Capítulo 20

Cuando se sabe el cómo, se sabe el quién

¡He aquí un ingenio que a mi propósito conviene!

William Shakespeare, Los dos hidalgos de Verona

Las interrupciones en medio de una crisis se habían convertido en una característica tan cotidiana de la vida en Talboys que Harriet no se sorprendió lo más mínimo al ver entrar a Bunter cuando oyó estas palabras, como si le hubieran dado el pie para entrar en el escenario. Tras él se vislumbraban las siluetas de Puffett y Crutchley.

—Si no es molestia para su señoría, los hombres están deseando sacar estos muebles.

—Es que verá —dijo el señor Puffett, adelantándose—. Resulta que trabajan por contrato, y si pudiéramos sacarles algunas de estas cosillas...

Señaló elocuentemente con una gruesa mano el aparador, que era gigantesco, hecho de una sola pieza y muy pesado.

—De acuerdo —dijo Peter—. Pero háganlo deprisa. Llévenselo y márchense.

Bunter y Puffett agarraron un extremo del aparador, que se separó tambaleando de la pared, con la parte trasera adornada con telarañas. Crutchley lo cogió por el otro extremo y tiró de él, de espaldas hacia la puerta.

—Sí —prosiguió el señor Goodacre, cuyos pensamientos, una vez fijados en algo, se aferraban a ello con la suave obstinación de una anémona de mar—. Sí. Supongo que la otra cadena ya no era segura. Así está mucho mejor. Ahora se puede uno hacer una idea mucho mejor del cactus.

El aparador iba pasando lentamente por el umbral, pero aquellos mozos, poco profesionales, no estaban haciendo un buen trabajo, y el mueble se quedó atascado. Peter, con súbita impaciencia, se quitó bruscamente la chaqueta.

Hay que ver cómo le molesta que alguien meta la pata, pensó Harriet.

—Despacito y buena letra —dijo el señor Puffett.

Bien por suerte, o bien por manejarlo con mayor habilidad, el caso es que no bien se hubo puesto Peter a la tarea, aquel monstruo bamboleante se desatascó y pasó por el umbral sumisamente.

—¡Ya está! —exclamó Peter. Cerró la puerta y se quedó ante ella, con un ligero rubor en la cara a causa del esfuerzo—. Sí, capellán... Estaba usted hablando de la cadena. ¿Es que era más corta?

—Pues sí. Estoy seguro, completamente seguro. Vamos a ver... La base del macetero llegaba hasta aquí, más o menos.

Levantó la mano un poco por encima de su cabeza, y él era bastante alto.

Peter se puso a su lado.

—Unos diez centímetros. ¿Está seguro?

—Sí, sí, completamente. Sí... Eso es...

Por la puerta desprotegida volvió a entrar Bunter, enarbolando un cepillo para la ropa. Se dirigió a Peter por detrás y se puso a cepillarle los pantalones. El señor Goodacre observó la operación con gran interés.

—¡Ahí —exclamó, quitándose de en medio cuando entraron Puffett y Crutchley para retirar el asiento más cercano a la ventana—. Eso es lo peor de esos aparadores tan antiguos y pesados, que resulta muy difícil limpiarlos por detrás. Mi esposa siempre está quejándose del nuestro.

—Ya basta, Bunter. ¿Es que no puedo estar lleno de polvo si me apetece?

Bunter sonrió con indulgencia y acometió la otra pernera.

—Mucho me temo que a su bondadoso sirviente yo le proporcionaría muchas horas de trabajo si estuviera a mi servicio. Siempre me están riñendo por lo desaliñado que soy. —Por el rabillo del ojo vio que la puerta se cerraba al salir los otros dos hombres, y su cerebro, a la zaga de su visión, dio un brusco salto para ponerse al mismo nivel—. ¿No era Crutchley? Tendríamos que haberle preguntado...

—Ya me has oído, Bunter —dijo Peter—. Si el señor Goodacre quiere, puedes cepillarle a él. Yo no quiero. Me niego.

El tono frívolo disimulaba una brusquedad que Harriet jamás le había notado a Peter. Pensó: por primera vez desde que nos casamos se ha olvidado de mi existencia. Se acercó a la chaqueta que Peter había dejado tirada y se puso a buscar cigarrillos, pero no dejó de advertir la rápida mirada de Bunter hacia arriba ni cómo Peter negó con la cabeza, de una forma casi imperceptible.

Sin pronunciar palabra, Bunter se puso a cepillar la ropa del párroco, y una vez libre, Peter se fue directamente a la chimenea. Allí se detuvo, y recorrió la habitación con la mirada.

—Bueno, francamente, que me sirvan así es una experiencia nueva para mí —dijo el señor Goodacre, entusiasmado ante la novedad.

—La cadena —dijo Peter—. ¿Dónde...?

—Ah, sí. —El señor Goodacre recuperó el hilo de la conversación—. Estaba a punto de decírselo, que es una cadena nueva, sin duda. La antigua era de latón, a juego con el macetero, mientras que esta...

—¡Peter! —exclamó Harriet involuntariamente.

—Sí, ya lo sé —replicó él. Aferró la cañería ornamentada, sacudió las hojas de la cinta y la inclinó, justo cuando Crutchley entró, en esta ocasión con Bill, y se dirigió al otro asiento.

—Si no le importa, jefe —dijo Bill.

Peter volvió a colocar la cañería con un movimiento brusco y se sentó encima.

—No —contestó—. Todavía no hemos terminado aquí. Salgan. Necesitamos algo donde sentarnos. Ya lo arreglaré con su patrón.

—¡Ah! Muy bien, jefe —dijo Bill—. Pero tenga en cuenta que hay que acabar hoy.

—Y se acabará —dijo Peter.

George podría haberse encarado con Peter, pero saltaba a la vista que Bill tenía un carácter más equilibrado y sensible o mejor vista para las oportunidades. Dijo sumisamente:

—Vale, jefe. —Y salió, llevándose a Crutchley.

Cuando se cerró la puerta, Peter levantó la cañería. En el fondo había una cadena de latón, enrollada como una serpiente dormida.

—La cadena que cayó por la chimenea —dijo Harriet.

La mirada de Peter pasó rozándola, como si fuera una desconocida.

—Pusieron una cadena nueva y escondieron la otra en la chimenea. ¿Por qué?

La levantó y miró el cactus, que colgaba sobre el centro del mueble de la radio. El señor Goodacre sentía una viva curiosidad.

—Pues se parece extraordinariamente a la cadena antigua —dijo, cogiendo un extremo—. Mire. Está oscurecida por el hollín, pero en cuanto frotas se queda brillante.

Peter soltó el otro extremo, y la cadena quedó colgando de la mano del párroco. Como planteando un problema a la que parecía la más lista de una clase no demasiado prometedora, se fijó en Harriet y dijo:

—Cuando Crutchley regó el cactus, que ya había regado la semana anterior y que solo debería regarse una vez al mes...

—... en los meses más fríos —intervino el señor Goodacre.

—... se subió a la escalera de mano, aquí. Limpió el macetero. Se bajó. Dejó la escalera ahí, junto al reloj. Volvió aquí, al mueble de la radio. ¿Recuerdas qué hizo después?

Harriet cerró los ojos y volvió a ver la habitación tal y como estaba aquella extraña mañana.

—Creo que... —Abrió los ojos. Peter apoyó suavemente las manos en cada extremo del mueble—. Sí. Lo sé. Tiró del mueble para centrarlo bajo el macetero. Yo estaba sentada bastante cerca, en la esquina del banco, y por eso me fijé.

—Yo también. Era eso lo que no podía recordar.

Empujó con delicadeza el mueble para ponerlo en su sitio, moviéndose al mismo tiempo, de modo que el macetero quedó justo encima de su cabeza, a unos siete centímetros.

—Hay que ver —dijo el señor Goodacre, sorprendido al descubrir que al parecer pasaba algo importante—. Es todo muy misterioso.

Peter no replicó; se limitó a levantar y dejar caer lentamente la tapa del mueble de la radio.

—Así —dijo en voz baja—. Así... Aquí Londres...

—Lo lamento, pero soy muy estúpido —se atrevió a decir el párroco.

En esta ocasión Peter levantó la cabeza y le sonrió.

—¡Mire! —dijo. Levantó una mano y le dio un ligero golpecito al macetero, dejando que se balanceara suavemente al extremo de la cadena de veinte centímetros—. Es posible. ¡Dios mío, claro que es posible! El señor Noakes era más o menos de su estatura, ¿no, capellán?

—Más o menos. Más o menos. A lo mejor le sacaba un par de centímetros, pero no más.

—Si yo hubiera tenido más centímetros, a lo mejor habría tenido más cabeza —dijo Peter con pesar, porque su estatura era un punto sensible para él—. Mejor tarde que nunca. —Recorrió la habitación con la mirada, que pasó por encima de Harriet y del párroco y se detuvo en Bunter—. ¿Ves? —dijo—. Tenemos el primer y el último término de la progresión... si pudiéramos poner los términos del medio.

—Sí, milord —repuso Bunter con tono neutro. El corazón le dio un vuelco. No por la nueva esposa en esta ocasión, sino por el viejo compañero de cientos de casos; había recurrido a él. Tosió—. Si se me permite la sugerencia, sería conveniente comprobar la diferencia de las cadenas antes de continuar.

—Tienes razón, Bunter. Trae la escalera de mano.

Harriet observó a Bunter al coger la cadena que el párroco le tendió mecánicamente, pero fue Peter quien oyó los pasos en las escaleras. Antes de que la señorita Twitterton entrase en la habitación él ya casi la había cruzado y, cuando la mujer se dio la vuelta, tras cerrar la puerta, él se puso a su lado.

—Bueno, ya lo he visto todo —dijo ella animadamente—. Ah, señor Goodacre... Creía que ya no iba a verlo. Me alegro de que vaya a quedarse con el cactus del tío William.

—Bunter se está encargando del asunto —dijo Peter. Se plantó entre ella y la escalera de mano, y frente al uno cincuenta de la señorita Twitterton, el uno setenta y cinco de Peter sirvió eficazmente para ocultar lo que tenía detrás—. Señorita Twitterton, ¿le importaría hacerme un favor?

—¡Pues claro que sí... Si puedo!

—Se me ha debido de caer la estilográfica en el dormitorio, y me da miedo que alguno de esos tipos le dé un pisotón. Si no fuera demasiada molestia...

—¡Con mucho gusto! —exclamó la señorita Twitterton, encantada de que la tarea no fuera superior a sus fuerzas—. Ahora mismo subo a buscarla. Siempre digo que se me da muy bien encontrar cosas.

—Es usted sumamente amable —dijo Peter.

La llevó hábil y delicadamente hasta la puerta, se la abrió y volvió a cerrarla cuando ella hubo pasado. Harriet no dijo nada. Sabía dónde estaba la pluma de Peter, porque la había visto en el bolsillo superior de su chaqueta cuando estaba buscando cigarrillos, y sintió un peso frío en la boca del estómago. Bunter, que se había deslizado rápidamente por los peldaños, se quedó de pie, cadena en mano, como dispuesto a ponerle los grilletes a un delincuente en cuanto le dieran la orden. Peter volvió con paso precipitado.

—Hay una diferencia de diez centímetros, milord.

Su amo asintió con la cabeza.

—Bunter... No. Voy a necesitarte. —Vio a Harriet y le habló como si fuera su lacayo—. Oye, ve a echarle el cerrojo a la puerta de las escaleras de atrás. Si puedes, evita que ella te oiga. Aquí tienes las llaves de la casa. Cierra todas las puertas, y asegúrate de que Ruddle, Puffett y Crutchley están dentro. Si alguien dice algo, esas son mis órdenes. Después trae las llaves... ¿Entendido? Bunter, coge la escalera y mira a ver si encuentras algo, un gancho o un clavo en la pared o en el techo en esa parte de la chimenea.

Harriet salió de la habitación y recorrió de puntillas el pasillo. Las voces de la cocina y un leve tintineo le indicaron que estaban preparando el almuerzo... y probablemente comiéndoselo. Por la puerta abierta vislumbró la nuca de Crutchley: estaba inclinando una taza hacia sus labios. Detrás, de pie, estaba el señor Puffett, moviendo lentamente sus anchas mandíbulas para masticar un generoso bocado. No vio a la señora Ruddle, pero al cabo de unos según dos le llegó su voz desde el lavadero: «... y allí que estaba Joe, que con todo lo grandón que es, como para no verlo, pero... ¡en fin! Se conoce que está demasiado arrejuntado con su señora esposa».

Alguien soltó una carcajada. Harriet pensó que era George. Pasó disparada junto a la cocina, subió a toda prisa la escalera del retrete, cerró con llave la puerta trasera y llegó jadeando, más por la excitación que por las prisas, a la puerta de su dormitorio. La llave estaba dentro. Giró el pomo con suavidad y entró sigilosamente. Allí no había nada, salvo sus cajas, preparadas y a la espera, y las piezas de lo que había sido una cama, colocadas y listas para la mudanza. En la habitación de al lado oyó una especie de correteo y a continuación a la señorita Twitterton cotorreando agitadamente para sus adentros (como el Conejo Blanco, pensó Harriet): «¡Ay por Dios, ay por Dios! ¿Qué habrá sido de ella?» (¿o era «qué va a ser de mí»?). Durante una fracción de segundo Harriet se quedó allí, con la mano en la llave. ¿Y si entraba y decía: «Señorita Twitterton, él ya sabe quién mató a su tío, y....»? Como el Conejo Blanco, un conejo blanco en una jaula...

Salió y cerró la puerta con llave.

De nuevo en el corredor... y pasó junto a aquella puerta abierta, en silencio. Nadie pareció darse cuenta. Echó la llave a la puerta principal y la casa quedó cerrada a cal y canto, como la noche del asesinato.

Volvió al salón; había sido tan rápida que Bunter seguía aún subido a la escalera de mano, junto a la chimenea, inspeccionando las oscuras vigas con una linterna.

—Un gancho para tazas, milord. Pintado de negro y atornillado a la viga.

—¡Ah!

Peter calculó la distancia a ojo, desde el gancho hasta la radio y al revés. Harriet le entregó las llaves, y él se las guardó en el bolsillo distraídamente, sin siquiera un gesto con la cabeza.

—Una prueba —dijo Peter—. Al fin una prueba. Pero ¿dónde está...?

El párroco, que al parecer había empezado a atar cabos, se aclaró la garganta y preguntó:

—¿He de entender que ha descubierto una... lo que denominan una pista del misterio?

—No —respondió Peter—. La estamos buscando. La pista. El hilo de Ariadna... El ovillo de hilo para seguir el laberinto... el... sí, el bramante. ¿Quién ha dicho bramante? ¡Diantres, Puffett! ¡El es nuestro hombre!

—¡Tom Puffett! —exclamó el párroco—. Oh, no quiero ni pensar que Puffett...

—Tráelo aquí —dijo Peter.

Bunter ya se había bajado de la escalera antes de que Peter diera la orden.

—Sí, milord. —Y salió como una flecha.

La mirada de Harriet recayó sobre la cadena, que estaba encima del mueble de la radio, donde la había dejado Bunter. La cogió y a Peter le llamó la atención el tintineo de los eslabones.

—Mejor librarse de eso —dijo Peter—. Dámelo a mí. —Escrutó la habitación en busca de un escondite, y se dirigió hacia la chimenea, riéndose entre dientes—. Vamos a devolverla a su sitio —dijo metiéndose bajo la campana—. Como tanto le gusta decir a Puffett, quien guarda, halla. —Volvió a salir, sacudiéndose las manos.

—Supongo que habrá un reborde —dijo Harriet.

—Si. La escopeta desplazó la cadena. Si Noakes hubiera tenido las chimeneas limpias, su asesino podría estar a salvo. ¿No hay algo que dice que el mal se tornará en bien, capellán?

El señor Goodacre se libró de la discusión sobre ese punto doctrinal gracias a la llegada del señor Puffett, acompañado por Bunter.

—¿Me quería para algo, milord?

—Sí, Puffett. Cuando estuvo recogiendo esta habitación el miércoles por la mañana, después de deshollinar, ¿recuerda haber recogido un trocito de cordel del suelo?

—¿Un trocito de cordel? —repitió el señor Puffett—. Si lo que anda buscando es cordel, para mí que ha acertado. Mire, milord, yo cuando veo un cachito de cordel, voy, lo cojo y me lo guardo, que siempre puede resultar útil. —Se levantó los jerséis, resoplando, y se puso a sacar rollos de cuerda como un prestidigitador que sacara papeles de colores—. Aquí hay de todo, a elegir. Como le dije a Frank Crutchley, quien guarda, halla, o sea que...

—Era por un trozo de cordel, ¿no?

—Eso es —contestó el señor Puffett, sacando con dificultad un pedazo de cuerda gruesa—. Recogí de aquí del suelo un trozo de cordel, y le dije, aludiendo a las cuarenta libras esas suyas, le digo...

—Creo que lo vi coger un trozo. Supongo que a estas alturas ya no sabrá cuál es, ¿no?

—¡Ah! —exclamó el señor Puffett súbitamente iluminado—. Ya lo entiendo, milord. Quiere ese trozo de cordel en especial. Pues no sé si voy a poder decir cuál era ese trozo exacto. No, no voy a poder. Que era un buen trozo de cordel, eso sí, y bien hermoso, que calculo que podía llegar a un metro sin los nudos, pero si era este trozo, o este otro, no creo que pueda decirlo.

—¿Un metro? —repitió Peter—, Debía de ser más largo.

—No —le contradijo el señor Puffett—. El cordel no... Bueno, a lo mejor uno veinte, pero no más. Había un trozo de sedal negro estupendo, igual de unos seis metros, pero lo que anda usted buscando es cordel.

—Me he equivocado —aclaró Peter—. Sí, tendría que haber dicho sedal. Naturalmente, tenía que ser sedal. Negro. Eso tenía que ser. ¿Lo tiene?

—¡Ah! Si lo que anda buscando es un trozo de sedal, ¿por qué no me lo había dicho? Quien guarda...

—Gracias —repuso Peter, arrancando diestramente el rollo de sedal negro délos lentos dedos del deshollinador—. Sí. Es este. Podría aguantar un salmón de diez kilos. Y me apuesto lo que quiera a que hay un plomo en cada extremo. Ya decía yo... Sí.

Pasó un extremo del sedal por una de las anillas del borde del macetero, juntó los dos extremos con sus respectivos plomos y se los dio a Bunter, que los cogió sin pronunciar palabra, remontó los peldaños de la escalera de mano y ensartó el sedal doble en el gancho del techo.

—¡Ah! —exclamó Harriet—. Ahora lo comprendo. ¡Es terrible, Peter!

—Tira —dijo Peter, sin hacerle caso—. Ten cuidado, no vayas a enredar el sedal.

Bunter tiró del sedal, gruñendo un poco cuando se le clavó en los dedos. Sujeta por la mano de Peter, la planta se agitó, subió, quedando fuera del alcance de su señoría, y se elevó formando un gran semicírculo al extremo de la cadena de hierro.

—No te preocupes —dijo Peter—. La planta no se va a caer. Está encajada a muerte, como bien sabes. Sigue tirando.

Fue a recoger la parte floja del sedal que bajaba por el gancho. El macetero quedó estable, apostado bajo las vigas, con el cactus asomando por un lado, de modo que en la penumbra parecía un monstruoso cangrejo ermitaño tratando de salir ansiosamente de su concha.

Mirándolo con ojos de miope, el párroco se arriesgó a proferir un reproche.

—Por lo que más quiera, tenga cuidado. Como ese trasto resbale y se caiga, podría matar fácilmente a alguien.

—Muy fácilmente —admitió Peter—. Es justo lo que yo estaba pensando.

Retrocedió unos pasos, hacia el mueble de la radio, tensando el doble sedal con las manos.

—Debe de rondar los seis kilos —dijo Bunter.

—Ya lo noto —replicó Peter con gravedad—. ¿Cómo es posible que no os dierais cuenta del peso Kirk y tú cuando inspeccionasteis el macetero? Lo han cargado con algo... yo diría que con perdigones. Esto debieron de planearlo hace tiempo.

—De modo que así es como una mujer podría haberle destrozado la cabeza a un hombre alto. Una mujer con fuerza en las manos —dijo Harriet.

—O cualquiera que no estuviera aquí en el momento —replicó Peter—. Cualquiera con una coartada a toda prueba. Dios hace el poder, y los hombres las máquinas, capellán.

Llevó los dos extremos del sedal hasta el borde del mueble de la radio; llegaban exactamente hasta allí. Levantó la tapa y los deslizó debajo; después bajó la tapa. El trinquete soportó la tensión, y los plomos se afianzaron contra el borde, aunque Harriet observó que la pesada maceta había levantado ligeramente del suelo el extremo izquierdo del mueble de la radio. Pero no podía subir demasiado, porque las patas estaban apretadas contra el asiento, sobre el cual se extendía el delgado sedal negro, tenso y casi invisible, hasta el gancho de la viga.

Un golpe seco en la ventana los sobresaltó a todos. Kirk y Sellon estaban fuera, haciendo señas agitadamente. Peter atravesó deprisa la habitación y abrió la celosía, mientras Bunter bajaba de la escalera de mano, la plegaba y la apoyaba silenciosamente contra la pared.

—¿Sí? —dijo Peter.

—¡Milord! —gritó Sellon apresuradamente, con impaciencia—. Milord, yo nunca le he mentido. Se puede ver el reloj desde la ventana. El señor Kirk acaba de decirme que...

—Es verdad —dijo Kirk—. Las doce y media, más claro que el agua... ¡Vaya! —añadió, viendo mejor con la ventana abierta—. Han bajado el cactus.

—No, no lo han bajado —replicó Peter—. El cactus sigue ahí. Será mejor que entren. La puerta principal está cerrada con llave. Coja las llaves y vuelva a cerrar... Todo va bien —añadió, hablándole a Kirk al oído—. Pero entre con cuidado... Es posible que tenga que detener a alguien.

Los dos policías desaparecieron a una velocidad pasmosa. El señor Puffett, que se estaba rascando la cabeza reflexivamente, abordó a Peter.

—Eso que ha colocado ahí queda un poco raro, milord. ¿Seguro que no se va a venir abajo?

A modo de protección contra esa posibilidad, se dio una palmadita en el bombín.

—Seguro, a menos que alguien abra ese mueble para la orgía gramofónica de las doce y media... ¡Por lo que más quiera, capellán, no se acerque a esa tapa!

El párroco, que se había aproximado al mueble de la radio, se apartó, asustado y con aire culpable ante el tono imperioso.

—Solo quería ver el cordel más de cerca —explicó—. Es que con los paneles no se ve nada. Extraordinario. Es por ser tan negro y tan fino, supongo...

—Así debe ser un sedal —replicó Peter—. Perdone por haberle gritado, pero quédese ahí, apartado, por si ocurre un accidente. ¿No se da cuenta de que es usted la única persona que no está a salvo en esta habitación?

El párroco se retiró a un rincón a reflexionar. La puerta se abrió de par en par, y la señora Ruddle, sin que nadie la hubiera llamado y sin que nadie deseara su presencia, anunció a voz en grito:

—¡La policía!

—¡Vamos! —dijo el señor Puffett. Intentó echarla de allí, pero la señora Ruddle estaba decidida a enterarse de qué trataba aquel largo conciliábulo. Se plantó junto a la puerta, con los brazos en jarras.

Los ojos bovinos de Kirk se clavaron en Peter y después siguieron la mirada de su señoría, que se dirigió hacia el techo, y allí Kirk se topó con el prodigioso fenómeno del cactus, que flotaba al modo de Houdini, sin soportes visibles.

—Sí —dijo Peter—. Ahí está, pero no toque ese mueble, o no me hago responsable de las consecuencias. Supongo que era allí donde estaba ese cactus a las nueve y cinco de la noche del miércoles de la semana pasada, y por eso Sellon pudo ver el reloj. Esto es lo que se llama reconstrucción del crimen.

—El crimen, ¿eh? —dijo Kirk.

—Usted quería un instrumento contundente que pudiera golpear a un hombre alto por detrás. Pues ahí lo tiene. Podría romperle el cráneo a un buey... con la fuerza que le hemos puesto.

Kirk volvió a mirar la maceta.

—Huum —murmuró lentamente—. Muy bonito, pero me gustaría tener alguna prueba. No había ni sangre ni pelos en el macetero ese la última vez que lo vi.

—¡Claro que no! —exclamó Harriet—. Lo habían limpiado.

—¿Cuándo y cómo? —preguntó Peter, volviéndose bruscamente hacia ella.

—Pues el miércoles pasado, por la mañana. Anteayer. Acabas de recordárnoslo. El miércoles por la mañana, delante de nuestras narices, mientras todos lo estábamos mirando aquí sentados. ¡Ese es el cómo, Peter, el cómo!

—Sí —replicó Peter, sonriendo ante el entusiasmo de Harriet—. Es el cómo, y si sabemos el cómo, sabemos el quién.

—Al fin sabemos algo, gracias a Dios —dijo Harriet.

De momento no le importaban demasiado ni el cómo ni el quién. Su júbilo se debía a la atenta inclinación de cabeza de Peter, que la miraba sonriente, balanceándose levemente sobre los dedos de los pies. Una tarea terminada y, después de todo, sin fracaso; no más sueños frustrados con hombres encadenados y derrotados en busca de un recuerdo perdido entre desiertos ardientes plagados de aterradores cactus llenos de espinas.

Pero como el párroco no era la esposa de Peter, se tomó el asunto de otro modo.

—¿Quiere decir que cuando Frank Crutchley regó el cactus y limpió el macetero...? —dijo escandalizado—. ¡Oh! ¡Pero es una conclusión terrible! Frank Crutchley... ¡uno de los miembros de mi coro!

Kirk parecía más conforme.

—¿Crutchley? —dijo—. Ah, bueno, ya vamos entendiéndolo. Le guardaba rencor por lo de las cuarenta libras... y pensó que así podía desquitarse con el viejo y casarse con la heredera... Matar dos pájaros con un solo instrumento contundente, ¿no?

—¿Qué heredera? —preguntó el párroco, de nuevo atónito—, Pero si se va a casar con Polly Mason... Si ha venido esta mañana por lo de las amonestaciones.

—Es una historia muy triste, señor Goodacre —terció Harriet—. Estaba prometido en secreto a la señorita Twitterton y... ¡chist!

—¿Cree que estaban los dos metidos en el asunto? —empezó a decir Kirk cuando de pronto cayó en la cuenta de que la señorita Twitterton estaba en la habitación, con ellos.

—No he encontrado su estilográfica, por ninguna parte —dijo la señorita Twitterton, contrita y preocupada—. Espero que...

Percibió algo extraño y tenso en el aire, y en Joe Sellon, que miraba boquiabierto precisamente en la dirección que todos los demás trataban de evitar.

—¡Válgame Dios! —exclamó la señorita Twitterton—. ¡Es verdaderamente asombroso! ¿Cómo puede haber subido hasta ahí el cactus del tío William?

Se fue derecha hacia el mueble de la radio. Peter la agarró y la obligó a retroceder.

—No lo creo —le dijo enigmáticamente Peter a Kirk por encima del hombro, y llevó a la señorita Twitterton hasta donde se había quedado el párroco, petrificado de asombro.

—Bueno, vamos a aclarar esto —dijo Kirk—. ¿Cómo piensa que lo preparó exactamente?

—Si esa trampa fue tendida así la noche del asesinato, cuando Crutchley se marchó, a las seis y veinte —la señorita Twitterton emitió un débil chillido—, entonces, cuando Noakes entró aquí, como era su costumbre, a las nueve y media, para encender la radio para el boletín informativo...

—Y entró, vaya si entró. Como un reloj que era —intervino la señora Ruddle.

—Pues entonces...

Pero Harriet tenía algo que objetar, y tenía que plantearlo aunque Peter pensara lo que pensara.

—Pero, Peter... ¿es posible llegar hasta el mueble de la radio, incluso a la luz de una vela, y no darse cuenta de que el cactus no estaba en su sitio?

—Creo que... —respondió Peter.

La puerta se abrió, con tal brusquedad que le dio un fuerte golpe a la señora Ruddle en el codo, y entró Crutchley. Con una mano sujetaba la lámpara de pie, y al parecer había entrado a recoger algo para llevarlo a la furgoneta que estaba fuera, porque habló con alguien invisible detrás de él.

—Vale, ya lo recojo yo y lo cierro.

Ya estaba junto al mueble de la radio antes de que a Peter le diera tiempo a preguntar:

—¿Qué quiere, Crutchley?

El tono de Peter hizo que volviera la cabeza.

—La llave de la radio, milord —contestó concisamente, y aún mirando a Peter, levantó la tapa.

El mundo se detuvo durante una millonésima de segundo. Después, el pesado macetero se deslizó como por un mayal, centelleante. Pasó rozando a escasísimos centímetros de la cabeza de Crutchley, tiñendo su rostro de pálido terror, y destrozó el globo de la lámpara en mil fragmentos tintineantes.

Hasta aquel mismo instante Harriet no cayó en la cuenta de que todos habían gritado, y ella también. Y a continuación se hizo un silencio de varios segundos, mientras el gran péndulo se balanceaba sobre ellos formando un reluciente arco.

Peter le advirtió al señor Goodacre:

—No se acerque, reverendo.

Su voz rompió la tensión. Crutchley se volvió hacia él con una expresión feroz.

—¡Maldita sea! ¡Pero qué listo! ¿Cómo lo ha sabido? Así lo aspen... ¿Cómo sabe que he sido yo? ¡Te voy a rajar!

Dio un salto, y Harriet vio a Peter prepararse para la arremetida, pero Kirk y Sellon se abalanzaron sobre Crutchley cuando trataba de evitar el mortal balanceo del macetero. Crutchley forcejeó con ellos, bufando.

—¡Dejadme, maldita sea! ¡Tengo que ir a por él! Así que me ha tendido una trampa, ¿eh? Pues sí, yo lo maté. Ese cerdo me engañó. Igual que tú, Aggie Twitterton, ¡así te mueras! Me habían quitado mis derechos, y yo lo maté, sí, pero no me ha servido de nada.

Bunter subió tranquilamente, sujetó el macetero y lo dejó quieto.

Kirk estaba diciendo: «Frank Crutchley, queda detenido...».

El resto de las palabras quedaron inaudibles entre los frenéticos gritos del preso. Harriet se acercó a la ventana. Peter no se movió. Dejó que Bunter y Puffett ayudaran a la policía, que aun con su ayuda tuvieron que hacer grandes esfuerzos para llevarse a rastras a Crutchley de la habitación.

—¡Dios mío! —exclamó el señor Goodacre—. ¡Es verdaderamente espantoso!

Recogió la sobrepelliz y la estola.

—¡No dejen que se acerque! —chilló la señorita Twitterton mientras el grupo se debatía por salir de allí—. ¡Es horrible! ¡Que no se me acerque! ¡Y pensar que lo dejé estar tan cerca de mí! —Su carita se retorció con un gesto de rabia. Salió corriendo tras ellos, agitando los puños y gritando grotescamente—: ¡Animal! ¡Bestia asquerosa! ¿Cómo has podido matar al pobre tío?

El párroco se volvió hacia Harriet.

—Perdóneme, lady Peter, pero mi misión está con ese desgraciado joven.

Harriet asintió, y el párroco salió de la habitación detrás de los demás. Cuando se dirigía a la puerta, a la señora Ruddle le llamó la atención el sedal que colgaba del macetero; se paró en seco y le vino la inspiración; al fin lo entendía.

—¡Vaya! —exclamó con tono triunfal—. Cosa curiosa, vaya si lo es. Así estaba cuando vine yo aquí el miércoles por la mañana a dar un barrido. Lo quité y lo tiré al suelo.

Miró a su alrededor, a ver si le daban el pláceme, pero Harriet era incapaz de hacer ningún comentario y Peter seguía impávido. La señora Ruddle se fue dando cuenta, poco a poco, de que ya había pasado el momento de su efímera gloria y salió cabizbaja. De pronto, Sellon se separó del grupo y volvió a la casa, con el casco torcido y la chaqueta abierta por el cuello.

—Milord... Es que no sé cómo darle las gracias. Ahora estoy limpio.

—Muy bien, Sellon. Y ahora, venga, váyase, como un buen chico.

Sellon se marchó, y de repente se hizo un silencio.

—Peter —dijo Harriet.

Peter miró a su alrededor, justo a tiempo de ver a Crutchley por la ventana, aún forcejeando con los cuatro hombres.

—Ven. Dame la mano —dijo—. Esta parte de la historia siempre me deja hundido.

Luna de miel
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