Capítulo 17
Uno gritó: «¡Dios nos bendiga!», y el otro: «¡Amén!», como si me hubieran visto con estas manos de verdugo.
William Shakespeare, Macbeth
Peter entró cautelosamente, con un decantador en la mano.
—No te preocupes —dijo Harriet—. Se ha marchado.
Peter dejó el vino a una distancia del fuego cuidadosamente calculada y comentó, como si tal cosa:
—Al final hemos encontrado decantadores.
—Sí, ya veo.
—Por Dios, Harriet... ¿qué es lo que estaba diciendo?
—Está bien, cariño. Solo estabas citando a Donne.
—¿Nada más? Y yo que creía haber puesto un par de rasillas de mi cosecha..., Bueno, ¿qué importa? Te quiero y me da igual quién lo sepa.
—Bendito seas.
—De todos modos —añadió Peter, decidido a poner en su sitio el embarazoso asunto de una vez por todas— esta casa me está poniendo nervioso. Esqueletos en la chimenea, cadáveres en la bodega, damas de cierta edad escondiéndose detrás de las puertas... Esta noche voy a mirar debajo de la cama. ¡Huy!
Dio un respingo cuando entró Bunter con una lámpara de pie, y disimuló su confusión agachándose sin necesidad para volver a comprobar el decantador.
—¿Al final es el oporto?
—No, burdeos. Es un léoville joven pero agradable, con un sedimento muy ligero. Parece que ha hecho un buen viaje... Está bastante limpio.
Tras colocar la lámpara cerca de la chimenea, Bunter dirigió una mirada de muda angustia al decantador y se retiró con pasos silenciosos.
—No soy yo el único que sufre —dijo su señor moviendo la cabeza—. Los nervios de Bunter están muy alterados. Este jaleo con la señora Ruddle lo afecta mucho... Y ya es el colmo. A mí me gusta un poquito de ajetreo y movimiento, pero Bunter tiene sus principios.
—Sí, y aunque conmigo es encantador, nuestro matrimonio debe de haber supuesto un golpe terrible para él.
—Creo que es más una cuestión de tensión emocional. Y está un poco preocupado por este caso. Piensa que no le estoy prestando suficiente atención. Esta tarde, por ejemplo...
—Sí, eso me temo, Peter. La mujer te tentó...
—O felix culpa!
—Perdiendo el tiempo entre las tumbas en lugar de seguir pistas. Pero resulta que no hay pistas.
—Si las hubiera habido, probablemente las borró Bunter con sus propias manos, él y Ruddle, su compinche en el crimen. El remordimiento está royéndole el alma como una oruga una col... Pero está bien, porque de momento lo único que he hecho ha sido arrojar sospechas sobre ese desgraciado de muchacho, Sellon... cuando tranquilamente podría haberlas arrojado sobre cualquier otra persona, por lo que estoy viendo.
—Sobre el señor Goodacre, por ejemplo. Siente una pasión malsana por los cactus.
—O sobre esa Ruddle, que Dios confunda. Puedo trepar por esa ventana, por cierto. Lo he intentado después de comer.
—¿Ah, sí? ¿Y has averiguado si Sellon podría haber cambiado el reloj de la señora Ruddle?
—¡Ah!... Te has fijado en eso. No hay nadie como un autor de novela policíaca para meterse de cabeza en un problema de relojes. Pareces el gato que se ha comido el canario. A ver, suéltalo. ¿Qué has descubierto?
—No pudieron cambiarlo más de unos diez minutos, hacia atrás o hacia delante.
—¿De veras? ¿Y cómo es que la señora Ruddle tiene un reloj que da los cuartos?
—Fue un regalo de bodas.
—Eso tenía que ser. Ya, comprendo. Era posible adelantarlo, pero no volver a ponerlo en hora, y mucho menos atrasarlo. No más de unos diez minutos. Diez minutos pueden resultar muy valiosos. Sellon dijo que eran las nueve y cinco. Entonces, según todas las normas, necesitaría una coartada para... ¡No, Harriet! No tiene sentido. No vale de nada tener una coartada para el momento del asesinato a no ser que hagas todo lo posible para fijar el momento del asesinato. Si quieres que funcione una coartada de diez minutos, hay que fijar el momento en el transcurso de diez minutos, y se ha fijado solo en veinticinco. Aun así, no podemos estar seguros de lo de la radio. ¿No puedes hacer nada con lo de la radio? Anda, díselo al niño mimado de la inventora de misterios.
—No, no puedo. Un reloj y una radio deberían dar algún sentido, pero no es así. Le he dado mil vueltas y...
—Bueno, es que empezamos ayer. Parece más tiempo, pero no. ¡Qué barbaridad! No llevamos casados ni cincuenta y cinco horas.
—Pues parece toda una vida... No, no quería decir eso. Lo que quería decir es que tengo la impresión de que siempre hemos estado casados.
—Y lo hemos estado... desde el principio del mundo. Maldita sea, Bunter, ¿qué quieres?
—El menú, milord.
—¡Ah! Gracias. Sopa de tortuga... Un poco demasiado urbano para Paggleham, un poquito fuera de tono. Es igual. Pato asado con guisantes... eso está mejor. ¿Producto local? Bien. Tostadas con setas...
—Del prado que hay detrás de la casita, milord.
—¿Del...? Dios santo, espero que sean setas de verdad... Era lo que nos faltaba, como si no tuviéramos ya más que suficiente: el misterio del envenenamiento.
—No son tóxicas, milord. Yo he consumido cierta cantidad para asegurarme.
—¿En serio? Leal ayuda de cámara arriesga la vida por su amo. Muy bien, Bunter. ¡Ah!, por cierto, ¿eras tú el que jugaba al escondite con la señorita Twitterton en nuestra escalera?
—¿Perdón, milord?
—Está bien, Bunter —se apresuró a decir Harriet.
Bunter entendió la indirecta y desapareció murmurando: «Muy bien».
—Peter, se estaba escondiendo de nosotros, porque estaba llorando cuando entramos y no quería que la sorprendiéramos.
—Ah, comprendo —replicó Peter.
La explicación lo convenció y centró su atención en el vino.
—Crutchley se ha portado como un verdadero bruto con ella.
—¡Caray! ¡No me digas!
Giró un poco el decantador.
—Ha estado haciéndole la corte a esa pobrecilla.
Como para demostrarse que era un hombre y no un ángel, su señoría soltó una carcajada ligeramente burlona.
—No tiene gracia, Peter.
—Perdona, cariño. Tienes razón. No la tiene. —Se enderezó bruscamente y añadió, con cierta vehemencia—: Tiene cualquier cosa menos gracia. ¿Y ella lo quiere?
—Es penoso. Iban a casarse y a montar el garaje, con las cuarenta libras y los ahorrillos de ella... Pero tampoco queda nada de eso. Y de repente él descubre que ella no va a recibir dinero de su tío... ¿Por qué me miras así?
—Esto no me gusta nada, Harriet.
Peter tenía la mirada clavada en Harriet, con una expresión de creciente pesadumbre.
—Naturalmente, la ha dejado plantada... ¡Es una bestia!
—Sí, sí, pero ¿no te das cuenta de lo que me estás diciendo? Ella le habría dado el dinero, ¿no? Habría hecho cualquier cosa por él, ¿no?
—Me dijo que nadie sabía lo que había hecho por él... ¡Oh, Peter! ¡No puedes hablar en serio! ¡No puede ser la pobre Twitterton!
—¿Y por qué no?
Arrojó las palabras como un desafío, y Harriet lo recibió de frente, con las manos sobre los hombros de Peter, de modo que sus ojos se encontraron.
—Es un móvil, eso lo veo, pero no querías saber nada del móvil.
—¡Y tú me estás destrozando los oídos con él! —gritó Peter, casi con enfado—. Con el móvil no se puede encausar a nadie, pero en cuanto encuentras el cómo, el porqué lo reitera.
—De acuerdo. —Que Peter luchase en su propio terreno—. Entonces, ¿cómo? No has acusado de nada a la señorita Twitterton.
—No hacía falta. Su «cómo» es un juego de niños. Tenía la llave de la casa y ninguna coartada después de las siete y media. Matar gallinas no es una coartada para matar a un hombre.
—Pero machacarle la cabeza a un hombre con un golpe así... Es menudita, y él era un hombretón. Yo no podría abrirte la cabeza así, aunque soy casi tan alta como tú.
—Eres precisamente la única persona que podría hacerlo. Eres mi esposa. Podrías pillarme desprevenido... igual que una sobrina cariñosa con su tío. No me imagino a Noakes tranquilamente sentado mientras Crutchley o Sellon daban vueltas a sus espaldas, pero una mujer a la que conoces y en quien confías, es distinto. —Se sentó a la mesa, de espaldas a Harriet, y cogió un tenedor—. ¡Mira! Estoy así, escribiendo una carta o haciendo cuentas. Tú andas trajinando al fondo, haciendo algo. Yo no me fijo; estoy acostumbrado... Coges silenciosamente el atizador... No te preocupas, ya sabes que estoy un poco sordo... Te acercas por la izquierda, recuerda; inclino un poco la cabeza hacia el mismo lado que la pluma... Dos pasos rápidos, un golpe enérgico en la cabeza... No hace falta que golpees demasiado fuerte. Y eres una viuda extraordinariamente rica.
Harriet dejó el atizador apresuradamente.
—Sobrina. Viuda es una palabra odiosa, tan luctuosa... Vamos a limitarnos a lo de la sobrina.
—Me desplomo, la silla resbala y me magullo el lado derecho del cuerpo con la caída. Limpias las huellas dactilares del arma...
—Sí... Salgo con mi llave y cierro la puerta. Sencillo. Y supongo que cuando tú recobras el conocimiento, tienes el detalle de recoger lo que estuvieras escribiendo...
—Y de recogerme yo mismo en la bodega. Esa es la idea.
—Y supongo que lo habías comprendido desde el principio, ¿no?
—Pues sí, pero era lo bastante irracional para intentar convencerme de que el móvil era insuficiente. No me imaginaba a la señorita Twitterton cometiendo un asesinato para ampliar su gallinero. Merecido me lo tengo, por retrasado mental. La moraleja es: «Limítate al cómo, y alguien te presentará el porqué en bandeja de plata». —Vio el reproche en los ojos de su esposa y se apresuró a añadir—: Es un móvil colosal, Harriet. La última tentativa de una mujer madura de vivir el amor... y el dinero para realizar esa tentativa.
—También era el móvil de Crutchley. ¿No podría haberlo dejado entrar ella? ¿O haberle dejado la llave, sin saber para qué la quería?
—Las horas de Crutchley están todas mal, aunque podría haber sido cómplice. En ese caso, tiene motivos más que de sobra para dejarla plantada. Aún más, es lo mejor que puede hacer, incluso si solamente sospecha que lo mató ella.
La voz de Peter era como el pedernal, y a Harriet le dio dentera.
—Me parece muy bien, Peter, pero ¿dónde están las pruebas?
—En ninguna parte.
—¿Y qué es lo que tú mismo dices? Que de nada sirve demostrar cómo podría haberse hecho. Lo podría haber hecho cualquiera: Sellon, Crutchley, la señorita Twitterton, tú, yo, el párroco o el comisario Kirk, pero no has probado cómo se hizo realmente.
—¡Como si yo lo supiera, por Dios! Necesitamos pruebas. Necesitamos hechos. ¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo? —Se levantó de un salto y se puso a manotear desaforadamente—. Esta casa nos lo diría, si las paredes y el tejado pudieran hablar. ¡Todas las personas mienten! ¡Hasta un testigo mudo es capaz de mentir!
—¿La casa...? Nosotros mismos hemos silenciado la casa, Peter. Incluso la hemos amordazado. Si le hubiéramos preguntado el martes por la noche... Pero ya no tiene remedio.
—Eso es lo que me reconcome. No me gusta jugar con los puede ser y los podría haber sido. Y no parece probable que Kirk vaya a investigar demasiado a fondo. Se pondrá tan contento de encontrar un sospechoso con más posibilidades que Sellon que se lanzará en picado sobre el móvil de Crutchley y Twitterton...
—Pero, Peter...
—Y entonces, como si lo viera —continuó Peter, absorto en el aspecto técnico del asunto—, alegará ante el tribunal falta de pruebas directas. Si tan solo...
—Pero, Peter... ¡no irás a contarle a Kirk lo de Crutchley y la señorita Twitterton!
—Tendrá que enterarse, naturalmente. Es un hecho, eso no se puede negar. El problema es: ¿comprenderá...?
—¡No, Peter! ¡No puedes hacer eso! Esa pobre mujercita con su penosa historia de amor... No puedes ser tan cruel para contárselo a la policía... ¡A la policía, por Dios!
Peter pareció caer al fin en la cuenta de lo que estaba diciendo Harriet.
—Ah —dijo en voz baja, y se volvió hacia el fuego—. Ya me temía yo que llegaríamos a esto. —Y añadió por encima del hombro—: No se pueden eliminar indicios, Harriet. Tú me dijiste: «Adelante».
—Entonces no conocíamos a esta gente. La señorita Twitterton me lo ha contado confidencialmente. Está tan... tan agradecida. Ha confiado en mí. No puedes hacerte con la confianza de la gente para luego trenzar con ella una soga para su cuello, Peter... —El siguió ante la chimenea, contemplando el fuego—. ¡Es abominable! —exclamó Harriet, consternada. Su agitación rompió contra la rigidez de él como el agua contra una roca—. ¡Es... es brutal!
—El asesinato es brutal.
—Lo sé, pero...
—Tú has visto cómo quedan los hombres asesinados, y yo he visto el cadáver de ese viejo. —Se volvió hacia ella—. Es una lástima que los muertos sean tan silenciosos. Nos resulta muy fácil olvidarlos.
—Los muertos... muertos están. Tenemos que portarnos con decencia con los vivos.
—Estoy pensando en los vivos. Hasta que averigüemos la verdad, todo hijo de vecino es sospechoso en este pueblo. ¿Quieres ver a Sellon destrozado y colgado porque nosotros no hablemos? ¿Debe quedar Crutchley bajo sospecha porque no se le atribuye el crimen a nadie más? ¿Tienen que vivir todos con miedo, sabiendo que hay un asesino desconocido entre ellos?
—Pero no hay pruebas... ¡No hay ninguna prueba!
—Es un indicio. No podemos elegir. Sufra quien sufra, tenemos que encontrar la verdad, y lo demás importa bien poco.
Harriet no podía negarlo. A la desesperada, atacó la verdadera cuestión.
—Pero ¿tienen que ser precisamente tus manos...?
—¡Ah! —replicó él con un tono de voz diferente—. Sí; te he concedido el derecho a preguntarme eso. Cuando te casaste conmigo y con mi trabajo, te metiste en problemas.
Extendió las manos como desafiándola a que las mirase. Parecía extraño que fueran las mismas que la noche anterior... Su fuerza y suavidad la fascinaban. «Licencia a mis errantes manos, permite que vayan hacia delante, en medio, detrás...» Sus manos, tan extrañamente delicadas y expertas... ¿en qué clase de experiencia?
—«Estas manos de verdugo» —dijo Peter, mirándola—. Pero lo sabías, ¿no?
Por supuesto que lo sabía, pero... Le espetó la verdad:
—¡Entonces no estaba casada contigo!
—No... Hay una gran diferencia, ¿verdad? Pues ahora estamos casados, Harriet. Estamos unidos por un vínculo. Me temo que ha llegado el momento en que algo tiene que ceder: o tú, o yo... o el vínculo.
(¿Tan pronto?... Tuyo, por completo y para siempre... Era realmente suyo, o todas sus palabras eran una burla.)
—¡No, no! Oh, cariño, ¿qué nos está pasando? ¿Qué ha sido de nuestra paz?
—Que se ha roto —respondió Peter—. Eso es lo que hace la violencia. En cuanto empieza, no hay forma de pararla. Nos atrapa a todos, tarde o temprano.
—Pero... no debería ser así. ¿No podemos librarnos?
—Solo huyendo. —Dejó caer las manos con gesto de impotencia—. Quizá sería mejor que escapáramos. No tengo derecho a arrastrar a ninguna mujer a este caos, y mucho menos a mi esposa. Perdóname. Hace tanto tiempo que no tengo que rendirle cuentas a nadie, que me parece que he olvidado qué significa el compromiso. —La desolada palidez de Harriet lo asustó—. Cariño mío, no te disgustes. Solo tienes que decirlo y nos marchamos. Dejaremos este tétrico asunto y no volveremos a meternos en él.
—¿Lo dices en serio? —preguntó Harriet, incrédula.
—Pues claro que lo digo en serio.
Su voz era la de un hombre derrotado. Harriet se quedó horrorizada al ver lo que había hecho.
—Estás loco, Peter. Ni se te ocurra sugerir semejante cosa. Sea lo que sea el matrimonio, no es eso.
—¿No es qué, Harriet?
—Dejar que el afecto corrompa tu criterio. ¿Qué clase de vida llevaríamos si supiera que has dejado de ser tú mismo por casarte conmigo?
Peter se volvió otra vez y cuando habló, fue con un tono extrañamente tembloroso:
—Mi querida muchacha, la mayoría de las mujeres lo considerarían una victoria.
—Ya lo sé. Las he oído. —Su propio desprecio le hizo daño, hizo daño a ese yo que acababa de descubrir—. Presumen de ello: «Mi marido haría cualquier cosa por mí»... Es degradante. Ningún ser humano debería tener tanto poder sobre otro.
—Es un poder muy real, Harriet.
—Pues nosotros no vamos a usarlo —repuso con vehemencia—. Si no estamos de acuerdo en algo, lo resolveremos como caballeros. No vamos a consentir el chantaje matrimonial.
Peter guardó silencio unos momentos, apoyado contra el testero de la chimenea. Después dijo, con una ligereza que no podía engañar a nadie:
—Harriet, no tienes el menor sentido de los valores dramáticos. ¿En serio quieres que interpretemos nuestra comedia doméstica sin la gran escena de dormitorio?
—Por supuesto. No vamos a caer en semejante vulgaridad.
—Pues... ¡Oh, gracias, Dios mío!
Su expresión crispada se relajó repentinamente y apareció la sonrisa maliciosa de siempre, pero Harriet se había asustado demasiado para devolverle la sonrisa... todavía.
—Bunter no es la única persona con principios. Tienes que hacer lo que consideres correcto. Prométemelo. No importa lo que yo piense. Te juro que las cosas no cambiarán por eso.
Peter le tomó la mano y la besó con solemnidad.
—Gracias, Harriet. Eso es amor con honor.
Así permanecieron unos instantes, conscientes ambos de que lo que se había logrado era algo inmenso, de extraordinaria importancia. Y Harriet, con sentido práctico, dijo:
—De todos modos, tú tenías razón y yo me equivocaba. Hay que hacerlo, a cualquier precio, siempre y cuando lleguemos al fondo de la cuestión. Ese es tu trabajo, y vale la pena hacerlo.
—Eso, si puedo hacerlo. Últimamente no me encuentro muy brillante.
—Al final darás con ello. No te preocupes, Peter. Todo va bien.
Peter se echó a reír... y Bunter entró con la sopa.
—Lamento que la cena se haya retrasado un poco, milady.
Harriet miró el reloj. Tenía la impresión de haber vivido infinitas emociones, durante siglos, pero las manecillas marcaban las ocho y cuarto. Solamente había transcurrido una hora y media desde el momento en que habían entrado en la casa.