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Había dejado el bufete de Howe-Ely porque Gottfried y yo consideramos excesivo pasar juntos también las horas laborales, y entré de secretaria segunda en una firma de abogados, Winterton, Holmes y Hill. Como Winterton y Holmes se habían ido a luchar al norte, Mr Hill se encargaba de los asuntos del despacho. Eran oficinas amplias y aireadas, el polo opuesto a la escuálida y polvorienta oficina de Howe-Ely. La secretaria jefe era Mary, cuyo auténtico nombre se ha disuelto en su nombre literario. Mary era británica y consideraba a todas las muchachas coloniales perezosas e incompetentes, comparadas con mujeres preparadas como ella. Mecanografiaba largos documentos legales con dos dedos y un pulgar, más rápidamente que nadie que yo haya conocido, sin un solo error. Me encantaba ser ayudante y ganar tan poco porque no quería malgastar energías vitales ganándome la vida. Escribía cartas sencillas y nada comprometedoras, documentos fáciles, y más tarde me encargué de la contabilidad, del debe y el haber. Me sorprendió que resultara tan fácil. Pero mi labor principal eran los deudores. Tenían un armario especial para sus expedientes, y en el almacén, lleno de archivos, los suyos ocupaban la mayor parte de la habitación. Una vez más, el mundo de la auténtica pobreza, el mundo de los desharrapados. La mayoría de los deudores eran blancos, algunos con deudas de años. La mayor parte las habían contraído durante la Depresión. Los deudores entraban en la oficina durante todo el día. Algunos eran hombres que bebían y sus mujeres los habían abandonado. Se quedaban mirándome con furiosos ojos enrojecidos, o se avergonzaban y no me miraban. No tenían el dinero, decían. Mr Barbour o Mr Hemensley podían decir lo que les viniera en gana. Algunos hombres habían caído tan bajo por enfermedad.
Las mujeres llevaban a hijos en brazos o niños de la mano, eran las mujeres agotadas, que apenas podían arreglárselas, de la pobreza real. A menudo los nombres que aparecían en los expedientes eran Coetzee, o Van der Hout, o Van Huizen, o Pretorius o Van Heerden, parientes pobres de las grandes familias afrikaners del sur. Cuando las mujeres de color venían con sus hijos desde su barrio, a veces me saludaban, y entonces Mary se sorprendía. Todos llevaban consigo el aire de hoteles baratos, o de chabolas perdidas en la jungla, o de patios de casuchas. Si no saldaban sus deudas les concedía una, dos, tres semanas de prórroga, pero luego tenía que notificárselo a Mr Hill quien decía: «Por qué son tan estúpidos. Acaban pagando más por las minutas legales». Seguidamente yo telefoneaba a los acreedores y les preguntaba si realmente querían procesar a aquellos pobres desgraciados, y ellos siempre se irritaban, y la conversación solía acabarse del siguiente modo: «Ah, haga lo que quiera… pero ¿por qué tengo que cargar con esta gente?», o, «Consiga una orden de embargo». Era una orden del tribunal que deducía cantidades semanales del sueldo. El monto de la orden lo pagaba el deudor. Entonces se podía tener la seguridad de que el embargado o la embargada o bien cambiaría de puesto de trabajo o bien se iría a otra ciudad. Ya no eran los tiempos de la Depresión, eran tiempos de guerra, había trabajo. A Mary no le gustaba aquella gente en harapos abarrotando su pulcra oficina. Consideraba que se les debía castigar a todos, digamos, con cadena perpetua, cualquier cosa que los apartara de la vista de la gente honrada. A mí me sorprendía la inutilidad de todo ello. Llamaba a Mr Barbour, llamaba a mi viejo amigo Mr Hemensley, llamaba a todos los hombres de las inmobiliarias de la ciudad y les sugería que sería más sensato cancelar las deudas, puesto que sólo iban a recuperar unos pocos chelines, pero todos y cada uno se sorprendían. Mis proposiciones amenazaban con abrir la puerta a la anarquía. Porque pagar lo que uno debe es una cuestión de principios. Dejé de intentarlo. Cuando se invocan los principios, el sentido común sale volando por la ventana.
Mientras tanto, en los estantes había carpetas donde figuraban nombres muy conocidos, deudas que habían caducado, porque los culpables habían quebrado. Cuando se lo indicaba a Mary, ella se daba la vuelta, adoptando la pose de alguien que no va a cambiar sus ideas por un par de datos inconvenientes.
Gottfried y yo nos habíamos mudado de nuevo, en esta ocasión a un piso con una gran sala útil para el constante entrar y salir de aquella época, y para los grupos de estudio o las discusiones informales que se organizaban la mayoría de las noches. Yo solía meterme en la cama asombrándome al pensar en el número de personas con las que había estado durante el día, aunque me consideraba una solitaria. Anhelaba estar sola. No era pedir demasiado: incluso una hora me hubiera bastado.
Era la época de los bombardeos sobre las ciudades alemanas. Me encontraba a Gottfried sentado en su cama, la cabeza entre las manos, con un recorte de periódico en una de ellas, o escuchando la radio. O tendido en silencio en una habitación oscura, con el cigarrillo que brillaba cuando aspiraba profundamente e iluminaba una cómoda, una cortina raída, la radio. Yo no me atrevía a encender la luz.
«Algún día la guerra acabará», le decía.
«Sí, las noticias no son muy agradables». O: «Se merecen un buen azote, y me alegra poder decir que ya lo están recibiendo».
Si, en el cine, el noticiario mostraba las bombas que caían sobre las ciudades alemanas, él exclamaba: «Muy bien, a por ellos». O, estando en compañía, en plena discusión sobre el Segundo Frente o el bombardeo de Alemania, con toda calma alumbraba un cigarrillo, exhalaba espirales de humo y decía: «Sí, si tomas decisiones equivocadas tienes que pagar por ellas».
Dormía mal y se agitaba en sueños, o gritaba. Sólo le desperté en una ocasión: «Has tenido una pesadilla», pero se enfadó y me dijo: «No. No debes decir estas cosas». En una ocasión se negó a dirigirme la palabra durante una semana porque bromeé sobre el inconsciente, y ni siquiera se trataba del suyo. En consecuencia, cuando le despertaba de malos sueños no le decía: «Has tenido un mal sueño». Nos limitábamos a fumar un cigarrillo de camaradería. A veces intentábamos hacer el amor, de buena fe, como si creyéramos que nuestra incompatibilidad era tan sólo una desgracia temporal. Otras veces permanecíamos en la cama despiertos y hablábamos sobre personas del grupo, pero él juzgaba duramente a la mayoría, y yo temía sus fríos comentarios. Lo pasaba muy mal, pobre Gottfried, en un país que despreciaba, rodeado de «supuestos comunistas» y tosca gente de colonias. ¿A quién respetaba? Creo que a nadie, aparte de Mrs Maasdorp y Hans Sen, el representante de la Cruz Roja. Aunque disfrutaba bastante hablando con los tres de Cambridge, los consideraba pesos ligeros y burgueses. Hoy parecerá increíble, pero entonces era corriente que una persona de una familia privilegiada criticara a otros con los mismos antecedentes porque no eran de clase obrera.
Gottfried también sentía resentimiento hacia los tres miembros de la RAF porque yo flirteaba con ellos. Estaba enamorada de dos de ellos… Pero hay que precisar esta afirmación. Probablemente no haya que usar el mismo nombre para las ansias de lujuria y las de amor. De uno estaba tan románticamente enamorada como lo he estado de mis otros amores, excepto uno o dos. Había ingredientes típicos en ese amor. Iba a irse de la colonia pronto para pilotar bombarderos e iba a correr peligro, el más potente afrodisíaco del amor. Yo estaba casada y le aventajaba en cinco años. Nuestros encuentros siempre eran públicos y dentro de las necesidades de grupo. Flirteaba porque era mi derecho y, también, por el más antiguo y salvaje imperativo femenino: Gottfried no podía hacer el amor, por tanto qué derecho tenía él… etcétera. Y, además, ¿qué chica casadera —como en cualquier otro grupo político— no soñaba con ganarse los favores del líder?
Pero lo verdaderamente malo, lo peor, era que él trabajaba para un viejo cicatero que nunca le decía una palabra de elogio mientras él le ponía en pie su firma de abogados.
Lo que aquel hombre infeliz precisaba era algo tan sencillo, tan obvio… Años más tarde me es fácil comprenderle. En su lujosa infancia, en la que su madre, tan sociable, gustaba de organizar fiestas y recibir en casa, en que su padre mantenía la fortuna familiar y leía en la biblioteca, en que su elegante hermana llevaba la vida propia de una joven rica, estaba, también, la niñera, la nyanka rusa, el espíritu bondadoso de la familia, que había besado y reñido a la madre y posteriormente a los hijitos de la madre. Como una familia inglesa de la misma clase, era la niñera la que educó a los niños y los quiso. En el Tío Vanya de Chéjov hay una maravillosa escena en la que un displicente y picajoso sabio enfermo está sentado junto a su joven esposa que le reconviene con inteligentes observaciones, pero aparece la vieja niñera y le trata como a un niñito, besándole y acariciándole como a un niño, y el pobre pedante se deshace de sincero amor y permite que lo lleven a la cama.
Lo que Gottfried tenía era una paciente y joven mujer, bastante amable, pero también una hembra en bruto que no estaba dispuesta a tratar a su hombre como a un bebé, aunque sólo fuera durante unas horas nocturnas. Y, a fin de cuentas, probablemente tampoco él lo habría tolerado, como no admitía un mal sueño o decir que lloraba secretamente porque bombardeaban las ciudades alemanas.
Me vuelven escenas de aquella época, de aquellas horas nocturnas… El dormitorio, que la luz de la ventana permitía ver lleno de humo, los perros ladrando, de los jardines el olor de los arbustos. Silencio, porque hay muy poco tráfico. Un olor acre proviene de Gottfried y sé que es ansiedad. Y yo pensaba: curioso que hasta su olor me resulte extraño. Tal vez ésta sea una de las cosas básicas que deberían enseñarles a los niños: si alguien huele así, significa esto y aquello, y un olor acre significa que tiene miedo o no es feliz.
Ciertamente en aquella época iba sin parar de un lado a otro. Todos los días tenía que ocuparme de personas a las que no había que mezclar con otras, porque se habrían sorprendido mucho. Pero así ha sido casi toda mi vida.
Quince años más tarde, en Londres, harta de dividir mi vida en compartimientos estancos, dos jóvenes que trabajaban para la Delegación Comercial Soviética, a los que había conocido en una fiesta, los invité para presentarles a un norteamericano. Él estaba entregado entonces a Freud, en aquel estadio del trayecto que hemos recorrido tantos en nuestra época, primero discípulo de Marx, luego de Freud, más tarde chamán. (Es sorprendente cuántos antiguos marxistas se ganan la vida gracias a la religión). Mi intención era derribar barreras, abrir mentes. Preparé una buena comida, pero no probaron ni un bocado, porque aquellos enemigos ideológicos se miraron mutuamente, se prepararon para el asalto, e inmediatamente se lanzaron el uno al otro los dogmas de sus respectivas fes, y media hora más tarde bajaron las escaleras insultándose. Habían olvidado a su anfitriona.
Un día cualquiera de aquel corto período —1944-1945— discurría del siguiente modo. Tan pronto me despertaba me precipitaba al baño, porque en cuanto Gottfried entraba podía pasarse allí horas. Yo solía vestirme en cinco minutos. No había tiempo para el desayuno. Salía, me iba en bicicleta a la oficina. Allí ya estaría Mary, todo un reproche dirigido a mí y a las secretarias imperfectas. En el almuerzo me encontraba a veces con Dora, y me enteraba de cómo iba todo por Fife Avenue. Las oficinas cerraban a las cuatro. Pasaba por la oficina de Mrs Maasdorp, donde me encargaba de archivarle recortes de prensa. Solía decir que a lo largo de su vida las noticias habían empeorado constantemente. Cuando era una niña no se hubiera creído lo que ahora leía y que ya le parecía normal. Decía que la mayoría de los libros y los artículos sobre la situación del mundo no pintaban mal la situación sino fatal, y acababan siempre con una lista de recomendaciones para mejorarlo, que todo el mundo sabía que no se pondrían en práctica… «De nada sirve negar que la situación es mala y empeora, pero si todos nosotros…» Catalogaba este tipo de libros y artículos bajo el título de los «si-todos-nosotros». Y podía decir: «Si tienes una media hora libre, tal vez no te importaría dejarte caer y archivar algunos pero-si-todos-nosotros».
Desde la oficina de Mrs Maasdorp me iba en ocasiones a casa de Jack Alien.
A menudo estaba allí la policía. En más de una ocasión oí algo de este estilo:
«¿Qué hacen estos kaffires aquí?»
«Me visitan. Siéntate, muchacho, acomódate».
«Pero, Mr Alien, si todo el mundo actuara como usted, entonces los negros se levantarían y se dedicarían a cortar gargantas».
«Pero no todo el mundo actúa como yo. Ya me gustaría».
«Pero, hombre, usted es un mal ejemplo. Les mete ideas en la cabeza».
«No crea que les doy ideas que no tengan ya».
El frágil, magro anciano moribundo, con sus valientes ojos azules, su bombona de oxígeno en la rodilla, sonreía ante el corpulento y saludable policía, con la cara retorcida por su suspicacia y por el esfuerzo de tener que tragarse pensamientos desagradables.
«Pero están atrasados comparados con nosotros, ya lo sabe… Acaban de bajar de los árboles y su cerebro es más pequeño que el nuestro».
Jack Alien saludaba estas perennes verdades del racismo con una carcajada y pedía a la mujer con la que vivía que trajera té y galletas. Y si aparecían algunos niños negros, vacilaban al ver al policía blanco y escapaban luego, horrorizados, decía lleno de reproche: «¿Lo ves? Confío que no te enorgullezca que los niños te teman».
«Más les vale tener miedo, por la cuenta que les trae. Ah, Mr Alien, no sé qué hacer con usted, va contra la ley, ya lo sabe».
«No creo que encuentres una sola ley en los estatutos que prohíba que unos niños negros visiten a un hombre blanco».
«Bien, lo pasaré por alto en esta ocasión, pero no le aseguro que sea así la próxima vez. Sabemos que no son sólo niños negros lo que usted tiene aquí».
Luego me dedicaba a lo que Gottfried llamaba despectivamente «asistencia social», es decir, tratar problemas con los departamentos de Bienestar Social. Luego, hablaba a veces con mi madre, con quien tenía que medir cada palabra, porque si mencionaba a Jack Alien o a Mrs Maasdorp, su infelicidad ya mayúscula se confirmaría y profundizaría. «Pero ¿cómo es que conoces a este tipo de gente?» «Mrs Maasdorp es alcaldesa, mamá. Es la Excelentísima Alcaldesa de Salisbury». «Tal vez, pero le importan más los nativos que su propia gente». «¿Y cómo está papá?» «Ya sabes cómo está. La verdad es que estoy quedándome sin fuerzas». «¿Y sabes algo de Harry?» «No».
«No te preocupes demasiado, seguro que está bien». «Tal vez. Todos los días le encomiendo a Dios».
Luego, quizás una reunión. Después de ésta, quizás, otra. O podía ser el día de repartir las ciento doce docenas del Guardian. Esto suponía ir en bicicleta por calles pobres, luego de un café a un comedor, o a un encuentro con los camaradas de la RAF para tomar té en alguna parte. Allí me enteraba de las noticias que provenían de los campamentos. A veces me encontraba con Athen Gouliamis, que había sido vendedor de periódicos por las calles de Atenas. Circulaba con un grupo de comunistas, porque las autoridades no distinguían entre ELAS y ELAM, los comunistas y sus adversarios, Dios sabe por qué, y esto suponía que las dos facciones tenían que vigilarse de cerca porque, caso de volver a Grecia, se matarían mutuamente. En más de una ocasión, por la noche, cuando acompañábamos a Athen y a sus amigos hasta la parada del autobús, y veíamos allí al grupo enemigo, los acompañábamos en coche de vuelta al campamento. Cuando tuvieron que regresar a Grecia, se nos acercaron y dijeron que casi seguro que los matarían, aunque intentarían localizar a los guerrilleros. Se convinieron complicados sistemas de señales; este tipo de sobre significaría esto, aquella frase lo otro, y la verdad es que más o menos al cabo de un año de su partida nos enteramos de que habían muerto. En ocasiones me alegro de que este o aquel amigo comunista muriera antes de conocer el gran fracaso que resultó ser el comunismo. Athen es uno de ellos. Había comunistas que eran unos santos. Pocos de los personajes de mis novelas provienen sin alteración alguna de la vida real, pero Athen Gouliamis, bajo su propio nombre, aparece en Hijos de la violencia. Sin alteración alguna. Tal como era. Un pequeño, muy pequeño tributo a una de las mejores personas que he conocido.
A veces muchos de los del grupo comíamos juntos en algún café antes de ir a la conferencia del Club, o de volver a nuestro piso para una reunión del comité, que había pasado a ser tan informal que Gottfried se negaba a llamarlo comunista. Bebíamos vino blanco del Cabo, o de Portuguese East, mientras hablábamos. Mi consumo de alcohol ya era civilizado. Ahora me sorprendía haber sobrevivido a lo que Gottfried y los otros europeos calificaban de bárbaros hábitos alcohólicos de los rhodesianos. Aquella forma de beber que deja para el arrastre destruye la variedad y la alegría de la bebida. Ahora, estar colocado —no muy a menudo porque trabajábamos duro— era una delicia, y llena de las revelaciones más inesperadas. Gottfried, por ejemplo, colocado, era otra persona, un puro ruso, mientras que sobrio era alemán. Ebrio, lloraba por la música gitana; sobrio, decía que la música sólo servía para provocar emociones baratas. Ebrio, se permitía flirtear paternalmente con las chicas que suspiraban por él; sobrio, hablaba de las muchachas casaderas que sólo querían atrapar maridos. «Nuestras chicas casaderas». Sobrio, juzgaba, criticaba, clasificaba. Ebrio, bailaba danzas de cosacos con desconocidos. Brecht escribió una obra teatral sobre un terrateniente que era desagradable cuando estaba sobrio, pero encantador cuando borracho, por lo que sus campesinos se confabulaban para mantenerle ebrio constantemente.
La noche del Día V, el 8 de mayo de 1945, toda la ciudad parecía estar bailando. Había Bailes de la Victoria en el Meikles Hotel y en el Grand Hotel y en el Sports Club, y por doquier masas de uniforme azul grisáceo y de trajes de baile, y todo el mundo gritaba y cantaba por las calles. Todos bebíamos. Recuerdo exactamente no cómo se me veía desde fuera, el plano medio de una joven con la cara sofocada por la emoción, en traje de calle, paseando lentamente por un pasillo del Grand Hotel, sino lo que sentía y pensaba por dentro: Estoy sola. La música se apaga detrás de mí. «Corre, conejo, corre», «Colgaremos la colada en la Línea Siegfried», «Lilli Marlene», y, naturalmente, «Habrá pájaros azules sobre las blancas rocas de Dover». Entre los que bailan pasando por delante de mí está la mayor parte de la gente que conozco y según parece toda la RAF de la colonia. Estoy furiosa y mareada. Nada nuevo hay en estas emociones, parecen ser lo que he sentido durante toda mi vida. En mi pensamiento, estoy con las multitudes que lo celebran en Londres y en París, pero también estoy con Alemania, y esto se debe a Gottfried, quien durante meses se ha pasado horas junto a la radio, escuchando el combate en Europa, los informes de los millones de refugiados, el caos general. Como el final de la Primera Guerra Mundial, sólo que mucho peor. No me complacía en el dolor, aquel manantial envenenado, todo lo que se había quemado independientemente de mí. Horas antes había ido a ver a mi padre, un anciano muy enfermo en cama, y él me había dicho: «Ahora supongo que empezarán a prepararse para la siguiente».
Pero era el fin, después de largos años de guerra. Bien, no el fin de la guerra, en realidad, sólo el de la guerra en Europa.
Regresé a casa abriéndome paso entre multitudes exaltadas, principalmente blancos, no hay ni que decirlo, debido al toque de queda, y me encontré a Gottfried sentado junto a Simón Pines, bebiendo vino. Simón era un refugiado de Lituania y, como Gottfried, como todos nuestros amigos refugiados, esta noche estaba mentalmente en Europa, no en Gran Bretaña. Entrar en aquella habitación era lanzarse al agua fría después de bañarse en agua caliente. Gottfried no sabía qué había pasado con su madre, su padre, su hermana. Simón tenía parientes que habían sufrido la invasión alemana, y la rusa. Suponía que habían muerto. Por regla general estaba lleno de una energía agresiva, inquieta, pero no esta noche. Simón y yo nos «entendíamos», porque los dos habíamos vivido la infancia en el campo. Nos divertíamos intercambiando detalles. Él decía: «¿Dices que dabas leche agria a los pollos? Nosotros la tomábamos. Leche agria y patatas… te prepararé un plato un día de éstos». Puedo mirar atrás y sentir dentro de mí el sombrío y ansioso estado de ánimo de aquella noche, mirar atrás y ver a los tres: a Gottfried, como Conrad Veidt con su elegante traje, su mano con la piedra azul suelta alrededor de la copa de vino, su lustroso pelo negro. Luego a Simón, rechoncho con el uniforme caqui: un oso de caqui, como decía él; a mí misma, de pie junto a los fogones, preparando la cena para ellos y para cualquiera que se dejara caer, cuando se cansaran de dar vueltas por las calles cantando «Las blancas rocas».
Nuestro piso nuevo era de peculiar construcción, en un edificio llamado Leander House en Jameson Avenue, hoy Samora Machel, en el lugar donde se levanta el Jameson Hotel. Era un edificio de dos pisos. Nuestro piso consistía en una amplia habitación, a la que se entraba por un pasillo muy ancho que dividía en dos la planta baja. Otro pasillo, delante de la habitación, no comunicaba nada, porque era paralelo a la pared exterior sobre Jameson Avenue y a la pared de la gran habitación. No era ni un pasillo ni una habitación. Teníamos un gran armario, una cómoda y muy pronto estaría una cuna y un cochecito, todo alineado contra la pared. Este largo espacio, o pasillo, daba la vuelta a una esquina para convertirse en una estrecha habitación donde, encima de una plancha de mármol, había dos fogones eléctricos y una pequeña nevera. El baño era una extensión de la cocina. La pared interior de la gran habitación daba a través de dos ventanas a un pequeño patio y, delante, al otro lado del patio, había otro piso, exactamente como el nuestro, donde vivían una madre y una hija.
El traslado a este piso había sido un signo externo de cambio de estilo y de ritmo en nuestras vidas. El grupo comunista se había consumido silenciosamente, como organización, aunque todos nos seguíamos considerando comunistas. Los principios de sensata organización tal como los había anunciado Gottfried quedaban demostrados: la época en que cada uno de nosotros era secretario, bibliotecario o presidía media docena de organizaciones había tocado a su fin, otros hacían el trabajo. Los de la RAF de Cambridge se habían ido para pilotar sus aviones en la guerra sobre Europa. Nuestros Hombres, «los chicos en el Norte», habían regresado tranquilamente a casa, si habían conseguido sobrevivir. Dorothy Schwartz se había ido al Sur, a Johannesburgo, para trabajar para el Partido Comunista sudafricano. La RAF aún seguía en el país. Nuestros amigos ya no acudían necesariamente por motivos políticos, sino porque estaban anhelantes de conversación y necesitados de que les prestáramos libros. Fue una época en que solía cocinar para quince o veinte personas en los dos fogones, huevos, tocino, salchichas y tomates, o grandes guisados, o pollo o pato a fuego lento. Gottfried había manifestado que ya no aguantaba más la cocina inglesa, y una amiga suya me había instruido en la utilización de especias y hierbas y ajo. En el piso teníamos reserva de cerveza Castle y vino. Por la mañana siempre había vajilla que lavar. No teníamos servicio. Muchas noches se quedaban algunos a dormir en el suelo o en el baño: hombres de los campamentos que habían perdido el último autobús, o gente que vivía muy lejos. A Gottfried no le gustaba esta vida desordenada, la informalidad. No era una cuestión de principios, sino de carácter. En aquellos días yo era una bohemia natural. «Qué bohemia eres, querida».
«En las provincias eres una bohemia si bebes vino y no tienes un criado negro».
Gottfried y yo trabajábamos muy duro. Muchos días de la semana nos levantábamos a las cinco para ir a las Subastas de Tabaco, donde él trabajaba de secretario hasta la hora de irse al despacho de Howe-Ely. En ambos puestos le pagaban el sueldo de un oficinista. «No se debe hablar mal de los muertos». A mí no me importaría hablar muy mal de Howe-Ely si pensara que servía para algo. Pero hoy, después de observar las sucesivas oleadas de refugiados, sé que los patronos siempre se aprovecharán de la oportunidad de pagar una miseria a los refugiados que son profesionales cualificados, y se considerarán caritativos.
En consecuencia, Gottfried tenía dos puestos de trabajo. Estaba aprendiendo ruso. Como diversión había estudiado la historia de Bizancio, que le fascinaba, y se pasaba las noches con Hans Sen, un suizo. Hans hablaba, creo, veinticinco lenguas pero leía y comprendía otras tantas. Como Gottfried, se consideraba un exiliado de la civilización. Hans era católico; Gottfried, comunista. Cuando yo bromeaba con que las dos fes tenían mucho en común, Gottfried se mostraba malhumorado conmigo durante muchos días.
Dejé el bufete de abogados y gané tres o cuatro veces más mecanografiando para Hansard (Publicación oficial del Parlamenlo británico) y para las comisiones gubernamentales. Trabajaba para Mr Lamb, un anciano de quien se decía que había sido uno de los del «Parvulario Milner», es decir, uno de los jóvenes educados para el poder y la influencia por un famoso liberal inglés que difundía maneras y pensamiento civilizados por toda Sudáfrica. Era un taquígrafo. El sistema entonces —que la tecnología ha hecho obsoleto— consistía en que dos o tres taquígrafos se turnaran en el Parlamento, durante diez minutos, quince minutos, veinte minutos, y salieran corriendo para dictar cuanto pudieran a las mecanógrafas antes de que volviera a tocarles el turno. El requisito que se pedía a las mecanógrafas era velocidad y habilidad para utilizar palabras comprimidas a veces a tan sólo una letra.
Min d Agr: I S M es ooo, asun comida ganado est agen man.
Esto destrozó mi mecanografía para siempre. Velocidad extrema, sí. Era la única mecanógrafa para tres comisiones gubernamentales. Condiciones para el reclutamiento de mano de obra nativa. La propuesta para la presa de Kariba. El control de la enfermedad del sueño, mediante la aniquilación de toda la caza mayor en varias leguas a la redonda. La primera me permitió conocer en qué momento el gobierno mentía, cuando le interpelaban, por ejemplo, sobre la costumbre de secuestrar deliberadamente, para llevarlos al Rand, a africanos que bajaban andando de Nyasaland para conseguir trabajo en una granja. La segunda fue un violento choque entre expertos, algunos de los cuales mantenían que la presa de Kariba era imposible porque toda el agua desaparecería en las grietas de la tierra y se perdería, discurriría para siempre gorgoteando a través de grutas y acuíferos subterráneos. La tercera, la caza deliberada de cientos de miles de cabezas de ganado, explica por qué la gran jungla está hoy falta de animales. El proyecto —controlar la mosca tse-tsé de esta manera— fracasó.
También estaba escribiendo Canta la hierba (The Grass is Singing), que ahora es un pulcro volumen en una estantería. En un principio era tres veces más larga de lo que es ahora, y tenía un carácter de sátira. El personaje principal era uno de esos jóvenes idealistas ingleses que tan a menudo llegaban a la Colonia y se quedaban atónitos ante lo que encontraban. Dado que la mayoría estaba huyendo de la Depresión y de la pobreza extrema de Gran Bretaña, volverse le resultaba imposible, y se adaptaba a las costumbres locales: acabó por reconocerse que estos nuevos conversos a la Civilización Blanca (como todos los conversos) tendían a ser más exagerados que los de siempre. Pero, ¿y si uno de ellos llegaba y no se iba inmediatamente ni se conformaba? Un tema típico de comedia, el inocente idealista en conflicto con la corrupción o, si se quiere, con la realidad. Como un western. El problema era que yo no tenía la experiencia necesaria para escribirla, y resultó pesada y desmañada. En su primera versión la mandé a Londres. No era posible el correo aéreo por aquel entonces. Iba por barco. Si no lo hundían, tardaba seis semanas. Luego, el tiempo que el editor necesitara para leerla. Luego de vuelta en barco. Seis meses, un año, más. Más tarde conservé una parte de su argumento y descarté el resto. Mandé narraciones a revistas de Londres. El mismo proceso. Algunas se publicaron más tarde en This Was the Old Chiefs Country. Mandé poemas: me los devolvieron con cartas de estímulo o notas de rechazo mitigadas con un «Por favor, mándenos más». Este ejercicio de paciencia fue valioso. Uno no puede tomarse las opiniones de los editores muy seriamente cuando más tarde algunas de las narraciones rechazadas se publicaron y se encomiaron. También escribí obras de teatro. Me había enamorado, embrujado, el teatro desde que vi, a los nueve años, Edipo Rey, representada por alumnos de sexto en los jardines de la sede del gobierno. Una obra dramática que escribí por esta época se puso más tarde en escena en el Cambridge Playhouse, cuando ya se le veían los años, porque las cosas cambiaban con gran rapidez en África. Las compañías de repertorio locales escenificaron Esquina peligrosa y Un espíritu burlón. Cuando representaron They Carne to a City —una obra de Priestley hoy olvidada— consiguieron congregar a un público emotivo, agradecido. Necesitábamos noticias de tiempos mejores. Otra luz en la oscuridad fue la película de Laurence Olivier basada en Enrique V. Nosotros —un grupo de unos veinte— la vimos en un cine grande donde quizás hubiera tan sólo cinco personas más.
En varias ocasiones Gottfried y yo fuimos en coche hasta el barrio residencial, donde ahora vivían mis padres, para sentarnos junto a la cama de mi padre. Se moría. Pero llevaba mucho tiempo muriéndose. Le acompañábamos mientras mi madre salía a visitar a alguien o, como decía ella, a devolver visitas. Aquellas tardes junto a la cama de mi padre eran un horror, y aún las revivo en sueños. Su personalidad misma, su auténtico ego llevaba tiempo disuelto en la enfermedad. Por lo que se refería a mí, mi padre llevaba muerto mucho tiempo. Siempre intentaba hablar con él, hacerle regresar, reaccionar, que fuera mi padre, que fuera por un momento algo distinto a aquel anciano autocompasivo, picajoso, dominado por el sopor mientras hablaba de su guerra.
Gottfried se mostraba amable… pero afectado. Con mi madre yo era sumisa… y correcta. Debió de ser una pesadilla para ella ver a aquella educada hija, que utilizaba a un frío extranjero —un alemán— como escudo. No les gustaba Gottfried, con o sin condesa Schwanebach. No porque fuera judío, o en parte judío. (Este tipo de distinción les parecería fútil). No recuerdo haberles oído en toda mi vida un solo comentario antisemita. Además, sólo empezábamos a saber lo que estaba sucediendo con los judíos en Europa. Sólo empezando. Nosotros aún no lo habíamos «asumido». ¿Quiénes somos «nosotros» aquí? El punto de vista de mis padres y de la gente como ellos era mucho menos tenebroso que el de la gente de izquierdas. Nosotros —la izquierda— nos enorgullecíamos de llevar años presionando a nuestro gobierno (británico) y a los gobiernos en general para que contaran la verdad sobre el trato que Hitler dispensaba a los judíos. Resultó que no estábamos mejor informados que mis padres. «Es terrible lo que Hitler está haciendo a los judíos».
Nuestro punto de vista era más o menos el siguiente. Hitler había empezado por eliminar a sus adversarios alemanes: comunistas, socialistas, católicos, protestantes. (Sólo muy recientemente se ha recordado a estos valientes). Luego empezó a perseguir, y a matar, a judíos, gitanos, homosexuales y discapacitados. Los utilizaron como esclavos y los trataron tan mal que murieron. La realidad sobre los campos de exterminio aún no había empezado a «penetrar». Está claro que, si la mente no está «dispuesta» a que entre algo, se rechazan los datos. Nuestro punto de vista —de la izquierda— en realidad era tan convencional como el punto de vista general. Veíamos la guerra en términos de aliados y enemigos, de escenarios bélicos, de grandes batallas cruciales, la Batalla de Inglaterra, la Batalla del Atlántico, África del Norte, Stalingrado, de sitios como el de Leningrado, de derrotas como la de Dunkerque… Sí, los refugiados. Sí, la muerte cruel de adversarios. Pero ahora me parece horrible que lo que las generaciones posteriores seguramente considerarán lo peor, lo característico de aquella época, de nuestra época, nosotros apenas lo vimos. Lo más significativo, lo que tendría graves consecuencias para el futuro de todos… se dejó fuera de este mapa del mundo. Los asesinatos deliberados de millones de personas, el asesinato sistemático. La tortura sistemática. Las cámaras de gas. Los campos de concentración. Nuestro mapa mundi aún era inocente. Era una guerra de lo malo contra lo peor. Era una buena guerra, a pesar de todo.
Pero tengo mis dudas de que se lo parezca a los míticos guardianes de los cielos.