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Estaba soñando de nuevo. Como en otros sueños, intentaba desesperadamente respirar, pero el esfuerzo era demasiado grande para una recompensa tan ordinaria como el aire. Dejó que las cálidas aguas del mar reclamaran su cuerpo mientras su mente se negaba a rendirse. El pasado se revolvía a su alrededor como el agua, girando en todas las direcciones.
Vio en el sueño cómo lo cercaba la oscuridad, y cómo lo rodeaba también un sentimiento de pérdida, de ausencia de algo o alguien que no podía ver en aquellos últimos momentos de consciencia. La sonrisa de una mujer apareció de forma momentánea en los límites de su memoria y luego se desvaneció. Sintió la terrible presión del mar que comenzaba a adueñarse de su cuerpo. Ya no podía soportarlo más; abrió la boca e intentó aspirar el aire que tan desesperadamente necesitaba. Las cálidas aguas del mar en erupción entraron en su boca reseca y entonces el dolor que había sentido comenzó a mitigarse.
La luz del sol perdió intensidad y su cuerpo se relajó. Se estaba ahogando y lo que antes le parecía una idea repugnante, ahora se había convertido en un consuelo. Sabía que había logrado lo que se había propuesto y por eso no le importaba morir. Su mente estaba en paz, salvo por esa cosa que su memoria no podía identificar.
El sueño dio un giro en este punto, como siempre hacía. Unas manos lo agarraron y comenzaron a arrastrarlo al fondo. Siempre quería gritar que se estaba muriendo, que lo dejaran tranquilo. A pesar de sus súplicas, las manos seguían empujándolo hacia las profundidades, hasta que una brillante luz se filtraba a través de sus párpados cerrados. Entonces el dolor comenzaba de nuevo, como siempre, pero ahora, por primera vez, se añadía un nuevo elemento a este desagradable sueño… unas voces en la oscuridad.
—Parece que nuestro invitado vuelve en sí.
—Capitana, me ha asustado. Creía que estaba usted durmiendo en su camarote.
—Y yo que tenía libertad de movimientos dentro de mi propio buque, doctor.
—Sí, señora, solo estaba…
—Este hombre no es como los que está acostumbrado a tratar, doctor. Es dueño de un talento extraordinario. No quiero que sepa dónde está ni quién lo sacó del agua. ¿Puede mantenerlo dormido?
—Puedo dejarlo en coma, si hace falta. Si me permite la pregunta, ¿por qué lo salvó, si es tan peligroso para usted… para nosotros?
—Tengo planes para él. Este hombre me puede enseñar muchas cosas y merece la pena arriesgarse. Además, de esta forma evitamos perder nuestro contacto dentro de su agencia.
—Capitana, ¿a qué se debe el repentino cambio de idea sobre la colocación del implante en este hombre?
—Tengo entendido que su trabajo a bordo de este buque es el de médico, el mío es el de capitana. Eso es todo lo que necesita saber.
El sueño se disipaba y la mente del hombre parecía desvanecerse con él. Las voces en la oscuridad resonaban con un eco rítmico mientras se hundía en el abismo de su mente. Sin embargo, el hombre consiguió abrir los ojos solo por un momento luminoso y fugaz. Había una figura de pie en la oscuridad. Después escuchó una voz que dijo en tono rutinario:
—Capitana, hemos llegado a las coordenadas especificadas.
Entonces la figura se giró y desapareció.
Transcurrió un momento y entre una nebulosa distinguió otra forma mucho más pequeña acercarse desde el fondo de la habitación. Luego una voz dulce…
—¿Por qué ha permitido que la capitana cancele la operación de este hombre, doctor?
—Ya la ha oído, es la capitana y… ¿qué hace con eso? ¡La capitana ha dicho que nada de implantes!
El hombre intentó desesperadamente abrir los ojos. Vio que la pequeña figura sostenía un tarro, ¿o era un vaso? La figura ofreció el objeto a un hombre que estaba sentado. Antes de cerrar los ojos de nuevo, vio lo que había en el tarro… una masa gelatinosa con tentáculos, clara, de un tono azulado y del tamaño de una aspirina que flotaba en el centro de una solución transparente. El hombre intentó retener esa imagen, pero entonces el mundo se oscureció y el sueño comenzó a apoderarse de él de nuevo.
Antes de perder el conocimiento por completo, el hombre vio que alguien lo miraba desde arriba durante largo rato, como si lo examinara, como si buscara la verdad de algo que no podía comprender. La figura pequeña era solo una sombra, pero juraría que sus ojos eran de un brillante azul rodeado de un aro verde, e igual de profundos que el frío océano.
—Tenemos que vigilar de cerca a nuestra capitana, doctor.
A ciento veinte kilómetros de la costa de Venezuela
El viejo superpetrolero Goliath avanzaba lentamente a lo largo de la costa de Venezuela, sus tanques vacíos le permitían navegar con la línea de flotación inusualmente alta. El nuevo depósito de crudo recién construido en Caracas lo aguardaba para verter en su bodega su carga inaugural de petróleo refinado. Las numerosas irregularidades en las obras y el actual desasosiego del sindicato de trabajadores del sector eran los causantes de que sobre la ceremonia de inauguración se cerniera una atmósfera de desafío y rabia.
El buque de bandera panameña que avanzaba hacia el puerto tampoco era nuevo en este tipo de controversias. El viejo y decrépito superpetrolero era un continuo dolor de cabeza para la mayoría de los países y empresas productoras, ya que su diseño de doble casco, cada vez más deteriorado, derramaba parte de su carga al mar. En la actualidad, solo la rebelde Venezuela mantenía al buque en activo, ya que los demás países exportadores lo habrían relegado al desguace.
A una milla de su popa estaba su constante escolta de Greenpeace, el Atlantic Avenger, salido de Perth, Australia. Cogía muestras de agua al paso del Goliath y acosaba al gran buque siempre que se le presentaba la ocasión. El submarino chino con motor diésel Bandera Roja seguía a ambos buques a un kilómetro de distancia, y a gran profundidad. El gobierno comunista chino estaba dando unos pasos importantes, y algunos dirían que ilegales, para asegurarse de que el Goliath entregaba su carga durante las siguientes semanas, ya que la gran potencia oriental necesitaba el crudo desesperadamente para alimentar su creciente poder industrial.
En el puente del Goliath el capitán Lars Petersen examinaba las aguas al sur. La estela del periscopio del submarino estaba creando intencionadamente un ancho y arrogante camino a través del Atlántico. Era la forma que tenían los chinos de hacer notar su presencia a los activistas que seguían al petrolero. Petersen sonrió y caminó hacia el alerón del puente, dirigiendo sus binoculares al sur y al oeste.
El Atlantic Avenger se disponía a hacer su carrera de cada hora hasta la popa del gigantesco buque. Pasarían cerca del superpetrolero, filmando el derrame de crudo y alzando sus pancartas en protesta contra la contaminación del mar.
—Tenemos contacto en superficie virando uno-tres-ocho grados. Puede que se trate del barco escolta venezolano.
El capitán Petersen echó un último vistazo al barco de treinta metros de Greenpeace y luego se volvió a su primer oficial.
—Nuestros amigos han comenzado otra nueva maniobra de acoso. Vigílelos y asegúrese de que mantienen la distancia de seguridad apropiada.
—Sí, capitán.
Petersen entró en el gigantesco puente del Goliath de nuevo y oteó el horizonte. Por fin encontró el buque en cuestión, y pudo ver por su silueta que era un antiguo conocido, el General Santiago, una pequeña fragata que en otro tiempo perteneció a la Armada francesa y que Venezuela había comprado cinco años atrás.
—Tengo contacto visual. Den la bienvenida al General Santiago y soliciten que se sitúe en el través de estribor. Infórmelos de que tenemos un contacto amigo sumergido a un kilómetro de popa.
—Sí, señor.
Petersen estaba a punto de salir al alerón del puente para ver acercarse al barco de Greenpeace cuando de forma repentina estalló el penetrante sonido de una alarma.
—Tenemos contacto. Un objeto sumergido en cero-uno-nueve, a doscientos metros. Es muy sigiloso, no lo habríamos detectado si no fuera porque… ¡Oh Dios, están abriendo los tubos lanzatorpedos!
—¿Qué? —Petersen se vio sorprendido por aquel repentino y extraño anuncio.
—Tenemos ruido de alta velocidad, ¡posibles torpedos en el agua!
El capitán se quedó paralizado por el terror. Su primer oficial gritó que tenía una visual del contacto, pero Petersen estaba pegado a la cubierta.
—¿Torpedos? —Eso fue todo lo que pudo decir.
Submarino Bandera Roja
República Popular China
—¿Cómo que torpedos? —preguntó el capitán Xian Jiang en voz alta mientras cogía unos auriculares del puesto del sonar, listo para escuchar.
El agudo sonido no se parecía al girar de los propulsores de los torpedos de alta velocidad que conocía. El técnico del sonar estaba diciendo algo sobre unos nuevos proyectiles con motores a reacción muy silenciosos en los que trabajaban los americanos y tuvo que golpearlo con el puño en el hombro para que se callara. Había identificado el murmullo de las armas acercándose cuando de repente captó otro sonido.
—¡Han disparado más torpedos! —exclamó el técnico—. Están buscando su objetivo y se dirigen hacia nuestra posición.
—¿Distancia? —gritó Xian.
—¡Trescientos metros y acercándose!
—Imposible. Nada puede moverse tan rápido sin ser detectado.
—Señor, aun así, nos están atacando. Las armas se activaron en cuanto entraron en el agua, ¡torpedos detectados!
—¡Velocidad de flanco! ¡Todo a babor! Oficial de armamento, establezca la dirección de la línea de ataque y dispare. ¡Lancen contramedidas, a discreción!
El submarino chino de ataque clase Akula se estremeció y se inclinó violentamente al mover su gran mole hacia la izquierda de los torpedos atacantes. Por toda su popa comenzaron a liberarse cilindros que producían una explosión de sonido envuelto en burbujas y que imitaban a la perfección el ruido de su propio generador eléctrico y la cavitación de su propulsor de bronce. Mientras el gran buque viraba, los dos extraños misiles con forma de torpedo viraron con él. El propulsor del Bandera Roja por fin reaccionó y comenzó a ganar profundidad y a girar a la izquierda, pero no pudo escapar de los proyectiles que doblaban su velocidad y que habían ignorado por completo las contramedidas.
El capitán se quedó helado mientras los hombres comenzaron a gritar órdenes. Sabía que le quedaban tres segundos de vida.
Los torpedos alcanzaron casi simultáneamente la popa y el centro del submarino. La inmensa ola de presión partió el casco como si fuera una cáscara de huevo y aplastó a todos los que estaban dentro en un microsegundo.
Petersen por fin vio los dos torpedos que se acercaban a toda velocidad y que de repente habían salido a la superficie. Totalmente aterrorizado, contempló casi a cámara lenta cómo el barco de Greenpeace, el Atlantic Avenger, dirigía sin saberlo su afilada proa hacia la trayectoria de uno de los proyectiles. En cuestión de segundos el torpedo lo alcanzó, e hizo saltar por los aires su bonita proa con una violenta explosión que estremeció al superpetrolero.
El capitán albergaba la débil esperanza de que el torpedo que quedaba no bastara para hundir su gran buque. Mientras se aferraba a esa posibilidad, una repentina explosión en el sur lanzó agua al cielo en una nube de espuma blanca. Alzó la vista y descubrió dos misiles que describían un arco en el cielo azul. Pero mientras que uno de los proyectiles continuaba ganando altura, el otro dio media vuelta y puso rumbo al norte. El Goliath recibió el impacto en la popa. La explosión destrozó la quilla y envió a los hombres volando sobre su alargada cubierta.
—¡Nos han dado! —gritó alguien desde el puente.
Frustrado, Petersen quería gritarle al oficial que le contara algo que no supiera, pero en ese momento se fijó en que el segundo misil había virado hacia la fragata venezolana. Justo cuando vio que el buque comenzaba a girar lentamente hacia el oeste, el torpedo errante golpeó violentamente al Goliath en un costado, enviando al cielo una gigantesca nube en forma de seta de acero y petróleo vaporizado. El capitán intentó levantarse, pero el buque se volvió a estremecer, esta vez por la explosión a tres kilómetros de distancia del segundo misil, que había encontrado su blanco en la cubierta de popa de la fragata General Santiago.
¿Quién está haciendo esto? Su mente no dejaba de darle vueltas a esa pregunta mientras intentaba agarrarse al marco de las ventanas del puente. ¿Serán los americanos, los rusos? Esas eran las dos únicas naciones capaces de construir buques tan sigilosos y letales. Por fin, el capitán consiguió incorporarse y contempló el extenso horror que era la cubierta de proa. Había varios incendios y el gigantesco buque comenzaba a escorarse hacia estribor.
—¡Señor Jansen, hay que contrarrestar la escora! ¡Maldita sea! ¡Inunde los compartimentos de la amura de babor!
—¡Más misiles en el aire, señor! —gritó alguien.
Petersen alzó la vista y contempló estupefacto cómo seis estelas de fuego salían del mar. Cuatro se dirigían al oeste, ganando altitud, y dos iban directas hacia ellos. Tuvo tiempo de lanzar un rápido vistazo al Atlantic Avenger justo cuando empezaba a hundirse por la proa, y su tripulación y activistas resbalan o saltaban desde la cubierta. Tenía los ojos cerrados y rezaba una silenciosa oración por ellos cuando los dos misiles encontraron su blanco y se hundieron en la estructura del petrolero.
Las detonaciones hicieron temblar el océano en cincuenta y cinco kilómetros a la redonda mientras lo que quedaba del viejo carguero se evaporaba en su violenta y rápida muerte. La bola de fuego en expansión que incineró todo lo que quedaba en la superficie se tragó también a la tripulación superviviente, junto con los restos del Atlantic Avenger. Aquellos que luchaban por sobrevivir bajo la superficie murieron destrozados por la oleada de presión que los golpeó a más de trescientos metros por segundo, repartiendo sus cuerpos por el mar en billones de porciones microscópicas y en la nube en forma de seta que se expandió como el sol del amanecer sobre el océano verde.
Caracas, Venezuela
Las nuevas instalaciones petrolíferas eran propiedad y estaban dirigidas por la compañía Citgo Oil, un monstruo que había desplazado a setenta y cinco mil personas que vivían en los barrios más pobres de Caracas. A sus puertas, seiscientos de estos ciudadanos se manifestaban junto a quinientos trabajadores del sector. Protestaban tanto por el trato que les había dispensado recientemente el gobierno venezolano como por la nacionalización de la industria petrolera, que había acabado de facto con los sindicatos.
Las medidas de seguridad no se habían diseñado solo para contener a los manifestantes. Se rumoreaba que el gobierno estadounidense había informado de la existencia de algún tipo de amenaza contra la apertura de la instalación petrolífera más polémica del mundo.
A tres kilómetros de las puertas principales, pero en el interior del complejo, funcionarios chinos, cubanos y venezolanos trabajaban en la ceremonia de inauguración. La compañía era una aventura empresarial conjunta entre tres naciones en un esfuerzo por crear un bloque que actuara como contrapeso ante Estados Unidos y sus aliados, sobre todo Arabia Saudí, en lo que ellos consideraban una manipulación injusta de las reservas mundiales de crudo.
El presidente de Citgo Petroleum y el ministro del interior venezolano se estrecharon la mano y sonrieron. El último estaba allí en representación del presidente vitalicio Hugo Chávez, enemigo jurado de las mismas democracias que lo habían ayudado con acuerdos nacionales sobre el petróleo durante la década anterior. Incluso después del tratado firmado por el presidente de Estados Unidos, Chávez seguía sosteniendo con firmeza que nada ni nadie se interpondría en su objetivo de labrar un acuerdo político y económico con China para sus productos petroleros. Incluso había anunciado sus planes de expansión en el golfo de México, una zona que se estaba convirtiendo rápidamente en la gran causa de los ecologistas.
El ministro del interior estaba a punto de coger el micrófono para criticar las acciones antipatrióticas de los manifestantes a las puertas del complejo cuando las sirenas que anunciaban un inminente ataque aéreo comenzaron a atronar por toda la instalación. El ministro venezolano miró a su alrededor, confundido, con la sonrisa todavía dibujada en sus oscuros rasgos, hasta que tres hombres de seguridad saltaron al escenario, lo cogieron de los brazos y lo sacaron de allí. El representante chino se quedó inmóvil, contemplándolo todo sin entender nada, al igual que su colega cubano. Entonces otro grupo de policías militares aparecieron en escena y se llevaron sin contemplaciones a los dos políticos.
—¿Qué significa todo esto? —gritó el ministro cubano mientras lo sacaban casi a rastras del escenario.
—Hemos recibido aviso de un ataque de misiles crucero. Por favor, acompáñenos, tenemos que…
Hasta ahí pudo explicar el policía militar porque el agudo sonido de cuatro misiles dejó a todos, dentro y fuera del complejo, paralizados.
—¡Allí! —gritó el ministro chino mientras apuntaba hacia el cielo.
Al darse la vuelta, vieron las distintivas estelas de cuatro misiles que avanzaban desde el mar hacia tierra. El primero comenzó a perder altura y detonó justo sobre las instalaciones petrolíferas. La explosión nuclear se produjo a treinta metros de altura y pulverizó tanto los muelles como el oleoducto que llevaba el crudo desde la planta a las instalaciones junto al mar, donde se cargaba en barcos. Los siguientes tres misiles recorrieron dos, tres y cuatro kilómetros tierra adentro para detonar sobre el propio complejo de tres kilómetros de diámetro. Las explosiones simultáneas fueron de cinco coma cinco megatones cada una, una carga bastante discreta desde el punto de vista militar, pero con la potencia suficiente para fundir el acero y freír la carne humana mientras el nuevo y controvertido complejo, junto con todos los allí presentes, desaparecían de la faz de la tierra en un abrir y cerrar de ojos. Las armas no diferenciaron entre manifestantes y políticos, ya que todos quedaron carbonizados en un microsegundo de calor y viento.
A treinta kilómetros de la costa, el gran monstruo subió a la superficie para exponer su torreta y el enorme timón de inmersión de popa. La torreta tenía tal altura que de haberla visto alguien, creería que una montaña se hubiera alzado de repente del rugiente mar. El sistema electrónico de la gran bestia analizó desde las profundidades las condiciones de viento y temperatura, así como las coordenadas del lejano blanco, sin que uno solo de los tripulantes tuviera que emerger a la superficie. El reluciente casco negro brillaba bajo el sol de la mañana y el cielo azul, que rápidamente se estaba nublando y amenazaba lluvia. La cercana oscuridad del cielo hacía juego con la lúgubre expresión de la capitana del gigantesco buque mientras las imágenes de la zona de impacto aparecían en los monitores de la sala de control y de la torreta, orientada hacia la zona devastada.
La capitana se puso de pie, subió por la escalera de caracol que conducía hacia la torreta, del tamaño de un rascacielos, y abrió la escotilla que daba a su salón panorámico privado. Una vez allí, examinó las aguas a través de la ventana de nueve centímetros de grosor y siete metros de diámetro que se encontraba justo sobre las olas que golpeaban inofensivas el casco del buque a prueba de sonar.
Mientras estudiaba el mar ahora en calma, apareció un cuerpo flotando, mecido como una boya en el suave oleaje. La capitana cerró los ojos cuando el cadáver golpeó el casco para después proseguir su avance, girando y hundiéndose en el mar. El cadáver era el de una mujer vestida con ropa de civil, lo que indicaba que probablemente fuera una de las voluntarias de Greenpeace a bordo del Atlantic Avenger, al que habían hundido por accidente. La capitana apartó la vista y escuchó cómo abajo se daba la orden de inmersión. Cuando volvió a mirar, afortunadamente, el cuerpo ya no estaba.
—Capitana, tenemos un contacto sumergido a dieciocho mil metros y acercándose, posible submarino. El ordenador dice que hay un noventa y tres por ciento de posibilidades de que sea un buque clase Los Ángeles. Dentro de poco tendremos un análisis de su firma acústica.
La capitana siguió con la mirada perdida en las tranquilas aguas donde tres barcos y un submarino habían desaparecido. De repente tres nubes en forma de seta se elevaron lentamente en el oeste, indicando que el ataque había concluido. La capitana cerró los ojos de un azul profundo.
La guerra que aquellos desgraciados se habían buscado había comenzado de la forma violenta que lo hacen todas las guerras, y el ganador en este nuevo frente de batalla no sería ninguna de las naciones que en la actualidad ostentaban el máximo poder. El vencedor sería la propia vida.
—Inmersión a seiscientos metros. Conforme nos vayamos alejando de la plataforma continental, vaya subiendo la velocidad a setenta y cinco nudos. Nos dirigimos a nuestro próximo objetivo. No es el momento ni el lugar de enfrentarse a la Armada de Estados Unidos. Pronto tendrán otras preocupaciones.
—Sí, capitana.
Y con eso, el gigantesco buque se sumergió bajo las olas y silenciosamente abandonó la zona de batalla específicamente elegida dos años antes, justo cuando se anunció la fatídica fecha en la que el nuevo complejo petrolífero entraría en funcionamiento.
La capitana se apartó de la gruesa ventana de metacrilato, pulsó un botón de la silla que servía para cerrar las cubiertas de titanio y regresó a la sala de control.
—Por favor, envíen al médico a mi camarote.
—Sí, capitana —dijo el primer oficial. Con un chasquido de dedos, llamó la atención del oficial de seguridad del puente y señaló la popa del buque, indicándole que fuera en busca del médico.
En la sala de control totalmente holográfica del gran buque, la tripulación miró a su capitana con admiración y entrega.
La máquina más asombrosa de la historia alcanzó velocidad de crucero y comenzó a virar lentamente hacia el sur.
Arriba, en la superficie, solo restos chamuscados señalaban el lugar donde había estado el submarino tan solo unos momentos antes. La capitana de este extraño ingenio sabía que pronto el mar se curaría solo, que la vida en él volvería a la normalidad y que los seres humanos jamás la pondrían en peligro de nuevo.
USS Columbia (SSN 771)
A ciento diez kilómetros al este de las aguas territoriales
venezolanas
El submarino nuclear estadounidense USS Columbia permanecía cerca de la superficie mientras recababa datos del aire y el agua que lo rodeaban. Después volvió a sumergirse para evaluar la información registrada.
El submarino de la clase Los Ángeles había estado de maniobras con uno de los buques submarinos más nuevos de la clase Ohio, el USS Maine (SSBN 741). Habían realizado un ejercicio evasivo a gran profundidad, algo nuevo ideado por COMSUBLANT, la Fuerza Submarina de los Estados Unidos de América.
El Columbia, con base habitual en Hawaii, había sido recientemente renovado en Newport News, Virginia, en las instalaciones de General Dynamics. Desde allí, recibió órdenes de realizar los ejercicios con el Maine en su viaje de vuelta, que lo llevaría a rodear el cabo de Hornos en Sudamérica. El ejercicio de repente tuvo que ser interrumpido cuando a cuarenta y tres kilómetros al sur, el mar pareció explotar. Mientras que el Maine se sumergió y evacuó la zona por razones de seguridad, el Columbia navegó hacia el sur a velocidad de flanco para investigar aquellos sonidos de guerra procedentes de algún lugar en la costa de Venezuela.
El capitán John Lofgren contempló las lecturas de los detectores infrarrojos y frunció el ceño. Se volvió hacia su primer oficial, el capitán de corbeta Richard Green y negó con la cabeza.
—No sé qué ha pasado ahí, pero ha tenido que ser un infierno. La temperatura del agua es veinte grados superior a la normal. Es más, ¿qué son esos extraños ruidos anteriores a la hecatombe? Los torpedos que conozco no suenan así.
—Tenemos confirmación, capitán —dijo el contramaestre—. Captamos lecturas de altos niveles de radiación, aunque no son mortales en la superficie. Los ordenadores dicen que ha sido una detonación nuclear, probablemente de baja potencia.
—También detectamos altos niveles de contaminantes en el aire procedente del oeste —dijo un segundo técnico desde su puesto.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Lofgren mientras se volvía hacia la sala de control—. Dick, tenemos que informar a COMSUBLANT. Profundidad de periscopio.
Dos horas más tarde
El capitán Lofgren se sujetaba los auriculares en los oídos mientras escuchaba en la sala de sonar BQQ-5E.
—Sigo sin oír nada —dijo al equipo de sonar.
—Está ahí, capitán, a ocho mil metros de la zona del blanco. Justo cuando nos acercábamos, pasó por debajo de nosotros —dijo el contramaestre John Cleary mientras ajustaba el volumen en los auriculares del capitán.
—Dígame otra vez qué es lo que se supone que estoy escuchado.
El joven suboficial parecía no encontrar las palabras mientras miraba ora a su capitán, ora al primer oficial, que permanecía de pie, junto a la cortina del puesto de sonar.
—Es como… como… una especie de onda de presión, y se mueve muy rápido. Lo único que puede producir algo así es un gran objeto moviéndose en el mar. Escuchamos lo mismo con las ballenas, solo que a una escala mayor.
—Pues yo no lo oigo.
—¿A qué velocidad dice que se movía? —preguntó el primer oficial.
Esta vez el técnico miró de reojo a su compañero, que tampoco había detectado el extraño ruido. Tragó saliva y alzó de nuevo la mirada hasta los dos oficiales.
—A unos setenta y seis nudos. Medí la velocidad de la onda de presión contra nuestra posición estática.
Lofgren se quitó los auriculares y estudió al operador, pero Cleary no apartó los ojos del incrédulo capitán.
—Capitán, iba a casi ochenta nudos después de detectarlo, y cuando pasó justo por debajo de nosotros sentí que… —Se detuvo porque sabía que la explicación iba a sonar demasiado fantástica para que lo creyeran.
—¿Qué sintió?
—El ordenador y la trayectoria del buque me avalan en esto, capitán.
Lofgren no dijo nada mientras esperaba la explicación.
—Una vez en la zona afectada, el Columbia se elevó dos metros cuando el agua bajo nuestra quilla se desplazó por el paso de ese misterioso objeto. —El operador del sonar sacó un gráfico y se lo mostró a los dos oficiales—. Un minuto estábamos a noventa y dos metros de profundidad y al minuto siguiente estábamos a noventa, una diferencia de dos metros. Algo monstruoso pasó bajo nuestro casco en ese preciso momento. ¿Qué clase de máquina podría desplazar a un submarino de la clase Los Ángeles de esa manera?
El primer oficial alzó las cejas y miró a Lofgren.
—Supongo que tendría que haber sido muy grande para mover tanta agua. ¿Está seguro de que el objeto se movía a mucha profundidad?
De nuevo, el joven dudó antes de contestar.
—Capitán, estaba a tanta profundidad que… —Vio impaciencia en los rostros de ambos oficiales—. A unos cuatrocientos cincuenta metros en el primer contacto.
—Cuatrocientos cincuenta metros de profundidad ¿y de repente sale disparado como un guepardo a setenta y cinco nudos? No puede ser, Cleary. Ni siquiera los rusos tienen algo que se le parezca remotamente —dijo el primer oficial.
—Escriba un informe, Cleary, y entréguemelo. Cebaremos el anzuelo y lo enviaremos a los de arriba, quizá alguien en COMSUBLANT pique.
Mientras el capitán Lofgren regresaba a la sala de mando, miró de reojo a su primer oficial.
—Antes de que diga nada, Dick, sabemos que el ataque de la superficie se produjo y sabemos que el Columbia no lo perpetró. Por lo tanto, alguien más tuvo que hacerlo. Además, ese alguien lo realizó a tal distancia que no solo lo oímos nosotros, sino ese submarino chino del que también dieron buena cuenta. Apuesto mis galones a que el atacante y el extraño contacto de Cleary son el mismo.
El capitán se volvió y se encontró con los ojos de la tripulación fijos en él. No saber a qué se enfrentaban los inquietaba, era evidente.
Todos los hombres a bordo sabían que había algo en el agua más rápido y más potente que ellos, y nada preocupa más a un marine estadounidense que un enemigo invisible y desconocido.