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Y por entonces me encontré por la calle a Dorothy Schwartz, aquella disidente del grupo de «progresistas» que mucho tiempo antes (bueno, en realidad cuatro años) me había querido reclutar. Allí estaba, bajo las jacarandas, con libros bajo el brazo, inalterable, una muchacha morena y menuda, la prudente doncella, escuchando tranquila mientras yo le comentaba efusivamente, al estilo de la «humorística» Tigger, lo mucho que odiaba mi vida, la «civilización blanca», los tés de mujeres. No le dije que odiaba a mi marido, sólo que era un reaccionario. Una mujer puede decir que su marido es un terrible reaccionario, pero no que sea mezquino. Dorothy me insistió en que debía asistir a una reunión. Antes de que yo pudiera expresar en voz alta el asco que sentía al recordar a sus amigos, me informó que no se trataba de aquellos estúpidos socialdemócratas, sino que ahora había un grupo de auténticos revolucionarios, y consideraban que había llegado el momento de conocerme.

El tipo de halago al que es difícil sustraerse.

Y es que cualquier persona, por muy oscura que crea que es su vida, es observada por individuos y grupos de todo tipo que analizan su potencial y su actuación. Si esto suena vanidoso e incluso paranoico, sólo puedo decir que lo he comprobado repetidamente. Los vigilantes pueden ser malignos, no siempre son benévolos.

Empecé a ver a Dorothy, siempre con otros, que ahora no recuerdo muy bien —miembros, sobre todo, de la Fuerza Aérea, así como refugiados de Europa—, tomando cervezas en el Meikles Lounge, en el Grand Hotel, en baratas cafeterías de pobres rincones de la ciudad. No tenía una idea clara de cuál era el grupo del que empezaba a formar parte. A los antiguos miembros del Club del Libro de la Izquierda la «historia los había orillado», y se había demostrado que eran unos reaccionarios. Las mentiras que decían los gobiernos y la prensa sobre la Unión Soviética habían quedado igualmente refutadas por la magnificencia de la defensa rusa de Stalingrado. La nueva situación precisaba una evaluación objetiva de nuestros recursos y, por encima de todo, de posibles mandos.

Me sentía embriagada. Me nombraron secretaria de alguna organización, he olvidado de cuál. Frank estaba inquieto porque en su calidad de funcionario no se podía permitir contacto con la sedición y porque mi nueva vida no le incluía.

Me había convertido en una comunista. Cualquier persona de cierta edad, o con cierta experiencia, comprenderá esta simple declaración. Pero una antigua roja está acostumbrada a que una persona joven, dispuesta a comprender, le pregunte: «Claro, eras progresista, pero ¿por qué el comunismo? ¿Por qué el radicalismo organizado?». Ante semejante pregunta yo y otros como yo sólo podemos asombrarnos. Raramente el tiovivo del tiempo ha efectuado, de forma tan rápida y total, una recomposición de ideas semejante. Por debajo, late sobre todo la creencia de que la gente se convierte en comunista después de colocar media docena de programas políticos sobre una mesa y estudiarlos: «¿Entro en el Partido Laborista?». «No, creo que el Partido Unido de Huggins…» «Por otra parte…» La gente se convierte en comunista por el cinismo de sus propios gobiernos… esto, en primer lugar. Porque se han enamorado de una comunista, como le pasó a Gottfried Lessing. Porque los llevaron a una manifestación del partido y se vieron arrastrados por la emoción de masas. Porque los llevaron a una reunión del partido y encontraron atractivo el ambiente de conspiración. Por el idealismo del partido. Porque les gusta el heroísmo o el sufrimiento. En mi caso, se debió a que por vez primera en mi vida conocí a un grupo de personas (no a una persona aquí y otra allá) que lo leían todo, y a los que leer no les parecía algo raro, y entre quienes los pensamientos sobre el Problema de los Nativos, que yo apenas osaba decir en voz alta, resultaban ser meros lugares comunes. Me convertí en una comunista por el espíritu del tiempo, por el Zeitgeist.

En Padres e hijos, de Turguénev, hay una escena en que el héroe Bazarov (que es el mismo tipo psicológico que más tarde se hubiera convertido en comunista o incluso en terrorista) lleva a un amigo estudiante a visitar el pasado, personificado por dos ancianitos, supervivientes del cataclismo, la Revolución francesa y las ideas ilustradas. Allí están, revoloteando como pajarillos. Una sorpresa para la nueva juventud. No tengo ninguna duda de que muy pronto yo y otras reliquias del comunismo recibiremos la visita de gente joven de la edad de mis nietos y biznietos, y veremos cómo, cuando se vayan, intercambian una sonrisa de incredulidad tolerante. «Sorprendente, tenían unas ideas tan absurdas…»

¿Y qué hacía la madre de dos niños pequeños? Era competente. Hasta el momento en que se largó de aquella casa, la gobernó, supervisó el servicio, salió a bailar y a tomar copas, llevó a los bebés de paseo arriba y abajo bajo los árboles de las avenidas, John, por supuesto, protestando en un extremo del cochecito. Siguió confeccionando ropa para los niños y para ella y para Frank. Cocinó. Podía pasarse mañanas enteras con Dora y Mary y en amigables charlas familiares, pero constantemente su pensamiento se hallaba en aquel otro mundo del que formaba parte, y era su derecho.

Una escena: una joven con pantalones cortos de hilo color verde y blusa de algodón a cuadros va montada en una bicicleta y pedaleando con largas y suaves piernas bronceadas de las que es tan consciente como si un amante se las estuviera acariciando. Está radiante debido a sus propios atractivos, y esto le hace descubrir muchas cosas, porque su cabeza está estallando de nueva información e ideas. En el manillar hay una sillita de lona, y allí se sienta Jean, un bebé, de unos quince meses. Cuando John se sienta en esta silla siente tanto regocijo como su madre, porque le encantan el movimiento, la excitación, el desafío. Pero a la pequeña Jean, a pesar de que desea ser como su hermano mayor, es una criatura pensativa y sensible, y no le hace feliz pasar rauda bajo los árboles. Sé de su aprehensión pero le digo que todo va bien, mientras a ella le tiemblan los labios.

Por alguna razón voy a casa de Nathan Zelter, probablemente para recoger unos libros o panfletos. Llego, apoyo un pie en el peldaño de la terraza, y me instalo sonriéndole. Me inspecciona con el reconocimiento irónico de un hombre que siente atracción por una chica que queda fuera de su alcance. Comenta algo desapasionadamente, pero resulta sarcástico. Yo me enfurezco. ¿Cómo se atreve?, pienso. Años más tarde, en una fiesta, en los años sesenta, veo a una mujer joven con una minifalda tan corta que siempre resulta visible la entrepierna enfundada en unas apretadas bragas blancas. Pero hoy está sentada en el suelo con un largo vestido «étnico». Se le sube un poco y deja al descubierto unos centímetros de tobillo, que un hombre sentado a su lado admira abiertamente. Ella le lanza una mirada de desprecio e intencionadamente se cubre los pies con la falda.

Las mujeres jóvenes vestidas y maquilladas hasta el punto de parecer órganos sexuales —sean o no conscientes de ello— suelen musitar: «Bestias asquerosas», cuando los hombres responden a su estímulo. Similarmente, mi chillón y nuevo lápiz de labios, mi cuerpo otra vez delgado, mis suaves piernas, eran por una sorprendente división en mi pensamiento, algo mío, mi propiedad y nada tenían que ver con aquel impertinente hombre, por muy «camarada» que fuese.

Y volví pedaleando a través de las avenidas con la niña agarrada a la barra delantera de su sillita, sus piernecitas asomando delante, arrugando el entrecejo con decisión bajo las alas de su casquete para el sol.

Ahora un rompecabezas. Me había pasado la mayor parte de mi infancia adorando a bebés y a niñitos pequeños. Había querido mimar a mi John, quien por alguna razón se zafaba de los arrullos de cualquiera, no sólo de los míos. Jane, en cambio, se hubiera pasado todo el tiempo feliz sobre mis rodillas o en cariñosos brazos. Pero yo había desconectado. Lo que no quiere decir que no la mecieran o quisieran, pero yo… no lo bastante. («Mamá, ven a mecerme.») Esta persona en mí, a la que le gustaban los bebés y los niñitos, reviviría más tarde. Era una forma de protegerme, porque sabía que me iba a ir. Pero no podía admitirlo y decir: Voy a cometer lo imperdonable y a abandonar a dos niños pequeños.

Durante algunas semanas se creó una absurda situación en la que todo el mundo hablaba de mi partida, pero yo no me iba. Frank, muy inquieto, decía que me fuera el tiempo suficiente para recuperar mi sentido común y volver. Mary se mostraba severa y no perdonaba. Me admiraba, había considerado que aquél era un matrimonio perfecto. Dora, aquella personificación de las virtudes femeninas, me apoyaba. No en público, pues solía suspirar y decir: «Ah, querida, ah, querida, qué triste», sino cuando estábamos a solas. Decía: «Muy bien, me gustaría tener el valor de hacerlo». Dora vivía en casa ahora. Había deseado enormemente una niña, tenía dos niños, y ahora se podía dedicar a Jean. Ella y la vecina que había cuidado de Jean competían amablemente por sus favores. Mientras tanto yo pasaba con los camaradas toda la noche y parte del día. Habían escuchado una y otra vez mis conversaciones sobre mi deseo de marcharme de casa, y finalmente dijeron que me fuera de una vez, o que me quedara, pero que ya los tenía hartos. Por lo menos no tuve que explicarles que era aquel tipo de vida lo que dejaba: por lo que se refería a ellos, la «civilización blanca» formaba parte del «cubo de la basura de la historia». (Es saludable leer este fenecido vocabulario ahora y recordar el poder que tuvo en otro tiempo). Desapareció hace menos de cuarenta años.

No sólo hablé de mi partida con los de casa y con los camaradas, sino también con los bebés. Fueron ellos quienes realmente me comprendieron. Como si yo tuviera su edad, o ellos la mía. Lo que siempre había tenido con John era una especie de amistad. Siempre nos habíamos «entendido» cuando sus furiosas e inagotables energías me disparaban el llanto. Con Jean, un alma buena, existía una ternura maltrecha por una culpabilidad no admitida. Les expliqué que más adelante lo comprenderían, y me fui. Iba a cambiar este feo mundo, ellos vivirían en un mundo bello y perfecto donde no existiría el odio entre razas, la injusticia, y así sucesivamente. (Algo parecido a la Carta Atlántica). Mucho más, y más importante: Yo arrastraba, a modo de gen defectuoso, una especie de maldición o fatalidad, que los atraparía a ellos como lo había hecho conmigo, si me quedaba. Mi partida rompería una antigua cadena. Un día me lo agradecerían.

Yo era absolutamente sincera. No hay mucho que decir respecto de la sinceridad, en sí.

Esta sensación de maldición, de fatalidad, es un tema —quizás el más importante— de Martha Quest. Era lo que me había hecho, y desde la primerísima infancia, repetir y repetir: «No seré así, yo no seré así». Y, no obstante, me había visto arrastrada por una ola superficial, digamos social, desde que había abandonado la granja (y mi máquina de escribir) para coger el destino en mis manos, o así lo pensaba yo, y me había convertido en una de las chicas casaderas de la ciudad, más tarde en una esposa, luego en una madre.

Mirando el pasado desde el presente, diría que quizás había un cuarto de mi persona que se comprometía, mientras la mejor parte de mí se quedaba en reserva. Así lo sentía. Pero tras esa frase, mirando el pasado, cuántos complejos procesos. «Ah, pero así veía las cosas entonces», la mujer mayor le dice a otra. «Era muy inexperta entonces. Inacabada… sin alas… inmadura… sencillamente no había nacido». Y me comprenden inmediatamente. Sí, yo estaba inacabada.

Años más tarde conocí a una mujer mayor que tuvo a su primer hijo al mismo tiempo que yo el mío. A veces pasábamos mañanas juntas. «Tú no eras maternal», me dijo, en 1982. Pero entre aquella época, 1942, y 1946, en que nació mi tercer hijo, ¿qué desenterró o volvió a conectar los tres cuartos restantes para que volvieran a funcionar? No tengo ni idea.

Una escena: en una manta desplegada sobre el césped bajo el cedro de la India estamos los dos niños y yo. Me embriaga la sinceridad, y el conflicto, me animan ideales y poesía. Los dos pequeños están sentados mirando interesados mientras les recito los sonoros versos de Hólderlin.

Con amarillas peras

Y llena de rosas silvestres

Asoma la tierra junto al lago;

Oh, gráciles cisnes,

Embebidos de besos

Hundís la cabeza

En la bendita agua virgen.

¡Ay de mí! ¿de dónde encontraré,

cuando llegue el invierno…?

O

El mundo está cargado de la grandeza de Dios

O

Gloria a Dios por lo abigarrado…

«Y yo te tenía por atea», oigo que alguien protesta. «Bien, ¿y qué? La poesía es otra cosa».

Las dos criaturas están hechizadas. Jean tentativamente mueve los brazos en una ocasión. John aporrea una vieja lata con un ladrillo.

Viejo Adán, la corneja carroñera

La vieja corneja de El Cairo

Se sentó en la lluvia y la dejó correr

Bajo su cola y sobre su cresta

Y a través de cada pluma

Se filtró el húmedo tiempo

Y la rama se balanceó bajo su nido…

Y John da tumbos sobre la manta gritando con las palabras: «(Viejo Adán, la corneja carroñera…».

Cuando Rousseau abandonó a sus hijos, pensó —así lo dijo— que los salvaba de la educación en manos de gente corrupta que los arruinaba y debilitaba: en el Hospicio se harían ciudadanos fuertes y honrados y útiles. Tal vez no sea posible abandonar a nuestros hijos sin convulsiones morales y mentales. Pero yo no abandonaba exactamente a mis hijos a una muerte temprana. Nuestra casa estaba llena de gente preocupada y cariñosa, y los niños recibirían admirables cuidados —estaban mucho mejor que conmigo, no porque yo no llevara a cabo esta tarea exactamente como cualquier otra mujer a mi alrededor, sino por aquella secreta maldición que estaba dentro de mí— y que había reducido a mis padres a su lamentable condición.

No sentí culpabilidad. Mucho más tarde —unos diez años— un psicoterapeuta me informó, con el aire que tienen de sacarse revelaciones de la manga, de que arrastraba una carga de culpa. ¡No! ¡No me diga! Por aquel entonces me veía a mí misma como una experta en culpabilidad, tanto evidente como subterránea. Sé todo acerca de los estragos de la culpa, la sensación que produce, cómo mina y agota. Me defendí con energía. La culpabilidad es como un iceberg, pero diría que oculta en un noventa y nueve por ciento. Años más tarde di una conferencia sobre las barreras de la percepción, es decir, lo que nos impide ver directamente, y hablé de diez distintas actitudes, una de las cuales es la culpabilidad. En el momento del coloquio con el público, unas doscientas personas, éste se levantó repetidamente para preguntar sobre la culpabilidad, culpabilidad, culpabilidad, y sólo culpabilidad. Les recordé que había hablado de otras cosas, pero no, culpabilidad, culpabilidad. Aún me encuentro con gente que me dice: «Aquella conferencia tuya sobre la culpabilidad…».

En una cultura tan dominada por la culpabilidad no nos es fácil distinguir la nuestra de la que todos parecen arrastrar.

Me costó mucho tiempo ver que era la culpabilidad la que pintaba una atractiva imagen de cómo podía haber sido yo caso de no haber dejado a mi familia. Esta imagen iba cambiando según los cambios que se producían en la misma y de la evolución de Rhodesia del Sur. Pero el argumento fundamental era el siguiente. En vez de lanzarme en cuerpo y alma —bien, no exactamente, en realidad tenía en reserva algo así como el noventa por ciento de alma y corazón— había intentado el comunismo, hasta ver el fenómeno críticamente, lo que habría supuesto un mes aproximadamente, sin dejar a la familia o dejarla sólo temporalmente. «Habría seguido» con Frank exactamente como siempre, dada la habilidad de las mujeres jóvenes para adaptarse y complacer. A pesar de que cada vez tendría menos en común con él, le habría comprendido y habría sido una buena madre para los niños, cuyas naturalezas y capacidades internas se habían desarrollado al máximo. Sí, Frank y yo estábamos mal emparejados, pero no éramos peores que muchos. Él era conservador por naturaleza, yo era crítica de forma natural, pero ¿y qué? No me gustaban sus actitudes respecto del dinero, pero incluso en los momentos de mayor exasperación yo advertía que era normal en alguien que había tenido que cuidar de sí mismo desde los quince años, con bajos salarios. A fin de cuentas, hay matrimonios que se pelean por dinero todos los días. Era «el sistema» lo que yo odiaba. Pero me había guardado para mí lo que pensaba. ¿El terrible provincianismo y la estrechez de vida? Había hecho de la necesidad una virtud. Allí estaría yo, el centro juicioso y tolerante de esta familia y… todo ello habría requerido improbables hazañas de autocontrol, que quizás habría conseguido al cabo de décadas, cuando me dominaran plenamente las circunstancias. Bien, quizás.

La realidad es que yo no habría sobrevivido. Una depresión nerviosa hubiera sido lo mínimo. Durante los cuatro años en que estuve casada con Frank bebí más que nunca en mi vida. Me habría convertido en una alcohólica, estoy bastante segura. Habría vivido con dificultad dentro de mi piel, dividida, odiando aquello de lo que formaba parte, durante años.

En 1956, de vuelta a Rhodesia del Sur después de siete años —otra pequeña eternidad, porque en aquella época ya me había instalado en Londres, que no es algo fácil— vi a toda la gente que quedaba de los antiguos comunistas, o socialistas, o «progresistas», grupos que habían cambiado, a veces para convertirse en todo lo contrario. No es fácil —no, es imposible— seguir cuerdo y normal mientras vives entre gente cuya actitud hacia la raza sería habitual al cabo de un par de décadas, pero que entonces resultaban unos inadaptados, excéntricos, traidores, amigos de los kaffir. Las personas que durante mucho tiempo sostienen opiniones impopulares pasan a ser frías, fanáticas, paranoicas. Si son suficientes para formar un grupo, entonces el grupo comienza a mostrar estas características. Los antiguos amigos a los que vi en 1956 se habían dado a la bebida, estaban amargados, convencidos de que la policía secreta les vigilaba cada movimiento, o eran incluso más reaccionarios y racistas que el lote corriente de blancos. Supe que estaba viendo en lo que me habría convertido si hubiera seguido con aquel matrimonio. Lejos de haber sido el centro juicioso, comprensivo de la familia, el ejemplo para los niños y la amiga de mi marido, habría sido una carga.

Y el sexo. Sin él no se puede hablar de ruptura de un matrimonio, no hoy en día.

Cuando dije que dejaba a Frank porque quería vivir de forma distinta, nadie me creyó.

«En las provincias, si una mujer joven entra a formar parte de una organización, está buscando un hombre.»

«En las provincias, una mujer joven abandona a su marido sólo porque ha encontrado a otro hombre.»

En realidad estaba teniendo una historia amorosa. Mejor dicho, un lío. No estaba enamorada de él ni él de mí, pero era el espíritu del tiempo. No puedo pensar en una pareja más inadecuada, pero esto apenas si era relevante. Mi madre y todos los mayores me reprocharon «que dejara a mi marido por un sargento de la RAF». Esto me marginó finalmente de ellos, porque la idea me hería en lo más profundo y mejor de mí misma. Durante días mi madre, Mrs Tennant, la madre de Frank, Mary —Dora no— se enfrentaron a mí por aquel sargento. A lo que yo respondía con apasionada (y sincera) retórica hablando sobre la Revolución y un nuevo mundo en vías de nacimiento. Una escena de comedia. Los ingredientes de mi vida durante un par de años fueron material para una farsa, pero me costó años verlo.

Todo el mundo suponía que mis relaciones sexuales con Frank eran un fracaso, aunque yo no lo había dicho. Todas las mujeres mayores —así las consideraba aún— me llamaron a capítulo y en voz baja me aseguraron que el sexo no era importante. Me dejaron perpleja. Menuda hipocresía. Por encima de todo aquello aún me sumergía más en la irrealidad. Parecía como si a partir de un determinado momento yo hubiera dado un paso fuera del reino del sentido común para adentrarme en otro en el que todo era falso y nadie decía la verdad.

La verdad es que nuestra vida sexual era, como se suele decir, satisfactoria. Es un problema de expectativas… de información, en realidad. Creo que la vida sexual del noventa y nueve por ciento de la población mundial consiste en un vigoroso ejercicio que la palabra inglesa «metesaca» describe muy bien, y la mayor parte de la gente se contenta con esto. Para empezar, unas relaciones sexuales refinadas requieren aislamiento, y no todo el mundo lo tiene. Y además, si no se sabe lo que uno se pierde no se echa en falta. Nuestros manuales matrimoniales eran sentimentales, aunque mucho mejores que el Married Love, de Marie Stopes. Por ejemplo, estaba permitido besar el cuerpo de tu pareja, siempre que se hiciera con respeto. Cuando se sugería que todo estaba permitido si se hacía con amor, uno podía especular sobre este «todo», pero incluso la imaginación sexual más despierta agradece una información más concreta. ¿Sexo oral?… ¿Qué es esto? ¿Sadomasoquismo?… ¿A qué te refieres? Quiero recordarles a los historiadores sociales que el clítoris no era la gran panacea que es hoy. (Las cosas están destinadas a cambiar una vez más). No es que los manuales no atrajeran nuestra atención hacia él. Cuando leí en Balzac: «Un hombre se ha casado prematuramente si no es capaz de procurar a su esposa dos satisfacciones distintas en sucesivas noches», medité al respecto, pero cuando me masturbaba en mi adolescencia fue de la vagina y de sus sorprendentes posibilidades de lo que aprendí. El clítoris sólo era una parte del conjunto. Un orgasmo de clítoris en sí era un placer secundario e inferior. Si me hubieran contado que los orgasmos de vagina y de clítoris al cabo de unas décadas pasarían a ser enemigos ideológicos, o que la gente diría que no existen los orgasmos vaginales, lo hubiera considerado un chiste.

Por lo que se refiere al sexo sutil y refinado, tendrían que pasar muchos años para que yo lo descubriera. Estoy segura de que mucha gente no lo descubre nunca. Se puede follar con el Tom o Dick habitual, pero las costas más turbias del sexo sólo se pueden explorar con alguien con quien se comparten consonancias, bastante infrecuentes, de gusto, carácter y fantasía. Cuidado: es posible que el sexo refinado nazca de la restricción. Una mujer india amiga me contó que ella y su marido dormían durante los meses de calor en un tejado con el resto de su clan, incluidos los niños. Al ver que yo iba a formular la pregunta obvia, me sonrió y dijo: «Hay maneras».

Antes de dejar a Frank, lo odié durante un tiempo. Y la causa era que yo le trataba mal. Comprendo que los verdugos tengan que odiar a sus víctimas. No digo que él se portara bien, no, pero no es ésta la cuestión. Al mismo tiempo yo aplicaba la lógica, de esta manera: «Si tu posición como funcionario se ve amenazada por mis actividades políticas, no puedo comprender por qué quieres que me quede». Y: «Si yo soy tan irresponsable, ¿no estarías mejor sin mí?». Pasó a ser más sentimental y lacrimógeno, yo más fría y directa. Parecía que estábamos bajo una maldición que hacía que cuanto decíamos o hacíamos fuera falso, histriónico. No nos conocíamos el uno al otro. No nos conocíamos a nosotros mismos. Era esencial que yo me fuera antes de que ambos enfermáramos. Fue Frank quien me ayudó a trasladar mis posesiones —ropa y libros— a otra de aquellas habitaciones amuebladas de otra de aquellas casas de la avenida. Mi patrona volvía a ser una mujer sola y solitaria, obsesionada esta vez con robos, asesinatos, violaciones. Sombras de amenazadores hombres negros la despertaban casi todas las noches, y chillaba y gritaba a su «boy» como una loca. Seguramente estaba loca. Muchas personas están así de locas, pero no se considera locura. Quería que yo fuera su amiga, que tomara tazas de té con ella. Yo estaba demasiado ocupada.

También Frank estaba bastante loco. Contrató a un detective para que siguiera todos mis pasos, aunque yo le contaba todo lo que hacía. Sabía lo del sargento, con quién me veía, dónde iba. Me reía de él diciéndole: «¿Por qué malgastas tu dinero si yo te lo cuento todo?».

Hemos llegado al final de Un matrimonio convencional. Ahora empieza Al final de la tormenta (A Ripple from the Storm), el tercero de la serie Hijos de la violencia (Children of Violence), de todos mis libros, el más directamente autobiográfico. Si a alguien le interesan los mecanismos de un grupo comunista o de izquierdas, ahí podrá encontrarlos. El título proviene de un famoso escritor ruso, Ilya Ehrenburg, un amigo de Stalin, quien escribió La tormenta, una de las «grandes» novelas sobre la Gran Guerra Patriótica de entonces. Lo consideré un título bastante agudo, pero nadie se dio cuenta. Para empezar, a mitad de los años cincuenta, se criticaba a Ehrenburg y La tormenta se había olvidado o, por lo menos, las «grandes» novelas soviéticas sobre la Gran Guerra Patriótica se veían como algo chistoso.

Ya que viene al caso, Ehrenburg nos había decepcionado seriamente a los progresistas. Seguíamos insistiendo en que había alemanes buenos y malos, y lo considerábamos un artículo de fe para un mundo mejor; él había mantenido exactamente esta opinión, pero más tarde la cambió, por la presión de Stalin, y adoptó la misma posición que el británico lord Vansittart, quien decía —no, vociferaba y desvariaba— que sólo existían los alemanes malos. Nos sentíamos más que decepcionados. Era todo un golpe a nuestra visión del comunismo soviético. Lo disculpábamos, como siempre, con el «Pero ¿qué otra cosa se podía esperar? Luchan por la supervivencia».

Una y otra vez he pasado por esta experiencia. Algunas personas dicen que leyeron Al final de la tormenta cuando aún eran rojos o compañeros de viaje de los rojos, y se enfurecieron porque yo era una reaccionaria —una renegada— que tiraba piedras sobre mi propio tejado. Y así sucesivamente. Más tarde, al releerla, pensaron: Sí, es exactamente así. Y luego, más tarde aún, se encontraron riendo. Considero que es un libro bastante divertido. Considero que buena parte de los tres primeros volúmenes de Hijos de la violencia es divertida.

Al final de la tormenta recoge el sabor, el aroma, la textura y el olor de la época. Quizá alguien sentirá la tentación de decir: ¿Por qué escribir sobre un dudoso grupo comunista que surgió en Rhodesia del Sur en plena guerra?… En fin, porque pequeños grupos comunistas florecieron brevemente por todas partes, y tuvieron sus consecuencias. Desde cualquier punto de vista sensato, el fenómeno era un disparate —una locura—, un cierto tipo de chifladura, que me parece que aún no hemos empezado a comprender. Cuando los jóvenes te miran con ojos irónicos o sorprendidos e incluso dicen: «Nunca he podido comprender…», lo que no comprenden es que es imposible distanciarse de las fuertes corrientes de la época de una. Sus hijos y nietos los mirarán y dirán remilgadamente: «La verdad es que no puedo comprender…». Recientemente en televisión, una mujer joven habló de sexo exactamente de la misma manera que mi madre. «La promiscuidad», dijo, «no es verdaderamente agradable». Esta hija de una madre de los años sesenta, que disfrutó del amor libre como un derecho, como un derecho, además, para todas las mujeres, de cualquier tiempo y lugar, parecía creer que la que hablaba era ella, ella misma como individuo, y no el miedo al sida: el espíritu del tiempo.

El sexo, durante un tiempo, fue lo que menos me preocupó: habían destinado a mi sargento a Inglaterra de nuevo. Han existido épocas de mi vida en que me ha obsesionado el sexo, pero creo que es una cuestión, por lo menos para las mujeres, de expectativas. Cuando, por así decirlo, «conectaba» con un hombre y una satisfactoria vida sexual, me veía llena de la moralidad y la monogamia que corren parejas con los apetitos satisfechos. Mucho más tarde, en una época sin un hombre, con circunstancias que dejaban fuera de lugar al sexo, porque toda mi energía psíquica iba dirigida hacia alguien que estaba enfermo, desconecté. Es decir, me desconectaron. El sexo surgía en mis sueños, pero si yo hubiera sido de las personas que afirman «Yo nunca sueño», habría dicho, honradamente, que me había convertido en una persona sin sexo.

Estaba demasiado ocupada. Mis nuevos amigos eran refugiados europeos, políticos por definición, y hombres de la RAF, de aquel segmento de la vida británica que ahora parece haberse extinguido: eran el producto de clases nocturnas, universidades laborales y grupos literarios de provincias. Sin duda eran una minoría, pero miles de hombres, quizás cientos de miles, estuvieron en Rhodesia del Sur durante la guerra. Creo que los pocos que iban a conferencias y reuniones, eran en su mayor parte socialistas, o por lo menos podían hablar sentimentalmente de «Tío Joe», sobre todo para fastidiar a los oficiales. Cuando asistían a las reuniones, se perdía el rango. En todo el país, Bulawayo y también Umtali, podía haber unos treinta rhodesianos, algunos de ellos inmigrantes recientes, llegados justo antes de la guerra, que habían encontrado sofocante el país.

Lo que teníamos en común era esto: ser personas a las que nos daban espacio para desarrollar habilidades que aún no habíamos utilizado. La mayor parte de la gente vive, diría, con el noventa por ciento atrofiado, dormido. Esto me parece la mayor tragedia del mundo, lo peor: el talento sin utilizar. Tomemos un grupo o una variedad de gente joven, en sus veinte años, démosles espacio… y se producirá una explosión. Hasta cierto punto todos éramos rojos, pero gran parte de lo que yo aprendí fue sólo secundariamente político.

Un hombre joven que trabajaba en un periódico inglés de provincias impartió una serie de clases sobre la prensa. Se invitó a unas veinte personas a seleccionar un artículo del Herald y reescribirlo con el estilo y con la tendenciosidad del Observer, el Guardian (el periódico comunista de Ciudad del Cabo), el Manchester Guardian, el New Staternan, el Daily Herald (el hoy difunto diario de Gran Bretaña). O a coger una noticia y ver cómo hechos y números cambian día a día. O cómo se da distinto énfasis en los distintos periódicos. O cómo un tema puntero se desarrolla hasta la saciedad durante semanas, y literalmente desaparece de la noche a la mañana, después de lo cual es imposible conseguir ningún tipo de información al respecto. Obviamente no es posible que este tipo de instrucción reciba la aprobación de ningún gobierno autoritario ni, ciertamente, de un gobierno comunista. Otra iluminación tuvo lugar cuando me dijeron que tomara taquigráficamente el discurso de cierto político laborista, famoso por su oratoria. Hechizaba a su público. Pero cuando leí lo escrito, me di cuenta de que él no había dicho nada, nada de nada: no acababa ninguna frase, no culminaba ninguna idea. Literalmente, un entramado de tonterías.

Mientras, yo trabajaba en el bufete de un abogado, como mecanógrafa auxiliar, a doce libras al mes. Apenas si podía vivir con ello, pero no me importaba, de la misma manera que no me fijaba en el lugar donde vivía. Todos vivíamos en habitaciones o pensiones, nadie tenía dinero, los refugiados aceptaban cualquier tipo de trabajo. Todos teníamos grandes ideales, despreciábamos comida, vestidos, dinero. O por lo menos nos comprometíamos a despreciar comida y ropa. A menudo me veía con Dora para tomar un té en alguna cafetería y me enteraba de lo que pasaba en casa. Aquello era muy doloroso, me disgustaba, pero no obstante tenía que hacerlo, tenía que saber. Frank estaba en trámites de divorcio e intentaba convencer a Dolly Van der Byl para que se casara con él. No impugné el divorcio, no se me ocurrió nunca, a pesar de que podía haberlo hecho: él había sido infiel antes que yo. Las mujeres de izquierdas de mi generación consideraban despreciable utilizar las disposiciones del divorcio para sacar cuanto pudieran de los hombres.

Las horas en la oficina del abogado, de ocho a cuatro, eran mi tributo al César. Desde las cuatro hasta las dos o tres de la madrugada estábamos en todo tipo de reuniones, grupos de estudio, seminarios, o atareados en poner en marcha otra organización más, porque de pronto parecía haber por lo menos una docena. Ayuda Médica para Rusia, tal como suena, era para recaudar fondos y pagar medicinas y otras provisiones para nuestro esforzado aliado. La frase era como un epíteto homérico: Rusia era siempre «nuestro esforzado aliado». Tenía que ser una «consigna» totalmente apolítica, con lo que queríamos decir que ni una palabra sobre las deslumbrantes ventajas del comunismo. Llegaron cajas de fotografías y panfletos de la Embajada en Johannesburgo a través de peligrosos viajes desde Murmansk. Eran fotografías e historias idealizadas. Organizamos exposiciones, pero escondimos o eliminamos la mayor parte del material, porque resultaba demasiado desconcertante. Lo de «La Gran Guerra Patriótica» con su concomitante y perversa retórica antialemana al más bajo nivel posible, en Rhodesia no se lo tragarían, a pesar de que habría complacido a lord Vansittart. Acudieron multitudes a aquellas exposiciones: los rusos hacían retroceder a los alemanes en Europa, y nada de lo que los periódicos habían dicho durante años podía explicar cómo lo hacían. Sucesivos oradores fueron llegando de Johannesburgo para Ayuda Médica, todos abogados y comunistas, algunos de los cuales más tarde defenderían valientemente a gente acusada por los nacionalistas de «comunismo», porque significaba luchar contra el apartheid y estar a favor de los negros. Las reuniones de Ayuda Médica eran «respetables», presididas por el alcalde o parlamentarios, y atraían a un público de varios centenares de personas. Los Amigos de la Unión Soviética eran más políticos, no directamente dedicados a explicar «la verdad» sobre The Socialist Sixth of the World (El sexto sentido socialista del mundo), el título de un libro popular por aquel entonces. Nuestra información provenía del material que nos mandaban. Casi todo lo que decía era falso. Aquellas reuniones estaban menos concurridas. En ellas solía hablar alguno de nosotros. El Club de la Izquierda congregaba al público más numeroso, con reuniones una vez por semana, en las que se trataba de todo: «La situación en Perú»; «Las condiciones en China», donde por entonces fermentaba la revolución comunista; «La música moderna». Mientras nos recordábamos constantemente que teníamos que «mantener el control», la efervescencia de la época hacía que fuera habitual que se invitara a alguno de los asistentes a un café después de una reunión y seguidamente se le diera una disertación. Esto se calificaba de «desarrollo de cuadros». Pero la mayor parte de la gente del Club de la Izquierda, a la vez que insistía en que veía con buenos ojos a «vosotros los comunistas», afirmaba no estar realmente interesada en la política.

Si uno recuerda, y el detalle con que lo recuerda prueban hasta qué punto algo te interesaba, tampoco a mí me debía interesar mucho la política. ¿Acaso recuerdo una sola palabra de aquellas docenas, si no centenares, de conferencias? «El Segundo Frente… ¡Ya!» «La Batalla de Stalingrado». «Sistemas de alcantarillado en grandes ciudades». «Condiciones rurales en Sudáfrica». «Independencia para la India… ¡Ya!» «La Revolución mexicana». «El fascismo y Mussolini». «El problema palestino». «Los franceses libres». «Picasso». «Shostakóvich».

Lo que sí recuerdo es una escena en el Meikles Hotel Lounge, a la hora de las copas de la tarde, y a mi alrededor, bebiendo y fumando, gente que proviene de tres estratos distintos de mi vida. Los granjeros y sus esposas, en la ciudad para subastas de tabaco y compras. Los funcionarios públicos y sus esposas, y los de la RAF alrededor de sus mesas. En la pequeña tarima con palmeras toca la orquesta… ¿qué? Hoy da la impresión de que sonaban siempre las mismas canciones, en los hoteles, los clubes, la radio.

Im dancing with tears in my eyes,

Because the girl in my arms isn’t you…

Delante de mí está un joven del campamento de la RAF, un piloto en ejercicios. Me ha telefoneado por algo que dije en una reunión. Estamos apretujados en un rincón, nos inclinamos para vernos a través del humo y porque apenas si podemos oír por el estrépito. Es una conversación sobre temas graves.

Lo que dije, sin duda a la ligera, porque formaba parte de mi estilo, era que no era necesario haber estado en la Primera Guerra Mundial para estar fastidiado por ella.

Era un joven bastante normal y corriente, en el que nada destacaba, sólo sus obstinados ojos oscuros, que miraban fijamente mi cara. Yo me había dicho —y a él— que podía dedicarle una hora, pero ya llevábamos tres horas cuando llegó el momento de que él regresara al campamento.

Hoy cuando miro mentalmente aquella cara puedo ver al niño de nueve, diez años… que tenía aquellos ojos perrunos e impertinentes, porque preservaba lo esencial de sí mismo, el sentido de sí mismo, contra las presiones externas. Sentada en el Meikles Hotel Lounge no vi a aquel muchacho, sólo al hombre joven, cuya decisión me hacía sentir incómoda.

Mataron a su padre en las trincheras. También mataron al novio de la hermana de su madre. Las dos mujeres vivían en un pueblecito rural gracias al dinero de la familia y realizaban trabajillos siempre que les salían al paso. Por toda la casa había fotografías de los dos jóvenes muertos.

Cuando se alistó para ser piloto, lo consideró un escape del ambiente de guerra que le asfixiaba.

«¿No te das cuenta?», insistía, «nunca he pensado por mi cuenta, he pensado sus pensamientos durante toda mi vida. Mis pensamientos han sido los de dos mujeres de luto. Y lo mismo pasa contigo».

No me gustó esto. Discutí. Bromeé. Él no iba a dejarlo pasar. Pedimos más cerveza. Luego, más cerveza. Nos entrompamos y nos pusimos serios.

Él siguió insistiendo. Yo tenía que darme cuenta, tenía que darme cuenta, era esencial para él.

«Tú no conoces tus propios pensamientos. Sólo has pensado los pensamientos de tus padres. Yo sólo he pensado los pensamientos de mis dos madres. En toda mi vida no he albergado un sentimiento que pueda decir que es mi sentimiento».

Muy pronto yo ya sólo escuchaba, no se lo discutía. Era una buena oyente, de acuerdo.

Escuchaba con tensión, por el barullo de voces. Y música.

I love you, yes I do, I love you

It’s a sin to tell a lie…

Millions of hearts have been bro-ken,

Just because these words were spo-ken

«Eres igual a mí», seguía insistiendo. «Somos iguales. Así que, cuando tengas un sentimiento que sepas que es tu sentimiento, ¡házmelo saber!»

No sé qué acordamos finalmente.

Goodby-ee… don’t cry-ee,

Wipe the tears, wipe the tears,

from your eye-ee

O, para decirlo de una forma distinta:

We’ll meet again

Don’t know where,

Don’t know when…

«¿Sabes qué voy a hacer después de la guerra? Te lo cuento. Inmediatamente me largaré solo a otro país y me quedaré allí hasta saber lo que siento. Es decir, lo que yo pienso… es decir, si no reviento antes».

Dorothy Schwartz dice al día siguiente: «¿Qué estabas haciendo con aquel tipo de la RAF en Meikles?».

En las provincias, nunca imagines que algo se puede mantener en secreto.

«Jimmy me llamó desde el campamento, me dice que te explique que estás perdiendo el tiempo, a él no le va la política».

Bien por él… por poco le digo. Cuando estaba con… como se llame… mi vida de bullicio y politiqueo por Salisbury parecía una vanidad, infantil, bastante loca, en realidad. De vuelta con una de las fieles, mis tres horas de seria conversación parecían sentimentales, incluso histéricas, absurdas.

«Él cree que va a reventar. Su padre la palmó en la última guerra».

«Bastante lógico», opina Dorothy. «Bien, es una gran vida si no te encoges».

Mientras tanto, se había puesto en marcha un partido comunista, como queda narrado en Al final de la tormenta. Desde que escribí este libro he observado dos veces este proceso, el tuerto en el reino de los ciegos, con el tuerto personificado por aquella figura perenne, el político fanático. Se llamaba Frank Cooper, un cockney, pero del norte de Londres, y me lo he encontrado en muchas ocasiones, bajo distintos nombres. Sus características principales son: carisma, una misteriosa cualidad; seguidamente un secreto y potente placer dentro de una insospechada capacidad, posiblemente desconocida hasta entonces, de dominar a la gente; ausencia de escrúpulos; desprecio por la gente a la que tan fácilmente manipulan. En una ocasión —en Londres— este personaje estaba loco, pero bastante, bastante loco y relacionado con gente muy eminente, algunos con experiencia política, y lo que me sorprendía era que nadie parecía darse cuenta de que estaba loco. En política es más fácil estar loco y pasar desapercibido que en ninguna otra parte. Mi novela La buena terrorista (The Good Terrorist) tiene un personaje central, Alice, que está bastante loca. Mucha gente no ha advertido que está loca. Qué chica tan encantadora, dicen. Esto se debe a que se encuentra en un contexto político. Si la retratara en una vida normal, inmediatamente resultaría obvio que está loca. Los movimientos políticos (y los religiosos) y los grupos de un carácter inductor y revolucionario dejan lugar para un buen número de maníacos. Frank Cooper no estaba loco. Era el producto del hambre de los años treinta en Gran Bretaña, y su odio hacia las clases media y alta encontraba una vía perfecta dentro del comunismo.

Era un cabo de la RAF, algo así como de intendencia. Anunció en una reunión que ya estaba harto de todo aquel correr de un lado para otro y de aquellos juegos de niños: ahora teníamos que ser serios y poner en marcha un partido comunista.

Existía un núcleo central —nunca exactamente determinado— en aquella multitud dispersa y a menudo cambiante de gente de izquierdas. Los más importantes en él eran Frank Cooper, Gottfried Lessing, Nathan Zelter, Dorothy Schwartz, y otro de la RAF, un sargento, Ken Graham. Gottfried Lessing y Nathan Zelter inmediatamente dijeron que no existía una «base objetiva» para un partido comunista. ¿Dónde estaba el proletariado negro en la reunión, por no decir en Rhodesia del Sur? Ken siguió por este camino. Frank Cooper se burló e insistió en que lo sometiéramos a votación. El ambiente era tal que él ganó la votación. Nathan se levantó inmediatamente y se retiró, diciendo que no estaba de acuerdo, que era algo irresponsable. Frank le dirigió desdeñosas sonrisas glaciales y de «Fuera, a la basura». Gottfried dijo que se quedaría, a pesar de estar de acuerdo con Nathan. Ken dijo que se quedaría. Dorothy Schwartz apoyó a Frank.

Dijimos al Partido Comunista de Sudáfrica, en Ciudad del Cabo, que intentábamos poner en marcha un Partido Comunista de Rhodesia del Sur, y ellos nos anunciaron que se oponían, que no existía una base «objetiva» para ello. Frank dijo: «Ah, ¡diles que ya está en marcha!». Más adelante me enteré de que los camaradas de allí no nos tenían en tan gran consideración como para incluirnos en su mapa mental de organizaciones comunistas: no pasábamos de ser una carpeta más en un cajón.

Esto significa que constantemente me veo en apuros cuando me preguntan sobre mis años en el Partido Comunista. Sentimentalmente la respuesta correcta es que fui comunista durante quizás dos años, en Rhodesia del Sur, de 1942 a 1944, pero es discutible que esto sea cierto desde un punto de vista de organización. Entré en el Partido Comunista, creo, en 1951, en Londres, por razones que aún no comprendo plenamente, pero no asistí a reuniones y fui ya una «disidente», a pesar de que aún no se había inventado la palabra.

Hoy para mí lo más interesante es el lenguaje que utilizábamos. Durante años nos hemos reído de expresiones como «hienas capitalistas», «traición socialdemócrata», «secuaces del fascismo», «lacayos de la clase dirigente», y así sucesivamente. Llenarían un diccionario. ¿Reírse… cuando este lenguaje era el meollo de las acusaciones que mandaron a millones de personas a la muerte? Durante años se excusaron las brutalidades del comunismo con lo de «Bien, mirad su historia, ¿qué otra cosa se podía esperar?» aunque no se dijera en voz alta. Nuestro primer impulso ante este vocabulario despectivo era reír nerviosamente, pero nos frenaba la mirada histriónica de Frank Cooper. Histriónico, así veo hoy todo aquello. Estábamos interpretando un papel. La obra la había escrito la «Historia» —la Revolución francesa, en la que se utilizó el lenguaje por vez primera, y la Revolución rusa— y éramos los títeres que decían el texto. No lo podíamos utilizar sin reír, a pesar de Frank Cooper. Decíamos las frases entre comillas, o intercambiábamos miradas mientras las pronunciábamos solemnemente. Dorothy Schwartz lo hacía particularmente bien, declarando que tal y cual personaje público era un lameculos de la clase dirigente con problemas infantiles izquierdistas, mientras entornaba los ojos suavemente, y bajaba la voz como la de un obispo anglicano llegando a la perorata de su sermón. Lentamente, pero en cuestión de meses, la retórica insultante se dejó de lado.

Nunca he recibido más, o más interesantes, cartas de los lectores que cuando utilicé parte de esta experiencia en La buena terrorista. Muchas eran de gente que había estado en las primeras fases de las Brigadas Rojas en Italia, y decían que con esta barahúnda de politiqueo amateur habían empezado muchos grupos, y luego «el lenguaje se apoderó de ellos» y pasaron a ser implacables y eficientes grupos criminales. Lo de que «El lenguaje se apoderó de ellos» ocurrió en más de una ocasión. Tendríamos que llevar cuidado con nuestras compañías… y el lenguaje que utilizamos. El lenguaje se ha apoderado de regímenes, países enteros, algo que se esparce como un virus de mentes cuya substancia es el odio y la envidia. Cuando los ejércitos enseñan a los soldados a matar, los instructores se esfuerzan en llenar de odiosos epítetos sus bocas: es fácil matar a un degenerado coreano o a un simiesco negro. Cuando los verdugos enseñan a los aprendices su oficio, su formación parte de un desagradable léxico. Cuando un grupo revolucionario planea sus golpes, sus oponentes son tarados morales. Cuando quemaban brujas, lo hacían acompañándose de una letanía de calumnias.

Si nuestro grupo —no era mucho más que esto— hubiera sobrevivido, en vez de no tener más posibilidades de supervivencia que una camelia en el desierto, seguramente el lenguaje se habría apoderado de nosotros.

En Un matrimonio convencional hay un pasaje que dice: «En lo que ella quería, en pocas palabras, latía cierto tipo de venganza: si la primera emoción política de gente como Martha es la ira, la segunda es la ciega anarquía: si alguien le hubiera pedido en aquel momento que empuñara un rifle y saliera a acabar con aquella gente que se había reído de ella, habría ido sin pensárselo dos veces. Por fortuna, no obstante, no había nadie para hacerle una petición semejante». Era un comentario que yo dejaba caer con la mera intención de dar un poco de brillo a la situación. Ahora lo leo con cierto terror, y gratitud porque «Por la gracia de Dios, yo no fui así».

Decimos cosas de este tipo: «Stalin asesinó a nueve millones de personas en la forzada colectivización de los campesinos de Ucrania». «Stalin asesinó a… millones durante las purgas». (No importa la cantidad que el escritor considere adecuada). «En China Mao asesinó…» a los millones de la Larga Marcha, la Revolución Cultural… por mencionar sólo dos baños de sangre.

Pero estos asesinatos los llevaron a cabo jóvenes activistas, abnegados miembros del Partido Comunista. Gente como… Durante años me he dicho para tranquilizarme: No, no, yo no lo habría hecho, no hubiera podido hacer esto. ¿Puedo imaginarme contemplando cómo millones de campesinos hambrientos, arrancados de sus tierras, o a quienes han arrebatado su comida por la fuerza, se van al campo, abarrotan estaciones de ferrocarril, mueren en multitudes, masas, hordas? ¿Habría podido decir: «No se puede hacer una tortilla sin romper los huevos»? Bien, que yo sienta que no podía haber hecho algo semejante significa decir, también: «Soy mucho mejor que todos aquellos centenares de miles de personas, en su mayoría jóvenes, que asesinaron, torturaron, practicaron malos tratos, en la Unión Soviética, en China, y en todas partes». ¿Por qué, cómo puedo pensar esto? ¿Creer esto? En mi época he observado una y otra vez a masas de gente así arrastradas por la emoción, con tanta oportunidad de decir No como la que tienen los peces en una inundación. No sólo lo que hemos observado nos dice que estamos indefensos contra tales mareas. Algunos experimentos realizados en universidades lo confirman. Los famosos experimentos Milgram, por ejemplo, nos dicen que la mayoría de la gente llevaría a cabo órdenes para torturar, matar. Bien, muy bien, murmuro, pero era una mayoría, ¿no? Yo no habría tenido que formar parte de aquella mayoría, ¿no?

¿Podía haber sido un alma pura, como Osip Mandelstam, como su esposa Nadezhda?… Pero no, tengo que enfrentarme al hecho de que yo y todos mis queridos camaradas altruistas, tanto los de aquel quimérico partido de Rhodesia del Sur, como muchos que he conocido desde entonces, algunos de los cuales aún arrastran consoladoras certezas heredas de pasadas certezas del comunismo… todos eran de la calaña de aquellos asesinos con una clara conciencia. Nosotros tuvimos suerte, eso es todo.

Fuimos un auténtico grupo comunista, creo, durante dieciocho meses, no mucho más. Cuando digo «auténtico», me refiero a que no teníamos nada en común con los auténticos partidos comunistas de los países comunistas o con los partidos comunistas establecidos en Europa. El nuestro era la auténtica luz, el espíritu de Lenin vivía en nosotros, vivíamos y hablábamos como si mañana tuviéramos que enfrentarnos al pelotón de fusilamiento. «Un comunista es un hombre muerto de permiso»: nos regalábamos, sin ironía alguna, con frases como ésta. Así fue durante un breve periodo.

Celebrábamos a diario reuniones minuciosamente organizadas, dirigidas y recogidas en acta. Teníamos clases de Educación Política por lo menos dos veces por semana. Había reuniones de la Ayuda Médica para Rusia, internas y públicas, reuniones de los Amigos de la Unión Soviética, reuniones del Club de la Izquierda, del de Relaciones entre Razas.

Allí nos encontrábamos diez, quince o veinte, según los permisos de salida del campamento de la RAF, en un ambiente de tensa dedicación, mirándonos mutuamente a través del humo de los cigarrillos. Llegábamos directamente de las oficinas, del campamento de la Fuerza Aérea, de los agujeros y rincones en los que todos vivíamos, hasta nuestra sombría y polvorienta oficina para tomar un café. Y allí estaba Frank Cooper, que parecía entrar y salir del campamento a su antojo.

«En primer lugar, camaradas, tenemos que dominar todas las organizaciones progresistas de la ciudad. Progresistas… así las llaman». Y sonreía con su sorda risa despreciativa. «Es fácil. Los comunistas siempre son los mejores para el puesto». En este punto podía abarcar cada par de ojos, uno tras otro, con una mirada que conseguía ser abnegada, íntima e impúdica, todo al mismo tiempo. Para las camaradas femeninas contenía asimismo una buena dosis de insinuación sexual. «Recordad, aquellos estúpidos no se molestan en asistir a reuniones. No les importan y a nosotros sí. Cualquier comunista que se precie tiene que dominar una organización en un… mes… ¡como mucho!»

Gottfried y Ken permanecían en silencio, esperando su momento. A veces intervenían con pequeñas observaciones de orden o tactuales, pero sabían que no podían competir.

«Dorothy, tú serás secretaria de…» Digamos la Liga Democrática, ya lo he olvidado. «Bertha, tú serás secretaria del Club Social Sindicalista». (Me lo invento, no me acuerdo). «Camarada Tigger, te encargarás del Informe Beveridge». Existía una amplia organización que estudiaba las propuestas Beveridge, que más tarde establecerían las bases para el Estado del Bienestar. Fui elegida casi inmediatamente para la comisión. Frank Cooper tenía razón… desgraciadamente. La mayoría de los ciudadanos son demasiado cuerdos y equilibrados para querer pasar tantas horas a la semana conspirando o planeando controlar una organización. Pero la facilidad con la que todos pasamos a ser secretarias, presidentes, miembros de comisiones, en realidad nos asustó. Bromeábamos al respecto, pero no nos gustaba.

«Pero si todas las camaradas ya son secretarias y bibliotecarias de algo», protestó Dorothy Schwartz.

«No importa», dijo Frank con lentitud. «Los camaradas de la RAF no pueden tomar parte públicamente en la actividad política, ni pueden hacerlo los refugiados, los probos ciudadanos de Rhodesia del Sur no lo admitirían, por lo que tendrán que hacerlo las chicas».

Las chicas eran Dorothy, Bertha Myers, maestra, Phyllis Loveridge, otra maestra, yo, y unas cuantas más. Había una pareja de sindicalistas rhodesianos. Los de la RAF eran como golondrinas o cigüeñas, y se largarían pronto. Cuando Gottfried comentó: «Me temo que tendréis que estar de acuerdo, yo estaba en lo cierto cuando dije que aquí no había base», Frank se burló: «Pronto habremos reclutado cuadros africanos».

La organización se llamaba Relaciones entre Razas —un nombre anodino, pensábamos— que atrajo desde el principio un público entusiasta, airado o apasionadamente partidista, y la CID mandó representantes a todas las reuniones. Los sindicalistas blancos se presentaron diciendo que no teníamos que promocionar a los kaffir con excesiva rapidez… por su propio interés. Los sindicalistas, por razones obvias, siempre eran los más tenaces opositores a la promoción negra. Desde aquella organización planeamos atraer a miembros africanos, pero al final sólo conseguimos uno, y era un submarino de la CID. El comunismo era demasiado abstracto e inhumano como idea para satisfacer a los africanos… y, en efecto, cuando más tarde se implantaron regímenes comunistas o marxistas, no duraron demasiado tiempo.

Mi relato Spies I Have Known se inspira en esta época.

La gente que conoce la vida política no se sorprenderá al oír que, mientras que algunos trabajan muy duro, otros se dedican a mirarlos. Por ejemplo, Gottfried se encargó de organizar un gran baile en el Meikles Hotel para recaudar fondos para Ayuda Médica. Después de celebrarse y ser un gran éxito, caí en la cuenta de que yo me había encargado de la impresión de carteles y entradas, los había repartido por la ciudad, había redactado anuncios, invitado a eminentes patrocinadores, pagado a la orquesta, me había encargado de todo el trabajo. Mientras tanto Gottfried recibía felicitaciones públicamente por la buena labor llevada a cabo. Cuando se lo comenté, él dijo tranquilamente que yo acababa de aprender un importante principio de buena organización.

Había otras actividades. Una era la venta del diario comunista de Ciudad del Cabo, el Guardian. Yo era responsable de su venta. Llegué a vender ciento doce docenas de ejemplares a la semana. No me embriagaba el éxito, porque no pasó demasiado tiempo antes de que viera que había razones espurias para unas ventas tan notables. Pasaba varias docenas a los campamentos de la RAF. La imagen de Tío Joe figuraba en todas partes, aunque el sentimentalismo con el que se le invocaba era tan deliberado que bordeaba la parodia. La mayor parte de los ejemplares no se vendían sino que se dejaban por el lugar, por lo que conseguían un efecto irritante entre los burócratas del campamento. Yo me mostraba reacia a admitir que éste podía ser un factor, pero la camarada Tigger era a fin de cuentas una atractiva mujer joven, llena de la seriedad que tan a menudo parece garantizar la dedicación a otros placeres. Mi absurdo altruismo en principio dificultaba que yo reconociera que hombres jóvenes hambrientos de sexo, hambrientos de amor, nostálgicos, disfrutaran vendiendo el Guardian para una bonita chica comunista de la ciudad. Similarmente, semana a semana conseguía vender montones de ejemplares a los cafés y restaurantes baratos a los que les encantaba tenerlo en sus barras, porque atraían clientes… atraían a nuestros clientes, pues pasábamos por ahí en un grupo a veces de veinte, seguidos de satélites. Había que sumar las ventas en el barrio de color, donde realmente la gente los leía. También teníamos suscriptores particulares.

¿Y qué vendíamos? Lo que el Guardian y otros periódicos comunistas o cercanos a la izquierda decían sobre la Unión Soviética era falso, a pesar de que algunos compraban el periódico precisamente por los «análisis políticos». Pero los artículos y la información sobre la situación de los africanos, la gente de color, los indios, eran verídicos. Ningún otro periódico de Sudáfrica contenía nada semejante, porque en el mejor de los casos se quedaban en lo de «hemos de mejorar sus condiciones por nuestro propio interés», «no valoran lo que hacemos por ellos» o «sólo comprenden un buen azote». Lo que la gente consideraba más irritante del Guardian no era la Unión Soviética —a fin de cuentas nuestro esforzado aliado bajo el bueno del Tío Joe— sino la actitud hacia los africanos, aún llamados «kaffires» o «munts»… «nativos», si a alguien le daba por ser educado.

¿En qué creíamos, cuáles eran las ideas que nos empujaban? Eran las mismas de los comunistas o protocomunistas de todas partes, no sólo las febriles fantasías de un grupo abigarrado de jóvenes chiflados a los que la guerra había reunido en África.

En primer lugar la de que, al cabo de diez años, bien, quince a lo sumo, todo el mundo sería comunista, por libre elección, por la manifiesta superioridad del comunismo. No habría prejuicios de raza, opresión de las mujeres, explotación del trabajo… ni esnobismos, ni desprecio hacia otros. Los reaccionarios, sólo una minoría, se resistirían a este paraíso durante un breve período, porque para entonces «el Estado ya habría perecido». Esta frase, «el Estado habría perecido», junto con «las contradicciones del capitalismo», eran con mucho la fuente más corriente de sarcásticos chistes que hacían las delicias de los camaradas de cualquier lugar.

El paraíso, en consecuencia, se encontraría en el orden del día del mundo, y pronto. ¿Quién haría avanzar al mundo? Evidente: personas como nosotros, los comunistas, la vanguardia de la clase obrera, destinados a interpretar este papel por la Historia. Exactamente la misma estructura mental que la de mis padres, que se creían representantes de la voluntad divina, trabajaban por encargo del Imperio Británico, por el bien del mundo. O como los creadores de la Carta Atlántica.

En segundo lugar, no existía otro camino hacia el paraíso más que el de la Revolución. Despreciábamos a cualquiera que no creyera en la Revolución… con pocas excepciones. (Asegurábamos, con voces llenas de la sinceridad que corre pareja con los juicios morales, que fulano de tal era un reaccionario aunque buena persona). Era moralmente superior creer en la Revolución, y quienes no creían en ella eran, por lo menos, unos cobardes. Nos unía la superioridad de carácter, porque éramos revolucionarios y buenos. Nuestros adversarios eran malos. A la gente que no creía en el socialismo no se les concedían buenas intenciones: una forma de pensar que aún hoy sigue vigente. Es satisfactorio creer en la inferioridad moral de los adversarios. Que la gente que apoyaba al Partido Unido de Rhodesia del Sur o a los Tories en Gran Bretaña en realidad pudiera creer que su política sería la mejor para la humanidad, sencillamente no se admitía. Tan fuerte es esta necesidad de creerse mejor uno mismo que, en fecha tan reciente como 1992, después de todas las tormentas de asesinato, tortura, deliberado genocidio a cargo de comunistas, una roja me lo reprochó diciendo: «¿Cómo puedes dar la espalda a la Verdad? Creía que eras una buena persona».

En tercer lugar, formábamos parte de una familia que abarcaba el mundo entero. «Un comunista puede llegar a cualquier país e inmediatamente se encontrará en casa, con gente que piensa lo mismo, con los mismos ideales». Una emoción tentadora para gente alejada de sus familias, o desplazada… y hoy en día la mayoría lo son. Oí exactamente lo mismo de boca de un amigo musulmán. «Un musulmán puede ir por todas partes del mundo e inmediatamente se encuentra con gente que piensa exactamente lo mismo: no olvides que el Corán es la estructura mental y espiritual para cada musulmán, y las historias y las figuras sagradas e históricas del Corán las comparten el emir de Kuwait y el pobre obrero que cava la zanja en Indonesia».

En cuarto lugar, un comunista siempre sería mejor que cualquier otra persona, trabajaría más duro, estudiaría más, tendría en cuenta a los otros, siempre estaría dispuesto a hacer el trabajo desagradable, tanto por responsabilidad humana como para captar gente para el Partido Comunista, que personificaba ahora, y personificaría en el futuro, las mejores cualidades de la humanidad. Esta estructura mental es religiosa. En Occidente, el cristianismo ha modelado nuestro pensamiento durante dos mil años. La pobre humanidad vive en un valle de lágrimas y sufrimiento (el capitalismo), pero un redentor (Cristo, Lenin, Stalin, Mao, etc.) la salva, y después de un periodo de dolor y confusión (el purgatorio) habrá un cielo donde se acabarán todos los problemas. (El Estado perecerá, la Justicia reinará).

Era un crucial artículo de fe el de que los grandes hombres (o mujeres) no influían en las corrientes de la historia. He olvidado qué categoría se le daba a este error en particular. ¿Una desviación de izquierdas? ¿Una distorsión pequeñoburguesa? Subrayo, por lo que tiene de significativo, que esto tenía lugar en la época de Stalin y Hitler y Mussolini. Por no hablar de Churchill.

Creíamos que no habría nunca más guerras nacionalistas o guerras religiosas. El nacionalismo era obviamente algo del pasado. Lo mismo la religión. Solíamos felicitarnos mutuamente: por lo menos no volveremos a ver una guerra religiosa, o una guerra nacionalista.

Se suponía que creíamos —era «la consigna»— que el interés por las emociones o motivaciones de la gente era «freudiano» y reaccionario.

Sólo la literatura «proletaria» era «correcta».

Dábamos por descontado que cuando la clase trabajadora —o los negros o cualquier otro grupo en situación desventajosa— tomara el poder, sólo la inspirarían los más puros y desinteresados ideales. De todos los absurdos en que creíamos éste quizás era el peor. Si alguien osaba mencionar la «naturaleza humana», razonábamos pacientemente con él, le explicábamos que no había comprendido los poderes regeneradores y transformadores del Comunismo.

La idea básica, la que apuntalaba a todas las restantes, que dábamos por sentada, y que ni siquiera se discutía, era la de que el capitalismo estaba condenado, la Historia lo había expulsado. Esta guerra terrible era creación del capitalismo: el capitalismo significaba guerra, el socialismo era inherentemente pacífico. El capitalismo había generado la última guerra, y las grandes depresiones económicas de Gran Bretaña, Europa, Norteamérica: la depresión había formado a la mayoría de la gente que acudía al Club de la Izquierda. Cuando tuvimos una charla sobre la Depresión, los oradores y la mayor parte del público hablaron a partir de su propia experiencia en el paro y los tiempos difíciles, y una apasionada discusión se prolongó hasta la medianoche, al estilo de lo que hoy denominamos aportar testimonio: «Atestiguo que así era». Los libros que todos habían leído eran Las uvas de la ira, Amor en el paro, Qué verde era mi valle, obras de teatro como Esperando a Lefty, y las obras de Lillian Hellman. Cantábamos:

Once I built a rairoad, now it’s done

Buddy, will you spare a dime?.

Los resultados físicos de la Depresión en Gran Bretaña fueron evidentes para cualquiera que hubiera visto a los de la RAF llegando a la Colonia: los oficiales eran de buena estatura o más altos que los de otros rangos, que eran el producto de una dieta de pan y margarina y mermelada y té fuerte. El capitalismo era asesino, y no había nada más que decir al respecto.

Sabíamos que todos los que estaban relacionados con los negocios, de cualquier tipo, eran moralmente inferiores. «Hombre de negocios» era una expresión de desprecio. El retrato de la familia Wilcox en la novela Howards End, de E. M. Forster, es explícito: bárbaros toscos e hipócritas. Igual que mi retrato de Richard en El cuaderno dorad o (The Golden Notebook). Opino que esta actitud la reforzaba el desprecio aristocrático inglés por el «comercio», que se había filtrado hasta llegar a niveles muy distantes de sus principios. No obstante, «negocios», comercio, capitalismo en pocas palabras, eran, para nuestro canon, necesarios y buenos en ocasiones. No recuerdo que hiciéramos ninguna tentativa para reconciliar, ni siquiera discutir, estas «contradicciones».

Las ideas más poderosas son las que se dan por sentadas. Cuando la gente dice hoy: Pero ¿cómo pudiste seguir con el comunismo, con la Unión Soviética, conociendo la situación allí?, se olvida que en nuestro pensamiento no había alternativa al comunismo, o socialismo. El capitalismo estaba muerto, sólo era cuestión de tiempo. El futuro era socialista, era comunista. Cualquier «error» que cometiera la Unión Soviética —el gran ejemplo— se enderezaría, eran meros baches en la carretera socialista.

Entramos en las regiones dudosas y nebulosas del «Tú sabías lo que estaba pasando». En aquel país, Rhodesia, nuestro desprecio por la prensa era total. Sus actitudes hacia la cuestión clave, el trato de la población negra, eran sencillamente absurdas. Cinco minutos con el Rhodesia Herald bastaban para devolvernos la fe en nuestras ideas. Cuando utilizábamos la frase «las mentiras de la prensa capitalista» teníamos buenas razones. Cuando la gente de Gran Bretaña hablaba de «la prensa capitalista», se refería a periódicos que habían apoyado la traición al gobierno español legítimo, la pasividad cuando Hitler se hizo con el poder, las equivocaciones o mentiras sobre el trato de Hitler hacia los judíos.

Cuando la gente hablaba de las purgas y las colectivizaciones, y los millones de muertos que habían producido, no nos creíamos las cifras. La prensa capitalista intentaba ensuciar el naciente paraíso comunista, y aquí se acababa todo.

Ahora creo que todo esto está fuera de discusión. Ya he conocido a un buen número de personas que han pasado por este proceso, primero devoción comunista, luego diversos grados de duda, tipificados por Arthur Koestler como «monedas que van cayendo de una en una del bolsillo» (es interesante esto, las monedas equivalentes a las ideas), luego tristeza o depresión, luego pérdida de fe. Puede llevar mucho tiempo. Pero ¿por qué?… ésta es la cuestión. Hay personas —pero esto tiene que ver con cierto tipo de personalidad— que pasan por una repentina conversión a lo contrario, se despojan de ideas (quizás la palabra correcta sea «emociones») comunistas de la noche a la mañana. Son pocos. La mayoría ha ido despacio y ha salido del comunismo, ha salido «del Partido». Para algunos no fue doloroso. No lo fue para mí. Lo que me dolía más eran calificativos como «chaquetera» y «renegada»: un arma poderosa, ciertamente. Pero nunca me entregué con todo mi ser al comunismo. Lo veo cuando me comparo con quienes lo hicieron. Las figuras trágicas eran aquellos chicos y chicas muy pobres que encontraron en el comunismo una esperanza, una forma de vida, una familia, una universidad… un futuro. Algunos provenían de pobres familias del East End de Londres, y se enrolaban en la Joven Liga Comunista. Para ellos el comunismo lo era todo, y cuando perdían la fe se veían privados de lo mejor de la vida. Algunos murieron. Otros sufrieron serias depresiones nerviosas. Nunca volvieron a ser —auténticamente— los mismos.

Habría que formular la pregunta de la siguiente manera: si una persona abraza una fe —política o religiosa— deponiendo la individualidad en un acto espiritual de sumisión a la autoridad, ¿cuánto se tarda en recuperar la autonomía emocional? (Deliberadamente no digo «intelectual»). Tiene que existir alguna ley psicológica que lo determine, y que no tiene nada, o poco, que ver con la razón, con el nivel racional de una persona. En mi caso me costó años despojarme de todo ello, y no me había entregado en cuerpo y alma, a diferencia de otra gente a la que conocía… y unos pocos aún están allí. Para mí ésta es la auténtica pregunta, que aún espera respuesta. Una persona dice: lo dejé cuando la Unión Soviética invadió Finlandia… por el pacto Hitler-Stalin… por la represión del levantamiento de Berlín… por la invasión de Hungría… porque supe la verdad sobre las purgas y la colectivización. Pero mientras tanto están sujetos a esa ley psicológica, sea cual sea.

A la larga lo que influyó más que todas estas actitudes, algunas definidas y debatidas, otras implícitas, fue algo más persuasivo que las englobaba a todas: el clima de opinión creado por la Revolución de 1917, y que ha seguido hasta hoy, la Unión Soviética como idea, como el gran ejemplo. Una generación, dos, tres, en Occidente, han heredado una actitud hacia la Unión Soviética que parece capaz de sobrevivir cualquier número de «revelaciones». Exactamente en la época en que Gorbachov explicaba a todo el mundo la quiebra de la Unión Soviética, literal y moralmente, un grupo de jóvenes se manifestaba delante de un teatro en Londres por considerar la obra «antisoviética». Pero las revelaciones de la obra eran suaves comparadas con las verdades que surgían de los debates en su Alma Mater. Cuando la Unión Soviética invadió Afganistán, hubo muchos periódicos que no lo criticaron, y muchos de ellos no empezaron a hablar de las atrocidades soviéticas en aquel país hasta que la propia Unión Soviética las criticó. Este fenómeno, el mito perdurable, persuasivo del papel de la Unión Soviética como faro y guía para toda la humanidad, se puede estudiar muy bien en la historia de la invasión soviética de Afganistán y la respuesta a ella de los medios de comunicación social.

A nuestro pequeño grupo, en 1943, 1944, las «contradicciones» —una palabra que utilizábamos constantemente— internas empezaron a resquebrajarlo casi tan pronto como se creó. Frank Cooper era la levadura destructiva, Gottfried y Ken, tras dictaminar que nuestro nivel de conciencia política era deficiente, dijeron que teníamos que adquirir más educación política. Frank despreciaba la teoría, y se fue, llevándose a los canmaradas de la RAF, es decir, los que habían empezado con nosotros. Costó tiempo darse cuenta de otra razón. La mayoría habíamos llegado al socialismo a través de la literatura —clases nocturnas, aventuras personales e íntimas con los libros—, en cualquier caso, empapados de la Gran Tradición, que allí era europea, no meramente británica. En pocas palabras, el lenguaje y los lemas del comunismo cada vez nos parecían más infantiles, aunque no lo dijéramos. Dos años después de la creación del grupo, la mayoría de sus miembros eran nuevos, y pronto la propia organización se dividió. Lo que no quiere decir que no nos consideráramos comunistas. Habían destinado a Frank Cooper de nuevo a Inglaterra, según él por sus opiniones políticas: tal vez sí, tal vez no. Algunos pilotos habían finalizado su instrucción y se habían ido: habían llegado otros. Muchos refugiados, dada la pobreza intelectual de Salisbury, asistían con interés a las reuniones de Relaciones entre Razas y del Club de la Izquierda. Para abreviar: sólo se habían quedado unos pocos de los fundadores.

Hoy me gustaría tener fotografías, pero estábamos demasiado ocupados y, en cualquier caso, nos sentíamos por encima de semejantes actividades pequeñoburguesas. Puedo imaginarlo: «Me gustaría tomaros una fotografía, ¿os importa?». Menudas burlas, menudos sarcasmos. Además, la fotografía podía caer en manos de la CID. Todos estábamos paranoicos… aunque no dejaba de resultar placentero: confiere importancia pensar que los servicios secretos se preocupan por las actividades de uno.

Nada de fotografías. No obstante, me vi en una no hace mucho tiempo. En una reunión multitudinaria en Londres, he olvidado a propósito de qué, allí estaba ella, avanzando por el pasillo, una mujer que vibraba de energía física y de la confianza que nace de sentirse en pleno dominio de una misma, ojos oscuros, pelo oscuro y boca roja, cuando el lápiz de labios estridente volvía a estar de moda. Llevaba un montón de folletos y los repartía junto con la gente joven que iba con ella. Emanaba la combatividad del polemista. A una palabra se enfrentaría con su oponente, los ojos clavados en un invisible apuntador, y datos y cifras irrefutables saldrían raudas de su boca con la fuerza de la pura convicción. Su sinceridad era perfecta. Allí estaba ella. Allí había estado yo. Era miembro de algún grupo fascista y se había personado para interrumpir y chillar. No, no estoy diciendo que los comunistas sean lo mismo que los fascistas, Dios me libre. Nosotros creíamos en la infinita capacidad de perfeccionamiento de la humanidad, el inminente triunfo de la bondad y del amor: nuestro mito era igual al religioso, por lo que ¿cómo podíamos ser iguales a los racistas, cínicos y opresores? Cuando los jueces celestiales digan: «Bien, en realidad las atrocidades, los asesinatos y la destrucción provocada por los comunistas fueron más que las de los nazis y de los fascistas», ¿pondrán en nuestro plato de la balanza aquel peso grabado con un Buenas Intenciones? Interesante tema de debate…

Nuestros corazones se henchían permanentemente de piedad por el mundo. Cualquier momento libre entre reuniones o durante la venta de periódicos o el «trabajo» de «contactos» con alguien, lo aprovechábamos para sentarnos en un café barato, hablando de maravillosos futuros, alimentados nuestros sueños por la pura rabia que sentíamos a causa de aquella terrible guerra que se podía haber evitado. Y, en cualquier caso, «defendíamos lo malo en contra de lo peor». Muy pronto ya no habría más guerra: como nuestros padres, como mi padre, creíamos que esta guerra tenía que ser la última porque la guerra se consideraría —finalmente— muy destructiva. Veíamos a un niño negro en harapos paseando por la acera, mirando dentro a las sorprendentes riquezas de aquel lugar donde se comía, y nos tranquilizábamos mutuamente diciendo que muy pronto niños así ya no existirían. Vivíamos de heroicos mitos y fantasías. La Toma de la Bastilla… Sólo muy recientemente ha salido a la luz que en su interior sólo había siete personas y las trataban bastante bien; nosotros nos imaginábamos trepando por sus sombrías paredes, para liberar a los hambrientos prisioneros. La Toma del Palacio de Invierno: nos identificábamos con heroicos revolucionarios, no con una chusma que se embriagó con los vinos de la bodega. De la Europa nazi nos llegaban historias de heroica resistencia, valientes palabras dichas en el patíbulo, fugas a Suiza en pos de la libertad, hazañas de la Resistencia francesa. Yugoslavia era un potente símbolo: sabíamos que Tito, rechazado por el Gobierno británico pero reconocido por Churchill, llevaba a cabo una heroica guerra tan pura y tan noble como la Batalla de Inglaterra. De los mitos que nos alimentaban, sólo la Larga Marcha ha quedado sin mácula.

Algo más se inició desde el comienzo, tan lentamente en nuestro orden que apenas nos dimos cuenta. Cuando yo vendía el Guardian por el barrio de color, una vez por semana, me veía inmersa por las tardes en el mundo de los pobres de misericordia, en las calles y los patios llenos de personas indiferentes, borrachas, desmoralizadas. Agarraban los periódicos como si fueran billetes para la tierra prometida… Norteamérica. Un hombre enfermo, los ojos llenos de pústulas, está sentado al sol, agarra mi falda. «Missus, missus, siéntese y rece conmigo, siéntese y rece». Pero yo no creía en la oración. «No creo que le ayude mucho», le digo, cariñosa, simpática. «Pero hablaré con mi amiga Mary del Comité Religioso… le visitará». «¿Cuándo me visitará?» «Pronto». «Dígale que venga pronto, estoy enfermo».

En una pequeña ciudad todos los miembros de las organizaciones «caritativas» —una palabra aún por nacer— se conocían mutuamente. Puede que fuéramos rojos y revolucionarios, y que contaran historias sobre nosotros que podían erizar los pelos a los probos ciudadanos, pero algunos británicos también formábamos parte de la red de asistencia social. Es decir, informalmente. Cuando me iba de aquellas calles pobres y tristes, solía pasarme un par de horas al teléfono llamando al departamento de asuntos sociales, a varias iglesias, a los departamentos de educación y vivienda y salud. «Hay una mujer con tres hijos, su marido la ha abandonado, ¿creen que podrían…?» «Podemos. ¿Cuál es el número de la casa? Muchas gracias». «Hay un niño de color en el número 43 de Selous Court que no va a colegio». «Ah, ¿eres tú, Tigger? Déjalo en mis manos».

Cuando vendíamos el Guardian en el barrio de color no lo cobrábamos y recibíamos críticas dentro del grupo.

«¿Desde cuándo nos dedicamos a las obras de caridad, camaradas?»

«Por el amor de Dios, ten corazón, camarada, a veces me das asco».

Este camarada solía ser Gottfried. La personificación de la fría, cortante, lógica marxista, con su frase predilecta: «Y ahora analicemos la situación». Sus análisis por lo menos tenían la virtud de poner al descubierto una situación, e incluso hoy, bombardeada de información o retórica me encuentro a menudo evocando el fantasma de aquella voz, y pienso: Muy bien, de acuerdo, analicemos la situación.

Otro hombre, que no se encontraba entre los fundadores, fue ganándose más y más antipatías. Acababa de llegar de Inglaterra, formaba parte de la burocracia que dirigía uno de los campamentos de la RAF, era un joven alto, delgado, guapo, de quien todas las mujeres nos enamoramos brevemente. Era la esencia del joven héroe obrero. En realidad se trataba de una pose, muy frecuente entonces: era de clase media. Como Gottfried, siempre analizaba las situaciones, y de hecho le nombramos encargado de educación política durante un tiempo. Se presentaba como un fanático, de la progenie de Lenin, era serio, no sonreía, y se sentaba aparte, tomando pulcras notas y consultando a los clásicos, Lenin, Stalin. Solía permanecer sentado escuchando críticamente mientras Gottfried analizaba algo, y luego emitir juicio, no necesariamente a su favor. Hubo una reunión sobre la situación en Sudáfrica; el trato que se daba a los africanos, gente de color e indios, era tan cruel que nos parecía que existía una situación revolucionaria que podía desembocar en breve en un baño de sangre. Podíamos pasarnos todas las noches discutiendo cómo podíamos colaborar en este proceso, «cuando llegue el momento». La Cámara Minera había realizado cierta propuesta para su contingente laboral. Este camarada, John Miller se llamaba, permaneció en silencio durante tanto tiempo que atrajo nuestra atención, y luego: «En situaciones como ésta, camaradas, basta que nos preguntemos ¿Qué quiere la Cámara Minera? ¿Cuál sería su prioridad? Establecer este dato y entonces…». Una pausa, mientras sube la tensión. Ríe descaradamente: «Y, por supuesto, luego nuestra línea tiene que ser la opuesta». Estalla una tormenta de aplausos. Sí, éste era en verdad el nivel de nuestro pensamiento político.

Pero las tormentas de aplausos pronto amainaron. En realidad, aquel joven héroe había entrado cuando todo empezaba a desmoronarse. O por lo menos cambiaba. Ahora veo que si hubiéramos sido un auténtico grupo comunista, en un país comunista quizás, aquel hombre habría puesto contra las cuerdas a Gottfried. Había sido aquella figura siempre recurrente: el segundo de a bordo (tanto por razones de organización como por virtud de su personalidad), que divide la organización. Como Frank Cooper, se habría llevado con él la mitad de los «cuadros», habría formado un grupo rival y calumniado a los que se quedaban atrás. Ken Graham no tomó parte en las luchas por el poder. La suya era la voz de la moderación, aquella persona que absorbe la animosidad y la discordia, que estabiliza a un grupo, a menudo mediante el humor. Era esencialmente una personalidad del Partido Laborista, y de vuelta a Inglaterra ése fue el partido al que se afilió.

Muchos años más tarde conocí a un hombre con mucha experiencia en el proceso de gobierno, y me dijo que se puede apaciguar a la mayoría de revolucionarios ofreciéndoles puestos. Casi todos son gente de capacidad sin estrenar o infrautilizada. No se dan cuenta de que sufren de frustración. El puesto ofrecido debe elegirse cuidadosamente, sin cinismo, dejando espacio para este talento del crítico hacia la reforma útil. Si me hubieran expresado esta idea entonces, la habría arrumbado con una letanía de calificativos despectivos, pero ahora me pregunto si será cierta.

Si hay algo que hoy en día, mirando atrás, no nos pueda dejar indiferentes es la cantidad de desprecio y asco que proyectábamos sobre cualquiera que no fuera de los nuestros. «Quien no está con nosotros, está contra nosotros». La religión una vez más: enraizada en la autocomplacencia de la religión. Los grupos comunistas, de izquierdas, revolucionarios, generalmente legitiman la envidia. Donde se comprueba más fácilmente es en las actitudes hacia el arte y la literatura.

En países con un partido comunista, hay una estructura —mejor dicho, una fórmula— para derribar, destruir, denigrar a artistas reconocidos. Si Thomas Mann o Proust es un lacayo lameculos de la clase dirigente, esto acaba con él… y se abre la veda para las artimañas del crítico, quien a menudo aspira a ser escritor. Los escritores (o pintores) arrinconados son siempre los que aún están en activo, exactamente los de la generación anterior al crítico. Los clásicos están a salvo: se pueden venerar, porque están muertos. Este proceso ha funcionado en un país tras otro en nuestra época. Cuando no hay partido comunista, ningún lugar intelectualmente respetable donde dirigir la envidia, y se da la necesidad de acuchillar y quemar a los predecesores, entonces el descrédito puede adoptar formas nacionalistas. Él —o ella— alborota el gallinero, ha dado la espalda a su tierra natal, porque vive en el extranjero, o (feminista) es un hombre, o (masculino) lo que ella escribe sólo interesa a las mujeres. Otras veces no hay lugar organizado o institucionalizado donde verter la envidia, y entonces el fenómeno se ve en su pura esencia. En ocasiones podemos ver una reseña o una crítica en un periódico o revista escrito por un nombre nuevo, que brilla, arde de odio hacia sus mayores. Es fácil darse cuenta de que esta persona acaba de salir de la universidad; un tío, una tía, un amante, un amigo le ha dado un trabajo, y está embriagado con el poder: los escritores a los que a él o ella le han enseñado a admirar pueden ahora ser dejados por los suelos, demolidos. Probablemente, más adelante, este crítico de tres al cuarto se avergonzará, o se sentirá azorado. La cuestión es que siempre existe, en cualquier cultura donde se elogia a escritores y artistas, un sumidero o un pozo de odio hacia ellos, y gente siempre dispuesta a rebajarlos. Entonces, en Salisbury, Rhodesia del Sur, la plataforma de demolición de los grandes era reducida, en verdad suave, comparada con las de Gran Bretaña, o las enormes de la Unión Soviética. Cierto que Gottfried y el resto nos exhortaban a que admiráramos a Maiakovski y a Gorki, sólo a escritores con antecedentes proletarios, pero el problema era que hablaban a gente formada por la literatura, poco preparada para lanzar anatemas contra sus padres espirituales.

Una escena: hemos estado discutiendo sobre literatura proletaria. Al levantarnos de las sillas, drogados de retórica y humo de cigarrillos, se puede ver que Dorothy sonríe y se dirigirá a Gottfried de una guisa que todos esperamos: «Por lo que se refiere a mí, voy a acostarme pronto y muy posiblemente me lleve Guerra y paz a la cama conmigo». Seguidamente, con suave pero triunfante caída de ojos, se va.

Hoy casi admiro los malabarismos que utilizábamos para admitir a escritores a los que nos enseñaban a despreciar. ¿Lawrence? Bien, era hijo de un minero, ¿no? ¿Eliot? Describía la decadencia de la burguesía. ¿Yeats? Era irlandés, un pueblo oprimido. ¿Virginia Woolf? Era una mujer. ¿Orwell? En aquel tiempo el Partido lo insultaba, porque había contado la verdad sobre España. El problema era que algunos le admirábamos. ¿Cómo le dábamos la vuelta? Lo he olvidado. Pero qué importa, la corrección política, el retoño de la dialéctica marxista, alumbra los caminos del pensamiento.

Una escena: media docena sentados alrededor de una mesa escribiendo cartas para pedir dinero para varias organizaciones que controlamos. Todos nos regocijamos y reímos con nuestras burlas de la gente a la que pedimos dinero, nuestros «respetables patrocinadores». Por ser una ciudad pequeña, nunca hay bastantes filántropos a quienes pedir, por lo que nos canjeamos nuestros patrocinadores como naipes. «Te doy al concejal para Ayuda Médica, si me das al parlamentario Jones para Amigos de». «Entonces quiero al ministro Z». «Pues dame el abogado X». La mayoría aparecía en los membretes de todas las organizaciones. «Le arrancamos un billete de cinco libras la última vez». «Pues que escupa otros cinco. Al fin y al cabo sólo lo hacen para aparecer en el membrete». ¿Qué habían hecho nuestros «respetables patrocinadores» para merecer semejante desprecio? Por definición, era gente de éxito. No eran jóvenes. Lo peor: no eran revolucionarios. Las personas que creían en el triunfo del socialismo o incluso en la posibilidad de conseguir una sociedad justa a través de medios pacíficos eran cobardes lacayos de la clase dirigente, como mínimo.

Unos quince años más tarde, cuando mi nombre figuraba en un membrete como respetable patrocinadora, me encuentro en una oficina y oigo por casualidad a una joven, la tesorera, diciéndole al secretario (hoy un catedrático de resplandeciente respetabilidad), un joven vestido con el uniforme de izquierdas de la época, vaqueros apretados, un jersey demasiado grande con un agujero en el codo, «Ha llegado el momento de que consigamos más dinero de nuestros respetables patrocinadores». Con el mismo desprecio sarcástico.

Edward Upward, un comunista británico, escribió una serie de novelas que ilustran, como en una cápsula del tiempo, no sólo sus experiencias, sino las nuestras… y las de otros miles de grupos. La serie se titula The Spiral Ascent (El ascenso en espiral). En aquellos días aún se creía que vivíamos en una época en que las cosas sólo podían ir a mejor. La humanidad estaba destinada a la prosperidad y al progreso generales… Si eras rojo, esto por definición sólo lo podrían conseguir los comunistas. El primer volumen se titula In the Thirties (En los años treinta). La época en que todo el mundo era comunista, filocomunista, o reaccionaba violentamente contra el comunismo. El segundo volumen se titula The Rotten Elements (Los elementos podridos). La nota del autor dice que intenta «dar una imagen fidedigna de la política y las actitudes del Partido Comunista británico a finales de los años cuarenta». Cerramos el libro pensando que hemos estado leyendo sobre el destino de las naciones, pero en realidad es la historia de un minúsculo grupo de gente aislada en una ciudad de provincias, a cuyas palabras, decisiones, acciones, se les confiere la importancia que tendrían en Moscú. Exactamente: leemos sobre los mismos procesos psicológicos, la misma dinámica de grupo, que hacía y deshacía el Partido Comunista de la Unión Soviética. Héroes y traidores, divisiones y herejías, mártires y conspiraciones e intrigas… todo es lo mismo. El tercer volumen, que no se publicó hasta 1977, se titula No Name But the Struggle (La lucha y nada más). Ya los títulos son un informe condensado del pensamiento socialista de aquella época.