca uno de sus pezones y ella se arqueó sobre la cama sintiendo un torrente de placer que no podía compararse con nada de lo que hubiera experimentado antes.
El gemido de Glory también sorprendió a Rodrigo. La miró a los ojos mientras le acariciaba el pecho suavemente.
—Actúas como si esto fuera algo nuevo para ti —dijo.
—Lo es.
Rodrigo no se movió. No habló. Simplemente ladeó la cabeza y la miró sin parpadear.
—¿Glory, eres virgen? —preguntó.
Ella se mordió el labio inferior. Era casi como un estigma vergonzante, en el mundo moderno, admitir tal cosa. Vaciló un instante.
Rodrigo le acarició el pezón con el pulgar e hizo que se estremeciera.
—Será mejor que me digas la verdad —dijo suavemente.
Glory tomó aliento. Sabía lo que ocurriría cuando lo admitiera. Él se marcharía. En la actualidad, ningún hombre deseaba la inexperiencia.
—Nunca he quiero decir que… no había sentido… no había deseado —comenzó a tartamudear y se sonrojó.
Pero Rodrigo no la rechazó. La miró con algo parecido a una reverencia y el cambio suavizó sus rasgos e hizo que sus ojos se oscurecieran.
—¿Ni siquiera hasta aquí? —susurró mientras señalaba sus pechos desnudos.
Ella negó con la cabeza.
—¿Por qué?
No podía contarle toda su historia en ese momento. Realmente no deseaba saberlo. Sólo deseaba una explicación.
—No estoy hecha para ese tipo de relación —dijo finalmente—. No quería acabar como mi madre. Durante mucho tiempo, la gente parecía pensar que sería como ella cuando creciera.
Rodrigo levantó una mano y le acarició las mejillas con el dedo.
—¿Quieres decir promiscua?
Ella asintió.
—Se acostaba con cualquier hombre que le comprara cosas —aún le dolía recordar la tristeza silenciosa de su padre mientras su esposa se convertía en el centro de los cotilleos del pueblo. Había sido un golpe para su orgullo.
—Dejar que un hombre te haga el amor no significa que seas una promiscua —dijo él con una sonrisa—. Es algo natural y hermoso entre un hombre y una mujer.
—Mi madre lo hacía mucho.
—Vivimos en un mundo muy distinto al que conocieron tus abuelos.
Glory lo miró con solemnidad.
—¿Te gustaría una mujer que se fuera a la cama con cualquiera que se lo pidiera? — preguntó.
—No —contestó él tras una pausa—. Yo crecí en una familia religiosa.
—Yo también —respondió ella—. Al menos, mi padre era religioso.
—Así que no quieres fabricar bebés hasta estar casada —dijo él con una sonrisa. Glory sintió cómo su cuerpo vibraba ante aquellas palabras. Y la reacción fue visible.
Rodrigo se rió, apoyó su peso en un codo y comenzó a desabrocharse los botones de la camisa para quitársela.
—No llegaremos tan lejos —susurró—. Al menos ahora.
Se inclinó para besarla y, mientras lo hacía, rozó con el torso sus pechos desnudos. Glory se estremeció y gimió. Entonces lo acercó tanto a ella que, cuando la besó, fue como si estuvieran fusionados.
Rodrigo no quería que se le fuera de las manos, pero, al primer contacto con su piel, perdió la objetividad. Hacía mucho tiempo que no estaba con una mujer. Ver a Sarina aquella noche y revivir la pérdida le había dejado tan necesitado que había perdido la cabeza. Ardía de deseo mientras compartía la pista de baile con Sarina. Pero incluso entonces, el juego con Glory le había excitado tremendamente. No podía dejar de pensar en el cuerpo de Glory entre sus brazos.
Se había tomado dos o tres cervezas con la esperanza de calmarse y disminuir el deseo. No había funcionado. Finalmente había ido a buscarla porque no había podido evitarlo. En la pista de baile se había dado cuenta de que lo deseaba. Y era cierto. No imaginaba que pudiera ser tan inocente. Y quería respetar esa inocencia. Pero hacía tanto tiempo. Y esa noche, para su vergüenza, estaba demasiado excitado como para preocuparse por algo más allá de su propia satisfacción.
Le separó las piernas con una rodilla para poder colocarse encima en una posición más íntima. Se movió lentamente y notó el poder de su excitación, sintiendo la reacción de Glory ante ello.
—¿Glory? —susurró.
—¿Sí?
—¿Estás segura de que eres virgen?
Glory estaba con el agua al cuello. No quería que parara. Si aquello era lo único que podría tener en toda su vida, sería suficiente.
—No importa —susurró—. Te deseo.
—No tanto como yo a ti, querida.
Le agarró el muslo con la mano y le levantó las caderas para sentirlas contra su erección. Notó cómo el placer se extendía entre los dos, como una droga que corría por las venas. Comenzó a moverse sobre ella mientras devoraba sus labios.
—No es suficiente —dijo con voz rasgada.
—Lo sé.
Deslizó la mano por debajo de su cuerpo, llegó a la goma de las bragas y comenzó a bajárselas.
—Seré bueno contigo —susurró—. Te daré tanto placer que no sentirás el dolor, ni siquiera lo recordarás. Te llevaré hasta el cielo entre mis brazos.
Glory no pudo contestar. Sintió cómo la tocaba donde nadie antes la había tocado. La miró a los ojos mientras la acariciaba para ver su reacción ante aquel ritmo tan íntimo.
—Sí, así —susurró él mientras aumentaba la velocidad—. Voy a hacer que explotes en mil pedazos y voy a ver cómo ocurre. Luego, cuando estés tan excitada que apenas puedas ver, voy a meterme dentro de ti y proporcionarte el placer más dulce con el que jamás hayas soñado Glory gritó a medida que el placer aumentaba en su interior. Cada vez más. Más y más cerca del límite.
Abrió las piernas, ansiosa. Tenía la cabeza echada hacia atrás, de modo que no podía ver nada más que el techo de la habitación. Oía el sonido rítmico y frenético del colchón moviéndose bajo su cuerpo. Entonces sintió el cuerpo de Rodrigo, caliente sobre su piel, penetrándola, y el placer aumentó tanto que no pudo evitar gritar y entregarse a las potentes embestidas.
Le clavó las uñas en la espalda y la voz se le quebró.
—Mírame —dijo él—. ¡Mírame!
Glory abrió los ojos; apenas podía ver del placer que sentía. Sobre ella, la cara de Rodrigo era como una máscara; roja y con los ojos brillantes mientras se acercaba al clímax.
—Ahora —susurró él. Y cerró los ojos—. ¡Ahora!
Glory se estremeció mientras el placer los envolvía a los dos, uniéndolos en una espiral espasmódica tan potente que pensó que iba a morirse.
Sus gemidos fueron amortiguados por la boca de Rodrigo. Reflejaban el movimiento frenético de sus caderas mientras extraía cada gota de placer de su cuerpo.
Glory estaba tumbada boca arriba, desnuda, satisfecha, agotada por los efectos de la pasión. Su cuerpo aún se movía y saboreaba las pequeñas punzadas de placer que provocaba el movimiento.
A su lado, estaba él, tumbado y tranquilo.
—Has sangrado.
Ella tragó saliva. Rodrigo parecía distante.
—¿De verdad?
A medida que la pasión desaparecía, la realidad golpeó a Rodrigo con fuerza. Acababa de
seducir a una empleada, y además era virgen. Su deseo había sido tan potente que no había podido parar. Ahora estaba sobrio y la culpa lo devoraba. Provenían de mundos diferentes. Ella era una asalariada y él provenía de las aristocracias española y danesa. Él era diez años mayor que ella. Ella no tenía formación y él tenía un título. Peor aún, él era muy rico y ella apenas podía permitirse vestir con ropa decente. Y se había aprovechado de ella. No se sentía muy orgulloso de sí mismo.
—Dijiste que no importaba —dijo con frialdad.
Glory sintió un vuelco en el estómago. Había esperado un final feliz, sin embargo él ya había quedado satisfecho y quería asegurarse de que no fuera a acusarlo de acoso. Su primera vez, y había sido con un hombre que sólo quería desahogarse.
Era lo suficientemente adulta para afrontarlo. Por lo menos, la había ayudado a superar la agresión de su adolescencia. Rodrigo eso no lo sabía. No habría comprendido su miedo a los hombres, un miedo que había desaparecido esa noche con la primera caricia. Había sido una revelación.
—Bueno —dijo ella—, si piensas demandarme por acoso, te diré que juraré ante un tribunal que tú te lanzaste y que yo no pude evitarlo.