13

Sarah, Lee, Alice, Virginia y Niles esperaban a las puertas de la enfermería. Llevaban allí una hora mientras el médico del buque, el doctor Warren Trevor, atendía a Farbeaux. La bala lo había alcanzado en la cadera derecha, sin dañar ningún órgano vital.

—No consigo entender al coronel Farbeaux —dijo Niles, mirándose las manos.

—Creo que va siendo hora de que os cuente una cosa. —Sarah pareció indecisa, pero decidió ir directa al grano—. El coronel está casi tan loco como Heirthall —dijo mientras se ponía de pie y comenzaba a caminar frente al pequeño grupo—. Aprovechó que el equipo de asalto del Leviatán entró en el complejo para colarse él también. Su intención era asesinar a Jack. Lo culpa de la muerte de su mujer. Aunque también creo que se culpa a sí mismo. Cuando descubrió que Jack había muerto, algo cambió en él, es como si hubiera perdido la razón para vivir.

—¿Y por qué cree que Jack…?

Sarah se detuvo y miró a Niles.

—La única razón que se me ocurre es que Jack hizo que se sintiera como un ser humano de nuevo. Juntos nos salvaron de la detonación nuclear. A nosotros y a los estudiantes. Su comportamiento desde que está a bordo del Leviatán raya en lo… bueno, creo que quiere que lo maten. Es posible que tenga una pulsión suicida. Su ataque al sargento, su abierta hostilidad contra todos los miembros de la tripulación de este submarino… todo encaja.

El grupo guardó silencio mientras pensaban en las implicaciones de lo que Sarah había dicho.

—Los felicito por su habilidad por poner en peligro al Leviatán por primera vez desde que existe.

Alexandria Heirthall se encontraba de pie, junto a la puerta abierta. La acompañaban cuatro de sus hombres de seguridad, incluido el sargento Tyler, que llevaba una venda alrededor de la cabeza. En la mano derecha, la capitana sostenía un pañuelo con manchas rojas, y aún se podían ver restos de sangre en su oreja izquierda.

—Capitana, creo que va siendo hora de que nos entendamos —dijo Niles con negra rabia en la voz—. No somos, como usted dijo eufemísticamente, sus invitados. Estamos aquí en contra de nuestra voluntad porque quiere que le digamos qué sabemos sobre usted. Ya que ha declarado una guerra contra el mundo, debo recordarle que como prisioneros de guerra, tenemos derecho a intentar escapar cuando se presente la oportunidad.

Tyler hizo ademán de avanzar hacia Niles con el rostro desencajado de la rabia, pero Heirthall lo detuvo con solo un toque de su delicada mano.

—Me parece justo. Prisioneros de guerra entonces. Sargento Tyler, por favor, escolte a los prisioneros al salón panorámico de proa y enciérrelos allí.

Tyler se volvió hacia Heirthall.

—Capitana, esta gente supone un gran peligro para nuestra misión. La avisé de las consecuencias de traerlos a bordo. Debo insistir en que sean ejecutados o abandonen este buque. Son…

Heirthall se volvió hacia Tyler, le puso una mano en el pecho y lo empujó contra el mamparo. Todos quedaron conmocionados ante aquella reacción.

—¿Insiste? —dijo entre dientes con un tono amenazante mientras más sangre comenzaba a manar de su oído izquierdo—. ¡A bordo del Leviatán nadie insiste en nada! Se cumplen mis órdenes, no solo por mí sino por la misión que nos hemos encomendado. ¿Me comprende, sargento?

Lee señaló con la cabeza el reguero de sangre que salía del oído izquierdo de Alexandria y Niles decidió utilizarlo como razón para poner fin a aquella confrontación. Aunque Heirthall estuviera loca, conocía a Tyler y su frío y calculador modo de comportarse. El sargento sería un anfitrión mucho menos amable.

—Capitana, está sangrando abundantemente —dijo Niles.

Heirthall ignoró a Compton y mantuvo la mirada fija en Tyler hasta que el grandullón asintió. Entonces lo liberó y se volvió, algo dubitativa, hacia el grupo.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó el doctor Trevor al salir de la enfermería. Entonces, al ver el estado en que se encontraba la capitana, se abalanzó rápidamente sobre ella.

—Sargento, haga lo que le he ordenado —dijo Heirthall mientas permitía que el doctor la cogiera por el brazo—. Señor Compton, el coronel Farbeaux no puede seguir aquí. En cuanto el doctor acabe con él y nos acerquemos a la costa, lo liberaremos.

—¿Lo van a liberar o lo van a ahogar en el mar? —preguntó Niles.

Alexandria se limpió parte de la sangre que le cubría un lado de la cara y se volvió hacia Compton. Parecía que fuera a decir algo pero solo frunció el ceño y abandonó la sala de espera con la ayuda del médico.

El sargento Tyler miró al grupo, después se volvió hacia sus hombres y con sus fríos ojos grises les ordenó que sacaran a los prisioneros de la enfermería.

—Ese hombre no solo quiere hacernos daño, además es evidente que tiene un plan —dijo Alice.

Antes de salir de la sala de espera, el doctor Trevor se volvió y gritó:

—Su amigo se recuperará sin problemas. Le he extraído la bala y ahora descansa tranquilo —dijo con su suave acento inglés—. El daño ha sido mínimo, la bala no afectó al músculo y ni al hueso.

—Gracias, doctor —dijo Niles, que no pudo añadir nada más porque un hombre de seguridad lo empujó para que atravesara la escotilla.

Farbeaux alzó la vista hasta Sarah y una fina sonrisa iluminó su rostro. Tragó saliva e hizo un gesto de dolor. Una hora antes, Tyler había entrado en el salón panorámico, se había llevado a Sarah y sin dar explicación alguna, la había llevado a la enfermería. Le dijo que tenía una hora con Farbeaux para explicarle cuál era su situación. La avisó de que si el francés les daba más problemas, Sarah sería la que pagaría las consecuencias. Con una mirada heladora y una sonrisa amenazante, Tyler la dejó sola en la enfermería con el coronel.

—Eres un hombre extraño y difícil de comprender, Henri.

—Un enigma, envuelto en un acertijo —susurró y sonrió—. Uno con muchas y diferentes piezas, ¿eh?

—Sí, pero, escucha, si lo que quieres es suicidarte, hay formas mucho menos dolorosas de conseguirlo, así que déjalo ya.

—Qué palabras más poco amables para un hombre que está aprendiendo a ser… un héroe —dijo Farbeaux con la voz entrecortada y los ojos cerrados.

—Peor es que te den una patada en el culo… —repuso Sarah, pero vio que Farbeaux se había quedado dormido.

—Está muy cansado —dijo Trevor, comprobando la imagen del monitor junto a la cama—. Cuando lo examiné, mostró síntomas de agotamiento agudo. Dudo que haya dormido más de unas pocas horas en uno o dos meses.

—Lo ha pasado bastante mal últimamente —dijo Sarah, observando los relajados rasgos del francés.

—Bueno, ahora necesita descansar, señorita…

—Sarah, con eso vale —respondió dándole unas palmaditas a Farbeaux en la mano.

—Sarah… Sarah —murmuró el médico—. He oído ese nombre más de una vez en esta misma habitación.

La teniente alzó la vista de la cama con curiosidad.

—De hecho, el último hombre que ocupó esa misma cama también era un coronel, aunque estadounidense.

Sarah no dijo nada, se limitó a esperar educadamente.

—Él también llamaba a una tal Sarah una y otra vez. Además, decía otra cosa, ¿qué era? Ah, sí… «Enana». Llamaba a alguien con ese apodo en sus sueños. Era…

Sarah se había quedado pálida. Las palabras le llegaron como un puñetazo al estómago. Su voz quedó atrapada en algún lugar entre el esófago y los labios.

—El Mediterráneo —dijo en un susurro.

—¿Perdone, señorita?

—¿Estuvo el Leviatán en el Mediterráneo hace poco? —preguntó con la voz entrecortada.

—Pues sí, la capitana estudiaba un suceso reciente en el mar e intentamos salvar… bueno, el suceso era de naturaleza sísmica, creo. Entonces fue cuando recuperamos a mi último paciente, un coronel estadounidense.

Sarah se inclinó hacia delante, de repente le costaba respirar.

—¿Está, está aquí… vivo?

—Estaba vivito y coleando, sí, al menos cuando lo soltamos. No puedo decir más pero… —El médico de repente se dio cuenta de con quién estaba hablando—. Oh, Dios mío, ¿usted es esa Sarah?… ¿La Sarah de coronel Collins?

La teniente segunda no escuchó la pregunta. Perdió el equilibrio y casi se cae.

—Espere, espere, ¿se encuentra bien? —le preguntó el médico mientras la ayudaba a recuperarse.

—¿Dónde está? —quiso saber mientras el médico la conducía hacia una silla en una esquina.

—Pues, la capitana lo liberó. Supongo que estará con el resto de su gente.

Sarah cerró los ojos. No sabía qué hacer; miró a su alrededor como si estuviera atrapada en un callejón sin salida. Hizo ademán de incorporarse, pero se dejó caer pesadamente sobre la silla de nuevo. Quería reír, llorar, saltar. Quería hacer todas esas cosas hasta que vio cómo Farbeaux la observaba. Se había despertado y sus miradas se cruzaron. Sarah vio al francés por lo que realmente era ahora. El hombre que había recuperado su propósito en la vida, de igual forma que la existencia de Sarah acababa de dar un vuelco.

—Me alegro mucho por ti, Sarah McIntire. Mucho.

Pero no había una sonrisa en el rostro de Henri.

Sede del Grupo Evento
Base de las Fuerzas Aéreas en Nellis, Nevada.

Una proyección en tiempo de real de la isla de Saboo ocupaba la pantalla principal del despacho del director, mientras Pete, Jack, Everett y Robbins escuchaban sentados el informe de uno los técnicos informáticos sobre la situación actual de la isla.

—Hay varias estructuras en el atolón, coronel, pero después de examinarlas, hemos llegado a la conclusión de que fueron abandonadas al final de la Segunda Guerra Mundial. No hay vida animal en la zona, ni agua dulce. Es básicamente una roca de coral al final del archipiélago.

—Gracias —dijo Pete, y puso fin a la comunicación con el centro de computación. Miró el mapa y luego a Collins, que aguardaba paciente a que le cediera el turno de palabra. El director provisional le hizo una señal con la cabeza, después se puso de pie y caminó hacia el gran monitor, sin apartar los ojos del mapa.

—¿Crees que la teoría de Charlie Ellenshaw sobre que ahí pueda estar la base original de Heirthall es viable? —preguntó Pete sin volverse—. Es una apuesta arriesgada, coronel. Podríamos mandar a nuestro único equipo en la zona al lugar equivocado. Podrían perder la única ventaja que tienen, puede que ese submarino esté en cualquier parte menos en Saboo.

—Gracias al presidente, tenemos una copia del informe del Missouri y sabemos que el Leviatán ha sido alcanzado. Si tienen una base en Saboo, las probabilidades de que vayan allí para reparar los daños quizá no sean muchas, pero es lo único que tenemos de momento.

Everett empujó el asiento hacia atrás y se puso en pie. Rodeó la mesa y se acercó a la silla que ocupaba Gene Robbins. Se detuvo detrás del informático y apoyó las manos sobre sus hombros.

—¿En qué piensas, Robbins? —le preguntó.

Este sacudió los hombros hasta que Everett lo soltó. Se volvió y miró al capitán.

—Ya sabes cuál es mi opinión sobre la teoría del profesor Ellenshaw. A diferencia de la mayoría del personal de estas instalaciones, me niego a tomar en serio una teoría ideada por un hombre que cree en el monstruo de lago Ness y en el abominable hombre de las nieves.

Pete dio la espalda al mapa y miró a su joven protegido.

—¿Sabes, Gene? A Charlie Ellenshaw se le ocurrió más de una teoría durante el tiempo que pasó en la cámara del Leviatán. No sé si te has enterado. Bueno, me corrijo, fueron el coronel y el capitán Everett los que tuvieron la idea.

Robbins de nuevo se volvió hacia a Carl, que permanecía a sus espaldas. Entonces frunció el ceño y miró de nuevo a Pete.

—No sabía que hubiera otra teoría —dijo.

—Creen que Virginia, aunque es una física brillante, una experta en explosivos extraños y sustancias inflamables y la directora adjunta, es como la mayoría del personal de este complejo: no tiene ni idea de cómo manejarse con un ordenador salvo para fichar y quizá acceder a Europa para buscar información. Los protocolos de seguridad la superan con creces.

—Cualquiera pude aprender los protocolos de seguridad de Europa, sobre todo si se trata de alguien tan inteligente como la señora Pollock. Además, ¿no fuisteis tú, Pete, y el valorado profesor Ellenshaw, quienes presentaron a la directora adjunta como la posible saboteadora?

—Sí, desde luego. Pero creo que nos precipitamos en nuestras conclusiones. —Pete caminó hacia la mesa donde estaba sentado Robbins y colocó las manos sobre su lisa superficie. Collins hizo girar la silla mientras Everett seguía en su sitio, irritantemente cerca del genio de la computación—. Sin embargo, y a pesar de la gran inteligencia de Charlie Ellenshaw, me sorprendió que se le ocurriera buscar alguna relación entre Alexandria Heirthall y Virginia Pollock a través de Europa, sobre todo con todo lo que tenía pendiente por hacer.

Robbins tragó saliva, pero no dijo nada. Everett se aclaró la garganta y arrojó una bolsa de plástico sobre la mesa. El informático se estremeció. Se dio cuenta de que dentro había un guante.

—Encontré esto en la sala blanca, Robbins —dijo Jack mirándolo a los ojos—. Y ya que solo tú, el director y el señor Golding estáis autorizados a entrar en esa zona de alta seguridad sin escolta, tenemos que dar por hecho que ese guante, manchado con los restos de una sustancia llamada magnesio particulado y utilizada en la quema de materiales peligrosos, debe de ser tuyo.

Everett de nuevo se inclinó y susurró en el oído de Robbins:

—¿Y sabes qué? Los de Científica han encontrado una huella dentro del dedo índice del guante. No pertenecía al señor Golding, así que te voy a dar dos oportunidades para que adivines de quién es.

Los tres hombres tuvieron que admitir que Robbins pensaba con rapidez cuando este lanzó:

—Venga ya, estuve en la cámara del Leviatán después del ataque. Quizá el guante se manchara entonces. —Se volvió para mirar a Everett de frente—. Quiero que me habléis sin tapujos, ¿me estáis acusando de sabotaje, y por lo tanto de asesinato y secuestro?

—Desde luego —contestó Carl, inclinándose aún más sobre el técnico.

—Demostradlo —dijo, apartándose una vez más de Everett.

—Robbins, creo que no comprendes tu situación —dijo Jack mientras se ponía en pie y rodeaba la mesa—. Has dado por hecho que estamos en un tribunal de justicia, donde todo está regido por unas reglas.

Everett sonrió, hizo girar al informático en su silla y acercó su rostro hasta casi tocar el de Robbins.

—Aquí no hay nada de eso.

Robbins se apartó de la capitana. Resultaba evidente que le tenía miedo.

—Coronel Collins, capitán Everett. Sé que dije que cualquier cosa vale si con ello se descubre la verdad, pero no podéis amenazar subliminalmente a uno de mis técnicos —dijo Pete, para gran alivio de Gene Robbins—. Creo que deberíamos hablar claro. —Sonrió por primera vez desde el ataque a las instalaciones—. Se acabó lo subliminal.

—Tienes razón —repuso Everett mientras agarraba a Robbins por la bata de laboratorio, lo levantaba de la silla y lo zarandeaba varias veces—. Jack, ¿tienes ahí la carta de renuncia?

Collins deslizó una hoja de papel hasta Robbins, pero el informático no podía verla, lo único que veía era el odio en los ojos de Everett.

—Léela, Gene —dijo Pete, el rostro ahora convertido en una mueca de asco. Robbins se volvió y miró el papel sobre la mesa.

—Es tu renuncia, firmada por ti, y enviada a Pete justo antes de que desaparecieras del complejo. Estás en paradero desconocido —dijo Collins mientras se sentaba a su lado.

—Sospecho que el pobre cabrón se suicidaría cuando descubrimos que él era el traidor —añadió Everett, obligando a Robbins a mirarlo para que apreciara mejor sus dotes como actor dramático.

Collins y Peter se miraron complacidos por la actuación de Everett, que en aquellos momentos parecía capaz de aterrorizar a una piedra si se lo proponía.

—De hecho, Robbins, vas a desaparecer —dijo Jack.

Robbins por fin reunió fuerzas para apartar la vista del temido Everett y mirar a Jack.

—Vas a ir a Saboo, ¿y sabes qué más? Vas a asegurarte de que tus amigos aparecen por allí.

—¿Cómo…? ¿Y cómo voy a hacer eso? —preguntó mientras Everett por fin le soltaba la bata.

—Pues los vas a llamar, claro está —dijo Carl, con una sonrisa en los labios.

—Recibes órdenes de alguna manera. Pues tendrás que utilizar ese mismo sistema para contactar con tu jefe y decirle que vas a volver a casa.

—¿Cómo se llama ese lugar, Gene? —preguntó Everett, siempre sonriendo.

Robbins miró a Carl, luego a Jack y después a su antiguo jefe. Hundió la barbilla en el pecho y con un hilo de voz apenas audible dijo:

—Leviatán.

Una hora después, Jack, Everett, Jason Ryan, Will Mendenhall y Robbins iban camino de California para subirse luego a un avión Greyhound de la marina estadounidense que los llevaría al Pacífico, donde tenían una cita fijada de antemano por el presidente. Collins habló directamente con la Casa Blanca a través de un canal seguro. Robbins parecía desolado, pero había cumplido con su parte del trato: enviar un mensaje de emergencia al Leviatán. En él informaba a su superior de que acudiría a Saboo para que lo recogieran de inmediato, que su tapadera había sido descubierta y que había escapado de puro milagro. No se recibió contestación alguna, ni siquiera tenían la certeza de que el mensaje hubiera llegado a su destino.

—Vale, coronel, los llevaremos a Saboo en el USS Missouri, el submarino que ha alcanzado con dos torpedos a su amigo.

—Gracias, señor —dijo Jack desde la bodega del avión de carga C-130.

—Pero ¿por qué cree que le permitirán subir a bordo cuando descubran que les ha arruinado los planes?

—Confiamos en la arrogancia de Heirthall. Al fin y al cabo ¿qué van a hacer cuatro hombres contra su magnífico submarino?

—Esa es una suposición muy arriesgada, coronel.

—Sé perfectamente lo que está en juego, señor presidente.

—Bien, coronel, ya tiene su submarino y he alertado al comandante de la fuerza de submarinos de la flota del Pacífico. Él se ha encargado de ordenar a los tres submarinos clase Los Ángeles que se preparen para zarpar. Se encontrarán con el Missouri en las coordenadas previstas así que buena suerte. Debe comprender, coronel, que los capitanes también tienen sus órdenes, y no tengo que decirle, precisamente a usted, qué órdenes son esas.

—Si el Leviatán hace algún movimiento agresivo, deberán usar todos los medios a su alcance para destruirlo.

—¿Tiene la carta para el capitán Jefferson? —preguntó el presidente.

—Sí, señor.

—Los capitanes de los otros submarinos también han recibido copias de esa misma carta. Buena suerte, coronel y traiga a nuestra gente de vuelta a casa, si es posible. Informaré al almirante Fuqua de que la Operación Nemo está en marcha.

La pantalla se quedó en blanco.

Jack se sentía como si estuviera observando una partida de póquer, a la espera de poder sentarse en la gran mesa. Solo había un problema, sabía de antemano que el otro jugador tenía todas las cartas.

Jugaría de farol.

Leviatán

Niles, Virginia, Lee, Alice y una Sarah especialmente callada permanecían sentados en el comedor del buque. Ocupaban una mesa alejada de las setenta existentes. Más de un centenar de tripulantes del Leviatán estaban cenando mientras charlaban en voz baja. De vez en cuando, alguno se volvía a mirarlos, y esta vez no con expresiones amistosas de bienvenida. Niles apartó el plato de sopa que le había puesto el camarero y contempló a los demás.

—Yo opino que si Jack está bien, él, junto con Carl y Pete, descubrirán la forma de encontrarnos. Me apuesto lo que queráis.

El grupo guardó silencio mientras esperaban a que Niles terminara lo que sabían iba a decir.

—Y no quiero que nadie de esta mesa se haga falsas ilusiones sobre nuestra situación. Es muy poco probable que logremos escapar. —Compton miró a McIntire, que metía y sacaba la cuchara de la sopa—. Sarah, voy a decir algo que probablemente no te guste. No le debemos nada al coronel Farbeaux, ni por salvarte la vida en el complejo, ni por lo que hizo hoy. Es un hombre peligroso y tenemos que considerar la idea de… eliminarlo.

—Además —añadió Virginia—, lo que nos has contado sobre su reacción al enterarse de que Jack estaba vivo no ha hecho sino confirmar tus sospechas sobre su inestabilidad mental.

Sarah se volvió hacia Niles sin decir nada. Su mirada indicaba que estaba perdida y que no sabía cómo responder a lo que habían dicho Virginia y él.

Garrison Lee rompió el incómodo silencio.

—¿Y qué hacemos entonces, Virginia? ¿Vamos a dejar que la capitana lo abandone a su suerte en el mar o que su sargento Tyler le meta una bala en la cabeza?

La mesa recayó en el silencio ante las preguntas de Lee.

—Evidentemente, no. Decidimos hace mucho tiempo que funcionamos de acuerdo solo a nuestras reglas, y a las de nadie más, sin importar el coste o la reacción del enemigo —dijo Lee, mirándolos a todos uno por uno.

—Lo siento, pero Farbeaux podría convertirse en un gran riesgo cuando nos toque actuar —dijo Virginia mientras se frotaba las sienes.

La contadora de navío Felicia Alvera se acercó a su mesa. En su camino se dio cuenta de que algunos miembros de la tripulación se la quedaban mirando, así que ella los pagó con la misma moneda hasta que volvieron su atención a la cena.

—¿Le podemos ayudar en algo, suboficial? —le preguntó Alice, consciente de que por primera vez la joven no sonreía.

—Su postura de enfrentamiento con la capitana. Me gustaría saber —y se giró hacia una mesa en mitad de la sala donde cenaban una veintena de guardiamarinas—, como a muchos otros de los aquí presentes, ¿por qué no se dan cuenta de que no puede actuar de otra manera?

—Joven, no importa la amabilidad que la capitana Heirthall les haya mostrado a ustedes, esa mujer está matando personas indiscriminadamente —contestó Niles, perfectamente consciente de que ante él tenía ahora a una joven muy diferente de la que habían conocido en la cubierta del hangar.

—Contadora, puede regresar a su mesa, o a los camarotes —dijo el sargento Tyler, que se había acercado sin que nadie se percatara.

Alvera se volvió hacia Tyler y lo miró con los ojos entornados. Después, giró repentinamente a la izquierda y se marchó de la sala sin acabar su cena. Niles y los demás vieron que los otros guardiamarinas, tras mirarlos durante unos segundos, imitaron a la joven y abandonaron el comedor.

El sargento se disponía a marcharse cuando de repente se detuvo y dio media vuelta. Contempló a los miembros del Grupo Evento, que se dieron cuenta de que aún tenía una mancha de sangre en la venda que le cubría parte de la cabeza.

—Desde este momento tienen prohibido hablar con la tripulación, sobre todo con los guardiamarinas. Si desobedecen esta orden los amordazaré y los encerraré en el calabozo. Vamos a dejar el problema que ustedes representan en suspenso. Pero tranquilos, porque quizá pronto tengan compañía. Vamos a dar un rodeo.

—¿Y qué pasa con las razones por las que nos trajo a este buque, sargento? —preguntó Niles.

—Lo que ustedes o su Grupo sepan ya no nos preocupa. De momento considérense… —Hizo una pausa y sonrió—. Lastre.

Tyler se volvió y siguió a los guardiamarinas, haciendo caso omiso de las miradas que los tripulantes adultos le dedicaban.

—Qué gilipollas —dijo Sarah.

—Me has quitado las palabras de la boca —dijo Alice.

—La suboficial Alvera y los otros guardiamarinas… ¿habéis notado qué piel más pálida tienen? Es casi transparente —dijo Virginia.

—Ahora que lo dices, sí que son pálidos… incluso para vivir en un submarino —repuso Niles.

—Aquí está pasando algo interesante. ¿Os habéis fijado que la tripulación más experimentada los miraba con resentimiento?

Ninguno de ellos pudo ofrecer una respuesta o dar una opinión. Mientras tanto el Leviatán iniciaba su primera propulsión termodinámica en doce horas. Todos guardaron silencio y más de uno clavó la mirada en la mesa, consciente de que el gran submarino una vez más estaba operativo y dispuesto a continuar con su misión de pesadilla.