17
Parker juega una mano
—Y bien, señora Mitcham —dijo el inspector Parker afablemente. Siempre decía «Y bien, señora Tal», y siempre recordaba decirlo de manera afable. Formaba parte del proceso rutinario.
El ama de llaves de la difunta lady Dormer inclinó la cabeza glacialmente para indicar que se sometería al interrogatorio.
—Queremos los detalles exactos de todo lo que le ocurrió al general Fentiman el día antes de que lo encontraran muerto, y estoy seguro de que usted puede ayudarnos. ¿Recuerda la hora exacta a la que llegó aquí?
—Serían las cuatro menos cuarto, no más tarde, pero, desde luego, no puedo precisar más.
—¿Quién le abrió la puerta?
—El criado.
—¿Usted lo vio entonces?
—Sí. Lo llevaron al salón, yo bajé y lo acompañé arriba, al dormitorio de la señora.
—¿La señorita Dorland no lo vio entonces?
—No; estaba con la señora. Me pidió que la disculpara ante el general y que le rogara que subiera.
—¿Le pareció que el general estaba bien cuando lo vio?
—Yo diría que parecía bien… teniendo en cuenta que era un caballero muy mayor y que había recibido malas noticias.
—¿No tenía los labios azulados, ni respiraba con dificultad ni nada parecido?
—Bueno, se cansó bastante al subir las escaleras.
—Claro, es natural.
—Se paró unos minutos en el descansillo para recobrar el aliento. Le pregunté si quería tomar algo, pero me dijo que no, que se encontraba bien.
—Ah, pues me imagino que habría hecho bien en seguir su consejo, señora Mitcham.
—Sin duda sabía lo que se hacía —replicó el ama de llaves con afectación. Consideraba que el policía se excedía en sus competencias con tales observaciones.
—Y después usted lo acompañó a la habitación. ¿Estaba usted presente cuando se vieron el general y lady Dormer?
—Por supuesto que no. La señorita Dorland se levantó y dijo: «¿Cómo está usted, general Fentiman?», le estrechó la mano y entonces salí de la habitación, como era mi obligación.
—Naturalmente. ¿Estaba la señorita Dorland a solas con lady Dormer cuando se anunció la llegada del general Fentiman?
—No, no. También estaba la enfermera.
—La enfermera… claro. ¿Se quedaron en la habitación la señorita Dorland y la enfermera mientras el general estuvo allí?
—No. La señorita Dorland volvió a salir al cabo de unos cinco minutos y bajó. Vino a verme a mi habitación, y parecía muy triste. Dijo: «Pobrecitos…». Así lo dijo.
—¿Dijo algo más?
—Dijo: «Es que hace siglos se pelearon, señora Mitcham, cuando eran muy jóvenes, y no habían vuelto a verse». Por supuesto, yo estaba al corriente, tras tantos años con la señora, y también lo estaba la señorita Dorland.
—Y supongo que a una joven como la señorita Dorland le daría mucha pena…
—Sin duda. Es una joven de buenos sentimientos, no como algunas de las que se ven ahora.
Parker movió la cabeza, comprensivo.
—¿Y después?
—Después la señorita Dorland volvió a salir, tras hablar un ratito conmigo, y entonces entró Nellie, la criada.
—¿Cuándo fue eso?
—Pues al cabo de un rato. Yo acababa de terminar la taza de té que me tomo a las cuatro, o sea que deberían de ser las cuatro y media. Vino a pedirme coñac para el general, porque se sentía mal. Es que las bebidas alcohólicas se guardan en mi habitación, y yo tengo la llave.
Parker no mostró el interés que solía mostrar ante tal detalle.
—¿Vio usted al general cuando llevó el coñac?
—Yo no se lo llevé. —Con aquel tono de voz, la señora Mitcham dio a entender que recoger y llevar cosas no formaba parte de sus obligaciones—. Nellie se encargó de llevárselo.
—Comprendo. Entonces, ¿no volvió a ver al general antes de que se marchara?
—No. La señorita Dorland me informó más tarde de que había tenido un problema cardiaco.
—Le quedo muy agradecido, señora Mitcham. Y ahora me gustaría hacerle unas preguntas a Nellie.
La señora Mitcham apretó un timbre, a cuya llamada acudió una chica de rostro lozano y aspecto agradable.
—Nellie, este agente de policía quiere que le des información sobre la hora a la que llegó aquí el general Fentiman. Tienes que contestarle a todo lo que te pregunte, pero date cuenta de que tiene mucho trabajo y no empieces con tu cháchara de siempre. Puede hablar con Nellie aquí, agente.
Y salió con paso majestuoso.
—Es un poco tiesa, ¿no? —susurró Parker, atemorizado.
—Es de las anticuadas, la verdad —replicó Nellie riéndose.
—A mí me ha asustado. Y bien, Nellie —repitiendo la fórmula de siempre—, por lo visto la llamaron para que le llevara un poquito de coñac al buen anciano. ¿Quién se lo pidió?
—Pues mire, fue así. Cuando el general llevaba una hora con lady Dormer, sonó el timbre en la habitación de la señora. Como yo me encargo de eso, subí, y la enfermera Armstrong asomó la cabeza por la puerta y me dijo: «Tráeme unas gotitas de coñac, Nellie, venga, rápido, y dile a la señorita Dorland que venga. El general Fentiman se siente mal». Así que fui a pedirle el coñac a la señora Mitcham y, antes de subir, llamé a la puerta del estudio, donde estaba la señorita Dorland.
—¿Dónde está el estudio, Nellie?
—Es una habitación grande de la primera planta, encima de la cocina. En los viejos tiempos era la sala de billar, con techo acristalado. Ahí es donde pinta la señorita Dorland y enreda con frascos y cosas de esas, y también lo usa como salón.
—¿Cómo que enreda con frascos?
—Sí, bueno, con cosas de química y eso. Las señoras tienen que tener sus pasatiempos, porque como no tienen nada que hacer… Ahora que, limpiar todo eso cuesta su trabajo.
—Seguro que sí. Bueno, continúe, Nellie… No pretendía interrumpirla.
—Pues le di el recado de la enfermera Armstrong, y la señorita Dorland dijo: «Ay, Nellie, el pobre señor. Ha sido demasiado para él. Dame el coñac, que ya lo llevo yo, y ve corriendo a llamar por teléfono al doctor Penberthy». Así que le di el coñac y ella lo llevó arriba.
—Un momento. ¿La vio usted llevarlo arriba?
—Pues no… Creo que no la vi subir, pero me imagino que lo haría. Como yo iba a llamar por teléfono, no me fijé.
—No, claro. ¿Por qué iba a fijarse?
—Y claro, tuve que buscar el número del doctor Penberthy en la guía. Había dos números, y cuando llamé a su casa me dijeron que estaba en Harley Street. Mientras intentaba que me pusieran con el otro número me llamó la señorita Dorland desde la escalera. Me preguntó: «¿Has hablado con el médico, Nellie?», y yo le contesté: «Todavía no, señorita. El doctor está en Harley Street». Y entonces me dijo: «Bueno, cuando hables con él dile que el general Fentiman ha tenido un ataque al corazón y que va a ir a verlo inmediatamente». Y yo le dije: «Pero entonces, ¿no tiene que venir aquí el médico, señorita?». Me respondió: «No. El general está mejor y dice que prefiere ir él allí. Dile a William que llame un taxi». Así que ella se volvió, y justo entonces me pusieron con la consulta y le dije al criado del doctor Penberthy que esperase al general Fentiman, que llegaría enseguida. Y entonces bajó, apoyándose en la señorita Dorland y la enfermera Armstrong, y tenía un aspecto horrible, el pobre señor. Entró William, el criado, y dijo que había llegado el taxi, metió al general Fentiman en él y entonces la señorita Dorland y la enfermera volvieron a subir. Y nada más.
—Ya. ¿Cuánto tiempo lleva aquí, Nellie?
—Tres años… señor.
Lo de «señor» fue una concesión a los modales y la educación de Parker. «Todo un caballero», le comentaría después Nellie a la señora Mitcham, quien habría de replicar: «No, Nellie. Caballeroso, no te lo niego; pero un policía es una persona, y ya me encargaré yo de recordártelo».
—¿Tres años? Mucho tiempo, tal y como van las cosas últimamente. ¿Se siente bien aquí?
—No está mal. Bueno, claro, está la señora Mitcham, pero ya me encargo yo de manejarla. Y la anciana, la señora… bueno, era una señora en todos los sentidos.
—¿Y la señorita Dorland?
—Pues no da la lata, solo que luego hay que recoger lo que deja por ahí, pero es muy amable y siempre te dice «por favor» y «gracias». No tengo queja.
Elogio moderado, pensó Parker. Al parecer, a Ann Dorland no se le daba bien atraerse apasionadas lealtades.
—No es una casa muy alegre para una chica joven como usted, ¿no?
—Me aburro como una ostra —replicó Nellie con sinceridad—. La señorita Dorland daba esas fiestas que llamaban «del estudio», pero no eran nada elegantes y además casi solo venían señoras jóvenes, pintoras y así.
—Y me imagino que desde la muerte de lady Dormer ha estado todo más tranquilo. ¿Está la señorita Dorland muy afectada?
Nellie vaciló unos momentos.
—Desde luego, lo sintió mucho. La señora era la única persona que tenía en este mundo. Y después empezó a preocuparse por el asunto ese del abogado… lo del testamento. Supongo que usted estará al tanto de eso, ¿no, señor?
—Sí, estoy al tanto. Es decir, que estaba preocupada.
—Sí, y de un enfadado… de no creérselo. Un día vino el señor Pritchard, lo recuerdo muy bien porque dio la casualidad de que yo estaba quitando el polvo del vestíbulo en ese momento, ¿sabe usted?, y la señorita pegaba tales voces que oí que decía: «Voy a luchar con todas mis fuerzas», eso dijo, y «una… no sé qué… para estafar». ¿Qué palabra era…?
—¿Una maquinación? —apuntó Parker.
—No. Una… una conspiración. Eso es. Una conspiración para estafar. Y ya no oí nada más hasta que salió el señor Pritchard, y le dijo: «Muy bien, señorita Dorland. Haremos una investigación independiente». Y la señorita Dorland parecía tan ansiosa y tan enfadada que me dejó sorprendida. Pero parece que ya ha pasado todo. Desde hace una semana o así no es la misma persona.
—¿Qué quiere decir?
—¿No lo ha notado usted, señor? Está siempre callada y parece que tiene miedo, como si se hubiera llevado una gran impresión. Y ha llorado muchísimo. Al principio no lloraba.
—¿Cuánto tiempo lleva tan alterada?
—Pues creo que empezó con el horrible asunto de que habían asesinado al pobre anciano. Es terrible, ¿verdad, señor? ¿Cree que cogerá al que lo hizo?
—Espero que sí —replicó Parker animadamente—. La señorita Dorland se llevaría un disgusto tremendo, ¿no?
—Yo diría que sí. Venía una cosa en el periódico, que sir James Lubbock había descubierto lo del envenenamiento, ¿sabe?, y cuando llamé por la mañana a la señorita Dorland me tomé la libertad de comentárselo. Le dije: «Qué raro lo de que hayan envenenado al general Fentiman, ¿verdad, señorita?». Solo le dije eso. Y ella me contestó: «¿Envenenado, Nellie? Debes de estar confundida». Así que le enseñé lo que salía en el periódico y se quedó de piedra.
—En fin, es terrible enterarse de una cosa así sobre alguien a quien conoces —dijo Parker—. Cualquiera se llevaría un disgusto.
—Sí, señor. La señora Mitcham y yo no sabíamos qué decir. «¡Pobre señor!», dije yo. «¿Quién podría querer matarlo? A lo mejor se le fue la cabeza y se quitó la vida él mismo». ¿Usted cree que fue así, señor?
—Sería posible, desde luego —contestó Parker cordialmente.
—Estaría destrozado porque su hermana se moría, ¿no cree? Eso fue lo que le dije a la señora Mitcham, pero ella contestó que un caballero como el general Fentiman no se quitaría la vida dejando sus asuntos tan liados como los dejó él. Y yo le pregunté: «¿O sea que tenía sus asuntos muy liados?», y ella me dijo: «Como no son tus asuntos, no tienes por qué meterte en ellos, Nellie». ¿Usted qué piensa, señor?
—No pienso nada —contestó Parker—, pero me ha sido usted de gran ayuda. Y bien, ¿tendría la amabilidad de preguntarle a la señorita Dorland si podría dedicarme unos minutos?
Ann Dorland lo recibió en el salón de atrás. Parker pensó que era una chica muy poco atractiva, hosca, desgarbada y de movimientos torpes. Se sentó en un extremo del sofá, encogida, con un vestido negro que acentuaba el tono cetrino de su tez, salpicada de manchas. No cabía duda de que había estado llorando, pensó Parker, y cuando se dirigió a él fue en tono cortante, con una voz áspera, ronca, extrañamente apagada.
—Lamento tener que molestarla de nuevo —dijo Parker cortésmente.
—Supongo que no le queda otro remedio.
Evitó la mirada de Parker y encendió un cigarrillo con la colilla del que acababa de fumar.
—Me gustaría conocer todos los detalles que pueda darme sobre la visita del general Fentiman cuando vino a ver a su hermana. Según creo, la señora Mitcham lo acompañó a su habitación.
Ann Dorland asintió desabridamente.
—¿Estaba usted allí? —preguntó Parker.
Ella no respondió.
—¿Estaba usted con lady Dormer? —insistió Parker, más brusco.
—Sí.
—¿Y también estaba allí la enfermera?
—Sí.
No tenía la menor intención de colaborar.
—¿Qué ocurrió?
—No ocurrió nada. Lo acompañé hasta la cama y dije: «Tía, ha venido el general Fentiman».
—Entonces, ¿lady Dormer estaba consciente?
—Sí.
—Estaría muy débil, claro.
—Sí.
—¿Dijo algo?
—Dijo: «¡Arthur!». Nada más. Y él dijo: «¡Felicity!». Y yo les dije: «Querrán ustedes quedarse solos», y me marché.
—¿Y dejó a la enfermera allí?
—Yo no podía darle órdenes a la enfermera. Tenía que atender a su paciente.
—Sí, claro. ¿Estuvo la enfermera allí durante toda la visita?
—No tengo la menor idea.
—Bueno —replicó Parker con paciencia—. Sí podrá decirme una cosa. Cuando entró en la habitación con el coñac, ¿estaba la enfermera?
—Sí.
—Bien, ahora hablemos del coñac. Nellie se lo llevó a usted al estudio, según me ha dicho.
—Sí.
—¿Entró ella en el estudio?
—No le entiendo.
—¿Entró directamente en la habitación o llamó a la puerta y usted salió al rellano?
Aquello despertó un poco a la chica.
—Los criados decorosos no llaman a la puerta —respondió con grosería y desdén—. Entró, naturalmente.
—Usted perdone —replicó Parker, picado—. Pensaba que podría haber llamado a la puerta de su habitación privada.
—Pues no.
—¿Qué le dijo?
—¿Por qué no le hace a ella todas estas preguntas?
—Ya lo he hecho, pero los criados no siempre son precisos. Me gustaría que usted me lo confirmara. —Parker volvía a ser dueño de la situación y retomó su tono amable.
—Me dijo que la enfermera Armstrong la había enviado a por coñac porque el general Fentiman estaba mareado, y que le había dicho que me avisara. Entonces le pedí que fuera a telefonear al doctor Penberthy y que yo llevaría el coñac.
Pronunció estas palabras en un susurro, apresuradamente, y en un tono tan bajo que el policía apenas pudo entenderlas.
—¿Y usted subió el coñac de inmediato?
—Sí, claro.
—¿En cuanto se lo dio Nellie? ¿O lo dejó primero en la mesa o en alguna otra parte?
—¿Cómo demonios voy a acordarme?
A Parker le desagradaban las mujeres malhabladas, pero intentó con todas sus fuerzas no dejarse influir por eso.
—¿No recuerda…? Por lo menos, ¿sabe si subió inmediatamente con el coñac? ¿No hizo nada antes?
La chica se recuperaba y hacía esfuerzos por recordar.
—Si es tan importante, creo que me paré un momento para quitar algo que estaba hirviendo.
—¿Hirviendo? ¿En el fuego?
—En el hornillo de gas —dijo la chica con impaciencia.
—¿Qué era?
—Nada… una cosa.
—¿Quiere decir té o cacao o algo parecido?
—No… unos productos químicos —contestó ella, pronunciando las palabras de mala gana.
—¿Estaba haciendo experimentos químicos?
—Sí, hice unos cuantos… por entretenerme, para pasar el rato. Ya no hago nada de eso. Subí el coñac…
El afán de archivar el asunto de la química pareció vencer su reticencia a continuar con lo anterior.
—¿Hacía experimentos químicos… con lady Dormer tan enferma? —preguntó Parker en tono severo.
—Era para tener la mente ocupada —murmuró la chica.
—¿En qué consistía aquel experimento?
—No me acuerdo.
—¿No lo recuerda en absoluto?
—¡No! —contestó casi gritando.
—No importa. ¿Llevó el coñac arriba?
—Sí… Bueno, en realidad no es el piso de arriba. Está todo en el mismo rellano, solo hay seis peldaños hasta la habitación de la tía. La enfermera Armstrong me recibió en la puerta y dijo: «Está mejor», y al entrar vi al general Fentiman sentado en un sillón, con un aspecto muy raro, como ceniciento. Estaba detrás de un biombo donde no pudiera verlo mi tía, porque se habría llevado un disgusto tremendo. La enfermera dijo: «Le he dado sus gotas, y creo que con un poquito de coñac se recuperará del todo». Así que le dimos el coñac, una dosis muy pequeña, y al cabo de un rato ya no tenía un aspecto tan cadavérico y parecía respirar mejor. Le dije que íbamos a buscar al médico, y él contestó que prefería ir a Harley Street. Pensé que era muy precipitado, pero la enfermera Armstrong dijo que parecía mucho mejor y que sería un error preocuparlo obligándolo a hacer algo que no quería hacer. Así que le dije a Nellie que avisara al médico y que enviara a William a por un taxi. El general Fentiman parecía más animado; lo ayudamos a bajar y se fue en el taxi.
Entre tal torrente de palabras Parker se fijó en algo que no había oído antes.
—¿Qué gotas le dio la enfermera?
—Las del general. Las llevaba en un bolsillo.
—¿Es posible que le diera demasiada cantidad? ¿Estaba la dosis señalada en el frasco?
—No tengo la menor idea. Será mejor que se lo pregunte a ella.
—Sí, me gustaría verla, si tiene usted la amabilidad de decirme dónde puedo encontrarla.
—Tengo la dirección arriba. ¿Desea alguna cosa más?
—Si me lo permite, me gustaría ver la habitación de lady Dormer y el estudio.
—¿Para qué?
—Es una cuestión rutinaria. Tenemos órdenes de ver todo lo que se pueda ver —contestó Parker en tono tranquilizador.
Fueron al piso de arriba. Una puerta del rellano de la primera planta, justo enfrente de las escaleras, daba a una habitación agradable, de techo alto, con mobiliario anticuado.
—Esta es la habitación de mi tía. En realidad no era mi tía, claro, pero yo la llamaba así.
—Ya. ¿Adónde da la otra puerta?
—Es el vestidor. Ahí dormía la enfermera Armstrong mientras mi tía estuvo enferma.
Parker echó una ojeada al vestidor, se fijó en la distribución del dormitorio y se dio por satisfecho.
La chica pasó junto a Parker sin decir palabra mientras él sujetaba la puerta abierta. Era una mujer robusta, pero se movía con una languidez que resultaba angustiosa, con los hombros caídos y una falta de elegancia que daba lástima.
—¿Quiere ver el estudio?
—Sí, por favor.
Bajó delante de Parker los seis peldaños y siguió por un corto pasillo que llevaba a la habitación que, según sabía ya el policía, estaba construida en la parte trasera, sobre la cocina.
El estudio era amplio y estaba bien iluminado gracias al techo acristalado. Un extremo estaba amueblado como una sala de estar; el otro no tenía muebles, y se dedicaba a lo que Nellie llamaba «enredar». Un caballete sostenía un cuadro muy feo (en opinión de Parker) y más lienzos apoyados contra las paredes. En un rincón había una mesa cubierta con un hule, y sobre ella un hornillo de gas, protegido con una chapa, y un mechero Bunsen.
—Voy a buscar la dirección. No sé dónde la he dejado —dijo la señorita Dorland con indiferencia.
Se puso a revolver en una mesa desordenada. Parker se acercó al taller y lo examinó con los ojos, la nariz y los dedos.
El cuadro tan feo del caballete estaba recién pintado. Lo supo por el olor, y porque los restos de pintura de la paleta eran blandos y pringosos. Estaba seguro de que habían trabajado allí hacía menos de dos días. Los pinceles reposaban en un tarro con aguarrás. Parker los cogió: aún tenían pegotes de pintura. El cuadro era un paisaje, o eso le pareció, de dibujo tosco y colores fuertes y descarnados. Parker no entendía de arte, y le habría gustado conocer la opinión de Wimsey. Siguió investigando. La mesa con el mechero Bunsen estaba vacía, pero en un armario cercano descubrió varios artilugios de química como los que recordaba haber utilizado en el colegio. Todo estaba limpio y ordenado. Obra de Nellie, supuso. Había diversas sustancias químicas conocidas, sencillas, en tarros y paquetes dispuestos en un par de estantes. Pensó que habría que analizarlas para comprobar si en realidad eran lo que parecían. También pensó que todo resultaría inútil, porque, evidentemente, habrían destruido cualquier elemento sospechoso semanas antes. Sin embargo, habría que hacerlo. Le llamó la atención una obra en varios tomos, Diccionario de medicina, de Quain. Cogió uno de ellos, del que sobresalía un trozo de papel que parecía una señal. Lo abrió por esa página y su mirada recayó sobre las palabras rigor mortis, y unos renglones más allá se leía: «El efecto de ciertos tóxicos…». Iba a continuar su lectura, pero oyó la voz de la señorita Dorland detrás de él.
—Eso no es nada —explicó ella—. Ya no hago esas tonterías. Fue un capricho pasajero. Lo que hago es pintar. ¿Qué le parece esto? —dijo con ostentación, señalando el paisaje horrible.
Parker dijo que le parecía muy bueno.
—Y estas obras también son suyas, ¿no? —preguntó señalando los demás lienzos.
—Sí —contestó ella.
Parker les dio la vuelta para ponerlos a la luz, y observó que estaban llenos de polvo. Nellie debía de haberse hecho la tonta con los cuadros, o a lo mejor le habían dicho que no los tocara. La señorita Dorland se mostró un poquito más animada que hasta entonces mientras enseñaba sus obras. El paisaje parecía un tema reciente; la mayoría de los lienzos eran estudios de figuras. El señor Parker pensó que, en conjunto, la pintora había hecho bien en decidirse por los paisajes. No estaba al tanto de la escuela moderna de pintura y le costaba trabajo expresar su opinión sobre aquellas extrañas figuras, con caras como huevos y brazos y piernas que parecían de caucho.
—Eso es El juicio de Paris —dijo la señorita Dorland.
—Ah, claro —replicó Parker—. ¿Y esto?
—Bueno, es un estudio de una mujer vistiéndose. No es muy bueno. Sin embargo, este retrato de la señora Mitcham es bastante aceptable.
Parker se quedó mirándolo, horrorizado. Quizá se tratara de una representación simbólica del carácter de la señora Mitcham, porque tenía unas líneas muy duras y puntiagudas, pero parecía una muñeca antigua, con nariz triangular, como un trozo de madera afilado, y los ojos eran simples puntos en la extensión de una cara lívida.
—No se le parece mucho —dijo Parker, vacilante.
—No es esa la intención.
—Esto está mejor… quiero decir, a mí me gusta más —dijo Parker, dándole la vuelta apresuradamente al siguiente cuadro.
—Ah… eso no es nada. Es un retrato imaginario.
Saltaba a la vista que despreciaba aquel cuadro, la cabeza de un hombre de aspecto cadavérico, sonrisa siniestra y una ligera bizquera: una recaída en el filisteísmo, dado que casi parecía un ser humano. La señorita Dorland lo retiró, y Parker intentó concentrarse en una Virgen con Niño que a su sencilla mentalidad evangélica le pareció una blasfemia abominable.
Por suerte, la señorita Dorland se cansó enseguida, aunque se tratara de sus propios cuadros, y los dejó tirados en un rincón.
—Aquí tiene la dirección —dijo bruscamente—. ¿Desea alguna cosa más?
Parker cogió la dirección.
—Una pregunta más —dijo, mirándola fijamente—. Antes de que muriese lady Dormer, antes de que viniera a verla el general Fentiman, ¿sabía usted lo que le dejaba a él en su testamento?
La chica le devolvió la mirada, y Parker vio el pánico en sus ojos. Pareció inundarla, como una ola. Apretó los puños contra los costados y, abatida, bajó los ojos ante la insistente mirada de Parker, como buscando una salida.
—¿Y bien? —insistió Parker.
—¡No! —exclamó ella—. ¡Claro que no! ¿Por qué tendría que haberlo sabido? —Y de repente se extendió por sus cetrinas mejillas un rubor sin brillo, que al desaparecer le dejó en el rostro el color de la muerte—. ¡Márchese! —exclamó con furia—. ¡Me da usted asco!