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La dama queda eliminada
No se podría asegurar qué acontecimiento les resultó más desagradable a los miembros de más edad del Bellona Club, si la grotesca muerte del general Fentiman allí en medio o la indecorosa neurastenia de su nieto. Solo los más jóvenes no se escandalizaron; sabían demasiado. Dick Challoner (conocido por sus más íntimos como Challoner Tripa de Hojalata, debido a que le habían colocado una pieza de repuesto tras la segunda batalla del Somme) se llevó a Fentiman, jadeante, a la biblioteca desierta para que se recuperase. El secretario del club entró a toda prisa, en camisa y pantalones, con la espuma de afeitar aún pegada a la cara. Tras echar una ojeada envió a un agitado camarero a ver si el doctor Penberthy seguía en el club. El coronel Marchbanks cubrió reverentemente la rígida cara que yacía en el sillón con un gran pañuelo de seda y se quedó de pie, en silencio. Se formó un pequeño círculo en torno a la alfombrilla de la chimenea, sin saber muy bien qué hacer. De vez en cuando el círculo se ensanchaba con personas a quienes les habían dado la noticia al entrar en el vestíbulo. Del bar salió un grupito. «¿Cómo, el pobre Fentiman?», decían. «Por Dios, no me digas. Pobre muchacho. El corazón, me imagino». Apagaron los cigarrillos y los puros y se quedaron por allí, sin ganas de alejarse.
El doctor Penberthy se estaba cambiando para la cena. Bajó apresuradamente, justo en el momento en que iba a salir para una cena de celebración del Armisticio, con el sombrero de seda en la coronilla y el abrigo y la bufanda sueltos. Era un hombre delgado, moreno, con los modales bruscos que distinguen al médico militar del médico del West End. Los que estaban ante la chimenea le dejaron sitio, salvo Wimsey, que se quedó como un tonto junto al sillón, contemplando impotente el cadáver.
Penberthy palpó rápidamente, con mano experta, el cuello, las muñecas y las articulaciones de las rodillas.
—Lleva varias horas muerto —anunció con acritud—. El rigor mortis extendido… empieza a pasar. —A modo de ilustración, movió la pierna izquierda del difunto, que se quedó colgando a la altura de la rodilla—. Me lo esperaba. El corazón estaba muy débil. Podía ocurrir en cualquier momento. ¿Alguien ha hablado hoy con él?
Miró a su alrededor con expresión interrogativa.
—Yo lo vi aquí después del almuerzo —apuntó alguien—. No hablé con él.
—Yo pensaba que estaba dormido —dijo otro.
Nadie recordaba haber hablado con él. Estaban acostumbrados a ver al general Fentiman dormitando junto a la chimenea.
—En fin —dijo el médico—. ¿Qué hora es? ¿Las siete? —Tras calcular mentalmente, añadió—: Digamos que cinco horas para que se iniciara el rigor mortis… que debió de ser muy rápido. Probablemente entró aquí a su hora de costumbre, se sentó y falleció.
—Siempre venía andando desde Dover Street —intervino un ancianito—. Yo le decía que era demasiado esfuerzo, a su edad. Tú lo sabes, cuántas veces se lo habré dicho, Ormsby.
—Sí, sí —replicó Ormsby, con el rostro encendido—. Desde luego que sí.
—En fin, ya no se puede hacer nada —dijo el médico—. Murió mientras dormía. Culyer, ¿hay alguna habitación vacía a la que podamos llevarlo?
—Por supuesto —contestó el secretario—. James, coja de mi despacho la llave de la número dieciséis y dígales que preparen una cama. Doctor, supongo que cuando finalice el rigor mortis… o sea, podremos…
—Sí, claro, podrán hacer todo lo necesario. Les enviaré a alguien para que lo amortajen. Habría que informar a la familia… pero será mejor esperar hasta que podamos mostrarlo un poco más presentable.
—El capitán Fentiman ya lo sabe —dijo el coronel Marchbanks—. Y el comandante se aloja en el club… Seguramente volverá dentro de poco. Y hay una hermana, según creo.
—Sí, lady Dormer —dijo Penberthy—. Vive en Portman Square. Llevan años sin hablarse, pero de todos modos tendrá que enterarse.
—Telefonearé yo —dijo el coronel—. No podemos dejarlo en manos del capitán Fentiman, porque no se encuentra en condiciones, el pobre. Tendrá que echarle un vistazo, doctor, cuando haya acabado con lo de aquí. Ya me entiende… Un ataque de lo de siempre, los nervios.
—De acuerdo. ¡Ah, Culyer! ¿Está preparada la habitación? Bien; entonces vamos a trasladarlo. A ver, que alguien lo coja por los hombros… No, usted no, Culyer. —El secretario solo tenía un brazo sano—. Lord Peter, sí, gracias… Levántelo con cuidado.
Wimsey colocó sus fuertes y largas manos bajo los brazos rígidos; el médico levantó las piernas y se llevaron el cadáver. Parecían formar parte de un espeluznante cortejo del día de Guy Fawkes, acarreando irreverentemente aquel maniquí que cabeceaba y se balanceaba entre sus brazos.
Se cerró la puerta cuando salieron, y dio la impresión de que desaparecía la tensión. El círculo se deshizo en grupitos. Alguien encendió un cigarrillo. La tirana del planeta, la Muerte senil, les había presentado su gris espejo unos momentos para mostrarles la imagen de lo por venir, pero de repente el espejo desapareció, y se desvaneció la situación desagradable. Feliz coincidencia que Penberthy fuera el médico del anciano, porque estaba al tanto de todo. Pudo firmar el certificado de defunción, sin investigaciones, sin nada inoportuno. Los miembros del Bellona Club podían irse a cenar.
El coronel Marchbanks se dirigió a la otra puerta, que daba a la biblioteca. En una estrecha antesala entre las dos habitaciones había una pequeña cabina telefónica, muy conveniente para los miembros del club que no deseaban salir al vestíbulo, zona casi pública.
—¡Eh, coronel! Ahí no. Ese aparato está averiado —dijo un hombre llamado Wetheridge, que lo había visto llegar—. Es una vergüenza. Yo quería llamar por teléfono esta mañana y… ¡Vaya! Ya no está el cartel. Supongo que vuelve a funcionar. Tendrían que avisarnos de estas cosas.
El coronel Marchbanks no hizo mucho caso a Wetheridge. Era el protestón del club, que destacaba incluso entre la hermandad de los dispépticos y los autoritarios, siempre amenazando con presentar una queja ante el comité, acosando al secretario y pinchando a los demás miembros. Murmurando, se replegó en su sillón y su periódico vespertino, y el coronel entró en la cabina para llamar a la casa de lady Dormer, en Portman Square.
Momentos después salió al vestíbulo, pasando por la biblioteca, y vio a Penberthy y a Wimsey, que bajaban por la escalera.
—¿Le ha dado ya la noticia a lady Dormer? —preguntó Wimsey.
—Lady Dormer ha muerto —respondió el coronel—. Su doncella me ha dicho que falleció tranquilamente a las diez y media, esta misma mañana.