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Cuando mi madre decidió viajar a Inglaterra vía Moscú, a través de Rusia, porque no deseaba exponer a sus hijos de corta edad al calor del mar Rojo, no sabía lo que se hacía: como decía ella a menudo, «¡Si lo hubiera sabido!». Sabía perfectamente que seríamos la primera familia extranjera que viajaríamos de forma normal y corriente desde la Revolución. Sabía naturalmente que resultaría difícil, pero las dificultades existían para superarlas. El viaje resultó horrendo y, contado una y otra vez, se convirtió en el capítulo más vivaz de la crónica familiar. Lo que me contaron y lo que recuerdo no son lo mismo, y el recuerdo más dramático ha desaparecido de mi memoria. En la frontera rusa, resultó que no teníamos los sellos adecuados en nuestros pasaportes y mi madre tuvo que intimidar a un oficial aturdido para que nos dejara entrar. Tanto a mi madre como a mi padre les encantaba este incidente: a ella, porque había conseguido lo imposible; a él, por su gusto por la farsa. «Santo cielo, nadie se atrevería a representarlo en un escenario», decía él, recordando a la tranquila, segura matrona británica, y al zarrapastroso y hambriento oficial que probablemente nunca había visto una familia extranjera con hijos bien vestidos y bien alimentados.
La parte más peligrosa fue al principio, cuando la familia se encontró a bordo de un petrolero por el mar Caspio, que había sido utilizado como portaaviones militar, y el camarote, «no precisamente el tipo de camarote que uno imagina en un crucero», estaba lleno de piojos. Y, probablemente, de tifus, que entonces asolaba medio mundo.
Los padres permanecieron toda la noche velando para que sus dormidos hijos se mantuvieran dentro de los círculos de la luz de la lámpara, pero un brazo, el mío, se deslizó a la oscuridad y fue pasto de los chinches hasta quedar hinchado, rojo y enorme. Miembros de la tripulación compartían regularmente con nosotros el camarote, que era bastante pequeño. A mí me parecía un lugar inmenso, cavernoso, oscuro, lleno de amenazas por el miedo de mis padres, pero por encima de todo, por el olor, la fría peste sofocante y metálica que es el olor de los piojos.
Del Caspio a Moscú tardamos varios días, y así lo contaban luego: «No había comida en el tren y mamá bajaba en las estaciones para comprar a las campesinas, pero sólo tenían huevos duros y un poco de pan. El samovar del pasillo no tenía agua la mayor parte del tiempo. Y teníamos miedo de beber agua sin hervir. Había fiebre tifoidea y tifus y asquerosas enfermedades por doquier. Y cada estación era un enjambre de pordioseros y niños sin hogar, ah, era terrible, y luego mamá se quedó abajo en una de las paradas porque el tren arrancó sin avisar, y nosotros pensamos que ya nunca más la volveríamos a ver. Pero nos dio alcance al cabo de dos días. Hizo que el jefe de estación parara el siguiente tren y se subió a él y nos atrapó. Y todo esto sin saber una palabra de ruso, hay que ver».
Lo que recuerdo es algo distinto, paralelo, pero como si fuera una película antigua, llena de cortes y saltos.
Los asientos del compartimiento, que era como una pequeña habitación, estaban hechos trizas, y olían a enfermedad, sudor y ratones, a pesar de los polvos insecticidas Keating que mi madre esparcía por todas partes. Los ratones se movían veloces bajo los asientos y corrían entre nuestros pies en busca de migajas. No funcionaban las lámparas de las paredes, pero afortunadamente mi madre había pensado en las velas. Por la noche me despertaba y veía cómo aquellas largas y peligrosas llamas pálidas se balanceaban cerca de los oscuros paneles por donde unas grietas dejaban pasar el aire, cálido en el sur, frío en el norte. Mantenía mi cara cerca de ellas, por el olor. Era abril. Mi padre tenía gripe, y estaba acostado en la litera de arriba, alejado de los dos ruidosos niños y sus exigencias. Mi madre estaba aterrorizada: la gran Epidemia de Gripe ya se había acabado, pero sobre la amenaza de gripe aún seguiría hablando la gente durante años. Había pequeñas manchas y salpicaduras de sangre en los asientos, lo que significaba que los piojos habían estado allí. Años más tarde, tuve que pararme a meditar por qué las palabras gripe y tifus me asustaban. Gripe era fácil, ¿pero tifus? Se debía a aquel viaje. Durante años la palabra «Rusia» significó andenes de estación, puesto que el tren paraba constantemente, tanto en apeaderos como en grandes ciudades, durante el largo trayecto de Bakú a Moscú.
El tren crujía y traqueteaba y silbaba y se detenía con dificultad entre masas de gente, y qué gente tan espantosa, que no se parecía en nada a los persas. Iban en harapos, algunos parecían unos bultos de harapos, con calzados de harapos. Niños de afiladas caras hambrientas saltaban hasta las ventanillas del tren y miraban dentro, o levantaban las manos, pidiendo limosna. Los soldados bajaban del tren y hacían retroceder a la gente, sosteniendo sus fusiles como palos para pegar con ellos, y las masas se echaban para atrás al paso de los soldados, pero luego se agolpaban de nuevo hacia adelante. Había gente tendida en los andenes, con las cabezas sobre fardos y contemplando el tren, pero sin esperar nada. Mis padres hablaban de ellos, con voces bajas y ansiosas y había palabras que yo no conocía, por lo que decía constantemente: ¿qué significa esto, qué significa aquello? La Gran Guerra. La Revolución. La Guerra Civil. La hambruna. Los bolcheviques. Pero ¿por qué, mamá?, ¿por qué, papá? Como nos habían dicho que los besprizomiki —las pandillas de niños sin familias— atacaban los trenes cuando paraban en las estaciones, tan pronto como mi madre salía para comprar comida, corríamos el pestillo de la puerta del compartimiento y subíamos las ventanillas. Pero los pestillos de la puerta no eran seguros y atrancábamos la puerta con las maletas. Esto significaba que mi padre tenía que bajar de su alto refugio. Llevaba su pesada y oscura bata, comprada para calentarse en las trincheras, pero debajo de ella se dejaba puesto todo su equipo y aparejos para la pierna de madera, a fin de poderse vestir con rapidez. Mientras, el pálido y cicatrizado muñón a veces asomaba por la bata, porque, bromeaba él, tenía vida propia, no sabía que era tan sólo parte de una pierna, y en momentos de necesidad, como cuando mi padre se agachaba para abrir la puerta del compartimiento y dejar entrar a mi madre —triunfante, enseñando sus compras, un par de huevos, un trozo de pan— intentaba comportarse como una pierna, instintivamente adelantándose para aguantar el peso. Los dos niñitos, asustados, contemplábamos a nuestra madre afuera entre aquellas multitudes terribles, mientras ella daba el dinero a las campesinas para conseguir los huevos duros, las medias hogazas de un producto duro y agrio que se llamaba pan. Según contaban, pasamos hambre porque no había suficiente comida, pero yo no recuerdo haber sentido hambre. Sólo miedo y angustia, al mirar a aquellos enjambres de gente, tan extraña, tan distinta a nosotros, y a aquellos harapientos niños que no tenían padres ni nadie que los cuidara. Cuando el tren reanudaba la marcha, los soldados se subían, agarrados a lo que habían conseguido comprar a las mujeres, y luego se daban la vuelta para apuntar con los fusiles a los niños que corrían detrás del tren.
Según contaban, nos distraíamos con cuentos, jugábamos con plastilina, dibujábamos con tizas, contábamos los postes del telégrafo y jugábamos al «espía» por las ventanillas, pero lo que recuerdo es el tren traqueteando al entrar de nuevo en otra estación —¿no sería la misma?—, la harapienta gente, los harapientos niños. Y una vez más mi madre fuera, entre ellos. Y luego, cuando el tren arrancó, no apareció en el pasillo delante de nuestro compartimiento, mostrándonos lo que había comprado. Se había quedado abajo. Mi enfermo padre se irguió en un rincón y no dejó de repetir que no pasaba nada, ella llegaría pronto, no había de qué preocuparse, no lloréis. Pero estaba preocupado y nosotros lo sabíamos. Fue la primera ocasión en que comprendí el desamparo de mi padre, su dependencia de ella. No podía saltar del tren con su pata de palo y abrirse paso entre las multitudes en busca de comida. «Tenéis que compartir un huevo y queda un poco de uva, pero esto es todo». Ella tenía que reaparecer, tenía que hacerlo, y lo hizo, pero dos días más tarde. Mientras, nuestro tren había aminorado muchas veces la marcha, crujiendo y chirriando, y de nuevo las estaciones, los apeaderos, las multitudes, los besprizorniki, los soldados con fusiles. No recuerdo haber llorado ni haberme sentido aterrorizada, todo esto ha desaparecido, sino el áspero contacto de la bata en mi mejilla al sentarme en la rodilla buena de mi padre y contemplar las caras hambrientas por la ventanilla, mirando dentro. Pero yo me sentía a salvo en sus brazos.
Una niñita en un asiento de tren con su osito y la maletita de cartón que contiene el vestuario del osito. Le quita la ropa al osito, la dobla así, saca otro conjunto de la maleta, viste al osito, le dice que se porte bien y permanezca sentado y sin moverse, le quita este conjunto al osito, lo dobla, extrae de la maletita un tercer conjunto de pantalones y chaqueta, coloca en la maleta la ropa que le ha quitado, perfectamente doblada, viste al osito. Una y otra vez, ordenando el mundo, manteniendo el control sobre los acontecimientos. Ves, eres un buen osito, guapo y pulido.
De Moscú proviene uno de mis recuerdos tempranos más potentes. Me encuentro en el pasillo de un hotel, delante de una puerta cuyo pomo queda muy por encima de mi cabeza. El techo es muy alto en este lugar, y las largas y brillantes puertas están situadas a lo largo del pasillo, y detrás de cada puerta hay un misterio aterrador, gente misteriosa, que sale repentinamente de una puerta o pasa rápidamente por delante de las puertas cerradas y desaparece, o llega por el recodo del pasillo y luego se esfuman por una puerta. Golpeo con los puños nuestra puerta, y lloro, y grito. Nadie aparece. No aparece nadie durante lo que me parece una eternidad, pero no debió de ser así, la puerta debió de abrirse pronto, pero mi pesadilla es verme con la puerta cerrada, yo sola ahí fuera, ante la alta puerta implacable y brillante. Esta puerta cerrada se encuentra en mil cuentos, leyendas, mitos, la puerta de cuya llave alguien carece, la puerta que abre paso a… pero ésta es la cuestión, supongo. Probablemente esta puerta cerrada se encuentra en nuestros genes, no me sorprendería, y se encuentra en mi memoria para siempre, mientras me levanto, como Alicia, intentando alcanzar el pomo.
Y luego estamos ya en Inglaterra. Uno se podría preguntar por qué ninguno de los recuerdos «agradables», como instantáneas, de la bonita Inglaterra, malvalocas, jardines de casas de campo, una casa de campo con tejado de paja, estanques marinos rocosos, es tan potente como los recuerdos de la sombría Inglaterra: ganglios de negros raíles mojados, lluvia que se desliza por frías ventanas, pálido pescado muerto sobre tenderetes callejeros, animales muertos sangrando en grandes garfios de hierro en las carnicerías. Llegué a conocer a la madrastra de mi padre, según decían ellos, y hay una fotografía mía sobre sus rodillas, pero ni siquiera surge a la superficie un recuerdo deducido. Conocí al padre de mi padre, que tras la muerte de su esposa Caroline, aquel mismo año, estaba a punto de casarse con su novia de treinta y siete años: probablemente, como todas aquellas mujeres, había perdido a su amor en las trincheras, y casarse con un anciano era la única oportunidad de boda que tenía al alcance.
Siguieron todo tipo de visitas y cortos desplazamientos, pero a los niños se les lleva de acá para allá como paquetes. Una tal Miss Steele ayudaba con los niños, y es ella la que me procura el recuerdo más vivo de aquellos seis meses. Una habitación de hotel. Una vez más atiborrada de muebles, enormes, que dificultan los movimientos. Dos grandes camas, la mía y una amplia cuna. La llama en la pared, de gas, es peligrosa, y hay que vigilarla, como a una vela, a pesar de que no se puede apagar como una vela, y proyecta una luz estriada en aquella habitación llena de un aire grisáceo. Una lluvia oscura se desliza por los cristales sucios. Hace frío. El fardo de lana húmeda que es mi hermano hace un ruido monótono con la nariz desde su cuna. Miss Steele nos ha ordenado no mirar mientras se viste. Miss Steele es tan alta que parece tocar el techo, y tiene torrentes de pelo oscuro sobre sus hombros, sobre la frente y por la espalda. Lleva brillantes sostenes rosados, y su pálida carne protuberante se entrevé a través del pelo, y más abajo, en los muslos. Veo cómo brillan los ojos curiosos de mi hermanito, luego los cierra muy fuerte, simulando estar dormido, luego vuelven a brillar. Miss Steele levanta los brazos para pasarse un camisón blanco por encima de sus matas de pelo. Bajo sus brazos hay sedosas barbas negras. Me siento mareada de curiosidad y asco. Me envuelven el olor de suciedad y el olor de falta de higiene de Miss Steele, agrio y metálico, el olor de lana húmeda de mi hermano, y mi propio olor seco y cálido que sube en oleadas cuando levanto las mugrientas mantas y husmeo. Los olores de Inglaterra, los olores de la húmeda, sucia, oscura y desmañada Inglaterra, los olores de los ingleses. Añoraba Persia y la limpia y seca luz del día, pero no sabía qué me pasaba, puesto que los niños están tan inmersos en lo que les rodea, obligados siempre a mantenerse erguidos y portarse bien, que aún no saben lo que es sentir nostalgia por un lugar. O así me lo parece. O quizás lo que añorara era a mi amor perdido, el viejo gato. Mucho tiempo después, me encontraba en Granada, en España, y vi las montañas que la rodeaban, coronadas de nieve, y olí el limpio aire soleado, y volvió a mí Kermanshah, de repente: así había sido.
Pero la pregunta sigue ahí: ¿por qué no recordar con la misma intensidad las festivas meriendas en el campo de heno, o los salubres castillos de arena, o los cariñosos brazos de tía Betty y de tío Harry Lott?
Un pequeño recuerdo, ciertamente pintoresco, es distinto al resto de los recuerdos ingleses. La tira de dibujos de un periódico, sobre las aventuras de Pip, Squeak y Wilfski, que debió de ser de las primerísimas tentativas de propaganda anticomunista. Wilfski, un villano con patillas parecido a una cucaracha, se basaba en Trotski. Siempre tenía una bomba en la mano, amenazando con volar algo o a alguien. Estaba diseñado para inspirar temor, horror, y lo conseguía.
Cuando salimos de Inglaterra hacia África, el padre de mi padre, el viudo, estaba enfundado en su grueso traje de lanilla en una oscura sala con un gran reloj de pared que hacía tic-tac justo detrás de él, y lloraba, y en su larga barba blanca se veía un hilo de mocos. En esto precisamente se había de fijar el niño, porque los primeros años de los niños se dedican a dominar y ordenar lo físico: mocos, caca, pis, una cárcel de la que luchan por escapar, y en la que no volverán a entrar hasta que sean viejos. El anciano lloraba, su corazón estaba roto, no había visto a su hijo y a la esposa de su hijo durante cinco años, y acababa de conocer a sus nietos, pero ahora partían hacia África como los misioneros, para los que su iglesia recogía fondos a fin de que convirtieran a salvajes que incluso podían ser caníbales. Ellos afirmaban con ligereza que volverían al cabo de otros cinco años. Él lloraba y lloraba, y su nieta sintió náuseas ante su visión y no permitió que la besara. Y quizás él también llorara porque la familia no aprobaba su matrimonio con Manan Wolfe, «una chica a la que dobla en edad».
Las últimas semanas antes de abandonar Inglaterra fueron un torbellino de compras de las cosas que mi madre precisaba para la vida que ella creía que le esperaba. Se guiaba por folletos e información de la Exposición del Imperio, por cuya instigación se dirigían a Rhodesia del Sur, donde al cabo de cinco años se habrían hecho ricos cultivando maíz. Para mi padre, ésta era su oportunidad para convertirse en lo que siempre había querido ser, desde su infancia campestre entre hijos de labradores de los alrededores de Colchester. Y habían existido labradores en su familia. Pero él nunca había tenido dinero para dedicarse a la labranza. Claramente, cuantas más Exposiciones celebra un país, mejor. Aquella Exposición del Imperio de 1924, que atrajo a mi padre a África… cuántas veces me la he encontrado en memorias, novelas, diarios. Cambió la vida de mis padres y marcó el curso de la mía y de la de mi hermano. Como las guerras y las hambrunas y los terremotos, las exposiciones configuran futuros.
Aparte de comprar en Harrods, Liberty’s y los Almacenes de la Marina y el Ejército, les sacaron la dentadura a los dos. Así lo recomendaron el dentista y el médico. Los dientes eran la causa de innumerables enfermedades y calamidades, a nadie le servían de nada y, además, no habría ningún buen dentista en Rhodesia del Sur. (No era cierto). Esta salvaje automutilación era corriente en aquella época. «Seguimos alumbrando velas en las iglesias y consultando a los médicos», Proust.
La familia permaneció en la cubierta del barco alemán y vio retroceder las blancas costas de Inglaterra. Mi madre lloraba. La desolación y la separación se instalaban en mi corazón, pero no podía ser por Inglaterra por lo que yo lloraba, puesto que la odiaba. Mi padre tenía los ojos húmedos, pero le pasaba el brazo por los hombros y le decía: «¡Vamos, vamos, que eres una sentimental!». Y la alejaba de la visión de los acantilados que iban quedando atrás y la hacía entrar.
En cubierta también estaba, aparte de mi hermanito, Biddy O’Halloran, que iba a ser nuestra institutriz. Lo que sé de ella básicamente me lo han contado. Era irlandesa. Una «emancipada», «de los años veinte», joven y pizpireta. No respondía exactamente a lo que mis padres habían esperado de ella. ¿Por qué? Llevaba el pelo a lo garçon, se maquillaba y fumaba y estaba más que interesada en los hombres. Más tarde mi madre sintió remordimientos porque le había puesto las cosas difíciles a Biddy. Pero esto fue cuando también ella empezó a fumar, se cortó el pelo y se pintó los labios. «Me pregunto qué habrá sido de ella», puesto que Biddy claramente encontró la experiencia tan descorazonadora que nunca nos escribió. Más tarde se casaría con un noble y figuraría en los ecos de sociedad.
Pero fue sólo una más de las muchas personas que ya habían aparecido en mi vida y desaparecido luego. Conocidos, amantes, amigos, íntimos… desaparecen. Adiós. Hasta otra. Á bientót. Poka. Tot siens. Arrivederci. Hasta la vista, Aufwiedersehen. Do svidania. Así vivimos ahora.
Fue un largo viaje, semanas y semanas. Un barco lento. ¿Por qué un barco alemán? Quizás mi padre pusiera en práctica su sentimiento de camaradería con los soldados alemanes abandonados por su gobierno, exactamente como los «tommies» ingleses y los «poilus» franceses.
Mi padre estuvo mareado durante casi todo el trayecto hasta Ciudad del Cabo, y luego Beira. Mi madre disfrutó de cada momento. Debió de ser la última ocasión de su vida en que se divirtió jugando a las cartas o al bridge, vistiéndose de gala y bailando, asistiendo a conciertos… Todo lo que ella consideraba su mundo, su estilo.
En este barco me sentí humillada. Fui muy desgraciada. En primer lugar estaba el capitán, el compinche de mi madre, desde que coincidieron en cubierta cuando el resto de la gente se encontraba en sus literas mareada por una tempestad de fuerza 9, y surgió entre ellos una amistad de burlona camaradería. Bromas, tomaduras de pelo, enredos, burlas mutuas. «Costillear». (¿Esta expresión proviene de la tortura de las cosquillas, grandes manos pellizcando costillas?) Era un regocijo de los más sanos comparado con sus abundantes bromas pesadas. Un día en que yo iba vestida con mi traje de gala, me invitó a sentarme sobre un cojín en el que había colocado un huevo, jurando que no se partiría. Como era obvio que se rompería, yo no quería sentarme. Mi madre dijo que tenía que ser una buena chica. Me senté sobre el huevo y se reventó debajo de mí y me estropeó el vestido mientras el capitán se partía de risa y daba bandazos por el lugar. Yo no sólo estaba furiosa, sino que me sentía traicionada. A mi padre le preocupó, pero ser una buena chica, debió de pensar, era lo más importante. Cuando atravesamos la Línea del Cabo, me lanzaron al agua, a pesar de que no sabía nadar, y me pescó un marinero. Siguieron otras cosas por el estilo, y me pasé el viaje permanentemente enfadada y con pesadillas. Creo que mi madre se divertía tanto que su habitual y obsesivo cuidado de sus retoños se tomaba vacaciones, puesto que no era una persona que pensara que las pesadillas eran una tontería… si se lo decían. Además, ¿acaso no estaba allí Biddy para cuidar de nosotros?
Se me ocurre que, cuando mi madre se hizo tan amiga del capitán alemán, confluyeron dos afluentes de un río. Las tomaduras de pelo, el «costilleo», las bromas y la guasa provenían de las escuelas privadas inglesas que ella tanto admiraba, inspiradas originalmente por las escuelas de élite prusianas donde era habitual la crueldad con los niños. Apenas era verosímil que el capitán hubiera sido un miembro de la élite prusiana, pero estos ejemplos de buen vivir se contagian. Y ¿acaso era cruel mi madre? No, en absoluto. Pero todos podemos hacer lo que sea, si eso es lo que se lleva. Bueno, casi todos.
Al atardecer, ella se ponía sus elegantes vestidos y se iba a cenar a la mesa del capitán, a fiestas, a bailes, a las búsquedas del tesoro. Lo mismo hacía Biddy O’Halloran. A los niños nos encerraban en los camarotes y nos decían que nos portáramos bien. Mi hermano, como siempre obediente, dormía. Yo quería estar donde tenía lugar la diversión. Pero mi madre decía que las noches son para los adultos y que yo no me divertiría. Pero yo sabía que me gustaría, y ella sabía que me gustaría. La odiaba. De nada servía, la puerta estaba cerrada con llave. Una vez me subí al tocador y encontré unas tijeras de las uñas e hice agujeros en un traje de noche. Con manos tan pequeñas y tijeras tan pequeñas, era difícil manipular en el espeso tejido resbaladizo. El estropicio no debió de ser muy importante, pero es la intención lo que cuenta. Sollozaba y aullaba de rabia. No, la verdad es que no me castigaron. Pero ella montó la típica escena en que, sentándome en sus rodillas, se ponía a hablarme, con su voz baja, temblorosa de reproche, íntima, sobre la necesidad de comportarme bien, y del afecto —el suyo—, y de ser buena.
Y es que, a pesar de todas estas traiciones e injusticias, el tema de la educación no había quedado relegado porque era, a fin de cuentas, el tema principal de mi madre. Los padres sostenían en brazos a sus criaturas y les enseñaban a mirar peces voladores, los colores de los crepúsculos, las trayectorias de otros barcos cuyas chimeneas dejaban estelas de humo que tiznaban los claros cielos, los pájaros posados en el cordaje y en las barandillas, las gaviotas que volaban bajo tras el barco para atrapar las migajas que lanzaban los marineros, la fosforescencia de las olas por la noche, la luz de la luna, y los ejercicios del bote salvavidas… Esto último distaba mucho de ser un ejercicio académico, puesto que su gran amor había sido el joven médico ahogado por falta de un bote salvavidas. Y, como favor especial del capitán, nos bajaron, muy abajo, a través del mundo de brillantes pasillos. Y entonces, de repente, nos encontramos en otro mundo de grasientas escaleras de metal y grandes tuberías negras que recorrían y se retorcían por las paredes de hierro. Mi hermano y yo nos asimos de la mano el uno al otro y nos quedamos mirando abajo desde lo que parecía un andén minúsculo, sólo parte de una salida de emergencia del fondo del barco, donde hombres sucios y medio desnudos traspalaban carbón a las bocas de hornos, una, dos, tres, cuatro… muchas veces, no podíamos contarlas, y las llamas se encabritaban y hacían volar luz roja sobre los desnudos y sudados torsos. Aquellos hombres miraron hacia arriba y vieron a dos pulidos niños, los privilegiados, que los observaban con horror en sus caras, y tras ellos los padres con su ropa cara y limpia, y al propio capitán en la parte del barco donde ellos no esperaban verle. Y balanceaban duramente sus cuerpos al ritmo del trabajo, mientras arcos de carbón negro iban de ellos a las llamas, y luego miraban hacia arriba, y se veían unos blancos dientes en sus severos rostros. Eran como los besprizorniki de los andenes rusos, era el otro mundo, en el que la gente tenía agujeros en sus vestidos y se veían los huesos en las caras. Yo sentía miedo al mirar a los hombres de allá abajo que echaban palas de carbón mientras soltaban sudor, igual que cuando había mirado a través de las sucias y agrietadas ventanillas del tren.
En algún lugar del Cabo, las avestruces corrían con pasos altos por finas arenas con altas montañas muy a lo lejos. Distancia. Las distancias vacías de África. Pero la familia siguió su travesía alrededor de la costa hasta Beira, de lo que no queda nada en mi memoria, ni del viaje en tren hasta Salisbury, ni de la propia Salisbury, que por entonces era una pequeña ciudad que se podía recorrer en veinte minutos, ni del trayecto de treinta kilómetros hasta Lilfordia, donde íbamos a alojarnos mientras escogíamos una granja.
¿Por qué las avestruces y no los carros con bueyes que aún utilizaban por las calles de Salisbury, calles anchas para que los carros pudieran dar la vuelta? ¿Por qué el tren de Rusia pero no el tren de Beira a Salisbury, seguramente igual de exótico? ¿Por qué recordar esto y no aquello? Si de lo que se trataba era de recordar sólo lo desagradable, ¿por qué las avestruces, que eran una pura delicia?
Lilfordia era el hogar de la familia Lilford, que más tarde alcanzarían fama en la Guerra Bosquimana (la Guerra de Liberación), por el jefe Lilford y sus servicios a la causa blanca. Por aquel entonces consistía en varias rondaavels, cabañas de paja sólidas y bien construidas, esparcidas entre los arbustos a las que, nos advirtieron inmediatamente, no debíamos acercarnos sin tomar precauciones, debido a las serpientes. Por el tono en que nos lo decían los adultos —los Lilford— se deducía que no eran más peligrosas que dar un golpe y hacer caer una vela o lámpara cuando jugábamos con excesiva violencia, sólo algo con lo que había que ir con cuidado.
Mi padre nos dejó y se marchó a buscar una granja, creo, a caballo. Por entonces el gobierno blanco vendía tierra a antiguos soldados prácticamente por nada, y el Land Bank apoyaba a esforzados granjeros con préstamos a largo plazo. Empezaría con los trabajos del campo a partir de un préstamo. Mis padres tenían 1.000 libras esterlinas y mi padre recibiría una pensión por su pierna amputada. También tenía derecho a reparaciones gratis de su pierna de madera y, también, a una de recambio. Esto sucedía mucho antes de las piernas milagrosas de hoy, que pueden bailar, trepar, saltar… hacerlo todo como una pierna normal.
Eligió la región de Lomagundi porque era una zona de cultivo del maíz. Era al nordeste de Rhodesia del Sur, una zona muy salvaje y con pocos habitantes, y se extendía hasta llegar a las tierras altas de Zambesi. Banket, una gran parte de Lomagundi, no sólo producía buen maíz sino que tenía ese nombre porque estaba llena de escollos de cuarzo similares a las formaciones rocosas llamadas «banket» en el Rand del sur. Por tanto, también había minas de oro. Él y mi madre debieron de caer en la cuenta por aquel entonces de que las maravillas seductoras de la Exposición del Imperio tenían muy poco que ver con la realidad. Se habían hecho fortunas con el maíz durante la guerra, pero ahora ya no. Sin embargo, lo que él quería cultivar era maíz. Y aquella área aún estaba «protegida para el asentamiento». Ni se les ocurría que la tierra pertenecía a los negros. Consideraban que les estaban llevando la civilización a los salvajes, porque el Imperio Británico era un adelanto y un beneficio para el mundo entero. Nunca se insistirá lo suficiente, a mi juicio, en el error que supone escandalizarse de ciertas formas de pensar del pasado sin preguntarse, al menos, cuál será el juicio de la posteridad sobre nuestra actual forma de pensar. Existía otra razón por la que la opinión que sobre sí mismos tenían mis padres era semejante a la de los colonos de la costa este de América: estaban colonizando una tierra casi vacía. Cuando los blancos llegaron a Rhodesia del Sur treinta y cuatro años antes, había, según parece, un cuarto de millón de negros en aquella tierra, que tiene las dimensiones, a grandes rasgos, de España. Cuando llegaron mis padres en 1924, había medio millón.
Mi padre se ausentó temporalmente y regresó con la noticia de que había encontrado una granja, es decir, tierra que podría convertirse en una granja: arbustos sin cortar, bastante poco desarrollados, sin nada, ni una casa ni una fuente ni un camino. Mi madre se fue con él para verlo. Los llevó alguien del Departamento Territorial. Mientras, los niños nos quedamos con Biddy O’Halloran en Lilfordia. Fue allí donde alcancé la cima de la maldad infantil. Biddy se alojaba en la misma cabaña donde estábamos instalados mi hermano y yo. ¿Cómo debía de ser compartir el aire y el espacio con dos niños que se pasaban tanto tiempo en el orinal?… porque las enseñanzas sanitarias seguían siendo una prescripción fundamental para la formación del carácter. En la cabaña había dos camas, hechas al estilo de entonces. Clavados en el suelo de barro duro se hundían unos palos cortos bifurcados. Entre estas bifurcaciones se extendían unas varas. Sobre esta estructura cuadrada había piezas enlazadas de cuero de buey. El trenzado sostenía los colchones. Había una gran cuna de metal para Harry. Ni que decir tiene que Biddy sentía predilección por mi hermano, dulce, obediente, encantador, el niñito ideal; también yo le hubiera preferido. Los Lilford tenían dos hijas, para mí muy mayores, de diez u once años, quemadas por el sol, piernas al aire, descalzas, atléticas y delgadas, muy distintas a los niños que yo había conocido. Incluyeron a Harry en sus juegos, pero no a mí. Las consideré bruscas y maliciosas y crueles. Su acento las hacía de difícil comprensión. Las temía. Yo suspiraba por formar parte de sus juegos. «Luego», decían. «Luego». Que quería decir… alguna vez… nunca. El dolor punzante de la exclusión.
Entonces empecé a robar cosas pequeñas, ridículas como cajas de colorete, cintas, tijeras y también dinero. Mentía respecto a todo. Tempestades de infeliz y ardiente rabia, como si el odio me quemara viva. Cuando regresaron mis padres y preguntaron: ¿por qué las tijeras?, les dije que quería matar a Biddy. Ellos sabían que lo que yo necesitaba era la regular rutina del cuarto de los niños, una vida ordenada, pero ¿cómo y cuándo? Para eso tenía que existir una casa, y aún no se había construido. Nos pusimos en marcha en un carro tirado por bueyes por la carretera del norte. La carretera era entonces un camino, y estábamos en enero, la estación de las lluvias, por lo que el camino estaba lleno de barro. Dieciséis bueyes de carga lo tiraban. Dentro había tres adultos y dos niños, y lo indispensable, porque los baúles con ropa elegante, tejidos de Liberty’s para cortinas, pesados cubiertos de plata, alfombras persas, un jarro y una jofaina de cobre, libros, cuadros y el piano, llegarían más tarde, en tren. Pasamos cinco días con sus noches en el carro, a causa de la crecida de los ríos y del mal estado del camino, pero sólo me queda un recuerdo, no de infelicidad ni de rabia, sino del comienzo de un paisaje distinto; una lámpara a prueba de viento que se balancea, se balancea en la abertura trasera del carro, el oscuro despoblado a cada lado del camino, el cielo estrellado. Era un carro con capota, como los de las películas norteamericanas, como los que utilizaron los afrikaners en África del Sur en sus travesías huyendo de los británicos, hacia el norte, hacia la libertad.
De nuevo nos alojábamos en casa de desconocidos, a la manera de los colonos, pagando nuestra estancia, en esta ocasión en una pequeña mina, a unos tres kilómetros de la colina donde iban a construir la casa. Se ocupaban de la mina los Whitehead y era propiedad de la compañía Lonrho. Casi todo, entonces, lo era. Lonrho era la sucesora de la British South África Company, que había ayudado a Rhodes a anexionarse Rhodesia del Sur, y durante mucho tiempo se referían a ella como «la compañía», y no sin afecto. Una vez más, había varias rondaavels, y una cabaña que era la casa central. Más allá de descoloridos vertederos de mina se levantaba la maquinaria de la mina, que parecía un saltamontes. Más allá se encontraba el almacén de la mina y luego el recinto lleno de cabañas de paja. Árboles pawpaw, guayabas, llantenes, caléndulas, cosmos, cañacoros, anémonas y flores de Pascua: éstas eran las plantas que señalaban la ocupación blanca.
Antes de que empezara el cultivo, debían cortarse por lo menos un centenar de acres de árboles, y los tocones debían ser arrancados o quemados. Era necesario comprar la maquinaria agrícola y el ganado. Debían construirse la casa y los «kraals», establos para el ganado, y los cobertizos para la maquinaria.
La granja constaba de más de un millar de acres de jungla, pero existía cierto acuerdo según el cual mi padre podía utilizar tierra contigua, no otorgada por el gobierno, como pasto, y como esta tierra entonces no estaba ocupada, «nuestra» tierra se prolongaba indefinidamente hasta las colinas Ayreshire. No vivía nadie, ni blancos ni negros, en aquella tierra.
Sólo un incidente queda de aquella época, un incidente que se repitió unos meses y al que mis padres se referirían más tarde mirándose mutuamente con aquellas caras atónitas, incrédulas que acompañan tales momentos de reconocimiento: «¡Dios mío, aquella época fue terrible, terrible!». ¿Cómo conseguimos soportarla?… es el mensaje no expresado que acompaña a las palabras. Era la hora de dormir y a los niños, mi hermano y yo y dos más, nos acababan de instalar en un rondaavel, con camas protegidas por mosquiteras. Una chica mayor entró con una vela, y la dejó encima de un bidón de gasolina, por lo que la llama no distaba más que unos centímetros de la mosquitera. Mi madre entró para hacer las comprobaciones nocturnas, vio la vela y se precipitó en la habitación, con una mano agarrada al pecho mientras alcanzaba la vela. Dijo con una voz entrecortada a causa del susto: «¿Qué estáis haciendo? ¿En qué estabais pensando?». Tenía razón. Si yo hubiera sacado una pierna de la mosquitera le habría dado a la vela y la cabaña habría ardido en llamas: era de paja, con paredes de palos y barro. Mi madre se quedó plantada allí, mientras la palmatoria temblaba en su mano y la cera derretida se esparcía. Mientras, la culpable lloraba, al caer en la cuenta de lo que habría podido pasar. ¿Cómo es posible?, siguió diciendo mi madre en voz baja y aterrada. «¿Cómo puede alguien en sus cabales hacer una cosa semejante?» Nunca he olvidado su incredulidad. La gente capaz no comprende la incapacidad; la gente inteligente no comprende la estupidez.
Mis padres no entendían a los Whitehead, los consideraban estirados e insatisfactorios, aunque pronto se familiarizarían con la gente que se dedicaba al campo, se arruinaba, se dedicaba a la minería, triunfaba, triunfaba parcialmente o se arruinaba, volvía a trabajar en el campo, se convertía en propietaria de almacenes mineros… hacía cualquier cosa que le saliera al paso. Como consecuencia de esta vida precaria y atropellada, algunos amasaban fortunas. Otros morían por la bebida. Los Whitehead no eran cultivados en ningún sentido. No sabían nada de la vida de colono. A mi madre no le gustaban, y ellos la debieron de considerar un hueso duro de roer. Por lo que se refiere a mi padre, llevaba la contabilidad de la mina, y lo seguiría haciendo durante un par de años después de haberse establecido por su cuenta. Ya nos preocupaba el dinero. Había algo desagradable en la contabilidad. Mr. Whitehead o era descuidado o fraudulento, y culpaba a mi padre. Lo he contado, con humor, en En busca de un inglés (In Pursuit of the English), pero para mis padres fue el horror máximo, que expresaban exclamando: «¡Dios mío, aquella época fue terrible!». No fue nada divertido vivirlo.
Mi padre cabalgaba todos los días para supervisar el comienzo de la granja, puesto que ya había allí un «capataz», Old Smoke, de Nyasaland, que se había llevado consigo a sus parientes, y buena parte de la mañana se consumía en largas, pensativas consultas entre los dos hombres, que por regla general se sentaban cada uno en un extremo de un tronco cortado. Los dos hombres fumaban: mi padre su pipa, y Old Smoke dagga, o marijuana. Por esta razón le llamaban Old Smoke. Por regla general, mi madre iba andando, para pasar por lo menos parte del día allí, y nos llevaba con ella, por lo que podíamos ver cómo cortaban los árboles, removían las tierras, el nuevo ganado en sus kraals, la excavación de pozos. Excavaron dos pozos donde habían señalado los zahoríes… Entonces todo el mundo utilizaba zahoríes para pozos y, más tarde, para perforaciones. Pero sobre todo nos dedicábamos a contemplar la construcción de la casa. La hierba del vleis para el tejado de paja de la casa aún era tierna, pero las paredes de madera y barro de la casa podían ser ya construidas, y así se hizo. Hablé de este proceso en Going Home, la construcción de una casa a partir de lo que crecía en la jungla, y ninguna casa ha vuelto a tener para mí el íntimo encanto de aquélla. En Londres vivimos en casas donde ha vivido otra gente, y otros vivirán allí cuando nos mudemos o muramos. Una casa hecha de plantas y tierra de la jungla es casi como un abrigo o un vestido, y pronto habrá que renunciar a ella, porque seguramente volverá al descampado, por un incendio, insectos o lluvias pertinaces, mucho antes de que uno muera. Un minuto después de que la hierba estuviera a punto, empezó a construirse el tejado, puesto que la prioridad era huir de los Whitehead.
Todos los vecinos habían advertido a mis padres que habían escogido un emplazamiento que les crearía problemas, en la cima de una colina, lo que significaba que los bueyes tenían que arrastrarlo todo arriba y abajo por las empinadas pendientes. Mi padre lo eligió por la belleza del lugar y, luego, mi madre dio su aprobación. Desde la casa se veía al norte las colinas Ayreshire, por encima de cadenas menores, vleis y dos ríos, el Muneni y el Mukwadzi. Al este, una amplia extensión de tierra acababa con los Umvukves, o el Gran Canal, donde cristalinos colores azules, rosas, morados y malvas iban sucediéndose con los cambios de luz. El sol desaparecía sobre las largas sierras bajas de las montañas Huniyani. En la estación de las lluvias resultaba un monte extravagante, de belleza exuberante, básicamente virgen, pero incluso en los lugares donde había sido talado para hornos mineros, el monte había crecido de nuevo.
Por doquier, entre los árboles, las sierras y los escollos de cuarzo partían el terreno, porque era una región de oro, y en cada escollo de protuberante roca se podían ver las marcas del martillo de un explorador que había dejado al descubierto una costra de oro falso —piritas— o el discreto brillo de mica.
Semanas antes de que se acabara la casa, cuando todavía era un esqueleto de palos clavados en el suelo y luego palos cubiertos por una piel de barro, y más tarde una casa toscamente cubierta de tejado de paja, con agujeros que serían ventanas, mis padres se sentaban encima de bidones de gasolina delante de ella (donde pronto habría mecedoras), y contemplaban las montañas, o el crepúsculo, o las sombras de las nubes, o la lluvia que envolvía o atravesaba el paisaje. Yo me sentaba sobre la pierna buena de mi padre y también miraba.
Cuando la casa estuvo acabada, colgada en la cima de la colina, cortaron unos treinta metros de arbustos al frente, y a cada lado. En la parte trasera, donde estaban el garaje y las cabañas de almacenamiento, habían cortado unos cien metros de árboles aproximadamente. La auténtica jungla, la viva, la jungla llena de animales y pájaros, no quedó, pues, muy alterada durante veinte años, hasta que mis padres se fueron a mediados de la Segunda Guerra Mundial, y era fácil sorprender a un ñu o a un gato montes o a un puerco espín a tan sólo unos metros de la zona que había sido despejada. Dos abruptos caminos llevaban de la casa a los campos delante, y un sendero empinado, a través de espesos árboles y arbustos, hasta el pozo. Bajando por la colina frente a la casa había un gran mawonga, con su pálido tronco marcado por cicatrices de relámpagos, un anciano árbol lleno de abejas y miel. Lo que me impresiona ahora no es lo mucho que nuestra ocupación afectó al paisaje de la granja, sino lo poco que lo afectó. A un lado de la colina estaba el gran campo, el centenar de acres, y había pequeños campos aquí y allá. Kraals de ganado, graneros para tabaco… y la casa de la colina. El pueblo de los labradores, en una colina más baja, se fundía con la jungla, igual que nuestra casa.