9

Jota alta

—Oye, Wimsey —dijo el capitán Culyer, del Bellona Club—. ¿No piensas acabar nunca con esa investigación o lo que sea? Los miembros del club se están quejando, en serio, y no me extraña. Tus continuas preguntas les resultan muy molestas, insoportables, y no puedo evitar que piensen que hay algo detrás de todo esto, muchacho. Se quejan de que no los atienden debidamente ni los conserjes ni los camareros porque te pasas el día charlando con ellos, y cuando no estás con ellos, andas por el bar, poniendo la oreja. Si esa es tu forma de hacer una investigación con tacto, preferiría que la hicieras sin tacto. Está resultando muy desagradable, y encima, no acabas tú cuando empieza el otro sujeto.

—¿Quién es el otro sujeto?

—Ese tipejo que está siempre rondando por la puerta de servicio e interrogando al personal.

—No sé nada de él —replicó Wimsey—. No tengo ni idea de quién es. Lamento resultar tan pesado, pero te aseguro que no soy mucho peor que tú en cuanto a dar la lata, solo que he tropezado con una pega. Este asunto (te vas a cansar de oírlo, muchacho) no es tan sencillo como parece. Ese tipo, Oliver, del que ya te he hablado…

—Aquí no lo conocen, Wimsey.

—No, pero puede haber estado aquí.

—Si nadie lo ha visto, no puede haber estado aquí.

—Pues entonces, ¿dónde fue el general Fentiman cuando se marchó? ¿Y cuándo se marchó? Eso es lo que quiero saber. Caray, Culyer, que el vejete era toda una institución. Sabemos que volvió aquí el diez por la tarde: el taxista lo llevó hasta la puerta, Rogers lo vio entrar y dos miembros del club se fijaron en que estaba en el salón de fumadores justo antes de las siete. Tengo ciertas pruebas de que fue a la biblioteca, y de que no se quedó mucho tiempo allí, porque llevaba la ropa de abrigo. Alguien tuvo que verlo salir. Es absurdo. Los criados no pueden estar todos ciegos. No me gusta tener que decirlo, Culyer, pero no puedo evitar pensar que han sobornado a alguien para que se calle la boca… Sí, ya sabía que te iba a molestar, pero ¿cómo explicarlo, si no? ¿Quién es ese tipo que según tú anda merodeando por la cocina?

—Me topé con él una mañana que había bajado a echar un vistazo a los vinos. Por cierto; ha llegado una caja de Margaux y me gustaría que me dieras tu opinión un día de estos. Ese tipo estaba hablando con Babcock, el encargado del vino, y le pregunté con bastante brusquedad qué quería. Me dio las gracias y dijo que venía de parte del servicio de trenes para averiguar algo sobre una caja que se había perdido, pero Babcock, que es una persona muy decente, me contó después que había estado intentando sonsacarlo sobre lo de Fentiman, y me dio la impresión de que no había escatimado dinero. Pensé que era otra de las tuyas.

—¿Es ese tipo un sahib?

—¡No, por Dios! Parece un pasante de abogado o algo por el estilo. Un trapichero, vamos.

—Me alegro de que me lo hayas contado. No me extrañaría que él fuera esa pega que me ha surgido. A lo mejor es Oliver intentando despistar.

—¿Sospechas que ese tal Oliver tiene algo que ocultar?

—Pues… sí, creo que sí, pero que me aspen si sé de qué se trata. Creo que sabe algo del viejo Fentiman de lo que nosotros no estamos al corriente. Y por supuesto, sabe cómo pasó aquella noche, y eso es lo que trato de averiguar.

—Pero ¿qué demonios importa cómo pasó la noche? A su edad, no creo que pudiera irse de juerga.

—Podría arrojar luz sobre la hora a la que llegó por la mañana, ¿no?

—Pues… lo único que puedo decir es que ruego a Dios que termines con esta historia lo antes posible. El club se está convirtiendo en un verdadero circo. Casi preferiría que viniera la policía.

—Pues no pierdas la esperanza. A lo mejor viene.

—No lo dirás en serio, ¿verdad?

—Nunca hablo en serio. Es lo que les desagrada a mis amigos de mí. No, sinceramente: voy a intentar montar el menor revuelo posible, pero si Oliver está enviando a sus adláteres a corromper a los empleados de esta casa y a hacerme la puñeta en mis investigaciones, va a resultar muy difícil. Espero que me lo comuniques, si ese tipo vuelve a presentarse por aquí. Me gustaría echarle un vistazo.

—De acuerdo. Y ahora, sé buen chico y lárgate.

—Me voy, con el rabo entre las piernas y las orejas gachas —dijo Wimsey—. Ah, por cierto…

—¡A ver! —exclamó Culyer, exasperado.

—¿Cuándo fue la última vez que viste a George Fentiman?

—Hace siglos que no lo veo. Desde que ocurrió eso.

—Ya me lo imaginaba. Ah, por cierto…

—¿Síii?

—Robert Fentiman se alojaba en el club en aquel momento, ¿no?

—¿En qué momento?

—En el momento en que ocurrió aquello, pedazo de bobo.

—Sí, estaba aquí, pero ahora vive en casa del viejo.

—Sí, ya lo sé. Gracias. Pero me gustaría saber… ¿Dónde vive cuando no está en la ciudad?

—En Richmond, creo. En una pensión, o algo así.

—¿Ah, sí? Muchas gracias. Sí, ahora sí que me voy. Aún más: prácticamente ya me he ido.

Se fue, y no se detuvo hasta llegar a Finsbury Park. George había salido y, naturalmente, también la señora Fentiman, pero la señora de la limpieza le dijo que había oído decir al capitán que iba a Great Portland Street. Wimsey fue tras él. El par de horas que pasó dando vueltas por salones de exposiciones y charlando con los encargados de mostrar los vehículos, casi todos los cuales eran, de una u otra forma, viejos amigos suyos, dieron como resultado el descubrimiento de que la empresa Walmisley-Hubbard iba a contratar a George Fentiman por una semana para que demostrara lo que sabía hacer.

—Oh, lo hará muy bien —dijo Wimsey—. Conduce estupendamente. Sí, sí. Es estupendo.

—Parece un poco nervioso —replicó el viejo amigo de Wimsey que llevaba la exposición de Walmisley-Hubbard—. Necesita animarse un poco, ¿no? Eso me recuerda… ¿Qué te parece si nos tomamos algo rápido?

Wimsey accedió a tomar algo rápido y ligero y después volvió para echar un vistazo a un nuevo tipo de embrague. Prolongó la interesante visita hasta que apareció uno de los «vehículos-tienda» de Walmisley-Hubbard, con Fentiman al volante.

—¡Vaya! —dijo Wimsey—. ¿Qué? ¿Probándolo?

—Sí. Ya le he cogido el tranquillo.

—¿Cree que podría venderlo? —preguntó el viejo amigo de Wimsey.

—Desde luego. En breve aprenderé a lucirlo. Es un vehículo bastante bueno.

—Qué bien. Bueno, supongo que no le importará tomarse algo rápido. ¿Y tú, Wimsey?

Se tomaron una copa rápida juntos. Después, el entrañable y viejo amigo recordó que tenía que marcharse zumbando porque había prometido ir a buscar a un cliente.

—Volverá mañana, ¿no? —le preguntó a George—. Hay un vejete en Malden que quiere hacer una excursión para probar el coche. Yo no puedo ir, así que podría intentarlo usted. ¿De acuerdo?

—Muy bien.

—¡Fenomenal! Le tendré el vehículo preparado para las once. ¡Adelante y hasta pronto!

—Es la alegría de la casa, ¿no? —dijo Wimsey.

—Ya lo creo. ¿Tomamos otra?

—Estaba pensando, ¿y si almorzamos? Si no tienes nada mejor que hacer, acompáñame.

George aceptó y propuso un par de restaurantes.

—No —dijo Wimsey—. Tengo el capricho de ir a Gatti’s, si no te importa.

—En absoluto. Me parece magnífico. Por cierto, he visto a Murbles, y está dispuesto a negociar con MacStewart. Cree que podrá mantenerlo a raya hasta que todo se arregle… si es que se arregla.

—Qué bien —replicó Wimsey distraídamente.

—Y estoy más que contento con la oportunidad de este empleo —añadió George—. Si todo sale bien, las cosas resultarán mucho más fáciles… en más de un sentido.

Wimsey dijo cordialmente que estaba seguro de que así sería y a continuación se sumió en un silencio insólito en él que se prolongó hasta el Strand.

Al llegar a Gatti’s dejó a George en un rincón mientras él iba a charlar con el jefe de camareros, y al acabar la entrevista apareció con una expresión de perplejidad que despertó la curiosidad del capitán, a pesar de sus propias preocupaciones.

—¿Qué pasa? ¿No hay nada que te apetezca comer?

—No, no es eso. Me estaba planteando si tomar moules marinières.

—Buena idea.

El rostro de Wimsey se animó, y estuvieron un rato consumiendo mejillones con satisfacción, mudos aunque no precisamente silenciosos.

—Por cierto —dijo Wimsey de repente—. No me contaste que habías visto a tu abuelo la tarde antes de que muriera.

George se sonrojó. Estaba peleándose con un mejillón especialmente elástico, bien aferrado a la concha, y no pudo responder durante unos momentos.

—¿Cómo demonios…? Maldita sea, Wimsey. ¿Eres tú quien está detrás de esa demoníaca vigilancia a la que me tienen sometido?

—¿Vigilancia?

—Sí, eso he dicho: vigilancia. Es absolutamente vergonzoso. Jamás se me hubiera ocurrido que tú tuvieras nada que ver con eso.

—Es que no tengo nada que ver. ¿Quién te vigila?

—Hay un tipo que me sigue a todas partes, un espía. Lo veo a todas horas. No sé si será detective o qué, pero tiene pinta de delincuente. Esta mañana ha venido en el mismo autobús que yo desde Finsbury Park. Ayer me siguió durante todo el día. Seguramente ahora andará rondando por aquí. Es que no lo aguanto más. Como vuelva a verlo le voy a arrancar esa asquerosa cabeza suya a golpes. ¿Por qué tienen que seguirme y espiarme? Yo no he hecho nada. Y ahora empiezas tú.

—Te juro que no tengo nada que ver con que te estén siguiendo. De verdad que no. Además, no contrataría a alguien que se dejara ver por el tipo al que está siguiendo. No. Si empezara a perseguirte, un escape de gas no sería más silencioso y discreto que yo. ¿Qué aspecto tiene ese sabueso incompetente?

—Parece un trapichero o algo. Bajo, delgado, con el sombrero calado sobre los ojos y una gabardina vieja con el cuello subido. Y la barbilla muy azulada.

—Suena a actor en el papel de detective. Desde luego, es imbécil.

—Me crispa los nervios.

—Bueno, bueno. La próxima vez que lo veas, dale un puñetazo.

—Pero ¿qué es lo que quiere?

—¿Cómo voy a saberlo yo? ¿Qué has andado haciendo últimamente?

—Nada, por supuesto. Te lo aseguro, Wimsey: estoy convencido de que hay una especie de confabulación contra mí para meterme en algún lío, o quitarme de en medio, o algo. No lo soporto. Es sencillamente deplorable. Imagínate que ese tipo se pusiera a rondar por Walmisley-Hubbard. Les parecería bonito que su vendedor tuviera detrás a un detective todo el rato, ¿verdad? Justo cuando empezaba a esperar que las cosas irían bien…

—¡No digas bobadas! —exclamó Wimsey—. No pierdas la calma. Seguramente son imaginaciones tuyas, o una casualidad.

—No. Me apuesto lo que quieras a que está ahí fuera, en la calle.

—Vale. Entonces le daremos su merecido en cuanto salgamos. Y lo acusaremos de acoso. Pero vamos a olvidarnos de él por un rato. Háblame del general. ¿Cómo lo encontraste la última vez que lo viste?

—Pues bastante bien. De mal humor, para variar.

—Ah, de mal humor. ¿Por qué?

—Asuntos privados —respondió George desabridamente.

Wimsey se maldijo por haber empezado el interrogatorio con tan poco tacto. Lo único que podía hacer era tratar de salvar la situación lo mejor posible.

—La verdad, no sé si no habría que deshacerse indoloramente de todos los parientes a los setenta años de edad —dijo—. O al menos mantenerlos apartados. O a lo mejor esterilizarles la lengua para que no puedan emponzoñar a nadie.

—Ojalá —masculló George—. El viejo… Maldita sea, ya sé que estuvo en Crimea, pero no tenía ni idea de lo que era una guerra de verdad. Pensaba que las cosas podían seguir como hace medio siglo. Me imagino que nunca se comportó como yo. Pero también sé que nunca tuvo que recurrir a su mujer para que le diera dinero suelto, y mucho menos que los alemanes le destrozaran las tripas con los malditos gases. Y encima me venía con sermones… y yo sin poder decir nada, porque, a ver, como era tan viejo, maldita sea…

—Desquiciante, sí —murmuró Wimsey, compasivo.

—Es un asco, tan injusto… —dijo George—. ¿Sabes una cosa? —estalló, súbitamente invadido por un resentimiento más fuerte que su vanidad herida—. Ese viejo monstruo llegó a amenazarme con escamotearme la mísera cantidad de dinero que tenía para dejarme si no «reformaba mi conducta doméstica». Así me hablaba. Como si yo estuviera manteniendo a una amante o algo así. Sé que un día tuve una pelea espantosa con Sheila, pero desde luego no pretendía decir ni la mitad de lo que dije. Ella lo sabe, pero el viejo se lo tomó muy en serio.

—Un momento —lo interrumpió Wimsey—. ¿Te dijo todo eso en el taxi, aquel día?

—Sí. Un largo sermón sobre la pureza y el valor de una buena mujer, dando vueltas alrededor de Regent’s Park. Tuve que prometerle que me reformaría y todo eso. Como si estuviera en el colegio.

—¿Y no mencionó el dinero que iba a dejarle lady Dormer?

—Ni una palabra. No creo que supiera nada.

—Pues yo creo que sí. Acababa de ir a verla, y sé a ciencia cierta que ella le contó el asunto esa tarde.

—¿Ah, sí? Bueno, entonces eso lo explica todo. Yo pensaba que solo quería hacerse el pedante y el duro. Me dijo que el dinero es una gran responsabilidad, y que le gustaría poder pensar que utilizaría debidamente lo que me dejara, y todo eso. Y me restregó por las narices que no hubiera sido capaz de mantenerme a mí mismo (eso fue lo que más me sacó de quicio) y a Sheila. Dijo que tenía que valorar más el amor de una buena mujer, muchacho, y respetarla y todo lo demás. Pero claro, si sabía que iba a caerle medio millón, todo cambia. ¡Diantre! Supongo que se sentiría un tanto angustiado ante la idea de dejárselo a un tipo al que consideraba un vago.

—Me pregunto por qué no mencionaría el asunto.

—Tú no conocías al abuelo. Me apuesto cualquier cosa a que estaba dándole vueltas a la idea de si no sería mejor legarle mi parte a Sheila, y por eso me sermoneó, para ver cómo reaccionaba yo. ¡Viejo zorro! En fin. Hice todo lo posible por causarle una buena impresión, porque en ese momento no quería perder la oportunidad de las dos mil libras, pero creo que no le dejé muy convencido. Sí —añadió con una risita un tanto avergonzada—, quizá fuera mejor que estirase la pata al día siguiente. Si no, a lo mejor me habría dejado con un solo chelín, ¿no?

—De todos modos, tu hermano te habría ayudado.

—Supongo que sí. La verdad es que Robert es buena persona, si no fuera porque te crispa los nervios.

—¿Ah, sí?

—Es tan insensible… El típico británico sin pizca de imaginación. Estoy convencido de que Robert pasaría de buena gana otros cinco años en guerra y le parecería una broma estupenda. Verás, él tenía fama de no inmutarse por nada. Recuerdo a Robert en aquel agujero repugnante, Carency, con el suelo literalmente podrido de cadáveres… ¡puaj…! cazando ratas enormes, hinchadas, y riéndose como si tal cosa. ¡Ratas! Estaban vivas, putrefactas por lo que habían comido. Pero claro, a Robert lo consideraban un gran soldado.

—Un hombre afortunado —replicó Wimsey.

—Sí. Es como el abuelo. Se llevaban bien. De todos modos, el abuelo se portó bien conmigo. Una mala bestia, pero una mala bestia justa, como dijo aquel. Y tenía debilidad por Sheila.

—Es imposible no quererla —dijo Wimsey con cortesía.

La comida acabó más animadamente de lo que había empezado. Sin embargo, cuando salieron a la calle, George Fentiman se puso a lanzar miradas a su alrededor, inquieto. Un hombre bajito con el abrigo abotonado hasta el cuello y un sombrero flexible calado hasta los ojos miraba distraído el escaparate de una tienda de allí al lado.

George se dirigió hacia él a grandes zancadas.

—¡Oiga! —exclamó—. ¿Qué demonios hace siguiéndome por todas partes? ¡Lárguese! ¿Entendido?

—Creo que se ha confundido, señor —replicó aquel hombre con toda calma—. No lo había visto a usted en mi vida.

—Conque no, ¿eh? Pues yo sí que lo he visto rondando, y si vuelve a hacerlo, tendrá motivos para recordarme. ¿Entendido?

—¡Eh! —gritó Wimsey, que se había quedado hablando con el conserje—. ¿Qué pasa aquí? ¡Eh, un momento!

Pero al ver a Wimsey, aquel hombre se escurrió como una anguila entre el estruendoso tráfico del Strand y se perdió de vista.

George Fentiman se volvió hacia su acompañante con aire triunfal.

—¿Lo has visto? ¡El muy asqueroso! Ha salido disparado como una bala en cuanto lo he amenazado. Es el tipo que me persigue desde hace unos tres días.

—Lamento decírtelo, pero no ha sido por tu destreza, Fentiman —dijo Wimsey—; ha sido mi terrible aspecto lo que lo ha espantado. ¿Qué me pasa? ¿Tengo una facha tan imponente y amenazante como la de Júpiter o es que llevo una corbata espantosa?

—Es igual. El caso es que se ha marchado.

—Ojalá hubiera podido verlo más de cerca, porque esos rasgos suyos tan encantadores me suenan de algo, y de no hace mucho tiempo. ¿Era aquel el rostro que impulsó un millar de naves? Para mí que no.

—Lo único que puedo decir es que como lo vuelva a ver le voy a poner una cara que no lo va a reconocer ni su madre —dijo George.

—No, de ningún modo… Podrías destruir una pista. Es que… un momento… se me ha ocurrido una idea: creo que es el mismo hombre que ha estado haciendo preguntas por el Bellona. ¡Maldita sea! Lo hemos dejado escapar, ¡y yo que lo había rebajado a subalterno de Oliver! Fentiman, si vuelves a verlo, agárralo con todas tus fuerzas. Quiero hablar con él.