10
Lord Peter adelanta una carta
—¿Diga?
—Hola, ¿Wimsey? ¡Oiga! ¿Hablo con lord Peter Wimsey? ¡Oiga! ¡Querría hablar con lord Peter Wimsey! ¡Oiga!
—He dicho diga. ¿Quién es? ¿Y a qué tanto alboroto?
—Soy yo, el comandante Fentiman. ¿Eres Wimsey?
—Sí, Wimsey al habla. ¿Qué pasa?
—No te oigo.
—¿Cómo vas a oírme si no paras de gritar? Soy Wimsey. Buenos días. Apártate unos centímetros del auricular y habla en tono normal. Y no digas «¡Oiga!». Si quieres volver a llamar a la telefonista, aprieta el auricular suavemente dos o tres veces.
—¡Cállate! ¡He visto a Oliver!
—¿Sí? ¿Dónde?
—En Charing Cross, subiéndose al metro.
—¿Has hablado con él?
—No… Es desesperante. Estaba yo sacando el billete cuando lo vi atravesar la barrera. Salí corriendo tras él, pero maldita sea, se me pusieron varias personas por en medio. Había un tren de la línea del Circle parado en el andén. Se metió de golpe en un vagón y cerraron las puertas. Me abalancé, gritando y haciendo señas con la mano, pero el tren salió pitando. La cantidad de palabrotas que pude soltar…
—No me extraña. Qué rabia.
—Pues sí, una rabia tremenda. Cogí el siguiente tren…
—¿Para qué?
—Pues no sé. Pensé que a lo mejor lo veía en el andén de alguna estación.
—No, si la esperanza es lo último que se pierde. ¿No se te ocurrió preguntar para dónde había comprado el billete?
—Pues no. Además, quizá lo había comprado en la máquina.
—Probablemente. Bueno, ya está hecho. A lo mejor vuelve a aparecer. ¿Estás seguro de que era él?
—Sí, por Dios. Imposible que me equivocara. Lo habría reconocido en cualquier sitio. Solo quería que lo supieras.
—Gracias mil. Me da muchos ánimos. Al parecer, Charing Cross es uno de sus lugares favoritos. También llamó desde allí la noche del diez.
—Ya.
—Voy a decirte lo que creo que deberíamos hacer, Fentiman. El asunto se está poniendo bastante serio. Te propongo que vayas a la estación de Charing Cross a vigilar. Puedo poner a un detective…
—¿Un policía?
—No necesariamente. Un detective privado nos vendría bien. Podríais ir juntos a la estación durante una semana, por ejemplo, a vigilar. Tendrás que hacerle una descripción de Oliver al detective, lo mejor que puedas, y os turnaréis en la vigilancia.
—¡Caray, Wimsey! Eso llevaría mucho tiempo. He vuelto a mi alojamiento de Richmond y, además, tengo mis obligaciones.
—Sí… Bueno, mientras estés cumpliendo con tus obligaciones, el detective puede vigilar.
—Es una pesadez, Wimsey.
No parecía muy contento.
—Es medio millón de libras, pero si a ti no te importa…
—Claro que me importa, pero no creo que dé ningún resultado.
—Es posible, pero merece la pena intentarlo. Y mientras tanto haré que vigilen Gatti’s.
—¿Gatti’s?
—Sí. Allí lo conocen. Enviaré a alguien para…
—Pero si ya no va por allí.
—Bueno, pero a lo mejor vuelve algún día. No tiene por qué no volver. Sabemos que está en la ciudad, que no se ha marchado del país ni nada de eso. Daré a entender a la dirección que se le requiere para un asunto urgente de negocios, para no poner las cosas desagradables.
—No les va a hacer ninguna gracia.
—Pues que se aguanten.
—Vale, pero vamos a ver… Yo me encargo de lo de Gatti’s.
—No funcionará. Queremos identificarlo en Charing Cross. El camarero o cualquiera puede identificarlo en Gatti’s. ¿No dices que lo conocen?
—Claro que lo conocen, pero…
—Pero ¿qué? Ah, por cierto, ¿con qué camarero hablaste? Charlé con el jefe de camareros ayer, y al parecer no sabía nada del asunto.
—No… no era el jefe de camareros. Era otro. El regordete, moreno…
—De acuerdo. Ya lo buscaré yo. Entonces, ¿te vas a encargar de Charing Cross?
—Sí, claro… Si crees que va a servir de algo…
—Pues sí. Bueno, voy a localizar a un detective y ya os arreglaréis entre vosotros.
—Muy bien.
—¡Hasta pronto!
Lord Peter colgó y se quedó sentado unos momentos, con sonrisa burlona. Después se dirigió a Bunter.
—Bunter, no tengo por costumbre hacer profecías, pero ahora sí que voy a hacerlo, a predecir la suerte con las cartas o leyendo la palma de la mano. Cuidado con el desconocido de piel oscura, y esas cosas.
—¿Sí, milord?
—Cruza la palma de la mano de la gitana con plata. Veo al señor Oliver. Lo veo haciendo un viaje por el agua. Veo problemas. Veo el as de picas… boca abajo, Bunter.
—¿Y después qué, milord?
—Nada. Miro el futuro y veo un vacío. La gitana ha hablado.
—Lo tendré en cuenta, milord.
—Hazlo. Si mi predicción no se cumple, te regalaré una cámara de fotos. Y ahora voy a ver a ese individuo que se hace llamar Sleuths Incorporated, para que ponga a alguien bueno en Charing Cross, y luego iré a Chelsea, y no sé cuándo volveré. Será mejor que te tomes la tarde libre. Déjame preparados unos bocadillos o algo, y no me esperes si llego tarde.
Wimsey despachó rápidamente el asunto con Sleuths Incorporated y después se dirigió a un agradable estudio de Chelsea que daba al río. Abrió la puerta, que tenía un pulcro rótulo, «Señorita Marjorie Phelps», una joven de aspecto grato, con el pelo rizado y una bata azul con grandes manchas de arcilla.
—¡Lord Peter! ¡Qué agradable sorpresa! Pase.
—¿No molesto?
—No, no. ¿Le importa que siga trabajando?
—Por supuesto que no.
—Si quiere hacer algo realmente útil, podría poner agua a hervir y buscar algo de comer. Es que quiero terminar esta figura.
—Muy bien. Me he tomado la libertad de traer un tarro de miel de Hybla.
—¡Qué ideas tan exquisitas tiene! De verdad, creo que es usted una de las personas más encantadoras que conozco. No dice estupideces sobre arte, no quiere que le cojan de la mano y sus pensamientos siempre se encaminan hacia la comida y la bebida.
—No se precipite. No quiero que me cojan de la mano, pero he venido aquí con un objetivo.
—Muy razonable. La mayoría de las personas vienen sin ninguno.
—Y se quedan interminablemente.
—Así es.
La señorita Phelps ladeó la cabeza y contempló con mirada crítica la pequeña bailarina que estaba modelando. Había creado un estilo propio de estatuillas de barro, que se vendían bien y a buen precio.
—Es muy interesante —dijo Wimsey.
—Un tanto cursi, pero es un pedido especial, y no puede una ponerse exigente. A propósito, he hecho algo para usted, como regalo de Navidad. Échele un vistazo, y si le parece insufrible, lo romperemos juntos. Está en el aparador.
Wimsey abrió el aparador y sacó una figurita de unos veinte centímetros de altura. Representaba a un joven con la bata suelta, absorto en la lectura de un libro enorme. Era un retrato realista. Wimsey se echó a reír.
—Es estupendo, Marjorie. Un modelado muy delicado. Me encanta. Espero que no lo multiplique demasiado, ¿no? Quiero decir, no lo venderán en Selfridge’s, ¿verdad?
—No. Voy a evitarle esa vergüenza, pero había pensado en regalarle uno a su madre.
—Le gustará a más no poder. Muchas gracias. Por una vez, estaré deseando que llegue la Navidad. ¿Hago unas tostadas?
—¡Desde luego!
Wimsey se acuclilló contento ante la estufa de gas mientras la escultora continuaba con su trabajo. Té y estatuilla estuvieron listos casi al mismo tiempo y, arrojando la bata, la señorita Phelps se desplomó aparatosamente en un maltrecho sillón junto al fuego.
—¿Y qué puedo hacer por usted?
—Contarme todo lo que sepa sobre la señorita Ann Dorland.
—¿Ann Dorland? ¡Dios del cielo! No se habrá enamorado de ella, ¿verdad? Tengo entendido que le va a caer un montón de dinero.
—Señorita Phelps, tiene usted una mente absolutamente calenturienta. Tome otra tostada. Perdone que me chupe los dedos. No me he enamorado de esa dama. Si así fuera, arreglaría mis asuntos sin necesidad de ayuda. Ni siquiera la he visto nunca. ¿Cómo es?
—¿De aspecto?
—Entre otras cosas.
—Pues no muy agraciada. Tiene el pelo oscuro, liso, con flequillo cortado sobre la frente… como un paje. La frente ancha, la cara cuadrada y la nariz recta… muy bonita. También tiene los ojos bonitos, grises, con las cejas pobladas, que no están nada de moda. Pero tiene la piel mal y es dentona y regordeta.
—Es pintora, ¿no?
—Bueno… pinta.
—Ya. Una aficionada con dinero y estudio.
—Sí. He de decir que la anciana lady Dormer se portó muy bien con ella. Verá, Ann Dorland es una especie de prima lejana de la rama femenina de la familia Fentiman, y cuando lady Dormer se enteró de su existencia, Ann era huérfana e increíblemente pobre. A la anciana le gustó la idea de contar con un poco de vida joven en la casa y se hizo cargo de ella, y lo extraordinario es que no intentó monopolizarla. Le permitió que usara una habitación muy grande como estudio y que llevara a cuantos amigos quisiera, y que entrara y saliera a su antojo… dentro de unos límites, claro.
—Lady Dormer sufrió bastante por unas relaciones opresivas en su juventud —dijo Wimsey.
—Lo sé, pero la mayoría de las personas mayores parecen olvidarse de esas cosas. Estoy segura de que lady Dormer tuvo su buena época. Debía de ser una persona poco corriente. Pero claro, yo no la conocía bien, y tampoco sé gran cosa de Ann Dorland. Daba fiestas; bastante deficientes, por cierto. Y de vez en cuando viene a algún estudio, pero en realidad no es de los nuestros.
—Probablemente hay que ser pobre de verdad y trabajar mucho, ¿no?
—No. Usted, por ejemplo, encaja muy bien, en las raras ocasiones en las que tenemos el placer de verlo. Y no importa no saber pintar. Fíjese en Bobby Hobart, con sus espantosos chafarrinones… es un cielo y todo el mundo lo quiere. Creo que Ann Dorland debe de tener complejo de algo. Los complejos explican muchas cosas, como esa dichosa palabra, hipopótamo.
Wimsey se sirvió miel con generosidad, dando la impresión de que estaba dispuesto a escuchar.
—La verdad es que pienso —prosiguió la señorita Phelps—, que Ann podría haber llegado a ser alguien importante en los negocios. Es lista, y podría dirigir cualquier cosa estupendamente, pero no es creativa. Y, además, hay tantos amoríos en nuestro grupito… y una continua atmósfera de pasión febril resulta muy dura si tú no tienes ninguna.
—¿Está la señorita Dorland por encima de la pasión febril?
—Pues no. Yo diría que le habría gustado bastante, pero no le ha salido nada. ¿Por qué le interesa analizar a Ann Dorland?
—Algún día se lo contaré. No se trata de curiosidad normal y corriente.
—No, por lo general es usted muy decente; de lo contrario, no le estaría contando todo esto. En realidad, pienso que Ann tiene como una idea fija, que no puede resultarle atractiva a nadie, y por eso se pone sentimental y pesada, o grosera y desdeñosa, y nuestra pandilla detesta el sentimentalismo y los desaires. Creo que se ha hartado un poco del arte. La última vez que me contaron algo de ella, le había dicho a no sé quién que se iba a dedicar a la asistencia social, o a cuidar enfermos o algo por el estilo. Creo que es muy sensato. Seguramente se llevará mucho mejor con personas que se dediquen a esas cosas. Son mucho más educadas y estables.
—Comprendo. A ver una cosa… Supongamos que quisiera ver por casualidad, o sea, a propósito, a la señorita Dorland… ¿Dónde tendría posibilidades de encontrármela?
—¡Parece entusiasmado con ella! Yo lo intentaría en la casa de los Rushworth. Les interesa mucho la ciencia, mejorar la parte sumergida y cosas por el estilo. Supongo que Ann está de luto ahora, pero no creo que eso le impida ir a ver a los Rushworth. Sus reuniones no son precisamente frívolas.
—Muchas gracias. Es usted una mina de valiosa información. Y, para ser mujer, no hace demasiadas preguntas.
—Gracias por esas amables palabras, lord Peter.
—Y ahora ya puedo dedicar libremente mi inestimable atención a sus inquietudes. ¿Qué novedades hay? ¿Y quién está enamorado de quién?
—¡Ah, la vida es un absoluto erial! Nadie está enamorado de mí. Y los Schlitzer han tenido una riña más fuerte de lo habitual y se han separado.
—¡No!
—Sí. Solo que, debido a cuestiones económicas, tienen que seguir compartiendo el estudio… ya sabe, esa habitación grande que da a las caballerizas. Debe de resultar muy incómodo, tener que dormir, comer y trabajar en la misma habitación con alguien del que te estás separando. Ni siquiera se hablan, y es muy violento, cuando vas a ver a uno de ellos, que el otro tenga que fingir que ni te ve ni te oye.
—No creo que nadie pueda soportar semejantes circunstancias.
—Es difícil. Olga se ha quedado aquí, pero es que tiene un carácter espantoso. Además, ninguno de los dos quiere dejarle el estudio al otro.
—Comprendo. ¿Pero no hay una tercera persona en la historia?
—Sí. Ulric Fiennes, el escultor, pero no puede llevarla a su casa porque su esposa está allí; y depende de su esposa, pues sus esculturas no dan dinero. Además, está trabajando en un grupo escultórico enorme para la Exposición y no puede sacarlo de allí, porque pesa como veinte toneladas. Y si se marchara con Olga, su mujer lo echaría de casa. Ser escultor es muy incómodo. Es como los que tocan el contrabajo: el equipaje estorba mucho.
—Es verdad. Pero si usted se fugara conmigo, podríamos meter los pastorcitos y pastorcitas de barro en una bolsa.
—Claro, qué divertido. ¿Y adónde nos fugaríamos?
—¿Y si empezáramos esta noche, nos fuéramos a Oddenino’s y después a algún espectáculo… si no tiene nada que hacer?
—Eres un hombre encantador, y desde ahora voy a tutearte, Peter. ¿Vamos a ver Ni lo uno ni lo otro?
—¿Eso que tuvo tantos problemas para pasar la censura? Bueno, si quieres… ¿Es especialmente obsceno?
—No, más bien epiceno.
—Ah, ya. Bueno, a mí me parece bien, pero tengo que advertirte de una cosa: que pienso preguntarte qué significan los puntos más escabrosos en voz bien audible.
—En eso consiste para ti la diversión, ¿verdad?
—Pues sí. La gente se pone furiosa. Me chistan y sueltan risitas nerviosas, y con suerte acabo en el bar con un lío estupendo.
—Pues no pienso arriesgarme. Ni hablar. Mira, lo que de verdad me gustaría es que fuéramos a ver George Barnwell en el Elephant y cenar fish and chips después.
Así lo decidieron, y al considerarla en retrospectiva, aquella noche resultó sumamente fructífera. Acabó con unos arenques a la parrilla en el taller de un amigo, ya de madrugada. Cuando lord Peter volvió a casa encontró una nota en la mesa del recibidor.
Milord:
La persona que ha llamado hoy de Sleuths Incorporated parecía inclinada a compartir la opinión de su señoría, pero estaba vigilando al sujeto y dará más información mañana. Los bocadillos están en la mesa del comedor, por si su señoría necesita un refrigerio.
Su humilde servidor,
M. Bunter
—Cruza la palma de la mano de la gitana con plata —dijo su señoría, y se metió en la cama.