Capítulo 16

Coronación conyugal

Norbert: Nada expliques; dejémoslo estar. Es la culminación de la vida.

Constance: ¡Tuya, tuya, tuya soy!

Norbert: Tú y yo... ¿a qué preocuparse de los vericuetos por los que aquí hemos llegado, al centro del laberinto? Cuántos hombres habrán muerto en el intento de encontrar este lugar, que nosotros hemos encontrado.

Robert Browning, En un balcón

—¡Bueno, bueno! —dijo Peter—. Pues ya estamos aquí. —Le quitó la capa de los hombros a su mujer y rindió delicado homenaje a su nuca—. Con la buena conciencia del deber cumplido. —Sus ojos siguieron a Harriet mientras ella cruzaba la habitación—. Anima mucho cumplir con el deber. Una sensación enardecida. Estoy como mareado.

Harriet se desplomó en el sofá y estiró perezosamente los brazos en el respaldo.

—Yo también me siento un poco embriagada. No puede ser por el jerez del párroco, ¿no?

—No, imposible —contestó él con seguridad—. Aunque supongo que he bebido cosas peores. No mucho, y no más de una vez. No... simplemente son los efectos estimulantes de lo bien hecho... O quizá el aire del campo o algo así.

—Aturde un poco, pero es agradable.

—Desde luego. —Peter se quitó la bufanda del cuello, la colgó junto con la capa en el banco y deambuló indeciso hasta colocarse detrás del sofá—. Quiero decir... Desde luego que sí. Es como el champán. Casi como estar enamorado. Pero no creo que pueda ser eso, ¿y tú?

Ella ladeó la cara para sonreírle, de modo que él la vio extraña y enigmáticamente invertida.

—No, claro que no.

Atrapó las manos errantes de Peter, las apartó con silenciosa protesta de sus pechos, las llevó hasta debajo de su barbilla y las dejó allí aprisionadas.

—Ya me parecía a mí que no, porque, al fin y al cabo, estamos casados. ¿O no? No se puede estar casado y enamorado, o al menos no de la misma persona, quiero decir. No está bien.

—Desde luego que no.

—Lástima, porque esta noche me siento juvenil y tonto, tierno y envolvente, como un guisante muy joven. Verdaderamente romántico.

—Eso es una deshonra para un caballero de su condición, milord.

—Mi condición mental es sencillamente atroz. Quiero que arranquen los violines de la orquesta y que desplieguen una suave música mientras el farero mayor enciende la luna...

—¡Y los cantantes acompañando la melodía!

—¿Y por qué no, maldita sea? ¡Quiero música suave y la voy a oír! ¡Suéltame, muchacha! A ver qué puede hacer la BBC.

Harriet lo dejó libre y en esta ocasión fue ella quien lo siguió con los ojos hasta el mueble de la radio.

—Quédate ahí un momento, Peter. No, no te vuelvas.

—¿Por qué? —preguntó él, quedándose obedientemente en el mismo sitio—. ¿Es que empieza a crisparte mi penosa cara?

—No. Estaba admirando tu espalda, nada más. Tiene una especie de elasticidad que me encanta. Es sencillamente arrebatadora.

—¿De verdad? Yo no la veo, pero tendré que decírselo a mi sastre. Siempre me da a entender que él ha inventado mi espalda.

—¿También cree haber inventado tus orejas, la base de tu cráneo y el caballete de tu nariz?

—Ningún halago puede ser excesivo para mi lamentable sexo. Mira, estoy ronroneando como un molinillo de café, pero podrías haber elegido unos rasgos más receptivos. Resulta difícil expresar amor con la nuca.

—Precisamente. Lo que quiero es el lujo de una pasión imposible. Así puedo decirme, ahí está esa nuca adorable y nada de lo que diga la ablandará.

—Yo no estaría tan seguro. Sin embargo, intentaré ponerme a la altura de tus exigencias... «Mi verdadero amor posee mi corazón», pero mis huesos siguen siendo míos. Aunque de momento, «los huesos inmortales están bajo el yugo de la carne y el alma mortales». ¿Para qué demonios he venido hasta aquí?

—Música suave.

—Efectivamente. Pues bien, mis pequeños trovadores de Portland Place... «¡Tañed, muchachos de mirto coronados, doncellas de hiedra tocadas, tañed!»

«¡Aaarg! —profirió el altavoz—. Y habría que preparar cuidadosamente los lechos con excremento de caballo bien descompuesto...»

—¡Socorro!

—Ya basta —dijo Peter, desconectando el aparato.

—Qué mente tan calenturienta.

—Repugnante. Voy a escribirle una carta muy seria a sir John Reith. ¿No es increíble que cuando un hombre está desbordante de las emociones más puras y sacrosantas... cuando se siente como Galahad, Alejando y Clark Gable, todos en uno, cuando por así decirlo, se remonta a las nubes y se sienta sobre el pecho del aire...?

—¡Cariño! ¿Estás seguro de que no es el jerez?

—¡El jerez! —Su estado de ánimo, ya disparado, estalló en mil destellos—. «Juro, señora, por aquella sagrada luna...»—Se detuvo, haciendo gestos hacia las sombras—. ¡Vaya! Han puesto la luna donde no debían.

—Hay que ver qué descuidado es el farero mayor.

—Otra vez borracho, otra vez borracho... A lo mejor tienes razón, y es el jerez... Maldita sea, esta luna rezuma. «¡Oh, más que luna, no encrespes los mares para en tu esfera anegarme!» —Envolvió con un pañuelo el pie de la lámpara, la quitó de la mesa y la colocó junto a Harriet, de modo que el rojo anaranjado de su vestido destelló a la luz como una oriflama—. Así está mejor. Vamos a empezar desde el principio. «Juro, señora, por aquella sagrada luna que de plata entinta las copas de los árboles frutales...» Observa los árboles frutales. Malus aspidistriensis, importados especialmente por la administración con un gasto colosal...

Aggie Twitterton, acurrucada y temblorosa en la habitación de arriba, oía débilmente las voces. Quería haber escapado por la escalera de atrás, pero al pie se encontraba la señora Ruddle, enzarzada en una larga discusión con Bunter, cuyas respuestas desde la cocina resultaban inaudibles. Siempre a punto de marcharse, la señora Ruddle volvía una y otra vez para hacer algún comentario. Podía desaparecer en cualquier momento, pero de repente...

Bunter salió tan silenciosamente que la señorita Twitterton no lo oyó hasta que su voz resonó de repente justo debajo de ella.

—No tengo nada más que añadir, señora Ruddle. Le deseo buenas noches.

La puerta trasera se cerró de golpe y se oyó el ruido de los cerrojos. Ya no podía escapar sin que nadie se diera cuenta. Un instante después, unos pies empezaron a ascender por la escalera. La señorita Twitterton retrocedió a toda prisa hacia el dormitorio de Harriet. Los pies siguieron subiendo; pasaron al otro lado de la escalera; se aproximaban. La señorita Twitterton retrocedió aún más, y se escandalizó al verse atrapada en el dormitorio de un caballero que olía ligeramente a ron de malagueta y a tejido Harris. Oyó el crepitar de un fuego que se encendía en la habitación de al lado, el zarandeo de las anillas de las cortinas en las barras, un leve tintineo, el chorro del agua en el aguamanil. A continuación sonó el pestillo, y echó a correr sofocada hacia la oscuridad de las escaleras.

—... Romeo estaba muy verde, y todos sus árboles tenían manzanas verdes. Siéntate aquí, Aholiba, y haz de reina, con una corona de hojas de parra y un cetro de paja. Dame tu manto y yo seré los reyes y todos sus caballeros. «Di cuanto hayas de decir, te lo ruego, y con lengua rápida. ¡Habla! Mis caballos blancos como la nieve espumajean inquietos...» Perdona, me he equivocado de poema, pero estoy que piafo. Dilo, dama de voz dorada: «Soy la reina Aholiba...».

Harriet se echó a reír y soltó la espléndida estupidez con grave voz de órgano:

Mis labios besaron mudos la palabra Ah,

en labios extraños susurraron y así enfermaron.

Dios forjó mi regio lecho;

su interior era rojo,

el exterior de marfil.

El calor de mi boca era el calor del fuego

con deseo por los reyes que llegaron

con jinetes de espléndida montura...

—Vas a romper esa silla, Peter. ¡Estás chiflado!

—Tengo que estarlo, querida mía. —Tiró la capa y se plantó delante de Harriet—. Cuando intento ponerme serio, hago el más espantoso de los ridículos. Es absurdo. —En su voz temblorosa había un dejo de incertidumbre—. Piénsalo, ríete: un inglés de cuarenta y cinco años bien alimentado, bien arreglado, con bienes, camisa almidonada y monóculo cayendo de rodillas ante su esposa, ante su propia esposa, con lo que resulta aún más gracioso, y diciéndole... Diciéndole...

—Dime, Peter.

—No puedo. No me atrevo.

Harriet levantó la cabeza de Peter con sus manos, y lo que vio en su cara le encogió el corazón.

—No, cariño, no... No tanto... Es aterrador ser tan feliz.

—Ah, no —replicó inmediatamente Peter, envalentonándose con el miedo de Harriet.

Todo lo demás hacia la destrucción camina,

solo nuestro amor no declina,

sin ayer ni mañana;

de nuestras manos jamás escapa,

mas preserva su primer, su último, su eterno día.

—Peter...

El movió la cabeza, irritado por su propia impotencia.

—¿Cómo encontrar las palabras? Los poetas se las han llevado todas, y me han dejado sin nada que decir ni que hacer...

—Salvo enseñarme lo que significan.

A él le costaba creérselo.

—¿Eso he hecho?

—Oh, Peter... —Tenía que hacérselo creer, porque era muy importante—. Toda mi vida he ido sin rumbo en medio de la oscuridad, pero ahora he encontrado tu corazón... y me siento plena.

—¿Y a qué se reducen las grandes palabras, sino a eso? Te quiero... Me siento en paz cuando estoy contigo... He vuelto a casa.

Reinaba tal silencio en la habitación que la señorita Twitterton pensó que debía de estar vacía. Bajó sigilosamente, peldaño a peldaño, con miedo de que Bunter la oyese. La puerta estaba entornada y la abrió centímetro a centímetro. Habían cambiado la lámpara de sitio, de modo que se encontró rodeada por la oscuridad... Pero resultó que la habitación no estaba vacía. En un extremo, enmarcadas por el círculo brillante de la luz de la lámpara, las dos figuras estaban iluminadas e inmóviles como en un cuadro. La mujer morena con un vestido como el fuego, con los brazos alrededor de los hombros encorvados del hombre y la cabeza dorada de él en el regazo. Estaban tan quietos que incluso el gran rubí de la mano izquierda de la mujer relucía continuamente, sin siquiera un destello.

Petrificada, la señorita Twitterton no se atrevía ni a avanzar ni a retroceder.

—Cariño. —Aquella palabra, no más que un susurro, se pronunció sin un solo movimiento—. Alma de mi alma. Mi querido esposo y amante. —Las manos entrelazadas debieron de apretarse aún más, porque la piedra despidió fuego—. Eres mío, mío, todo mío.

En ese momento se alzó la cabeza del hombre y su voz recogió el tono victorioso y lo devolvió como una ola ascendente:

—Tuyo. Eso soy, tuyo. Con todos mis defectos, todas mis locuras, tuyo por completo y para siempre. Mientras este pobre ser apasionado y charlatán tenga manos para sostenerte y labios para decir te quiero...

—¡Oh! —exclamó la señorita Twitterton, ahogándose con un sollozo—. ¡No lo soporto, no lo soporto!

La escena estalló como una pompa de jabón. El protagonista se puso en pie de un salto y dijo con toda claridad:

—¡Maldita sea, una y mil veces!

Harriet se levantó. La brusca interrupción de su éxtasis y una cólera defensiva por Peter confirió una sequedad desconocida a su tono de voz:

—¿Quién es? ¿Qué hace aquí? —Salió del círculo de luz e intentó penetrar la oscuridad con la mirada—. ¡Señorita Twitterton!

Incapaz de pronunciar palabra e indeciblemente asustada, la señorita Twitterton siguió sollozando histéricamente, ahogándose. Se oyó una voz que dijo con tristeza desde la chimenea:

—Ya sabía yo que iba a hacer el ridículo.

—Algo ha pasado —dijo Harriet con más delicadeza, tendiendo una mano tranquilizadora.

La señorita Twitterton recuperó la voz.

—Ay, perdónenme... No sabía... no tenía intención de... —El recuerdo de su propio dolor se impuso al miedo—. ¡Oh, soy tan desgraciada!

—Mejor me voy a ver qué pasa con el oporto —dijo Peter.

Se retiró rápida y silenciosamente, sin cerrar la puerta; pero las ominosas palabras penetraron en la conciencia de la señorita Twitterton. Un nuevo terror contuvo sus lágrimas a punto de brotar.

—¡Ay, Dios mío, Dios mío! ¡El vino de Oporto! Ahora volverá a enfadarse.

—¡Cielo santo! —exclamó Harriet, totalmente desconcertada—. Pero ¿qué ha pasado aquí?

La señorita Twitterton se estremeció. El grito de «¡Bunter!» en el pasillo la avisó de la inminencia de la crisis.

—La señora Ruddle ha hecho algo espantoso con el vino de Oporto.

—¡Oh, pobrecito Peter! —dijo Harriet.

Prestó oídos, angustiada. Era la voz de Bunter, reducida a un largo murmullo explicativo.

—¡Ay, Dios mío, Dios mío! —gimió la señorita Twitterton.

—Pero ¿qué puede haber hecho esa mujer?

La señorita Twitterton no estaba muy segura.

—Creo que ha agitado la botella —balbuceó—. ¡Oh!

Un fuerte grito de angustia desgarró el aire. La voz de Peter se alzó en un lamento:

—¿Cómo? ¿Todos mis pollitos y su madre?

A la señorita Twitterton la última palabra le sonó como una palabrota.

—¡Ay! Espero que no se ponga violento.

—¿Violento? —repitió Harriet, medio divertida medio enfadada—. No, no lo creo.

Pero la alarma es contagiosa... Y se sabe de casos de hombres muy enteros que han descargado su irritación sobre los criados. Las dos mujeres se abrazaron, a la espera del estallido.

—Bueno, lo único que puedo decirte, Bunter, es que esto no vuelva a ocurrir —se oyó decir a lo lejos—. De acuerdo... Por Dios bendito, no hace falta que me digas eso... Claro que no lo has hecho tú... Bueno, vamos a ver los cuerpos.

Los ruidos fueron apagándose, y las mujeres respiraron más tranquilas. Se había desvanecido la espantosa amenaza de la violencia masculina.

—¡Bueno! —exclamó Harriet—. No ha sido tan terrible... Querida señorita Twitterton, ¿qué ocurre? Está temblando de pies a cabeza... No es posible que pensara que Peter iba a... ponerse a arrojar cosas ni nada parecido, ¿no? Venga a sentarse junto a la chimenea. Tiene las manos heladas.

La señorita Twitterton se dejó llevar hasta el banco.

—Lo siento... He sido tan tonta... Pero... es que me aterrorizan los caballeros cuando se enfadan... y... y al fin y al cabo, todos son hombres, ¿no?... ¡Y los hombres son horribles!

La última frase fue como un estallido escalofriante. Harriet comprendió que había algo más que el pobre tío William o un par de docenas de botellas de oporto.

—Querida señorita Twitterton, ¿qué ocurre? ¿Puedo ayudarla? ¿Alguien se ha portado mal con usted?

Aquella actitud comprensiva desbordó a la señorita Twitterton. Se aferró a las bondadosas manos.

—¡Ay, milady, milady... me da tanta vergüenza contárselo! Me ha dicho unas cosas tan terribles... ¡Perdóneme, por favor!

—¿Quién? —preguntó Harriet, sentándose a su lado.

—Frank. Unas cosas terribles... Ya sé que soy un poco mayor que él... y supongo que he sido tonta... Pero él me dijo que me quería.

—¿Frank Crutchley?

—Sí... Y lo del dinero del tío no es culpa mía. íbamos a casarnos... Solo estábamos esperando por las cuarenta libras y mis pequeños ahorros que yo le había prestado al tío. Y ahora no queda nada, ni voy a recibir nada del tío... Y ahora él dice que no quiere ni verme y... ¡Y yo lo quiero tanto!

—Lo siento mucho —replicó Harriet con impotencia. ¿Qué más podía decir? Era todo tan ridículo, tan abominable...

—¡Me llamó... Gallina vieja! —Eso era lo más atroz, y una vez que lo soltó, la señorita Twitterton añadió más tranquila—: Se enfadó tanto por lo de mis ahorros... Pero a mí no se me ocurrió pedirle un recibo al tío.

—¡Oh, pobre!

—Era tan feliz... pensando que íbamos a casarnos en cuanto él pudiera empezar con el garaje... pero no se lo habíamos contado a nadie, porque, verá, es que yo soy un poco mayor que él, aunque desde luego estaba en mejor situación económica, pero él estaba trabajando mucho para superarse...

¡Qué horror, pensó Harriet, qué horror! En voz alta dijo:

—Querida amiga, si la trata así, no se ha superado en nada. No le llega a usted ni a la suela de los zapatos.

Peter estaba cantando:

Que donneriez vous, belle,

pour avoir votre ami?

Que donneriez vous, belle,

pour avoir votre ami?16

Parece que se le ha pasado, pensó Harriet.

—Y es tan guapo... Nos veíamos en el cementerio... Hay un asiento muy bonito... y nadie pasa por allí por la noche... Le dejé que me besara...

Je donnerais Versailles,

Paris et Saint Denis!

Luna de miel
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