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«Era muy bonita, pero sólo le importaban los caballos y el baile».
Este estribillo resonaba en las historias que sobre su infancia explicaba mi madre y pasaron años hasta que por fin caí en la cuenta: «De su madre, claro, estaba hablando de su madre». Nunca utilizó otras palabras más que aquéllas y no podían ser suyas, puesto que ella no recordaba a su madre. No, se las había oído a los criados, puesto que inconscientemente ponía una expresión propia de sirviente, con un rictus de condena alrededor de su boca, y siempre soltaba un respingo de desaprobación. Aquel pequeño respingo me evocaba el mundo de los criados, un mundo tan exótico para mí como para ellos debían de serlo las historias de caníbales y paganos. Criados y doncellas se ocuparon de los niños, después de que muriera de peritonitis la frívola Emily McVeagh, en el parto de su tercero, cuando su primera, mi madre, sólo contaba tres. Ni siquiera hay una fotografía de Emily. Ella es Nadie. Nada de nada. John William McVeagh no solía hablar de su primera esposa. ¿Qué es lo que podía haber hecho?, me preguntaba yo. A fin de cuentas, ser ligera de cascos no es un delito. Por lo menos, esto era lo que yo pensaba. Emily Flower era normal y corriente, debía de tratarse de esto.
Cuando más adelante pedí a una investigadora que proyectara luz sobre la penumbra del pasado, se presentó con una masa de material que bien podría servir para una de aquellas novelas victorianas, quizás de Trollope, en la que el capítulo sobre Emily Flower se titularía «¿Cuál podía haber sido su pecado?», y tendría que ser forzosamente breve, aunque el más triste.
«La información sobre la familia Flower se consiguió a través de certificados de nacimiento, matrimonio y óbito, archivos parroquiales, archivos del censo, archivos de aficionado, archivos de propietarios de barcazas, archivos de prácticos y barqueros, historia local y testamentos», dice la investigadora, evocando en una frase la Inglaterra de Dickens.
Existió un Henry Flower que, en 1827, aparece como Marinero y en 1851 se censa como Vendedor. Nació en el condado de Somerset y su esposa Eleanor nació en Limehouse. Su hijo, George James Flower, el delincuente padre de Emily, trabajó de aprendiz con un tal John Flower, presumiblemente un pariente. La familia Flower era propietaria de barcazas y en la partida de nacimiento de Emily su padre figura como práctico de puerto.
El clan Flower vivió en Flower Terrace y alrededores, ya demolidos, y Georges James y su esposa Eliza Miller vivieron en el número 3 de Flower Terrace. Estaba situado en Poplar, cerca de lo que ahora es el muelle Canary Wharf. Había cuatro hijos. Eliza enviudó a los treinta y cinco años, y la proximidad y ayuda mutua del clan quedan patentes en la manera en que, a pesar de que por aquel entonces las mujeres no hacían estas cosas, los prácticos y barqueros le permitieron ser propietaria de una barcaza y tener ayudantes. Nombró ayudante a su hijo Edward, que con el tiempo se convirtió en práctico y en propietario de la barcaza en lugar de ella. Los hijos de ella se espabilaron y ella acabó en una casa agradable, con una renta vitalicia. Emily era la hija menor y se casó con John William McVeagh en 1883.
Mi madre describía la casa en la que creció como una casa alta, estrecha, fría, oscura, deprimente, y a su padre como un hombre disciplinario, estricto, aterrador, siempre a punto para exhortaciones morales.
La clase trabajadora acomodada llevaba una buena vida en los tiempos Victorianos, con escapadas a las carreras, todo tipo de fiestas y celebraciones. Comían y bebían con muy buen apetito. No había lugar para el tedio o la frialdad en Flower Terrace y sus calles adyacentes, llenas de parientes y amigos. Emily salió de esta cálida vida de clan para caer en los brazos sin duda ardientes de John William McVeagh —él debía de estar muy enamorado para casarse con ella—, pero se esperaba de Emily que estuviera a la altura de las ambiciones de su marido, del terrible esnobismo de un hombre que luchaba por dejar atrás a la clase trabajadora. Me la imagino corriendo de vuelta a casa siempre que podía para ver a su familia sencilla, asistir a bailes, pasárselo bien e ir a las carreras. Debió de vivir en la casa de su marido bajo una fría llovizna de desaprobación, a causa de la cual, así me lo parece, murió, a los treinta y dos años.
Mi madre nunca mencionó a su abuelo, el padre de John William, y esto significa que John William no hablaba de él más de lo que hablaba de Emily.
«La información respecto de esta familia», dice la investigadora, «proviene de nacimientos, muertes y casamientos, la guía parroquial, el Patronato Público, archivos del ejército y libros sobre la Carga de la Brigada Ligera, informes del censo, testamentos y relaciones locales. La fecha y el lugar de nacimiento de John McVeagh entran en conflicto en los archivos. Los archivos del ejército sobre nacimiento y ocupación son a menudo incorrectos porque los hombres al alistarse, por razones que sólo ellos conocen, dan información incorrecta, y resultaría difícil hacer comprobaciones en el registro anterior a 1837. En cualquier caso, los centros de reclutamiento no eran muy exigentes en el ejército del siglo XIX».
John McVeagh nació en Portugal y su padre era soldado. Estuvo en la cuarta división de Dragones Ligera y era sargento mayor de Hospital cuando dejó el ejército en 1861. Estuvo en la guerra de Crimea y en Turquía oriental y en la Carga de la Brigada Ligera… y en este caso, es cierto, aunque había muchos que lo decían y no era cierto. Pero ¿por qué querían haber formado parte de semejante carnicería? La conducta de John McVeagh como soldado fue ejemplar. Cuando en el curso de la Carga le mataron el caballo en el que montaba, siguió atendiendo a los heridos, a pesar de que él también estaba herido. Recibió varias medallas. Ésta es la anotación correspondiente al primero de marzo de 1862, en la United Service Gazette:
4.º Húsares (de la Reina) - Cahir. El viernes 21 últ. el sargento-capitán J. McVeagh, veterano de este regimiento, en la actualidad Guardián de Soldados de la Torre, fue obsequiado por los oficiales de su último regimiento con una colecta de 20 guineas, una cajita de rapé bellamente grabada, en la que se muestran sus últimos servicios. Pocos hombres han sido más agasajados por su buena conducta que el sargento-capitán J. McVeagh al abandonar su regimiento, entonces en Curragh, hace unos meses, con motivo de su nuevo cargo después de 24 años de servicio. Los oficiales y el personal le regalaron un espléndido juego de té con la siguiente inscripción: «Al sargento-capitán J. McVeagh del Hospital, como ofrenda de respeto por su general amabilidad». Durante la Guerra de Crimea estuvo constantemente en el campo de batalla con su regimiento, atendiendo tanto a los enfermos como a los heridos, y por su distinguida actuación recibió una medalla, con una renta vitalicia de 20 libras esterlinas, además de una de turca y otra de Crimea con 4 galones.
Su esposa era Martha Snewin, cuyo padre era un zapatero. Había nacido en Kent. Viajó por todo el país con su marido cuando él reclutaba soldados para el ejército. Es todo cuanto sabemos de ella. Él procuró que sus hijos tuvieran una buena educación. Su hija Martha, quien le cuidó cuando murió su esposa, quedó en buena posición, pero es una de las mujeres invisibles de la historia.
Mi abuelo John William era el hijo menor. En primer lugar trabajó como oficinista en el Departamento Meteorológico y, hacia 1881, como empleado de banca. Más tarde fue director de banco, en la Barking Road, pero murió en Blackheath. Fue subiendo en la escala social, a medida que iba cambiando de domicilio, y finalmente este hijo de un soldado raso se casó con su segunda esposa, la sucesora de Emily, en St George’s, Hanover Square. Esta madrastra no era judía, como yo había imaginado —por su elegante cara aguileña— sino la hija de un clérigo disidente, quien con el tiempo pasó a ser sacerdote de la Iglesia Anglicana. Ella provenía de una familia de clase media. Se llamaba Maria Martyn. Mi madre la describía, con disgusto, como la típica madrastra, fría, sumisa y correcta, incapaz de ser cariñosa o ni siquiera afectuosa con los tres hijos. Ellos preferían pasar el mayor tiempo posible en la cocina con el servicio, pero después mi madre y su hermano John lucharon, de forma muy esnob, por no decir obsesiva, para formar parte de la clase media, mientras que la tercera hija, Muriel, volvió a sus orígenes de clase trabajadora al casarse. A pesar de que mi madre mantuvo un tenue contacto con ella, el padre no quería tratarla. Había salido a su madre, decía el servicio.
En consecuencia, él se vio contrariado por ambas hijas. Cuando mi madre decidió ser enfermera, en vez de ir a la universidad —John William albergaba grandes ambiciones respecto a ella— igualmente se tropezó con su desaprobación. Hasta que, así son las cosas, tuvo éxito, pero ya fue demasiado tarde: los lazos se habían roto. Nunca jamás mi madre habló de su padre con afecto. Con respeto, sí, y con gratitud por el bien que le hizo, puesto que él se aseguró de que recibieran todo lo que es propio de los hijos de clase media. Asistió a un buen colegio y le enseñaron música, materia en la que destacó tanto que los examinadores le dijeron que podía aspirar a una carrera como concertista de piano.
El título del capítulo dedicado a mi madre en esta saga sería un título triste y, a medida que pasan los años, más lastimosa me parece su vida. No quería a sus padres. Mi padre no quiso a los suyos. Me costó años aceptar este hecho, quizás porque él siempre bromeaba cuando decía que se fue de su casa tan pronto como pudo y lo más lejos posible de ellos, como empleado de banco en Lutton.
Mi abuelo paterno, un tal James Tayler, aparece en el censo de 1851 como propietario de 130 acres que daban empleo a cinco hombres, en East Bergholt. Se dedicó a la melancolía y al verso filosófico, lo que tal vez explique que no prosperara. Se casó con una tal Matilda Cornish. Los Tayler trabajaron en distintos departamentos bancarios, fueron funcionarios públicos, figuras literarias menores, a menudo agricultores, por todo Suffolk y Norfolk. Durante las emigraciones del siglo XIX se fueron a Australia y a Canadá, donde muchos de ellos aún viven. Pero mi abuelo Alfred decidió no ser un agricultor. Fue empleado de banca en Colchester. Se casó con Caroline May Batley.
Ésta era la mujer por la que tanta antipatía sentía mi padre: su madre.
Cuando hablaba de su padre, lo describía como a un hombre soñador y sin ambiciones que pasaba su tiempo libre tocando el órgano en la iglesia del pueblo, enloqueciendo de frustración a su ambiciosa esposa. Pero en la época en que me lo contaba, mi padre también era un hombre soñador y sin ambiciones que enloquecía de frustración a su pobre esposa. Y la realidad es que mi abuelo Alfred acabó de director del London County Westminster Bank, en Huntingdon, pero si siguió tocando el órgano en la iglesia local es algo que no sé. Cuando Caroline May murió, él volvió a casarse inmediatamente, en el curso del mismísimo año, con una mujer mucho más joven que él. Marian Wolfe, de treinta y siete años, frente a sus setenta y cuatro. También ella era hija de un ministro de la Iglesia.
Ministros de la Iglesia y directores de banco, ahí están, en los archivos, en ambas ramas de la familia.
Caroline May Batley, la madre de mi padre, es una sombra, casi tanto como la pobre Emily. Lo único agradable que mi padre recordaba de ella era que preparaba una deliciosa, aunque sólida, comida de la que habla Mrs Beeton. La historia que él contaba y volvía a contar, con entusiasmo compartido por mi madre, era la de que su madre había acudido al Royal Free Hospital para enfrentarse a la pareja recién comprometida, los dos bastante enfermos, y decirle a él que si se casaba con aquella arpía de enfermera McVeagh siempre lo lamentaría. Aunque sin duda Caroline May habría tenido algo que decir al respecto, si se le hubiera preguntado. Es probable que estuviera emparentada con el pintor Constable. A mí me gusta pensar que sí.
Mi madre pasó su infancia y adolescencia sacando buenas notas en todo, porque tenía que complacer a su severo padre. Destacó en el colegio, jugó bien al hockey y al tenis y al lacrosse, montó en bicicleta, fue al teatro y al music hall y a eventos musicales. Su energía era fenomenal. Y leyó todo tipo de libros progresistas, y decidió que sus hijos no tendrían la fría y árida crianza que había tenido ella. Estudió a Montessori y a Ruskin, así como a H. G. Wells, en particular Joan and Peter, que ridiculizaba la deformación de los niños en su educación. Ella me contó que todos sus contemporáneos leyeron Joan and Peter y decidieron hacerlo mejor. Es extraño cómo desaparecen algunos libros que en otro tiempo fueron tan influyentes. «Baa, Baa, Black Sheep», de Kipling, la hacía llorar porque le recordaba su propia infancia.
Entonces se hizo enfermera y tuvo que vivir de su sueldo, tan exiguo que a menudo pasaba hambre y no se podía comprar guantes ni bufandas ni una bonita blusa. Estalló la Guerra Mundial, la primera, y mi padre llegó malherido al pabellón en el que estaba la enfermera McVeagh. Pasó allí un año, una época en la que el corazón de ella se hallaba totalmente desgarrado porque el joven médico al que amaba y que la amaba había muerto al ser torpedeado su barco.
Mientras mi madre era una ejemplar muchacha victoriana, y más tarde eduardiana, un modelo de joven moderna, mi padre disfrutaba de una infancia campestre, puesto que pasaba todo el tiempo fuera de la escuela (que odiaba, al contrario de mi madre, porque a ella le gustaba el colegio donde sacaba tan buenas notas) con los hijos de los agricultores en los alrededores de Colchester. Sus padres le pegaban —si no utilizas la vara, echas a perder al niño— y hasta su muerte habló siempre con horror de los domingos, con sus dos servicios religiosos y la escuela dominical. Se pasaba la semana temiendo los domingos y no volvió a acercarse a una iglesia durante años. The Way of All Flesh (El camino de la carne), de Butler… así fue su infancia, decía él, pero afortunadamente siempre se podía escapar por los campos. Siempre quiso ser agricultor, pero al acabar el colegio puso distancia entre su persona y sus padres, entró en un banco, que odiaba pero donde trabajó mucho, porque entonces la gente trabajaba mucho más que ahora, y por encima de todo jugó mucho. Le encantaba todo tipo de deportes: jugó al cricket y al billar por su condado, cabalgó y bailó, anduvo kilómetros de un baile a otro en distintos pueblos o ciudades. Si las historias de juventud de mi madre sonaban a Ann Verónica o las Nuevas Mujeres de Shaw, las de mi padre recordaban Sons and Lovers (Hijos y amantes) de D. H. Lawrence, o The White Peacock: gente joven que establecía amistades sentimentales tan literarias como tímidas, superándose a base de conversación y libros compartidos. Solía decir que desde el momento en que se alejó de sus padres y fue independiente se lo pasó muy bien, disfrutó de cada instante, nadie pudo haber tenido una vida mejor que la que él vivió durante diez años. Cuando estalló la guerra, él contaba veintiocho años. Decía que había tenido suerte en dos ocasiones: una, cuando le alejaron de las trincheras por una apendicitis, lo que le permitió escapar a la batalla del Somme en la que mataron a toda su compañía; y, más tarde, al caer metralla en su pierna un par de semanas antes de Passchendale cuando, una vez más, no quedó nadie de su compañía.
Él estaba muy enfermo, no sólo por la pierna amputada, sino porque padecía lo que entonces se llamaba neurosis de guerra. En realidad estaba deprimido, una auténtica depresión, comparable —así lo expresaba él— a hallarse dentro de una habitación fría, oscura, sin salida, y en la que nadie le podía ayudar. El «amable doctor» al que le mandaron dijo que tenía que tener paciencia, no había nada que la medicina pudiera hacer por él, pero que la angustia acabaría por desaparecer. Las «cosas horribles» que asaltaban el pensamiento de mi padre no eran tan insólitas como él creía: había cosas terribles en el pensamiento de todos, pero la guerra no había hecho sino empeorarlas, eso fue todo. Pero mi padre recordaba y hablaba a menudo de los soldados con «neurosis de guerra» o incapaces de salir de sus agujeros de barro para enfrentarse al enemigo, a los que podían fusilar por cobardía.
«Yo podía haber sido uno de ellos», dijo, toda su vida. «Sólo por suerte no fui yo».
En consecuencia, allí estaba él, en el pabellón de mi madre en el antiguo Royal Free Hospital, al este de Londres. Fue testigo de la infelicidad de ella cuando su gran amor se ahogó, supo que le habían ofrecido el puesto de jefa de enfermeras de St George’s, un famoso hospital docente, un honor, puesto que por regla general ofrecían aquel puesto a mujeres de más edad. Pero decidieron casarse, decisión que no supuso ningún conflicto para él, aunque sí para ella, como más tarde manifestó. Él solía decir que debía su cordura a ella, se lo debía todo, puesto que sin sus abnegados cuidados no hubiera superado aquel año de enfermedad. Los matrimonios por amor salían mejor, añadía a veces. Por lo que se refiere a ella, disfrutaba de su eficiencia y éxito, y sabía que hubiera sido una magnífica jefa de enfermeras de un gran hospital docente. Pero quería hijos, para compensarlos de lo que había sufrido de niña. Así lo expresaba ella.
Mi padre no era el único soldado que nunca jamás perdonaría a su país por haber hecho promesas que luego se habían visto traicionadas: en Gran Bretaña, en Francia y en Alemania, muchos exsoldados mantuvieron esa amargura hasta la muerte. Aquellos hombres constituían un colectivo inocente e idealista: en realidad habían creído que era una guerra para acabar la guerra. Y a mi padre unas mujeres a las que él describía como horribles brujas le habían dado una pluma blanca… y esto pasaba cuando él ya tenía su pata de palo bajo el pantalón, y su «neurosis de guerra» le hacía preguntarse si valía la pena seguir viviendo. Nunca olvidó aquella pluma blanca, refiriéndose a ella como si se tratara de la locura que no se puede erradicar, inevitable e inútil, del mundo.
Tuvo que abandonar Inglaterra, puesto que no podía ya soportarla y consiguió que su banco le mandara al Banco Imperial de Persia, en Kermanshah. Ahora yo utilizo el nombre de Banco Imperial de… para contemplar la reacción, que es de incredulidad, y luego de risa, y es que muchas cosas de aquella época nos parecen ahora tan deliciosamente absurdas como… en fin, como algo que ahora nos parece obvio se lo parecerá a nuestros hijos.
Mi madre padecía una crisis nerviosa, según creo por la dificultad de aquella elección: matrimonio o carrera en la que tan bien le iban las cosas. Y por su amor perdido, a quien nunca olvidó. Y porque había trabajado tan duro durante la guerra, y porque tantos hombres a los que había cuidado habían muerto, y por… Era 1919, el año en que 29 millones de personas murieron de la epidemia de gripe que, por alguna razón, siempre queda fuera de las historias de aquella época. Mataron a diez millones de personas en la Gran Guerra, sobre todo en las trincheras, una estadística que ahora recordamos cada año el 11 de noviembre, pero 29 millones murieron de la gripe, a veces denominada la «dama española».
Mi padre todavía sufría una crisis nerviosa, aunque lo peor de la depresión que había padecido había tocado a su fin. Los médicos les habían aconsejado no tener aún hijos. Bromeaban con que mi madre se quedó embarazada durante la noche de bodas. Pero hay algo más. En 1919 mi madre contaba treinta y cinco años y en aquellos tiempos se consideraba tarde para tener un primer hijo. Sin duda, en su calidad de enfermera debía ser muy consciente de los peligros que cabía esperar. Quizás otra parte de sí misma, de la que ella no sabía nada, se estaba asegurando quedarse embarazada entonces.
Y así llegaron, los dos, ambos enfermos, a la gran casa de piedra sobre el altiplano rodeado por montañas coronadas de nieve, en aquella antigua ciudad comercial, Kermanshah, que resultó muy maltrecha, con partes bombardeadas hasta quedar reducidas a polvo, durante la guerra entre Irak e Irán en la década de 1980.
Y allí nací yo el 22 de octubre de 1919. Mi madre tuvo dificultades. Fue un parto con fórceps. Mi cara quedó arañada y con cardenales durante días. ¿Puedo creer que ese difícil nacimiento dejó cicatrices en mí… es decir, en mi carácter? Quién sabe. Lo que sí sé es que nacer en el año 1919, cuando media Europa estaba en un cementerio, y la gente se moría a millones por todo el mundo… fue importante. ¿Cómo podría no serlo? A no ser que creamos que la mente de cada pequeño ser humano queda separada de cualquier otra, separada de la mente de los demás seres humanos. Algo inverosímil, sin duda.
Aquella guerra no resulta menos importante para mí con el paso del tiempo. Al contrario. En 1990, el año en que empecé a escribir este libro, me encontraba en el sur de Francia, en la zona de colinas de detrás la Riviera, visitando ciudades y pueblecitos deliciosos que hace siglos fueron creados como fortines de las colinas; en cada ciudad o pueblo hay un monumento de guerra. A un lado del monumento puede verse siempre una lista de doce o veinte jóvenes muertos en la Primera Guerra Mundial, y esto en minúsculos pueblos que incluso ahora alcanzan sólo el medio millar de habitantes. Por regla general mataron a uno de cada dos de los jóvenes de un pueblo. Por toda Europa, en cada ciudad, pueblo y aldea hay un monumento de guerra, con los nombres de los que murieron en la Primera Guerra Mundial. Al otro lado de la columna u obelisco hay dos o tres nombres de los muertos en la Segunda Guerra Mundial. En 1918, todos los hombres sanos de Europa, muertos. En 1990 me encontraba en Edimburgo, donde en un frío, gris castillo se conservan las hileras de libros con la relación de los nombres de los jóvenes de Escocia muertos entre 1914 y 1918. Cientos de miles de nombres. Y luego en Glasgow, lo mismo. Y en Liverpool. Documentos de aquella carnicería, la Primera Guerra Mundial. Vidas no vividas. Hijos no nacidos. Hasta qué punto hemos olvidado el daño que la guerra causó a Europa, aunque vivimos todavía con él. ¿Quizás si no hubiera muerto «La flor de Europa» (como se les solía denominar) y aquellos hijos y nietos hubieran nacido, no viviríamos ahora en Europa con semejante mediocridad, semejante confusión e incompetencia?
No hace mucho, en un cine de Kilburn, proyectaron Oh What a Lovely War!, aquella sátira sobre la insensatez de la Primera Guerra Mundial. Al salir de la oscuridad a la calle, una anciana permanecía alerta y vivaz a la salida, y fijaba la vista con intensidad en cada rostro, impresionándonos a todos. Aquella película se acaba con dos mujeres dando traspiés, errando a través de hectáreas, kilómetros de lápidas sepulcrales, tumbas de guerra, mujeres que nunca encontraron hombres con quienes casarse y tener hijos. Esta anciana, sin duda, era una de ellas y quería que nosotros lo supiéramos. Aquella película hablaba de ella: eso era lo que nos decía.
También estaban los heridos de la guerra: mi padre era uno de ellos. Y la gente cuyo potencial no se utilizó nunca porque sus vidas se vieron desviadas de su curso propio por la guerra: mi madre era una de ellas.
Durante aquel viaje a través de los pueblos de Francia, luego por Escocia y ciudades inglesas, revivieron en mí las furiosas emociones de mi infancia, una protesta, una angustia: la de mis padres. Sentí, también, incredulidad, pero ésta era una emoción posterior: ¿cómo pudo suceder? La Guerra Civil norteamericana, menos de medio siglo antes, había mostrado lo que las armas recién inventadas podían provocar, pero nosotros no habíamos aprendido nada de aquella guerra. Esta constatación es el peor de los legados de la Primera Guerra Mundial: si somos una raza que no puede aprender, ¿qué esperanza nos queda? Con gente tan estúpida como nosotros, ¿en qué podemos confiar? Pero la emoción más intensa de aquel viaje fue la antigua tiniebla de miedo y angustia: la emoción de mi padre, una muy potente corriente de aire, nada de dosis homeopática, sino una dosis plena de dolor adulto. Me pregunto ahora a cuántos niños criados en familias mermadas por la guerra les corre por las venas el mismo veneno desde antes de que pudieran ni siquiera hablar.
Todos nosotros hemos sido creados por la guerra, retorcidos y envueltos por la guerra, pero parece que lo olvidamos.
Una guerra no se acaba con el Armisticio. En 1919, por toda aquella Europa llena de tumbas sobrevolaban miasmas y miserias, y también por todo el mundo, a causa de la gripe y sus casi treinta millones de muertos.
Yo solía bromear con que era la guerra la que me había hecho nacer, como defensa cuando me sentía hastiada de volver a hablar una y otra vez sobre la guerra. Pero no era una broma. Solía tener la sensación de que algo parecido a una profunda nube gris, una especie de gas venenoso, se cernía sobre mi primera infancia. Más tarde me encontré con gente que había pasado por la misma experiencia. Quizás fue a partir de aquella guerra cuando sentí por vez primera la apremiante y aterrada necesidad de escapar de donde estuviera, como si algo allí pudiera estallar o tragárseme por los talones.