Capítulo 4
¿El hijo de Consuelo? Glory tuvo que disimular su consternación. El joven era guapo y afable, pero inevitablemente era miembro de una banda. Le preocupaba que Rodrigo pudiera no saberlo. Él era de México, de una zona rural que probablemente no tuviera bandas.
—Esta es Glory —añadió Consuelo.
—Hola —dijo él con una sonrisa—. Encantado de conocerte.
—Lo mismo digo —contestó Glory, y trató de sonreír con normalidad.
—¿Dónde está el jefe? — le preguntó Marco a su madre.
—En el almacén —contestó Consuelo—. Sé amable —añadió con firmeza.
—Siempre lo soy —contestó él—. Le encantaré. ¡Espera y verás!
Le guiñó un ojo a su madre, le dirigió una breve mirada a Glory y salió por la puerta
silbando.
—¿No es guapo? —preguntó Consuelo—. Tiene el mismo aspecto que su padre a su edad. Glory sentía curiosidad por el marido de Consuelo. Nunca lo había mencionado. —¿Su padre aún está vivo? —preguntó con delicadeza.
—Está en prisión —contestó Consuelo—. Dijeron que traficaba con droga en la frontera.
Todo eran mentiras, pero no tenía dinero para un buen abogado, así que acabó en la cárcel. Yo le escribo, pero está en California. Está muy lejos y es caro viajar hasta allí —suspiró—. Es un buen hombre. Dijo que la policía lo confundió con un hombre al que conocía, pero lo arrestaron de todos modos.
Glory sintió compasión, pero no estaba muy convencida. El estado había de tener pruebas consistentes antes de procesar a alguien. Ningún fiscal quería gastar dinero defendiendo un caso que no podía ganar.
—Marco se parece a él —continuó Consuelo mientras lavaba más tarros—. Pero confia demasiado en la gente. Fue arrestado el mes pasado en Houston y acusado de allanamiento. ¡Estúpidos policías! Simplemente se había perdido conduciendo por un vecindario desconocido, y dieron por hecho que estaba implicado en un tiroteo. ¿Te lo puedes imaginar?
Los tiroteos y las guerras de bandas eran algo normal en el mundo de Glory, pero no se atrevió a mencionarlo. En cuanto a que la policía confundiera a un motorista perdido con un hombre armado, era poco probable. Era evidente que Consuelo pensaba que su hijo era el centro del universo. No serviría de nada decir que un chico inocente no llevaría tatuada aquella iconografía pandillera. Parecía obvio que Consuelo no tenía idea de la verdadera naturaleza de su hijo.
—Es muy guapo —dijo Glory, fingiendo inocencia. —Sí —dijo Consuelo—. Como su padre.
Glory había perdido la cuenta de los chicos guapos y musculosos que habían pasado por su despacho de camino a la cárcel. La cultura de aquellos adolescentes parecía glorificar el hecho de cumplir condena, como si fuera un símbolo de estatus para ellos. Recordaba a un trabajador social que se adentró en los sectores pobres de la ciudad para intentar convencer a los pandilleros de dejar la delincuencia y de convertirse en miembros útiles de la sociedad. En otras palabras, renunciar a los miles de dólares que ganaban traficando con drogas a cambio de un trabajo mal pagado en cualquier local de comida rápida.
Alguien que no hubiese visto nunca la pobreza de la que surgían los criminales no tenía idea de lo difícil que era romper el molde. Había perdido la cuenta de la cantidad de madres pobres con maridos ausentes que intentaban criar a múltiples hijos ellas solas con un salario mínimo, a veces también con problemas de salud. Los otros niños tenían que ayudar a cuidar de los más pequeños. Frustrados por sus vidas en casa, cuando les faltaba atención allí, la encontraban en la banda. Había muchas bandas. Muchas eran internacionales. Cada una tenía sus colores, sus tatuajes, sus señales y sus maneras de llevar la ropa para expresar públicamente sus afiliaciones particulares. Casi todos los departamentos de policía tenían al menos un oficial especializado en cultura de bandas. Glory conocía lo básico, porque había tenido que procesar a miembros de bandas por tráfico de drogas, homicidios, robos y otras felonías. Nunca dejaba de sentir rabia ante las condiciones que provocaban el crimen.
Miró a Consuelo.
—¿Marco es tu único hijo? —preguntó de pronto.
Consuelo vaciló un segundo antes de darse la vuelta.
—Sí —contestó, y advirtió la curiosidad de Glory—. Tuve problemas de salud —añadió
apresuradamente.
—Es un joven muy agradable —dijo Glory—. No parece en absoluto malcriado por ser hijo único.
Consuelo se relajó y sonrió.
—No. No está malcriado —dijo, y siguió con el trabajo.
Glory archivó la conversación. No conocía a una sola familia inmigrante que no tuviera menos de tres hijos. Muchos deploraban la anticoncepción. Tal vez fuera cierto que Consuelo tenía problemas de salud. Pero resultaba curioso que tuviera sólo un hijo, y que pareciera tan inteligente y trabajara en algo que no requería mucha formación.
Lo mismo podía aplicarse a Rodrigo sobre la educación. Glory no lo entendía. Parecía la última persona a la que esperaría ver trabajando en una granja. Le preocupaba que les hubiese dado trabajo a hombres como Castillo y Marco. Ninguno de ellos parecía hecho para trabajar en una granja. Parecían muy astutos.
¿Y si Rodrigo fuera el que estaba al otro lado de la ley? La pregunta le sorprendió. Parecía honesto. Pero ella misma recordaba haber procesado al menos a dos personas cuya integridad había sido atestiguada por testigos bastante fiables. Pero los criminales eran adeptos a fingir. A fingir convincentemente. Con demasiada frecuencia, la gente podía ser justo lo contrario de loque parecía.
Tal vez incluso el mismo Rodrigo fuera inmigrante ilegal. El hermanastro de Glory, Jason
Pendleton, era una persona compasiva. Tal vez hubiera sentido pena por Rodrigo y le hubiera dado el trabajo por eso.
¿Y si Rodrigo era inmigrante ilegal y estaba implicado en tráfico de drogas? Sintió una náusea en su interior. ¿Qué haría ella? Su deber sería entregarlo a la policía y asegurarse de que fuera procesado. Ella más que nadie sabía la angustia que los traficantes de droga podían causar a los padres. Conocía también cuál era la fuente del dinero de la droga; hombres de negocios codiciosos que querían ganar una fortuna rápidamente y sin tener que esforzarse. Ellos no veían a las familias a las que arruinaban con los efectos del cristal, de la cocaína o de las anfetaminas. No tenían que enterrar a jóvenes prometedores, ni ver a sus seres queridos sufrir durante la rehabilitación. No tenían que visitar a esos jóvenes en prisión. Sólo les importaba el beneficio. ¿Sería Rodrigo uno de esos hombres de negocios? ¿Podría ser traficante y utilizar la granja como tapadera?
Sintió un vuelco en el corazón. No podía ser cierto. Era amable. Era inteligente y tierno.
No podía estar metido en ese negocio tan terrible. ¿Pero y si lo estaba? ¿Podría vivir consigo misma sabiéndolo y no haciendo nada al respecto? ¿Podría hacer eso?
—¡Vaya, qué cara más larga! —exclamó Consuelo.
Glory dio un respingo y se rió.
—¿Tengo ese aspecto? Lo siento. Estaba pensando en toda esa fruta que nos espera en el almacén.
—¡Y que lo digas! —dijo Consuelo. Siguieron hablando de cosas sin importancia y Glory dejó a un lado sus sospechas.
Aquella noche, Glory se sentó en el columpio del porche a escuchar el sonido de los grillos. Era una noche bochornosa, pero no demasiado cálida. Cerró los ojos y aspiró el olor a jazmín. Hacía mucho tiempo que no se sentaba en un columpio. Intentó no recordar los momentos en los que se sentaba junto a su padre en las largas noches de verano y le hacía preguntas sobre tiempos pasados, cuando él era niño e iba a los rodeos locales. Conocía a todos los jinetes famosos y a veces los invitaba a casa a tomar café y tarta. A su madre no le gustaba eso. Consideraba que esa gente estaba por debajo de su estatus social y se ausentaba deliberadamente cuando iban a casa. Glory seguía sintiendo la tristeza de su padre incluso después de todos esos años…
La malla metálica de la puerta se abrió y Rodrigo salió al porche. Se detuvo para encenderse un puro antes de girarse hacia ella.
—Los mosquitos te comerán viva —le dijo.
Glory ya había matado a dos aquella noche.
—Si están dispuestos a sacrificar sus vidas por chuparme la sangre, allá ellos.
Rodrigo se rió. Se acercó a ella y se detuvo junto a la barandilla para mirar en la distancia.
—Hacía mucho que no tenía tiempo para preocuparme por los mosquitos —musitó—. ¿Te importa? —preguntó señalando el asiento vacío a su lado.
Glory negó con la cabeza y él se sentó a su lado.
—¿Siempre has trabajado en la tierra? —preguntó ella.
—En cierto sentido —respondió él—. Mi padre tenía un rancho cuando yo era pequeño. Me crié entre vaqueros.
—Yo también —dijo ella con una sonrisa—. Mi padre me llevaba a los rodeos y me presentaba a las estrellas. Mi madre odiaba a esa gente. Se lo hacía pasar mal a mi padre cuando los invitaba a casa. Pero era él quien cocinaba, así que ella no se podía quejar.
—¿En qué trabajaba tu madre?
—En nada —contestó ella—. Quería ser la esposa de un hombre rico. Pensaba que mi padre iba a seguir en los rodeos y ganar mucho dinero con los premios, pero se lesionó la espalda y lo dejó. Mi madre se puso furiosa cuando él compró una pequeña granja con sus ahorros.
No mencionó que era ésa la casa en la que habían vivido, ni que la tierra que ahora producía verdura y fruta había producido sólo verdura para su padre.
—¿La gente de tu madre era rica?
—No sé quién era su gente —admitió ella—. Solía preguntármelo. Aunque ya no importa.
—La familia es lo más importante del mundo —dijo él con el ceño fruncido—. Sobre todo los hijos.
—Tú no tienes —contestó ella sin pensar.
—Eso no significa que no lo desee —dijo él apartando la mirada.
—Lo siento. No sé por qué he dicho eso.
Rodrigo siguió fumándose el puro en silencio.
—Estuve a punto de casarme —añadió tras un minuto—. Ella tenía una niña pequeña. Eran mi vida. Las perdí por culpa de otro hombre. Él era el padre biológico de la niña.
Su actitud comenzaba a cobrar sentido.
—Apuesto a que la niña te echa de menos —dijo ella.
—Yo también la echo de menos.
—A veces creo que hay un patrón en la vida. Mi padre solía decir que la gente aparece en tu vida cuando la necesitas. Él estaba seguro de que en la vida todo ocurría como estaba planeado. Decía… —vaciló un instante al recordar la voz de su padre durante el juicio—…que tenemos que aceptar las cosas que no podemos cambiar, y que cuanto más luchemos contra el destino, más doloroso se volverá.
Rodrigo se giró hacia ella y se recostó en el columpio.
—¿Sigue vivo, tu padre?
—No.
—¿Tienes hermanos o hermanas?
—No —contestó con tristeza—. Estoy yo sola.
—¿Y qué hay de tu madre?
—Ella también murió.
—Imagino que no lloraste su muerte.
—Tienes razón. Lo único que ella me dio fue odio. Me culpaba por haberla atrapado en una vida de pobreza en una granja con un hombre que apenas podía deletrear su propio nombre.
—De modo que consideraba que se había casado por debajo de sus posibilidades.
—Sí. Nunca dejó que mi padre olvidara lo mucho que le había arruinado la vida.
—¿Cuál de los dos murió primero?
—Mi padre —contestó Glory, aunque no quería recordarlo—. Ella volvió a casarse poco después del funeral. Su segundo marido tenía dinero. Por fin obtuvo todo lo que siempre había deseado.
—Imagino que tú también saldrías beneficiada.
Glory tomó aliento y cambió el peso de lado.
—El juez consideró que era peligroso para mí, así que, con la mejor de las intenciones, me envió a un hogar de acogida. Entré en una familia que tenía otros cinco hijos adoptivos.
—Yo sé algo sobre hogares de acogida —dijo él, recordando algunas historias horripilantes que había oído contar a camaradas suyos. Cord Romero y su esposa, Maggie, aparecieron en su mente de inmediato.
—Creo que la vida con mi madre quizá hubiese sido más fácil, aunque hubiese sido también más peligrosa —murmuró ella.
—¿Estuviste allí mucho tiempo?
—No demasiado —no se atrevió a decir más. Tal vez Rodrigo hubiera oído hablar a los Pendleton sobre su hermanastra—. ¿Cómo fue tu infancia?
—Eufórica —contestó él—. Viajábamos mucho. Mi padre era... militar —se inventó apresuradamente.
—Yo tenía una amiga cuyo padre también lo era. Viajaban mucho por todo el mundo. Decía que era una experiencia.
—Sí. Uno aprende mucho de otras culturas, otras formas de vida. Hay muchos problemas políticos que surgen por malentendidos culturales.
—Sí, lo sé —contestó ella riéndose—. Teníamos a un hombre en uno de los despachos en que trabajé que era de Oriente Medio. Le gustaba juntarse mucho a las personas cuando hablaba con ellas. Otro compañero de la oficina era un maniático del espacio personal. Un día se cayó por una ventana mientras intentaba evitar que sus compañeros se acercaran demasiado a él. Por suerte era un primer piso —concluyó riéndose.
—Yo he visto cosas similares —dijo él—. Menuda mezcla de personas somos en este país — murmuró—. Hay muchas tradiciones, muchos idiomas, muchas creencias dispares.
—Las cosas eran diferentes cuando yo era pequeña.
—Sí. Para mí también. Inmersos en nuestras culturas personales, es difícil ver o entender puntos de vista diferentes, ¿verdad?
—Sí —convino ella.
Rodrigo balanceó el columpio suavemente.
—Consuelo y tú estáis trabajando mucho con esta última remesa de fruta —señaló—. Si necesitáis ayuda, decídmelo. Puedo contratar a más empleados para que os ayuden. Ya le he pedido permiso a Jason.
—Oh, no te preocupes —dijo ella con una sonrisa—. Consuelo me cae bien. Es una persona muy interesante.
—Lo es —convino él.
Su tono era agradable, pero había algo desconcertante en el modo de decirlo. Se preguntó por un instante si él también tendría sospechas sobre su cocinera.
—¿Qué opinas de Marco? —preguntó él de pronto.
Glory tenía que ser cuidadosa al contestar a esa pregunta.
—Parece muy amable —dijo—. Consuelo lo adora.
—Sí.
—Dijo que su padre estaba en la cárcel.
—Sí —repitió él—. Cadena perpetúa.
—¿Por tráfico de drogas? —Preguntó ella con incredulidad, porque sabía lo difícil que era encerrar a un traficante de por vida sin cargos adicionales.
—¿Es eso lo que te contó? —preguntó Rodrigo.
Glory se aclaró la garganta con la esperanza de no haberse delatado.
—Sí. Dijo que lo habían confundido con otro hombre.
—Ah —dijo él antes de dar otra calada al puro.
—¿Ah? —repitió ella.
—Llevaba un barco con unos doscientos kilos de cocaína —explicó él—. Estaba tan seguro de que podría sobornar a la gente adecuada que ni siquiera se molestó en ocultar el producto. La guardia costera lo atrapó cuando se dirigía a Houston.
—¿En un barco?
Rodrigo se rió.
—Tienen aviones y helicópteros, ambos con pistolas automáticas. Lo alcanzaron por el aire y le dijeron que parara o que aprendiera a nadar muy deprisa. Se rindió.
—¡Dios santo! No sabía que la guardia costera trabajara en casos de tráfico de drogas — dijo ella con fingida ignorancia.
—Pues así es.
—Pero el producto llega al país de todos modos —comentó ella tristemente.
—La oferta y la demanda rigen en el mercado. Mientras haya demanda, habrá oferta.
—Supongo.
Rodrigo volvió a balancear el columpio. Estaba muy a gusto con ella allí, pero habría preferido estar con Sarina y con Bernadette. Se sentía solo. Nunca se había considerado un hombre de familia, pero tres años cuidando a otras dos personas le habían hecho cambiar de opinión. Incluso había pensado en tener hijos. Sueños que ya eran historia.
—¿Es esto lo que planeaste hacer con tu vida? —preguntó ella de pronto—. Me refiero a llevar una granja agrícola.
—Hubo un tiempo en que quería ser piloto comercial. Tengo licencia de piloto, aunque apenas la utilizo. Volar es caro —añadió apresuradamente, por si acaso ella tenía idea de lo que costaban los aviones privados.
Glory pensó en seguir indagando. Era un hombre muy reservado, y tenía la sensación de que le había molestado su pregunta.
—Yo quería ser bailarina de ballet cuando era pequeña —dijo ella—. Incluso tomé clases.
—Debió de ser una pérdida dolorosa —dijo él.
—Sí. Nunca me libraré de la cojera a no ser que encuentren la manera de rehacer el músculo y el hueso —se rió amargamente—. Me gusta ver el ballet en la tele —añadió—. Y probablemente habría quedado en ridículo si hubiese intentado hacer algo serio. Yo soy algo patosa. En el primer recital en el que participé, teníamos que darnos la mano y bailar alrededor del foso de la orquesta. Me caí encima de un hombre muy grande que tocaba la tuba. El público pensó que formaba parte del espectáculo. Mi madre se levantó y salió del auditorio. No volvió a ningún otro recital. Pensaba que lo había hecho deliberadamente para avergonzarla.
—Una personalidad auténticamente paranoica —comentó él.
—Sí, así era ella. ¿Cómo lo sabías?
—Conocí a un hombre que era igual. Pensaba que la gente lo seguía todo el tiempo. Estaba seguro de que la CÍA le había pinchado el teléfono. Llevaba siempre un segundo juego de ropa bajo los trajes, para poder esconderse en un lavabo y cambiarse para despistar a sus perseguidores.
—¡Dios mío! —exclamó ella—. ¿Y no lo encerraron?
—No podían —contestó riéndose—. Por aquel entonces encabezaba una agencia federal muy peligrosa.
—¿Y cómo sabes tú todo eso? —preguntó ella.
Rodrigo vaciló un instante. Estaba actuando sin cuidado. Se suponía que era un granjero sin educación.
—Un primo mío jugaba al fútbol semiprofesional con un primo suyo —contestó finalmente.
—Menudo cotilleo —dijo ella—. Habrías ganado una fortuna si hubieses vendido la exclusiva a la prensa.
Y habría acabado en una lista de objetivos, pensó en silencio. Aquel hombre había sido un enemigo muy peligroso. Rodrigo había aceptado trabajar en México para evitar estar cerca de él hasta que se retirase. Tener nacionalidad estadounidense y mexicana le había sido muy útil. Y más ahora, que habían puesto precio a su cabeza en casi todos los países del mundo. Miró a Glory y se preguntó qué pensaría de él si supiera la verdad sobre su pasado.
—¿Tenías mascotas cuando eras pequeño? —preguntó tras un minuto, buscando algo que decir.
—Sí —contestó él—. Tenía un loro que hablaba danés.
—Qué extraño.
No tanto, porque su padre era danés. Pero no se lo explicó.
—¿Y tú? ¿Tenías más mascotas aparte del pobre gato?
—No. Siempre quise un perro, pero nunca ocurrió.
—Pero ahora podrías tener uno, ¿verdad?
Podría, pero, con su trabajo, tenía que estar disponible a cualquier hora. No le parecía justo para un perro tener que compartir su vida caótica. Comparado con lo que hacía habitualmente, trabajar en la granja era como estar de vacaciones. Había ido a aparcamientos desiertos para encontrarse con informadores, con la policía esperando fuera para protegerla. Se había subido en limusinas con jefes de bandas. Había hecho muchas cosas peligrosas por su trabajo, y se había creado enemigos. Enemigos como Fuentes. Si tuviera una mascota, esa mascota también acabaría siendo un blanco, al igual que cualquier novio o amigo cercano. La gente a la que procesaba no dudaría en hacer cualquier cosa para hacerle daño, incluso herir a un animal.
—Tengo un apartamento muy pequeño —dijo finalmente—. Y en mi último empleo trabajaba para una agencia y trabajaba muchas horas.
Al igual que él, cuando no fingía que administraba una granja agrícola. Había pensado en aceptar un trabajo al otro lado del Atlántico en vez de aquella misión de incógnito, pero entonces pensaba que Sarina y Bernadette estarían viviendo en Jacobsville y que podría verlas de vez en cuando. Viéndolo con perspectiva, había sido una idea estúpida. Bernadette podría haberlo desenmascarado sin darse cuenta. No había pensado con claridad después de que Sarina y Colby Lane renovaran sus votos matrimoniales en aquella pequeña ceremonia. Se le había roto el corazón.
—Aquí también trabajaremos muchas horas —dijo de pronto.
—¿Te refieres a la fruta? —preguntó ella.
Rodrigo dio una última calada al puro y lo lanzó a la arena del jardín.
—No. Me refiero a que yo estaré mucho tiempo fuera. Tengo nuevos contactos con los que he de reunirme. Puede que algunos vengan a supervisar el trabajo antes de firmar con nosotros.
—Ésta es una granja muy buena —dijo ella—. Sé que es difícil cultivar frutas y verduras, porque yo lo he intentado —se carcajeó—. Mis tomates se quemaron con la sequía y planté cosas en la temporada equivocada. Es un trabajo duro.
—Es duro, pero me gusta. También es relajante.
—¿Relajante? —preguntó ella extrañada—. ¡Es agotador!
—Para mí no —contestó él riéndose—. Yo superviso. No recolecto ni siembro.
—Tienes un buen equipo que se encarga de eso —convino ella—. ¿Marco va a trabajar aquí?
—Sí —contestó él tras una pausa—. Durante un tiempo.
—Consuelo estará encantada.
Rodrigo se inclinó hacia ella bajo la suave luz que se filtraba a través de las ventanas de la casa.
—Puede que de vez en cuando traiga a algún amigo consigo. Si lo hace, mantente alejada de su camino. No camines sola, ni siquiera a la luz del día.
Glory se quedó mirándolo y fingiendo sorpresa.
—¿Es peligroso?
—Todos los hombres son peligrosos, dadas las circunstancias apropiadas —dijo él—. No hagas preguntas. Simplemente haz lo que te digo.
Lo saludó como en el ejército y él se carcajeó.
—Para ser una mujer con una infancia traumática, te enfrentas a ello bastante bien.
—Enfrentarse a ello no es una opción —respondió ella—. No podemos vivir en el pasado.
—Lo sé —dijo él, y pareció conmovido. Glory quiso decir algo reconfortante, pero no se le ocurrió nada. En cualquier caso, era demasiado tarde. Rodrigo se puso en pie con aquella elegancia perezosa que formaba parte de él.
—Mañana tengo que levantarme temprano —dijo—. Recuerda, si Consuelo y tú necesitáis ayuda en la cocina, podemos contratar a más gente.
—Gracias —dijo ella—. Pero nos las arreglamos bien.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
Glory vio cómo entraba, consciente del aroma de su colonia, de su cuerpo y de su ropa. Iba inmaculado. Desde luego no olía a un hombre que trabajara con las manos.
Ella se levantó del columpio y caminó lentamente hacia la puerta. Estaba cansada. Había sido un día muy largo.
Antes del amanecer, Glory se despertó de golpe. No sabía por qué. Era un sonido, una mezcla de sonidos; sonidos humanos e insistentes.
Se quedó tumbada mirando al techo. Había un hombre discutiendo con alguien. Gritando. No reconoció la voz, pero no era Rodrigo. Se mordió el labio inferior. No le gustaban los gritos.
Al cabo de un minuto se oyó la puerta de un coche y un motor que se ponía en marcha. Oyó cómo el coche se alejaba a toda velocidad. Tendría que preguntarle a Consuelo qué pasaba. Parecía que se trataba de una pelea seria.