Capítulo 3
Con voraz demora se devora el festín...
...la noche ha llegado, mas vemos
que te retrasas con ceremonias...
La novia, antes de decir un «buenas noches»
de sus ropas se ha de despojar y en el lecho acostar,
como las almas de los cuerpos huyen, y no las espían.
Pero ahora yace: ¿qué si no haría?
Y más demoras, pues ¿dónde está él?
Llega y atraviesa una esfera, más esferas;
primero sus sábanas, después sus brazos, al fin todo.
Que no sea pues este día, sino esta noche tuya,
tu día no fue sino la víspera de esto, oh, Valentín.
John Donne, Epitalamio a lady Elizabeth y el conde Palatino
Peter, repartiendo sopa, paté y codornices en la miscelánea vajilla arlequinada del señor Noakes, le dijo a Bunter:
—Ya nos servimos nosotros. Por lo que más quieras, b sea algo de comer y dile a la señora Ruddle que te prepare un sitio para dormir. Mi egoísmo ha alcanzado una fase aguda esta noche, pero tú no tienes por qué consentirlo.
Bunter sonrió amablemente y desapareció, tras asegurar: «Me las arreglaré perfectamente, milord, gracias».
Sin embargo, volvió en el momento de las codornices, para anunciar que la chimenea de la habitación de Harriet funcionaba, debido, según dio a entender, a la circunstancia de que no había ardido nada en ella desde la época de la reina Isabel. Por consiguiente, había conseguido encender un pequeño fuego de leña que, si bien de tamaño y alcance restringidos dada la ausencia de morillos, confiaba en que mitigara en cierto modo la inclemencia atmosférica.
—Eres fantástico, Bunter —dijo Harriet.
—Te estás agobiando a fondo, Bunter. Te he dicho que te ocuparas de ti. Es la primera vez que te niegas a cumplir mis órdenes. Espero que no te sirva de precedente.
—No, milord. He despedido a la señora Ruddle, tras recabar sus servicios para mañana, sujeto a la aprobación de milady. Sus modales no son muy pulidos, pero he observado que el bronce a su cuidado sí y que hasta la fecha ha mantenido la casa en un estado de limpieza encomiable. A menos que desee disponer otra cosa, milady...
—Vamos a intentar que se quede —dijo Harriet, un tanto confusa ante la idea de que remitieran la decisión a ella (al fin y al cabo, quien más sufriría las peculiaridades de la señora Ruddle sería Bunter)—. Ha trabajado siempre aquí, sabe dónde está todo y parece que hace todo lo que puede.
Miró dubitativa a Peter, que dijo:
—Lo peor que sé de ella es que no le gusta mi cara, pero eso le molestará más a ella que a mí. Quiero decir que es ella la que tiene que verla. Que siga... De momento lo importante es esta insubordinación de Bunter, de la que no consentiré que me distraigan ni la señora Ruddle ni ninguna otra pista falsa.
—¿Milord?
—Bunter, si no te sientas inmediatamente aquí a cenar, haré que te expulsen del regimiento. ¡Dios mío! —exclamó Peter, poniendo una cuña tremenda de foie gras en un plato rajado y tendiéndoselo a su sirviente—. ¿Te das cuenta de lo que sería de nosotros si te murieras de inanición o falta de cuidados? Al parecer solo hay dos vasos, así que tu castigo consistirá en tomar el vino en una taza y después hacer un discurso. Hubo una bonita cena en las dependencias del servicio de la casa de mi madre el domingo por la noche, según creo. El discurso que diste entonces nos servirá, Bunter, con las modificaciones adecuadas para adaptarse a nuestros castos oídos.
—Con todos mis respetos, ¿podría preguntar cómo se ha enterado, milord? —dijo Bunter, acercando obediente una silla.
—Ya conoces mis métodos, Bunter. James descubrió el pastel, si se puede decir así.
—¡Ah, James! —exclamó Bunter con un tono que no decía nada en favor de James. Continuó cenando en silencio, pero cuando llegó el momento se levantó sin excesivos titubeos, taza en mano.
—He recibido órdenes de brindar a la salud de la feliz pareja que en breve... de la feliz pareja que tenemos ante nosotros. Ha sido un privilegio cumplir órdenes en esta familia durante los últimos veinte años, un privilegio y al mismo tiempo un placer, salvo quizá en las ocasiones relacionadas con la fotografía de difuntos en imperfecto estado de conservación.
Hizo una pausa, como si esperase algo.
—¿Soltó un chillido la pinche de cocina? —preguntó Harriet.
—No, milady; la doncella. Habían expulsado a la pinche por reírse mientras hablaba la señorita Franklin.
—Lástima que hayamos dejado marchar a la señora Ruddle —dijo Peter—. En su ausencia, consideraremos que el chillido ha sido debidamente proferido. ¡Prosigue!
—Gracias, milord... Quizá debería pedir disculpas por haber asustado a las señoras con tan desagradable alusión —continuó Bunter—, pero la pluma de milady adorna el tema de tal modo que el cadáver de un millonario asesinado se presenta ante la mente contemplativa tan amablemente como un borgoña añejo ante el paladar exigente. (¡Bien dicho!) Es de todos sabido que milord es un entendido, tanto en materia de buen cuerpo (¡Cuidadito, Bunter!), en todos los sentidos de la palabra (risas) como del espíritu (aplauso), y también en todos los sentidos de la palabra (más risas y aplausos). Desearía que la presente unión ilustrara felizmente la que encontramos en un oporto de primera categoría: fortaleza de cuerpo vigorizado por un espíritu de primera categoría que se va suavizando en el transcurso de muchos años hasta alcanzar una noble madurez. Milord y milady: ¡a su salud! (Prolongado aplauso, durante el cual el orador apuró la taza y se sentó.)
—He de reconocer que rara vez he oído un discurso de sobremesa tan extraordinario —dijo Peter—. Por su brevedad y, bien mirado, por su corrección.
—Tienes que dar la réplica, Peter.
—No soy tan buen orador como Bunter, pero lo intentaré. Por cierto, ¿me equivoco al pensar que esa estufa huele a mil demonios?
—Desde luego —dijo Harriet—, está echando humo, y no huele precisamente como las rosas.
Bunter, que estaba sentado de espaldas a la estufa, se levantó muy preocupado.
—Milord, me temo que el quemador ha sufrido un desastre —comentó, tras unos minutos de silencioso forcejeo.
—Vamos a ver —dijo Peter.
El forcejeo que se produjo a continuación no fue ni silencioso ni triunfal.
—Apaga ese maldito chisme y sácalo de aquí —ordenó al fin Peter. Volvió a la mesa, con un aspecto que no contribuía a mejorar unos cuantos tiznajos del petróleo que estaba cayendo por toda la habitación—. Bajo las actuales circunstancias, solo puedo decir, en contestación a tus buenos deseos para nuestro bienestar, Bunter, que mi esposa y yo te damos sinceramente las gracias y esperamos que se cumplan en todos y cada uno de los pormenores. Personalmente, me gustaría añadir que es rico en amigos el hombre que tiene una buena esposa y un buen sirviente, y espero morir, algo a lo que sin duda estoy condenado, antes de daros motivo para dejarme por otro, como se suele decir. A tu salud, Bunter, y que el cielo os dé fortaleza a mi esposa y a ti para soportarme mientras viva. También he de advertirte de que estoy firmemente decidido a vivir todo el tiempo posible.
—Y tales deseos, con la salvedad de la fortaleza, por considerarla innecesaria, espero que sean satisfechos, si se me permite la expresión. Amén —replicó el señor Bunter.
En ese momento todos se estrecharon la mano y se produjo una pausa, rota cuando el señor Bunter dijo, con cierta premura no exenta de culpabilidad, que iba a ocuparse de la chimenea del dormitorio.
—Y mientras tanto podemos fumarnos un último cigarrillo junto a la estufita Beatrice en el salón —dijo Peter—. Por cierto, es de esperar que nuestra Beatrice sea capaz de calentarnos un poquito de agua para lavarnos, ¿no?
—No le quepa duda, milord —replicó el señor Bunter . Siempre y cuando encuentre una mecha. Lamento decir que la que tiene ahora no parece muy adecuada.
—¡Ah! —exclamó Peter un tanto perplejo.
Y efectivamente, cuando llegaron al salón, vieron que Beatrice estaba exhalando el último suspiro de trémula luz azul.
—Será mejor que vayas a ver qué se puede hacer con la chimenea de la habitación —sugirió Harriet.
—Muy bien, milady.
—Por lo menos, parece que las cerillas todavía funcionan con el rascador —dijo Peter, encendiendo los cigarrillos—. No todas las leyes de la naturaleza han quedado anuladas para que nos sumamos en la confusión. Vamos a enfundarnos en abrigos y a darnos calor mutuamente como harían dos viajeros ignorantes y aislados por la nieve. Ya sabes, eso de «Si estuviera en la costa de Groenlandia» y el resto, y no es porque pueda imaginarme una noche de seis meses, ojalá; ya es más de medianoche.
Bunter desapareció escaleras arriba, marmita en mano.
—Si te quitaras ese artilugio del ojo —dijo Harriet al cabo de unos minutos—, podría limpiarte el puente de la nariz. ¿Te arrepientes de que no hayamos ido a París o a Menton?
—Por supuesto que no. Todo esto es verdaderamente real. No sé por qué, pero resulta convincente.
—Peter, también está empezando a convencerme a mí. Semejante serie de accidentes domésticos solo les puede ocurrir a los casados. No hay nada de ese oropel artificial de la luna de miel que impide a las personas descubrir el verdadero carácter de cada uno. Tú soportas la prueba de las adversidades extraordinariamente bien. Es muy alentador.
—Gracias, pero francamente, no creo que haya tanto de lo que quejarse. Te tengo a ti, que es lo principal, comida y digamos que fuego, y un techo. ¿Qué más podría desear un hombre? Además, no me gustaría haberme perdido el discurso de Bunter y la conversación de la señora Ruddle, e incluso el vino de chirivía de la señorita Twitertton le da un sabor especial a la vida. Quizá hubiera preferido un poco más de agua caliente y menos petróleo encima de mi persona. No es que el keroseno tenga esencialmente nada de afeminado, pero rechazo los perfumes para hombre por una cuestión de principios.
—Es un olor agradable, a limpio —dijo su esposa para tranquilizarlo—, mucho más original que todos los cosméticos del mercado. Y espero que Bunter consiga quitártelo.
—Yo también lo espero —replicó Peter.
Recordó lo que habían dicho en una ocasión de ce blond cadet de famille ducale anglaise4 (lo había dicho una señora que tenía todas las bazas para poder juzgar), que il tenait son lit en Grand Monarque et s'y démenait en Grand Turc5. Parecía que los hados habían decidido despojarlo de toda vanidad salvo una. Pues bien. Podía librar aquella batalla desnudo. De pronto se echó a reír.
—Enfin, du courage! Embrasse-moi, chérie. Je trouverai quand même le moyen de te faire plaisir. Hein? Tu veux? Dis donc!
—Je veux bien6.
—¡Cariño!
—¡Ay, Peter!
—Perdona... ¿Te he hecho daño?
—No. Sí. Bésame otra vez.
Durante los cinco minutos siguientes, se oyó murmurar a Peter en un momento dado: «No pálido amarillo canario sino de ambrosía», y mucho dice del estado de ánimo de Harriet en ese momento el que relacionara vagamente el tenue color canario con los tigres despeluchados, y que no se le ocurriera la fuente de la cita hasta pasados unos diez días.
Bunter bajó. En una mano llevaba una jarrita humeante, y en la otra un estuche de navajas de afeitar y una bolsa de aseo. De un brazo llevaba colgados una toalla de baño y un pijama, además de una bata de seda.
—La chimenea del dormitorio tira perfectamente. He conseguido calentar una pequeña cantidad de agua para milady.
Su amo lo miró con cierta aprensión.
—«Pero ¿y yo, mi amor, y yo?»
Bunter no replicó verbalmente, pero dirigió una elocuente mirada hacia la cocina. Peter se miró pensativo las uñas y se estremeció.
—«¿Acostaos, señora, y dejadme a solas con mi destino» —dijo.
La leña ardía alegremente en el hogar, y el agua, si bien escasa, hervía. Los dos candelabros de bronce sostenían valientemente sus flameantes velas, uno a cada lado del espejo. La gran cama, con su colcha de retazos azules y escarlatas descoloridos y sus remates de chintz desteñidos por el tiempo y los lavados, tenía, en contraste con las pálidas paredes de enlucido, un aire dignificado, como de realeza en el exilio. Tras haber entrado en calor, arreglada y liberada al fin del olor a hollín, Harriet se detuvo con el cepillo del cabello en la mano, pensando qué habría sido de Peter. Se deslizó en silencio a través de la oscuridad helada del vestidor, abrió la puerta y prestó oídos. Desde muy abajo llegó un ominoso ruido metálico, y a continuación se oyeron un fuerte grito y una risa sofocada.
—¡Pobrecito! —dijo Harriet.
Apagó las velas del dormitorio. Las sábanas, gastadas por el uso, eran de buen hilo, y en la habitación había un aroma a lavanda... El río Jordán... Se rompió una rama que cayó al hogar entre una lluvia de chispas, y las sombras alargadas danzaron en el techo.
El pestillo de la puerta dio un chasquido, y su marido entró silenciosamente, como disculpándose. Su aire triunfal pero escarmentado la hizo reír, aunque la sangre corría indómita por sus venas y algo le pasaba a su respiración. Peter cayó de rodillas ante ella.
—Mi vida —dijo, con la voz entrecortada por la pasión y la risa—, toma a tu esposo. Limpio y sin nada de keroseno, pero terriblemente mojado y helado. ¡Me han restregado como a un cachorro bajo la bomba del lavadero!
—¡Mi querido Peter!
(«... en Grand Monarque...»)
—Creo... creo que Bunter se estaba divirtiendo —añadió, rápidamente y con palabras casi indistinguibles—. Lo he puesto a limpiar la caldera de cucarachas. ¿Qué más da? ¿Qué más da todo? Estamos aquí. Ríe, amante, ríe. Es el final del viaje y el comienzo de todo gozo.
Tras haber dado caza a las cucarachas, el señor Mervyn Bunter llenó la caldera, preparó la leña para encenderla, se arrebujó en dos abrigos y una manta y se instaló cómodamente en tíos sillones, pero no se quedó dormido enseguida. Aunque no exactamente preocupado, no dejaba de sentir cierta benévola inquietud. Había llevado a su favorito hasta la cinta de llegada (¡ya costa de qué esfuerzos!) y ahora tenía que dejarlo correr, pero ni todo el respeto por las convenciones podía evitar que su imaginación siguiera, comprensiva, cada paso del preciado animalito. Se acercó la vela con un leve suspiro, sacó una pluma estilográfica y un bloc y empezó a escribir una carta a su madre. Pensaba que cumplir con aquel deber filial le serviría para tranquilizarse.
Querida madre:
Te escribo desde un «destino desconocido...»
—¿Cómo me has llamado?
—¡Peter... es absurdo! Lo he dicho sin pensar.
—¿Cómo me has llamado?
—¡Mi señor!
—Las dos palabras de la lengua que menos gracia creía que podrían hacerme. No se llega a valorar una cosa hasta que se la gana, ¿verdad? Mira, amor de mis amores: antes, pienso ser rey y emperador.
No forma parte del deber del historiador entregarse a lo que un crítico ha denominado «las interesantes revelaciones del lecho conyugal». Baste con decir que el diligente Mervyn Bunter dejó al fin el material de escritorio, apagó la vela y se dispuso a descansar y que, de quienes pernoctaron bajo aquel venerable techo, él, que tenía el lecho más duro y frío, disfrutó del reposo más apacible.