21
A finales de 1948, de repente todo empezó a moverse. Gottfried se convirtió en ciudadano británico, y también yo. No hay manera de exagerar lo que sentí al perder mi nacionalidad británica por casarme, y al tener que solicitarla de nuevo. Es algo más profundo que las palabras, o las lágrimas o… ¿qué? Estos procesos discurren lejos de la visión y de la comprensión. Ante mi pasaporte británico sentí una emoción que el patriota más ingenuo aplaudiría. Desde entonces la ley ha cambiado. Habían empezado los trámites del divorcio. Dado que Gottfried era muy conocido dentro del ámbito de la abogacía, fue una pura formalidad, y discurrieron con rapidez, a pesar de que los tribunales estaban atascados por los divorcios durante la guerra. Yo le había abandonado o él a mí, lo he olvidado, pero seguimos viviendo juntos durante todo el proceso. Nada podía ser más amistoso. Yo tendría la custodia del niño hasta que cumpliera los quince años, y a partir de entonces recaería en Gottfried; padre y madre tendrían acceso, y Gottfried pagaría una suma mensual para el mantenimiento: fue él quien insistió sobre este particular, por alguna razón legal. Los dos dábamos por supuesto que, puesto que viviríamos en la misma ciudad, Londres, y los dos tendríamos ingresos, el dinero no sería un problema. Aún me gustan los acuerdos de aquel divorcio. En aquellos tiempos se daba por supuesto en círculos progresistas que la buena voluntad debía gobernar los divorcios, que en cualquier caso sólo eran una formalidad requerida por la ley, que —por descontado— es torpe. Cuando hoy veo las condiciones tan avariciosas o vengativas que muy a menudo reclaman las feministas, siempre en nombre del progreso, pienso que nuestra generación era más agradable.
Mientras, ninguno de los dos tenía más que el dinero justo para pagar los pasajes a Inglaterra. Gottfried había creado un buen y próspero bufete legal literalmente a partir de la nada, pero jamás había recibido ni una palabra amable como recompensa. Yo había ganado algún dinerito con mis relatos y con mi paga de mecanógrafa parlamentaria.
Un editor de Johannesburgo había comprado Canta la hierba. Cuando Juliet O’Hea de Curtís Brown, en Londres, vio el contrato, montó en cólera, dijo que se debería denunciar al editor por delincuente, y le mandó un telegrama a tal efecto. Para empezar, el editor recibiría el cincuenta por ciento de los derechos de autor. Él lo justificaba diciendo que el libro era arriesgado y necesitaba una compensación. Mientras tanto, no hacía ninguna tentativa de publicación, y renunció al recibir el telegrama. Nunca se había mencionado la cuestión de un anticipo. Juliet vendió el libro a Michael Joseph casi inmediatamente.
Yo iría primero a Londres y, cuando llegara Gottfried, él conseguiría un buen trabajo y me ayudaría en el sustento.
Aún no resultaba fácil conseguir una litera en un barco, desde luego no desde Rhodesia.
Un amigo de Gottfried vino a visitarnos desde Johannesburgo, en varias ocasiones. Era rico. Nos aconsejó dejar aquella casita, para ahorrarnos el alquiler, y que yo viviera en su casa, hasta que pudiéramos conseguir una litera en un barco. Gottfried viviría en casa de amigos. Así se hizo. Finalmente abandoné Salisbury, Adiós, adiós. Por fin me iba… y me encontré en Johannesburgo, en una gran casa del mismo barrio residencial donde había vivido en 1937: perros guardianes, ventanas con rejas, guardias de noche, riqueza. Pero éstos eran comunistas, en la ocasión anterior se trataba de la Cámara Minera. Ninguna diferencia en el estilo de vida.
Los nacionalistas estaban en el poder, y algunos antiguos comunistas sentían pánico, enterraban libros y celebraban en secreto sus encuentros. El ambiente era totalmente distinto de la exuberante confianza de sólo dos años antes.
Un día escribiré un libro titulado, Gente rica a la que he conocido. La familia con la que entonces vivía ocuparía un lugar estelar. Él, el marido, organizaba un cisco por unos peniques de más en una libra de tomates, mientras la esposa intentaba reír. Él insistía en que el coche recorriera kilómetros para ir a comprar verduras en un mercado donde eran un poco más baratas. Ella era una cockney, del Unity Theatre de Londres, famoso por sus espectáculos políticos y sus obras de izquierdas cuando la Guerra Fría estaba en su apogeo. Salieron muchos famosos actores y actrices del Unity Theatre, que más adelante perdieron brillo, porque a finales de los años cincuenta y sesenta, el socialismo se puso nuevamente de moda y el Unity Theatre no estaba solo. No se puede retratar a alguien como una cockney. Este tipo de chica bonita, impertinente y lista, ¿dónde está? Antes estaba en libros y obras teatrales (Pigmalión, para empezar) y se la reconocía en cuanto abría la boca. Si existe, ya no se la considera representativa. Aquella muchacha cockney, en aquella casa, ahora una mujer rica, enloquecía de tedio, exactamente como la mujer de la casa de al lado. También estaba algo loca de celos, de mí. La oía —era inevitable— telefonear a sus amigas con palabras repetidas, a gritos, «Y ella está aquí, en esta casa». Lentamente caí en la cuenta de que se refería a mí. Ni se me había pasado por la cabeza enamorarme de su marido. Para empezar, estaba llena de ansiedad. ¿Estaba él enamorado de mí? De ser así, sólo se podía hablar de la más tenue tendresse. Portazos, aullidos telefónicos, marido y mujer que se gritaban mutuamente. Dije que me iba de inmediato, ellos dijeron que era una tontería, tenía que quedarme, pero siguieron chillando. Aún no había noticias del barco que llegaría a Ciudad del Cabo. Reservé literas en el tren que iba al sur, pero antes de abandonar la más desagradable de las ciudades, se produjeron dos acontecimientos. El primero tuvo lugar cuando un estudiante de medicina me llevó un sábado por la noche a una clínica que dispensaba tratamiento médico gratuito en un barrio negro. Los viernes y sábados por la noche, aquella sala inmensa, desnuda y mal iluminada se llenaba de víctimas de peleas con cuchillo. Me senté en un taburete en un rincón y contemplé durante horas cómo negros borrachos entraban tambaleantes, o en camilla, rajados por cuchillos y pangas, y desangrándose. Eran luchas tribales. Algunas heridas eran terribles. Un par de hombres murieron. Cuarenta años más tarde conocí a un joven médico blanco de Johannesburgo que me dijo que se había pasado los fines de semana en una clínica para negros, que llegaban con heridas de cuchillo, borrachos o, más a menudo, enloquecidos por drogas. Nada había cambiado, excepto que ahora eran las drogas también, entonces sólo el alcohol.
Lo otro que recuerdo es una comida en mi honor… pero de todo aquello sólo recuerdo que en la mesa estaban los literatos y políticos de la izquierda que tenían renombre en aquella época. Uys Krige, el poeta, estaba allí, y también los directores de revistas que habían publicado mis narraciones. También estaba Solly Sachs, la sindicalista, y un par más de sindicalistas.
Durante un breve periodo, en Sudáfrica —los nacionalistas acabaron con ello— había sindicalistas que unían a los trabajadores blancos pobres, los trabajadores indios y los trabajadores mulatos, para mejorar las condiciones. Imposible… pensarías, pero fue la personalidad de aquellos hombres la que lo consiguió. ¿De qué hablamos durante el almuerzo? Estoy segura de que todos hablamos, todo el rato, de la llegada al poder de los nacionalistas y de lo que significaría para Sudáfrica, así como de la llegada al poder de los comunistas en China.
Más tarde, en Inglaterra, recibí una carta de uno de los sindicalistas que decía más o menos: «¡Camarada! Me he pasado la vida al servicio de la humanidad necesitada, mejorando las vidas de los parias de la tierra. Mis ojos constantemente se dirigen a los gloriosos horizontes hacia los que marcha toda la humanidad. Puedo afirmar que nunca me doy tregua, todo cuanto hago o pienso es a favor del bien de todos y…». Seguía así a lo largo de unas dieciséis páginas, y sólo al final comprendí que me proponía vivir juntos, o, por lo menos, acostarnos juntos. Me sorprendió porque ni siquiera me había sentado a su lado durante el almuerzo. Más tarde, no obstante, acumulé casi una colección de cartas similares: era el espíritu de la época. Un estilo, sin embargo, apropiado sólo para ciertas naciones: es difícil imaginarse a los anglosajones dedicándose a esto. Dos polacos, dos yugoslavos, dos afrikaners y un revolucionario de Chile; pero apenas había diferencia entre sus cartas.
En caso de que se inicie de nuevo el ciclo, he aquí un consejo útil para las mujeres. Ni se os ocurra responder algo tan burdo como: «Ah, te gusto, ¿no? Muy bien, nos vemos y a ver qué pasa». No, lo que hay que hacer es escribir por lo menos un número equivalente de páginas rebosantes de parecida sensiblería, y acabar diciendo: «Siempre estaremos juntos en la lucha».
Este consejo resultará útil en otra situación parecida. Recibís una carta muy larga (quienes las escriben siempre tienen todo el tiempo del mundo) de esta guisa: «Las perspectivas cósmicas de eternidad me atraen hacia ti y siento que debemos conocernos y compartir nuestras ideas sobre…». La respuesta debería ser: «Tú y yo siempre estaremos juntos en un plano superior, ¿qué necesidad hay de un encuentro de carne y hueso?».
Encontré la casa de huéspedes más barata de Ciudad del Cabo. La describí en En busca de un inglés —biografía escrita de forma cómica, y ¿por qué no?— pero la verdad es que fue una época desalentadora, que parecía no tener fin. El barco daba vueltas alrededor de la costa. El agente decía Sí y después No. Esperaba un soborno, pero esto nunca se me pasó por la cabeza. Seis semanas fueron el alto precio que tuve que pagar por la honradez. La casa de huéspedes, una construcción de madera, parecía ocupar un acre, y estaba abarrotada, no sólo con gente del campo, parientes de la mujer holandesa que la regentaba, y que utilizaban el lugar como una extensión de sus propios hogares, sino también de novias de guerra inglesas. Había dos parejas destinadas al Gran Desastre del Cacahuete en África Oriental. Uno de los jóvenes maridos moriría un año más tarde de malaria. (Éste fue el plan que costó millones de libras y fracasó de inmediato, y dejó muestras de la tecnología agrícola más avanzada oxidándose en los límites de campos, que rápidamente se llenaron de malas hierbas y árboles jóvenes. Por lo visto, nadie se preocupó de pedir consejo a los naturales del lugar). Mientras tanto, los cuatro se hallaban rebosantes de idealismo. Las novias de guerra inglesas eran valientes y ansiosas. Algunas habían esperado años para conseguir un lugar en el barco, y ahora tenían que reunirse con los maridos o prometidos a quienes habían visto por última vez en el febril tiempo de guerra en Gran Bretaña. Algunas tenían niños de corta edad. Dos veces durante aquellas seis semanas llegaron mujeres de los barcos, mientras otras emprendían interminables trayectos en tren hacia Rhodesia del Norte, Rhodesia del Sur y Nyasaland. Sólo entonces comprendí lo muy afortunada que había sido por haber crecido en África y no en los condados patrios. Aquellas mujeres me parecían ignorantes, ingenuas, insulares. Me sentía protectora, como si se tratara de niñas. Pero lo más importante fue esto: lo que ellas sabían, lo que habían hecho, estaba determinado por su clase. Incluso aquí, en este lugar, que hubiera sido una buena excusa para confraternizar, las damas de los oficiales y las mujeres de otros rangos estaban separadas, igual que en Kipling. Las mujeres de clase media, y una o dos de clase alta, se sentaban en un apretado grupito defensivo a un lado de la terraza, bajando un poco el tono de sus agudas voces mandonas cuando hacían comentarios poco amables sobre los hijos de clases más bajas. La gente las observaba preguntándose —no por primera ni última vez enfrentados a este fenómeno— qué concepto tenían de sí mismas, que les permitía ser tan arrogantes. Ninguna de ellas hubiera podido mantener una conversación durante cinco minutos con hombres de la clase obrera o de la clase media baja (perdón, pero esto es Gran Bretaña) que eran productos de lo que ahora es —¡ay!— una cultura muerta, asesinada por la televisión; las facultades de trabajadores, los centros de estudio socialistas, liberales, comunistas y pacifistas, las escuelas de verano, las escuelas nocturnas, los grupos literarios, que habían asistido a conferencias y cursos en Salisbury y Bulawayo. Porque habrían perdonado la vida a aquellos hombres. Yo miraba y me prometía: «No seré así, no seré así»… lo que quería decir que no me permitiría jugar a este juego de las clases. Al cabo de un par de años me encontré metida de lleno en ello. Al cabo de un par de años escribí una reseña de libros para la John O’London Weekly, donde inocentemente comenté que Inglaterra estaba tan condicionada por castas como la India, y me vi inundada de cartas que replicaban que no existía el sistema de clases en Inglaterra, cartas todas ellas escritas por gente de clase media. Al cabo de un par de años me encontraré en un juzgado londinense durante la época de la gran huelga Ford, contemplando a un patán de juez mofándose y burlándose de uno de los líderes de la huelga por su acento y su gramática, humillándolo deliberadamente. Mientras escribo esto, sarcásticas bromas sobre nuestro actual primer ministro, que es de clase obrera, y su esposa, y sus gustos lingüísticos, animan nuestros periódicos. Sí, sí, no somos el único país con gente esnob, pero ¿qué otro país podría inventar ese penoso jueguecito de «tiene clase/no tiene clase» y encontrarlo divertido? ¿Encontrarlo divertido durante años? Pobre Inglaterra. Pero de nada sirve lamentarse, aparentemente no se puede hacer nada.
Las semanas que pasé en aquella casa de huéspedes me enseñaron cuan limitada estaría, con tan poco dinero y un niño pequeño. Me encontraba en la espectacular, bella y —según había podido comprobar— «bohemia» Ciudad del Cabo, pero sólo con dificultad encontré el tiempo suficiente para salir de la casa de huéspedes y hacer cola en la oficina de embarcación. Desde que había nacido el niño, mi marido había sido un buen padre, había contado con amigos que competían por el placer de cuidar del niño, y mi madre se había quejado de que no le pedíamos suficiente ayuda. También había tenido un criado. Ahora estaba sola. Pero nunca, ni entonces ni más tarde, consideré que había cometido un error. Supongo que es una cuestión de carácter. Siempre me ha parecido tonto decir: Ah, ¿por qué hice esto? Pero nunca llevé la vida de aventuras con la que había soñado, explorando la África salvaje o el desierto de Gobi; nunca recorrí el Mediterráneo, ni disfruté de la vida de café en París. Todo estaba determinado por el hecho de que tenía un niño pequeño. Intenté ganarme la vida escribiendo y lo hice, pero viví en situación precaria durante un tiempo: tuvieron que pasar diez años de mi llegada a Londres para que ganara el equivalente al sueldo de un obrero medio. Nunca se me ocurrió lamentarlo, porque toda la gente a la que conocía era pobre. Hoy los escritores jóvenes hablan primero de anticipos y seguridad, pero nosotros pensábamos de forma distinta, quizás debido a la guerra. Queríamos escribir, triunfar según nuestras posibilidades, mantener nuestra independencia y nuestra vida privada. Ningún escritor puede hacerlo hoy, porque nuestra personalidad, nuestra historia, nuestra vida, pertenecen a la maquinaria de la publicidad.
Me costó tiempo, mucho tiempo, darme cuenta de algo obvio. El niño —mi cruz, mi «carga», así veía la gente mi situación— fue lo que me salvó. (Ésta fue la razón por la que tanto me gustó la primera novela de Margaret Drabble, The Millstone). Si yo hubiera llegado a Londres sola, habría sucedido lo siguiente: el Soho era entonces un lugar atractivo, por no decir seductor; pronto me habría abierto paso allí; por tercera vez en mi vida habría sido la chica recién llegada. Pero este particular mundo no era justo con las mujeres. Se tragaba a las muchachas como chocolatinas… o como ginebras con tónica. En el libro de Daniel Farson, Soho in the Fifties, las mujeres apenas si aparecen. Las fotografías de Nina Hammett —en el pasado una bella y seria artista— que nos la presentan vieja, ebria, incontinente, como una pordiosera que pide que la inviten a un trago o le den una limosna, son reveladoras. A principios de los años sesenta, Elizabeth Smart, que aparece en el libro de Daniel Farson como una habitual del Soho, almorzó conmigo. Bebió y lloró y lloró y bebió desde el mediodía hasta las siete de la tarde, y se mostró muy aguda respecto a su vida y las vidas de las mujeres. ¡No la escogería para hacer publicidad sobre la joie de vivre del Soho! De los habituales del Soho sólo Francis Bacon prosperó. El propio Daniel Farson se fue de allí. Había una constelación de gente dotada, pero la mayoría bebía y malgastaba su talento: se puede perder el mundo por los chismes. (Se ha perdido por mucho menos). El actual equivalente, el Groucho Club, una bohemia edulcorada, también devora el talento, pero la conversación en los antiguos clubes era mejor. Existía la atracción del Mandrake, el Gargoyle, el French Pub, el Colony. En una ocasión el escritor John Somerfield me llevó a todos estos lugares, porque él decía que yo tenía que conocer cómo vivía la otra mitad. Me parecieron asquerosos, pero entendí lo atractivo que podía ser aquel ambiente. Todos eran unos excéntricos y tarados, raros y originales, y habían creado un mundo en el que sentirse a gusto. Es decir, pura bohemia. Igual que nosotros en Salisbury, Rhodesia del Sur. ¿Cómo no iba a comprender yo a la gente que se perdía allí? Yo también me habría perdido, estoy segura. Me resulta muy fácil imaginarme bebiendo en exceso una vez más, como no lo había hecho desde 1942 con el final de mi primer matrimonio. Y luego me habría enamorado de uno de aquellos poetas y pintores. No porque resultaran espectaculares, sino porque eran almas en pena. Irresistibles. Pero no eran hombres para enamorarse de ellos. Sólo si se tenía la facultad del sufrimiento. Lo crean o no, yo aún no había comprendido que estaba cualificada para las lágrimas. Sí, el Soho me podía haber admitido, pero me salvó el hecho de que tenía una responsabilidad, el niño. Era una dura responsabilidad. Era un niño de muy buen carácter y muy sociable, pero no era un dormilón. Se despertaba a las cinco y se dormía a las nueve o a las diez de la noche, y nunca dormía durante el día. Y así hasta los nueve o diez años. Con lo cual yo también me despertaba a las cinco. En aquellos tiempos las madres consideraban obvio que había que levantarse con sus hijos, pero hoy las mujeres pueden dejarlos a su propio albur hasta que ellas quieren levantarse. A veces durante horas. «Es mi derecho». Autre temps, verdaderamente autres tnéres.
Peter disfrutaba —durante dieciocho horas al día— de aquella gran casa de huéspedes, como una reunión de gigantescas cajas de embalaje, y del inmenso jardín lleno de frutales y también de todos los otros niños. Por lo que se refiere a mí, miraba y esperaba. Me he pasado gran parte de mi vida esperando. Es propio de mujeres, más que de hombres. Se habla de la famosa pasividad de las mujeres, pero a menudo no es más que un mecanismo de protección. Quizás también lo sea el mirar hacia delante y hacer planes, que no se basan más que en ilusiones. Yo no esperaba que me resultara fácil en Londres, pero creía que tendría el apoyo de Gottfried, un padre para el niño, y mi buen amigo. Yo no esperaba educar sola al niño, que es lo que sucedió. De haberlo sabido, me habría sentido, cuando menos, inquieta. Pero no estaba en absoluto asustada, allí en aquella terraza, contemplando a los niños mientras jugaban entre venerables frutales. Eran hijos de la guerra, pero las conversaciones sobre las trincheras no planearían sobre sus infancias. Me sentaba día tras día, contemplando a los niños, y escuchando a las novias de guerra instaladas al otro extremo de la terraza conversando sobre su futuro en África, y comparaba sus expectativas con lo que yo sabía que se encontrarían. Y me preguntaba cómo le iba a Gottfried con sus planes para vivir en Londres. ¿Había recibido noticias de sus posibles patronos, a los que había escrito, mencionando a los previos y distinguidos Lessing que ya habían vivido y trabajado en Londres?
He aquí lo que realmente sucedió con Gottfried Lessing.
Poco después de mi llegada a Londres, llegó él. Dorothy Schwartz había decidido probar suerte en Londres. Tenía un piso y Gottfried ocupaba una de sus habitaciones. Él confiaba en que la peor época de su vida había pasado y en que inmediatamente conseguiría un trabajo en Londres. No había respuesta a sus solicitudes. Se entretenía trabajando para la Sociedad de Relaciones Culturales con la URSS, y esperaba. Difícil imaginar una época en que fuera más difícil para un alemán y un comunista encontrar trabajo en una firma respetable. Lo jocoso es que, diez años más tarde, nada habría resultado más chic que emplear a un alemán, incluso a un rojo, porque el comunismo volvió a estar de moda, y una vez más, al bajar la presión, la gente se proclamaba comunista… porque era estimulante, divertido mofarse de mamá y papá. La gente así nunca solicitaba el carnet del Partido. Muchos comunistas no tenían ni idea de qué significaba el comunismo. Recuerdo un almuerzo con un destacado realizador de cine que proclamaba las virtudes del comunismo y de la Unión Soviética, se decía comunista, y me preguntó si era cierto que un comunista tenía que ser ateo. Cuando le dije que existía una cosa llamada materialismo dialéctico, me dijo que él pensaba que la gente no debería preocuparse por su bienestar material. Este tipo de ignorancia era típica de los que adoptaban la moda del comunismo.
Gottfried se desanimó, se deprimió. Contrajo ictericia, no podía trabajar. Durante todo el tiempo nuestras relaciones fueron excelentes. Vio mucho a su hijo, en particular cuando, recién llegada, me rompí el omóplato. Consiguió un visado para visitar a su hermana y a su marido —«el eterno estudiante»— que trabajaban en el Kulturbund del Berlín comunista. De vuelta se mostró extasiado, había renacido todo su optimismo. Dijo que se iba a vivir allí, y quería que yo le acompañara. Esto me horrorizó: nunca, ni una sola vez, habíamos hablado de seguir casados o vivir juntos. Dijo: «Viven muy bien allí. Tienen pisos y coches y chóferes». También se rió de su obsesión por la seguridad. «Están locos», dijo, «creen que hay espías bajo las camas, y no me dejaron hablar en el coche porque el chófer podía oírlo». Cuando les comentó que aquello era ridículo, le dijeron que había pasado demasiado tiempo en Occidente para comprenderlo.
Solicitó entonces oficialmente al gobierno de la Alemania Oriental que le permitieran volver como ciudadano. No hubo respuesta. Volvió a solicitarlo. Silencio. Él no podía comprenderlo. «Claro, tienen tantos problemas, hay que tener en cuenta estos factores».
Entra entonces en escena Moidi Jokl, quien ejerció un efecto bastante sorprendente en mi vida, en distintos aspectos, pero me limitaré aquí a su influencia en la de Gottfried. Era muy conocida en Viena antes de la guerra. Una mujer muy joven —una muchacha— que había creado una programa de radio insólito por aquel entonces. Hablaba, cantaba, bromeaba, decía tonterías, se mostraba tan seductora que consiguió una gran audiencia: hacían buena pareja aquella novedad, la radio, y su carácter. Naturalmente, era comunista. Amiga de los comunistas alemanes, que entonces vivían a salto de mata, escondidos, en peligro, o en la Unión Soviética, los «muertos licenciados» que pasaron a constituir el gobierno de la Alemania del Este. Se fue a vivir a la Alemania del Este. Luego llegó la purga de Stalin contra los judíos en toda la Unión Soviética y los países comunistas satélites, la época que ellos denominaban «Los Años Negros». La expulsaron de la Alemania del Este junto con otros muchos judíos. El joven policía que la acompañó hasta la frontera lloraba y decía: «Si expulsan a personas como usted, hay algo que va muy mal». Quizás él fuera de los que bailaron cuando cayó el Muro treinta años más tarde. Ahora ella era una de las primeras refugiadas del comunismo, en Londres, pero había refugiados de todas partes. Vivían como podían, sólo Dios sabe cómo se mantenían vivos; en ocasiones vivían diez o más en una habitación, o dormían en sofás en pisos de amigos, trasladándose cuando ya no eran bienvenidos, y se ganaban la vida traduciendo, trabajando en la confección, peluquería, cualquier cosa que pudieran encontrar. Todas las ciudades de Europa estaban llenas de gente como Moidi. Cuando le hablé de Gottfried, que esperaba una respuesta oficial a su solicitud oficial, se echó a reír, y dijo que parecía como si él no tuviera ni idea del mundo comunista. Tenía que irse a Berlín con un visado temporal y entonces tirar de los hilos. ¿Tenía parientes en altas instancias? Pasé esta información a Gottfried. Se mostró lleno de frío y despreciativo enfado: ser pobre, sin un verdadero trabajo, temeroso e incierto, le había hecho aún más comunista, y más estrecho de miras, suspicaz, paranoico. Dijo que no le interesaba oír propaganda antisoviética: ésta era la frase que se utilizaba entonces para la más leve crítica del comunismo. Siguió esperando. Moidi dijo: «Si nos conociéramos le contaría cómo es verdaderamente el comunismo». Al principio, él se negó, pero el tiempo pasaba y él seguía esperando al cartero. Organicé una cena. Y aún más chispas que en la cena con el freudiano y los miembros de la Delegación de Comercio Soviética.
Moidi era una mujer alta, pintoresca, exuberante, extrovertida, burlona, divertida, que parecía una gitana: un estilo siempre útil en momentos duros. Era el tipo de mujer menos susceptible de atraer a Gottfried. Él se sentó allí, elegante como siempre, con aspecto de diplomático, ni un pelo fuera de lugar. No comió nada, mientras Moidi comía con gusto y le decía cómo era el comunismo, y él iba desgranando con parsimonia todo el vocabulario comunista de insulto: propaganda antisoviética, mercenarios, perros de caza, chacales, y así sucesivamente. Cuando Moidi le dijo que él no entendía nada del comunismo, él le dijo que la entendía demasiado bien a ella y a la gente como ella. Moidi se fue riendo. Él se fue diciendo que yo estaba contaminada por la ideología imperialista y capitalista. Estaba muy furioso. Nunca le había visto así, y la verdad es que me asustó. Pero, a juzgar por los resultados, el encuentro fue un éxito, porque sólo unos días más tarde me dijo que había solicitado un visado para visitar a su hermana, y allí vería «qué se podía hacer». No volvió a mencionar a Moidi. Dijo que, cuando estuviera en Berlín, Peter podría visitarle durante las vacaciones. Yo le dije que no era bueno empezar algo que luego no podría mantener: Moidi había dicho que estaba loco si pensaba que podía mantener contacto con Occidente; la penalización era la muerte, o algo peor. Aquellos que tenían antecedentes o contactos occidentales se hallaban siempre bajo sospecha. Transmití estos mensajes a Gottfried, quien respondió mandándole insultos.
Cuando fui a la estación a despedirle, acompañada con el niño y Dorothy Schwartz, era un día frío, sombrío, gris, y a él ya se le veía extranjero, enemigo, con su gorro de astracán.
Consiguió un trabajo en el Kulturbund. Circulaba el «chiste» de que, como Hitler había eliminado a los comunistas, cualquier comunista que quedara estaba destinado a obtener un buen puesto. No sólo los comunistas: los que conocieron la jerarquía comunista de Berlín de años más tarde, se sorprenderían al oír que los inicios fueron abiertos y flexibles. A un hombre de negocios alemán que trabajaba en Londres y fue allí en viaje de negocios, le invitaron a un encuentro con los altos mandos, quienes le pidieron que se instalara allí y trabajara en la reconstrucción de Alemania. Les dijo que no era comunista, que no le interesaba la política: le dijeron que no importaba, querían gente capacitada. Pero esto sucedía antes de la traca final de locura de Stalin, antes de que la Alemania del Este se endureciera y se convirtiera en un ataúd para los occidentales.
Muy pronto Gottfried escribió y pidió que Peter fuera a pasar el verano allí. Fue lo más espantoso que hice en mi vida, pero no vi ninguna razón para no confiar en él. El niño tenía cuatro años. Pasó dos meses, con sus primos, se divirtió mucho, y volvió con el inglés olvidado, parloteando en alemán. También le habían enseñado a comer con la mano izquierda junto al plato sobre la mesa, y a taconear y saludar con la cabeza cuando se dirigían a él.
Al cabo de un par de semanas desapareció el muchachito alemán, y regresó el muchacho inglés. Gottfried había mandado una carta con él diciendo que Peter debería pasar los veranos allí. Y luego… nada, silencio. El niño se había encariñado con su padre, a quien había visitado y visto con otra familia, y ahora su padre había desaparecido. Escribí a Alemania, mandé mensajes a través de gente que iba allí. Nada. Le escribí que el niño estaba desolado, que preguntaba por él y lloraba hasta quedarse dormido. ¿No podía él escribir cartas por lo menos? Pero nada. Luego fui yo a Berlín, e intenté entrar en contacto con Gottfried. Pero no contestaba las llamadas telefónicas ni respondía a los mensajes. Era antes de la construcción del Muro. Yo ya tenía un editor en la Alemania del Este. Le pedí que le presionara por mí. Lo hizo. No sé qué tipo de presiones. Yo estaba demasiado enfadada para que me importara el peligro de todo aquello. Me dirigí a uno de los nuevos y feos bloques de pisos y allí estaba Gottfried, con su hermana Irene, en un piso elegante, nuevo pero no muy grande, lleno de limpios muebles nuevos, del tipo que entonces se llamaba «sueco». Parecía como si la guerra no hubiera existido, como si ambos se encontraran en el tipo de vida que Hitler había interrumpido. Eran elegantes, mundanos, con aquel estilo medio cínico que a menudo utilizan los ricos y la gente de éxito. Ciertamente no eran ricos. Los dos insistían en que durante los fines de semana iban a «tomar contacto con la gente» y trabajaban en la construcción, o algo parecido. Le dije a Gottfried que había hecho promesas al niño y no las había cumplido. Gottfried se mostraba satisfecho y arrogante, como si nada importante hubiera ocurrido. Debía de estar muy asustado, yo no tenía idea de lo muy asustado que estaba. Me dio una pequeña cantidad de dinero, suficiente para comprar un juguete. Le dije que no me importaba el dinero, lo que quería era que mantuviera contacto con su hijo. Fue una de las peores experiencias de mi vida. Vi que mi visita no iba a cambiar nada.
Y así fue. Muy pronto Gottfried pasó a ser el equivalente del presidente de la Cámara de Comercio, un cargo más político que su correspondiente inglés. Gente que volvía de la Alemania del Este me contaba que se llegaba hasta Gottfried a través de despachos llenos de subordinados. Me mandaba distantes mensajes de buena voluntad. Gente que «conocía la partitura» me decía que, naturalmente, él no podía mantener contacto con Occidente, el precio era la muerte, en particular para aquellos que no habían pasado la guerra en la Unión Soviética, sino como refugiados. Otros que también «conocían la partitura» decían que el Partido, siempre preocupado por los valores humanistas, comprendería su necesidad de mantenerse en contacto con su hijo. Prueba de ello era que… A mí no me importaba no volverle a ver, y no le vi, pero me importaba mucho por su hijo. Por aquel entonces yo ya había desconectado, una puerta interior se había cerrado de golpe, yo «no quería saber»: ésa es la descripción más exacta de mi estado de ánimo.
Mientras, Gottfried se había casado con Use Dadoo. Dadoo, un indio, era uno de los que, en aquel ambiente notable y efímero que precedió a la llegada de los nacionalistas al poder, organizaba —como Solly Sachs— a obreros mal pagados, indios, mulatos y blancos, todos juntos. Había una hija de aquel matrimonio, el de Use con Dadoo. Ella dijo que no iba a criar a una niña medio india en la fascista Sudáfrica y se volvió a su patria. Allí conoció a Gottfried. Se casaron, probablemente porque ambos compartían la experiencia africana. Debían de sentirse como peces exóticos en aquellas grises aguas. Gottfried fue un afectuoso padrastro para la hija de Use, de la misma manera que había sido un padre afectuoso. Y ahora algo difícil de explicar, es decir, si uno utiliza formas corrientes de mirar las cosas, dejando de lado la paranoia comunista. «Degradaron» a Gottfried y le obligaron a pasar un año en una escuela de reeducación comunista. ¿Qué necesidad tenía de ello? ¿Cómo podía existir un comunista más leal que él? Pero estaba contaminado de ideas occidentales y precisaba de un intensivo lavado de cerebro. No volvió a la Cámara de Comercio, por lo menos no directamente. Le mandaron a Indonesia, en realidad como diplomático, a pesar de que no se reconocía a la Alemania del Este como un estado independiente, y allí fue representante para el comercio. Ejerció mucha influencia en la política local. Cayó enfermo allí: el clima y la comida no eran adecuados para su hígado. Volvió a la Alemania del Este. Desde allí lo mandaron a Tanzania. Era un personaje muy conocido en África Oriental, y su influencia fue más allá de lo local. Los dos, Gottfried y su esposa, estaban bien preparados. Poca gente de la Alemania comunista podía tener sus conocimientos sobre África. Precisamente lo que influía en que su posición resultase precaria los hacía más valiosos. La ignorancia respecto de Sudáfrica era general en Europa. Cuando yo llegué a Gran Bretaña, y algunos años después, a mí y a otros, que intentamos decir que Sudáfrica y Rhodesia del Sur no eran tierras felices llenas de negros sonrientes y satisfechos, nos decían que exagerábamos, o que nos equivocábamos. En los años cincuenta, cuando yo presioné a prominentes miembros del Partido Laborista británico respecto de Rhodesia del Sur, considerada entonces —por los pocos que habían oído hablar de ella— un lugar justo y bonito, sencillamente porque era británico, resultó que aquellos políticos literalmente no sabían dónde estaba, creían que formaba parte o de Sudáfrica o de Rhodesia del Norte.
Una fugaz pero significativa anécdota sobre Gottfried e Use en Dar es Salaam. Un amigo mío, un amigo de amigos de Gottfried —un prominente político africano— se dejó caer por su casa ya avanzada la noche, con la informalidad africana. Una larga espera, voces asustadas, luego Gottfried abrió la puerta, obviamente asustado, mientras su esposa montaba guardia detrás de él, diciéndole con gestos que tuviera cuidado. Cuando mi amigo, aún plantado en el umbral, bromeó con Gottfried por ser tan precavido, Gottfried le dijo también con gestos que el lugar estaba intervenido, mientras bromeaba en voz muy alta y su esposa regañaba de forma estridente al visitante —para los micrófonos— por ser tan descuidado, tan desconsiderado. «Pero esto es África», protestó mi amigo, «esto es África».
Mientras, Alemania del Este asesoraba a varios países africanos sobre la organización de cárceles, servicios secretos, tortura, informadores, según el modelo comunista. Somalia era uno de ellos. Uganda, otro.
Más tarde nombraron a Gottfried embajador en Kampala. Fue allí con su tercera esposa, Margot, porque Use había muerto, desilusionada con el comunismo. Probablemente esta tercera esposa fue la primera a la que él amó verdaderamente. Algunas fotografías suyas me recuerdan a la viuda alegre vienesa. Se la ve una mujer cálida, amable, agradable. No era una intelectual y sin duda no era una persona política. El Partido no quería que se casara con ella, le dijo que se agenciara una esposa que ahora se calificaría de políticamente correcta. Tuvo que luchar con el Partido… y no debió de resultar fácil para él.
La «consigna» soviética era apoyar al carnicero Amin. Le apoyaron hasta que él se escapó. Esto significaba que la Alemania del Este debía de apoyarle. Cuando Amin huyó, los tanzanos entraron para restaurar el orden. Todas las embajadas se habían ido días antes, en convoy, campo a través hasta Kenya. Todos excepto el embajador de Irak y el de la Alemania del Este: Gottfried, su esposa y dos empleados. La noche anterior a la entrada de las tropas tanzanas, Gottfried telefoneó al embajador de Irak, diciéndole: «¿Nos vamos juntos mañana, campo a través, hasta Kenya?». Él le dijo: «¿Está loco, está loco? Nos han dicho que nos quedemos dentro de nuestras casas, encerrados a cal y canto, y escondiendo la cabeza». A la mañana siguiente, Gottfried hizo subir a su esposa al coche, junto con los dos miembros de su personal, y se fue directo a la plaza donde estaban los soldados tanzanos, borrachos y felices de poder apretar el gatillo. Disparaban contra cualquier cosa que se moviera. Dispararon con lanzallamas contra el coche. Esta información llegó a través de Tony Aberfan, del Guardian, que se encontraba en Kampala, y de amigos de África Oriental que llevaron a cabo averiguaciones. Los comunistas de la Alemania del Este colocaron una placa en Berlín con cuatro nombres sobre una «tumba» en la que no podía haber nada.
Gottfried podía ser muchas cosas, menos estúpido. Las tramas ocultas con las que se quiso explicar este estúpido comportamiento aventajan con mucho a las de James Bond. La gente que conocía bien la Alemania del Este dijo que, obviamente, se trataba del largo brazo del KGB: varios diplomáticos del bloque soviético habían sido asesinados en misteriosas circunstancias por aquel tiempo. Gottfried era miembro del KGB. Eso se rumoreaba. Durante años me negué a creerlo, y siempre dije que lo consideraba improbable. Pero la verdad es que no quería saberlo. Pero luego me lo confirmaron. ¿Quién? Mi hijo John Wisdom. Tenía amigos íntimos dentro de la policía secreta de Rhodesia del Sur. (Aquella gente siguió trabajando para el gobierno negro. Que una cosa así fuera posible no es sino otro síntoma de la chifladura general de nuestra época). John quiso saber de Gottfried Lessing, el segundo marido de su madre, y debido a sus contactos con la policía secreta de Zimbabwe pudo establecer contacto con alguien en la policía secreta de Sudáfrica. Este hombre dijo que Gottfried era miembro del KGB y que su influencia en África Oriental, y mucho más lejos, era enorme. ¿Verdadero o falso? Quién sabe, en un área tan turbia, sucia, tenebrosa. Compañeros que le conocieron bien en Alemania del Este dicen que es imposible, porque era un buen hombre, no el tipo de persona a la que verosímilmente el KGB daría empleo. Cuentan —con emoción— que la gente solía decir de él: «Gottfried Lessing no es un comunista, es un verdadero ser humano, es amable y generoso y bueno con la gente que tiene problemas».
Lo cierto es que fue comunista durante largo tiempo, durante muchos años. El Partido era para él, como lo era para cierto tipo de personas, una especie de absoluto, un Dios. Los psicólogos dicen que un tanto por ciento de personas, una vez adquirido un tipo de creencias, son incapaces de cambiarlas. Nunca lo hacen. Nunca lo harán. Sus mentes quedan incrustadas en cemento, de una vez por todas.
Pero veamos… Un hombre que sabe que el Partido siempre está en lo cierto (y si alguna vez no es éste el caso… se trata de un lapsus menor y temporal), un hombre que obedece al Partido, como a su propia conciencia, un hombre así no lucha contra el Partido para casarse con una mujer inadecuada, considerada una amenaza. Por tanto, existe una posibilidad verdaderamente terrible: ¿y si Gottfried ya no era un comunista al cien por cien; y si el cemento se hubiera resquebrajado; y si se encontraba en una posición en la que tenía que ejecutar órdenes que odiaba? No era precisamente algo desconocido en el mundo comunista…
Gottfried fue asesinado en 1979. En 1949 planeaba su futuro como inglés adoptivo. En 1949 yo estaba sentada en aquella terraza de Ciudad del Cabo, esperando encontrarme pronto con Gottfried en Londres. Me pasé seis semanas sentada allí, mirando, escuchando, planeando… Seis semanas es mucho tiempo, cuando se es joven, cuando aún no se han cumplido los treinta.
Miraba hacia delante, sin volver la vista atrás. Esperaba que mi futuro, mi verdadera vida, empezara. Detrás de mí se había cerrado una puerta de golpe. Durante toda mi vida se habían cerrado puertas de golpe detrás de mí. Lo peor —es decir, de lo que puedo recordar—, fue la vez en que me mandaron al pensionado, antes de cumplir siete años. Conocía todos los mecanismos de la puerta cerrada, no los reconocía por el golpe externo, sino por lo que pasaba dentro de mí. Si lo que se queda detrás es una persona, la puerta se cierra por sí sola. Aja, pienso, la puerta se ha cerrado sola, ¿no? A partir de entonces, ya nada espero, aunque me comporte como siempre, confío en que más o menos bien. Pero ¿qué edad tiene la persona que se acerca a otra con el anhelo, la confianza, el optimismo de que allí tiene a un amigo, un verdadero amigo, y para toda la vida? Alguien demasiado joven para saber que es absurdo tener demasiadas expectativas. «Aja, ¿se ha cerrado la puerta? Interesante…» No hay nada más implacable que este proceso sobre el que uno no tiene control.
En este libro me he presentado —me he presentado a mí misma— como un producto de todos aquellos McVeagh, Flower, Tayler, Batley, Miller, Snewin y Cornish, de todos aquellos sanos y satisfactorios abonos ingleses, escoceses, irlandeses, fruto de Kent, Essex, Suffolk, Norfolk, Devon y Somerset.
Allí encajo yo, una pequeña rama del árbol genealógico. Pero yo no lo vivía así en aquellos momentos. Se ha acabado, pensaba, ya no más, refiriéndome a los tentáculos de la familia. Nacía de mi propio yo… así lo consideraba. No lo quería saber. No volvía a casa de mi familia, huía de ella. La puerta se había cerrado, y eso era todo.