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Uno no puede sentarse a escribir sobre sí mismo sin que reclamen su atención preguntas teóricas de lo más aburridas. En primer lugar, nuestra vieja amiga, la Verdad. La verdad… ¿cuánta verdad contar, cuan poca? Parece comúnmente admitido que éste es el primer problema del cronista de sí mismo, y en ambos casos le espera la deshonra.
Decir la verdad sobre uno mismo, si es posible, pero ¿y sobre los otros? Puedo escribir con facilidad acerca de mi vida hasta el año en que dejé Rhodesia del Sur en 1949, porque queda muy poca gente que se pueda sentir herida por lo que yo diga; debo saltarme o cambiar —básicamente un par de nombres— muy poco. En consecuencia, el primer volumen lo escribo sin obstáculos ni bloqueos de conciencia. Pero el segundo volumen, es decir, a partir del momento en que llegué a Londres, será algo distinto, aunque siga el ejemplo de Simone de Beauvoir, quien dijo que sobre algunas cosas no tenía la intención de contar la verdad. (Entonces ¿qué interés tiene?, es lógico que se pregunte el lector). He conocido a no pocos famosos e, incluso, a dos o tres de los grandes, pero no creo que sea el deber de los amigos, amantes, camaradas, contarlo todo. Cuanto mayor me hago más secretos tengo, que nunca se revelarán, y esto, lo sé, es frecuente en la gente de mi edad. ¿Y por qué todo este énfasis en contar intimidades? Las intimidades son lo de menos.
Leo historia con un respeto condicional. He estado relacionada, a pequeña escala con grandes acontecimientos y sé lo muy rápidamente que la relación de ellos se convierte en un espejo quebrado. Leo algunas biografías con admiración hacia la gente que ha decidido mantener la boca cerrada. Observo que, por lo general, la gente que ha estado en la periferia de determinados acontecimientos, o de una vida, es la que se precipita a reclamar el lugar preeminente: la gente que realmente sabe a menudo no dice nada o muy poco. Algunos de los más estrepitosos —por no decir terribles— escándalos o temas de nuestro tiempo, sobre los que se ha proyectado luz durante años, se reflejan erróneamente en el pensamiento público porque sus auténticos participantes guardan silencio y miran, irónicamente, desde la sombra. Pero aún ocurre otra cosa, mucho más difícil de ver. Los verdaderos agentes y promotores de determinados acontecimientos quedan fuera de los libros de historia, y ello se debe a que la memoria misma decide rechazarlos. Son llamativos, poco escrupulosos, histéricos, o incluso locos, ciertamente poco gratos; pero lo importante es que parecen hechos de una sustancia distinta a la de la gente tranquila, razonable y cuerda a la que han influido y a quien no le gusta recordar sus ocasionales inmersiones en la locura. A menudo, leyendo historia, hay acontecimientos que no cuadran, no tienen sentido, y podemos deducir la existencia de algún lunático, macho o hembra, dotado de ardiente inspiración… pero que cayó en el olvido rápidamente, porque siempre y en todas las épocas se reescribe el pasado para hacerlo más aceptable. «Una tosca bestia» es por regla general el auténtico padre de los acontecimientos. No habría existido el «partido comunista» en Rhodesia del Sur sin un personaje inspirador de esta guisa.
A las mujeres a menudo se las hace salir del recuerdo y, luego, de la historia.
Decir la verdad o no decirla, y en qué medida, es un problema menor que el de las perspectivas cambiantes, puesto que uno va variando la percepción según la etapa en que se encuentre, como se escala una montaña y el paisaje cambia a cada recodo del sendero. Si yo hubiera escrito esto a los treinta años, habría sido un documento bastante combativo. A mis cuarenta, un quejido de desesperación y culpabilidad: ¡Dios mío!, ¿cómo pude haber hecho esto o aquello? Ahora vuelvo la vista atrás y observo a aquella niña, a aquella muchacha, a aquella mujer joven, con una curiosidad cada vez más imparcial. Es frecuente ver a los viejos fisgoneando en sus pasados. ¿Por qué?, se preguntan. ¿Cómo sucedió esto? Intento ver mis yos del pasado como podría hacerlo otra persona, me convierto en esa otra persona, y al momento me veo inmersa en una ardiente batalla de emociones, justificadas por pensamientos e ideas que ahora juzgo erróneos.
Además, el propio paisaje es algo engañoso. Al empezar a escribir, la eterna pregunta comienza inmediatamente a acosarnos: ¿por qué recuerdas esto y no aquello? ¿Por qué tantos detalles sobre una semana, un mes, o incluso un año remoto, y luego completa oscuridad, un vacío? ¿Cómo sabes que lo que recuerdas es más importante que lo que no recuerdas?
¿Y si no hubiera paisaje alguno? Puede suceder. En una cena estaba sentada al lado de un hombre que me dijo que él no podría escribir nunca una autobiografía porque no recordaba nada. No me diga, ¿nada? Sólo una escenita aquí y allá. Como, así lo expresó, aquellas estelas y borrones de color que las ventanas con vidrieras proyectan sobre la oscuridad de un suelo de piedra en una catedral. Me resulta difícil imaginarme semejante oscuridad del pasado. En otra época, el mero hecho de intentarlo me hubiera sumergido en una terrible inseguridad, como si la memoria fuera el Yo, la Identidad; y tengo la seguridad de que no es así. Ahora me imagino que llego a cierto país con el pasado borrado de mi mente: me las apañaría muy bien. A fin de cuentas no es más que la situación de partida, cuando nacemos, sin recuerdos, o así se lo parece al adulto: luego tenemos que crear nuestras vidas, crear el recuerdo.
«Además» —dijo este compañero de cena, que parecía perfectamente normal y equilibrado, a pesar del insuficiente dominio sobre su pasado—, «las pequeñas manchas de color se mueven constantemente, porque se mueve el sol en el exterior».
Verdad. Sí que se mueven. Olvidamos. Recordamos. Mientras meditaba sobre el material para este libro, diversas caras y diversos lugares emergieron de la oscuridad. ¡Dios mío! ¡Así que estáis aquí! ¡Llevo años sin pensar en vosotros! No sólo la perspectiva cambia, sino también lo que se está mirando.
Cuando se escribe sobre algo —en una novela, un artículo— se aprenden muchas cosas que no se conocían. Aprendí mucho escribiendo este libro. Una y otra vez tuve que decirme: «Ésta fue la razón, ¿no? ¿Por qué no pensé en esto antes?». O incluso, «Espera… no fue así». La memoria es un órgano descuidado y perezoso, no sólo autohalagador. Y no siempre autohalagador. En más de una ocasión he dicho: «Pues no, no lo hice tan mal como pensaba», aunque otras veces he descubierto que lo hice peor.
Y luego —y quizás esto sea lo más decepcionante— nos inventamos nuestro pasado. Podemos en verdad observar cómo nuestra mente lo hace, cómo toma un pequeño fragmento de realidad y luego urde un cuento. No, no creo que éste sea un pecado exclusivo de los cuentistas. Un padre dice: «Te llevamos al mar y levantaste un castillo de arena, ¿no lo recuerdas?… mira, aquí está la fotografía». E inmediatamente el niño construye, a partir de las palabras y de la fotografía, un recuerdo que pasa a ser suyo. Pero hay momentos, incidentes, auténticos recuerdos, en los que yo confío. En parte porque he pasado parte de mi infancia «fijando» momentos en mi pensamiento. Claramente tuve que luchar para establecer una realidad propia, contra la insistencia de los adultos para que aceptara la suya. Me presionaron para que admitiera que lo que yo sabía que era cierto no lo era. Esto es lo que deduzco. Por qué, si no, mi preocupación que duró años: ésta es la verdad, esto es lo que sucedió, mantente en ello, no les permitas que te disuadan de ello.
¿Por qué, en definitiva, escribir una autobiografía? Autodefensa: se están escribiendo diversas biografías sobre mí. Es un asunto inquietante, como si estuvieras andando por una carretera llana y a menudo aburrida en una agradable semioscuridad pero sabiendo que pueden conectar un foco en cualquier momento. Sí, hay ciertamente buenos biógrafos, hoy en día casi todos en Gran Bretaña, porque disfrutamos de un siglo de oro de la biografía. ¿Qué hay mejor que una buena biografía? No muchas novelas.
En el año que acaba de finalizar, 1992, he oído que cinco biógrafos norteamericanos están escribiendo sobre mí. No conozco y ni siquiera he oído hablar de uno de ellos. Otro, me contó un amigo en Zimbabwe, está «recogiendo material» para una biografía. ¿A quién entrevista? ¿A gente que lleva años muerta? Una mujer a la que he visto en un par de ocasiones, en una de ellas para preguntarme cuidadosamente las cosas más intranscendentes, me acaba de informar de que ha escrito un libro sobre mí que está a punto de publicarse. Y es posible que algún otro esté tramando un libro a partir del material supuestamente autobiográfico incluido en las novelas y de un par de cortas monografías sobre mis padres. Probablemente también se base en entrevistas, y éstas están llenas de información errónea. Es sorprendente que uno pueda pasarse un par de horas con un entrevistador, que registra cada palabra, y que el artículo o entrevista resultantes siempre contengan notables imprecisiones. Los datos cada vez importan menos, en parte porque los escritores son como perchas en las que colgar las fantasías de la gente. Que a los escritores nos importe que lo que se escribe sobre nosotros de alguna manera se relacione con la verdad, ¿significa acaso que somos infantiles? Tal vez sea así, y lo cierto es que cada año me siento más un anacronismo. Al volver a París después de un intervalo de un año, me entrevistó una joven que ya lo había hecho con anterioridad. Le dije que su artículo previo había sido una sarta de invenciones, y me respondió: «Pero si usted debiera tener listo un artículo en un plazo límite, y no tuviera material suficiente, ¿no se lo inventaría?». Seguro que no me habría creído si yo le hubiese dicho que no. Y esto me lleva directamente al meollo del problema. La gente joven que se ha criado en el ambiente literario de hoy no puede creer cómo eran antes las cosas. Consigues miradas escépticas si dices algo así: «Érase una vez serios editores que intentaban encontrar serios biógrafos para sus serios autores». Ahora todo el mundo da por descontado que lo único importante es publicar tantas biografías como sea posible, no importa que sean de segunda, porque las biografías se venden bien. Los escritores podemos protestar tanto como queramos: pero nuestra vida no nos pertenece.
Si intentas reclamar la posesión de tu propia vida a través de una autobiografía, inmediatamente surge la pregunta: ¿Pero es esto la verdad? Hay aspectos de mi vida que siempre estoy intentando comprender mejor. Uno —por ejemplo—, el de mis relaciones con mi madre, pero lo que me interesa ahora no es el aspecto estrictamente personal. Hasta donde me alcanza el recuerdo, siempre huía nerviosamente de ella, y desde los catorce años me establecí tercamente contra ella en una especie de emigración interior de todo lo que ella representaba. Ciertamente las muchachas deben crecer, pero ¿siempre ha sido tan implacable esta batalla? Ahora la veo como una figura trágica, viviendo su decepcionante vida con valor y con dignidad. Ya la vi trágica entonces, es verdad, pero no fui capaz de ser amable. ¿Quién no ha visto, u oído hablar de alguna persona joven, por regla general una muchacha, que lo hace pasar tan mal a sus padres, a menudo a la madre, que se podría hablar de crueldad? Más tarde dirá: «Siento haber sido tan difícil en mi adolescencia». Un grado bastante extraordinario de malicia y rencor entra en combate. A juzgar por las historias y novelas del pasado, las cosas no siempre fueron así. Por tanto, ¿qué sucedió? ¿Por qué ahora? ¿Por qué se ha convertido en un derecho ser desagradable?
Tengo una amiga que durante la Segunda Guerra Mundial se trasladó a vivir a Nueva York con su hijo de corta edad, al no disponer de ninguna ayuda en Gran Bretaña, su patria. Se ganó la vida precariamente como modelo para artistas y, en ocasiones, diseñando ropa. Vivía en un pueblecito en las afueras de Nueva York. Era pobre, estaba aislada y, al contar veinte años, anhelaba cierta diversión. En una ocasión, sólo una, exactamente una, dejó al hijito con una amiga, pasó la noche en Nueva York y no volvió a casa hasta el amanecer. Muchas veces oí a este muchacho, ya adolescente, acusarla de la forma más amarga: «Me abandonaste noche tras noche para salir a divertirte». Otro muchacho, hijo de padres que no aprobaban las zurras, en una ocasión le dieron un golpecito en los dedos porque se empeñaba en pasarlos a través del papel que tapaba los botes de mermelada. Y aquello se convirtió en: «Solíais pegarme cuando era pequeño». Estos recuerdos nimios son muy ilustrativos.
Durante años yo viví en un estado de constante acusación contra mi madre, en un principio ardiente, más tarde fría y dura; y el dolor, por no hablar de angustia, fue profundo y auténtico. Pero ahora me pregunto, ¿con qué expectativas, qué promesas, comparaba yo lo que en realidad sucedía? Y ésta es la segunda área de mi preocupación, que hay que unir a la primera.
¿Por qué he vivido toda mi vida con gente que se alza automáticamente contra la autoridad, «agitándose contra el gobierno», que da por descontado que toda autoridad es mala, atribuye dudosos o venales motivos al gobierno, al sistema, a la clase dirigente, al ayuntamiento local, al director o la directora de un colegio? Tan enraizada es esta actitud que sólo cuando empiezas a superarla ves lo mucho de tu vida que ha estado determinada por ella. Esta semana me encontraba con un grupo de gente de varias edades y a alguien se le ocurrió mencionar que el gobierno estaba haciendo algo —bastante bueno, pero esto no importa—, e inmediatamente todas las caras adoptaron una mirada de mofa. Automático. Como apretar un botón. Esta mirada es como una burla o un sarcasmo, un Claro, ¿qué otra cosa se podía esperar? Sólo puede provenir de cierta creencia, tan profunda que no se divisa, de que se ha formulado una promesa de cierto tipo y luego se ha traicionado. ¿Quizás fuera la Revolución francesa? ¿O la Revolución norteamericana, que hizo de la búsqueda de felicidad un derecho, con la implicación de que la felicidad es tan fácil de conseguir como los pasteles del mostrador de un supermercado? Millones de personas se comportan actualmente como si se les hubiera hecho la promesa —¿quién? ¿cuándo?— de que la vida será más libre, más honesta, más cómoda, siempre mejor. ¿Acaso la publicidad ha reafirmado tales expectativas en nuestro pensamiento? No obstante, nada en la historia sugiere que debamos esperar sino guerras, tiranos, enfermedad, malos tiempos, calamidades, mientras que los buenos tiempos son siempre efímeros. Por encima de todo, la historia nos dice que nada dura demasiado tiempo. Esperamos oro al pie de arcos iris siempre renovables. Siento que he formado parte de alguna ilusión o desilusión de masas; que he formado parte de creencias y convicciones masivas que ahora parecen tan lunáticas como el hecho de que, durante siglos, expediciones de amantes de Dios atravesaran el Oriente Medio para matar al infiel.
Acabo de leer a un historiador que pretende que la desconfianza, incluso el desprecio, hacia el gobierno y la autoridad se debe precisamente a la Primera Guerra Mundial, debido a la estupidez e incompetencia de sus generales, debido a la carnicería de jóvenes europeos.
Cuando aparecen periodistas o historiadores para preguntar algo del pasado, el momento más duro es cuando veo en sus rostros la mirada que expresa: Pero ¿cómo pudiste creer esto, o hecho aquello? Los hechos son fáciles. Son los ambientes que los hicieron posibles lo que es escurridizo. «Mira, nosotros creímos…» (Pues entonces ¡fuisteis bastante estúpidos!) «No, no lo comprendes, era una época tan febril…» (¡Oh, no! Y ahora te pones a hablar de fiebre). «Sé que resulta difícil comprenderlo, sin estar inmerso en el aire envenenado de entonces».
Una pregunta subsidiaria, no sin relevancia general: ¿cómo explicar que durante toda mi vida he sido una niña que dice que el emperador está desnudo, mientras que mi hermano nunca, ni una sola vez, dudó de la autoridad o la criticó?
Cuidado, el talento para ver la desnudez del emperador puede implicar que las otras cualidades de él no se adviertan.
Intento escribir este libro con honradez. Pero si lo escribiera a los ochenta y cinco años, ¿hasta qué punto sería distinto?