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Sede del Grupo Evento
Base de las Fuerzas Aéreas de Nellis, Nevada.
El director Niles Compton estaba sentado con los dieciséis jefes de departamento del Grupo Evento, escuchando en silencio cómo el equipo de seguridad nacional de la Casa Blanca informaba al presidente de Estados Unidos. Los asistentes a aquella reunión no sabían que el Grupo Evento también había sido invitado.
—Con las bajas en el mar de Japón de hace cinco semanas, nuestra situación se ha debilitado, por lo que debemos desplegar todavía más nuestras ya mermadas fuerzas —dijo el presidente del Estado Mayor Conjunto, el general Kenneth Caulfield, mientras se dirigía, puesto en pie, a los asistentes a la reunión.
—Ken, ya volveremos sobre eso. Lo que quiero saber es qué sucedió en Venezuela.
Caulfield asintió hacia el almirante Fuqua, jefe de operaciones navales, que abrió una carpeta, y se aclaró la garganta como si no estuviera muy cómodo con lo que iba a decir.
—Las detonaciones en el mar contra el superpetrolero, el buque de Greenpeace, y el submarino chino fueron de naturaleza nuclear. La potencia de los proyectiles se ha estimado en solo cinco coma seis kilotones. En cuanto a los misiles que explotaron en Caracas, la radiación fue prácticamente inexistente. Se trata de las armas más limpias con las que nos hemos encontrado. La disipación se produjo solo horas después de los ataques y no hemos detectado restos en el aire, la tierra o el mar.
—Eso es imposible —dijo el consejero de Seguridad Nacional del presidente—. Nadie tiene armas así, nos habríamos…
—Andy, ¿qué han averiguado nuestros agentes sobre la procedencia de este material nuclear? —preguntó el director de la CIA, Andrew Cummings.
—Señor, las muestras que nos han llegado de nuestros contactos en la zona no nos permiten llegar a ninguna conclusión sobre el origen del material; de hecho solo han hecho que surjan más preguntas.
—Vamos Andy, no te lo voy a echar en cara luego, pero dime lo que vuestra gente está pensando.
—En lo que respecta a la huella nuclear, no tenemos nada que se le parezca. Este material puede que proceda de algún reactor reproductor no identificado.
—Oye, eso es imposible, la Comisión Regulatoria Nuclear establece que…
—¡Maldita sea! —El presidente golpeó la mesa con la palma de la mano, interrumpiendo al consejero de seguridad una vez más—. Creo que todos en esta sala deberíamos saber ya que hay gente ahí fuera de la que no sabemos nada. O al menos deberíamos haberlo aprendido después de lo ocurrido en la operación de la Atlántida. Demos por hecho que hay alguien capaz de lanzar armas nucleares no contaminantes. Concentrémonos en averiguar quién y por qué, no en la imposibilidad de que esto esté pasando —dijo el presidente, enfadado.
En Nevada, Niles Compton intercambió miradas con algunos de sus agentes más importantes, entre ellos el capitán Carl Everett, del departamento de Seguridad, y Virginia Pollock, directora adjunta del Grupo Evento. Los dos vieron cómo Niles les hacía una señal con la cabeza, indicándoles que se les asignaría la tarea de buscar respuestas al problema de las cabezas nucleares no contaminantes, al menos históricamente hablando, para ver si se realizó alguna investigación en el pasado. Nadie le había ordenado todavía que interviniera, pero Niles esperaba poder ayudar a su viejo amigo de la Casa Blanca con algo que el Grupo Evento pudiera tener en su base de datos. Ellos eran los guardianes de vastos archivos sobre el descubrimiento, diseño y producción de material de fisión.
—Quizá podamos averiguar el porqué de lo sucedido, señor presidente —dijo Cummings en Washington mientras abría otra carpeta de bordes rojos.
—Adelante, Andy, mejor algo que nada. Estoy cansado de enterarme de las cosas a última hora y tener luego que recuperar el tiempo perdido. Hemos sufrido muchas bajas de manos de grupos que no han hecho saltar la alarma de nuestros servicios de Inteligencia. —Vio que ese comentario escocía a casi todos los hombres y mujeres de la sala. Incluso su mejor amigo en Nevada, Niles Compton, se resintió de aquel comentario.
—Señor, sabemos que, por razones medioambientales, el superpetrolero hundido tenía prohibido atracar en todas las estaciones petrolíferas del mundo, con la excepción de Caracas. Venezuela lo tenía en leasing y China era la única nación que le permitió amarrar en su puerto de Shanghái.
—Vale, tenemos un punto de partida. Andy, habla con la Agencia de Protección al Medio Ambiente y dame cifras exactas de los derrames de crudo. Conociendo a Chávez, va a empezar a lanzar acusaciones y últimamente hemos sido su blanco preferido. No quiero que ningún otro líder del tercer mundo diga que hemos hecho algo que no hemos hecho. Steve, quiero que dirijas la acción de ayuda para Caracas. Consigue toda la comida, medicinas y material de primera necesidad que puedas y envíalo. Esa gente necesita nuestra ayuda a pesar de su presidente.
Steve Haskins, de Protección Civil, asintió con la cabeza y tomó notas.
—Ken, almirante Fuqua; aunque solo sean suposiciones, ¿quién puede haber sido?
—Damas y caballeros, salgan todos, por favor, con la excepción de los directores de la CIA, el FBI, la NSA, el secretario de Defensa, el consejero nacional de Seguridad y el jefe del Estado Mayor Conjunto. Señor presidente, no sé quién está al otro lado de esa cámara, pero le sugiero que la apague —dijo el general Caulfield, quién sospechaba que la respuesta estaba en el hombre bajito y extraño que había ayudado en la operación de la Atlántida hacía unas semanas y que formaba parte del círculo de confianza del presidente.
—Vamos a dejarla como está, Ken. Con la excepción de los nombrados, por favor, los demás pueden marcharse.
El resto de los miembros del gabinete y el consejo abandonaron la sala rápidamente.
Cuando todos se hubieron marchado, Caulfield asintió hacia el almirante Fuqua, que se puso de pie y bajó una pantalla al tiempo que las luces se apagaban.
—Señor presidente, hemos recibido información del submarino USS Columbia, uno de nuestros buques más nuevos de la clase Los Ángeles. Es la fuente de la que le hablé antes. Puede que haya detectado algo más, quizá una fuerza atacante, no estamos seguros. Como ve, esta es una grabación de su sonar.
En la pantalla se veía la imagen que mostraba el sonar pasivo BQQ del Columbia. La imagen estaba compuesta por una serie de líneas que iban de arriba abajo. Esas líneas representaban el agua que rodeaba al submarino. En aquel momento, no se apreciaba nada fuera de lo normal. Entonces una sombra apareció y se desvaneció en un segundo.
—Al principio pensaron que esa sombra no sería más que un fallo del sonar, pero hemos descubierto que se trataba de algo sólido y que lo detectaron solo por la velocidad a la que se movía cuando comenzó a sumergirse para alejarse de la zona del ataque. Está a cinco kilómetros y medio de la popa del Columbia. Hemos estimado que mide cerca de trescientos metros de eslora y que pasó de estar suspendido y estático, es decir, en flotabilidad neutra, a moverse a más de setenta nudos.
Varios hombres comenzaron a hablar al mismo tiempo mientras el presidente permanecía sentado en su silla estudiando la imagen del sonar.
—Verificamos la existencia del objeto con la ayuda de una gráfica de la carta de profundidad en la que aparece la quilla del Columbia dos metros más alta después de que esa cosa pasara por debajo, y eso es un hecho probado. Así que si a esta extraña imagen del sonar le sumamos el masivo desplazamiento del agua, no hay muchas dudas de que tenemos ante nosotros un problema muy serio —añadió Fuqua.
En las profundidades de la base área de Nellis, la sala de conferencias permanecía en silencio. Los jefes de departamento habían visto tantas cosas que nada de lo que se les mostrara podía provocar una reacción de sorpresa. A diferencia de los militares y el personal de Inteligencia de la Casa Blanca, ellos estaban acostumbrados a guardarse sus opiniones hasta no tener todos los detalles. Niles echó un vistazo al grupo y vio que Virginia Pollock se mordía el labio, sumida en sus pensamientos.
—No creo que haya nada que pueda moverse tan rápido —dijo el presidente desde la Casa Blanca.
—El Columbia debe regresar a casa esta tarde, señor. Tenemos un equipo a la espera, listo para abordar el buque y desmontar, si hace falta, el sistema de sonar. Pero de momento, todo parece indicar que hay algo en el mar que pone en peligro el tráfico marítimo —repuso Fuqua, volviendo a su asiento mientras las luces se encendían de nuevo.
—Vale, gracias. Manténganme informado de cuanto descubran. Tengo una reunión telefónica con el presidente de China dentro de quince minutos, así que perdónenme, caballeros.
Después de que todos se hubieron marchado, el presidente descolgó el auricular y presionó un botón.
—Bueno, Empollón, ¿qué opinas de todo esto?
Niles Compton miró a su alrededor, avergonzado de que el presidente se dirigiera a él por su mote. Vio sonrisas en todos los jefes de departamento mientras recogían sus notas para marcharse.
—Lo que yo crea es irrelevante llegados a este punto. Si la Armada está preocupada, no hace gran cosa para recuperar la confianza, especialmente en estos momentos de debilidad.
—Tú tienes gente ahí con más talento de la que yo tengo aquí. Pon a alguien a trabajar en esto y descubre si la historia dice algo sobre este asunto. Este tipo de tecnología no ha surgido de un día para otro. Puede que los primeros prototipos estén en algún lugar de vuestros vastos archivos.
—Ya estamos en ello —contestó Niles.
—Odio tener que usarte como muleta en este caso, Niles, pero, hazlo por mí. Bueno, ¿qué tal va todo por ahí? —preguntó el presidente con pesadumbre.
—Perder a Jack y a su gente… bueno, nunca estamos preparados para este tipo de cosas, pero seguimos adelante.
—Vale, señor director, tengo que hablar con los chinos sobre su submarino destruido.
—Sí, señor —se despidió Niles. Después colgó y se volvió hacia Everett—. Pareces estar muy lejos de aquí, capitán.
—¿Tanto se me nota? —preguntó mientras se frotaba los ojos cansados.
—¿Estás durmiendo bien? —quiso saber Alice Hamilton, directora adjunta desde 1945.
Virginia no dijo nada y bajó los ojos hacia su bloc de notas.
—¿Has hablado con Sarah desde que se marchó a casa? —preguntó Alice.
Everett sonrió ante aquella pregunta. Sabía cómo ir al grano y lo hacía con el dulce descaro de una abuela que siempre parecía dispuesta a dedicarte su tiempo.
—Se pondrá bien. Es más dura de lo que cree… bueno, todos lo somos.
Niles asintió con la cabeza y recondujo la reunión al tema que los ocupaba.
—Virginia, que el capitán Everett te ponga un poco al día sobre la Marina, y comienza a investigar el origen de esas cabezas nucleares ecológicas. En algún lugar debemos tener información sobre alguien que haya estado cerca de fabricar algo así. No es gran cosa, pero por algo hay que empezar.
Virginia asintió, y guardó silencio mientras cogía su cuaderno de notas y se marchaba sin hablar con nadie.
Little Rock, Arkansas
La teniente segunda Sarah McIntire estaba sentada en su oscuro dormitorio mirando la pared. Absorta, alzó la mano derecha y se dio un suave masaje en el hombro del brazo que aún tenía en cabestrillo. La música que estaba escuchando era tan lúgubre como su cuarto y sus pensamientos. Moody Blues había sido una de las bandas favoritas de Jack, y ahora Sarah no podía dejar de escuchar sus canciones, sobre todo la triste melodía de Nights in White Satin que emanaba de los pequeños altavoces situados en una esquina. Aquella canción, la más evocadora, se hundía en lo más profundo de su alma y se grababa a fuego en su mente.
Una sola lágrima formada en el ojo izquierdo comenzó a viajar lentamente por su mejilla, pero se la limpió distraída. Aún estaba débil por la bala que la alcanzó en la batalla por la ciudad sumergida de la Atlántida, y sabía que la pérdida de Jack no hacía más que retrasar su recuperación.
La puerta se abrió y apareció su madre, que sin pensárselo dos veces, como había hecho las semanas anteriores, entró decidida en el cuarto y encendió la luz. Su siguiente paso hizo que Sarah saliera de su ensimismamiento: desconectó el estéreo de forma abrupta.
—Por lo me has contado de este tipo, Jack, no creo que le gustara que te pasaras el día sentada en la oscuridad, con la cara larga y sintiendo lástima de ti. Tienes que levantarte y echar parte de esa desesperación de tu sistema.
Sarah alzó los ojos hacia su madre. La mujer era casi una versión idéntica, pero más vieja, de sí misma. Un metro cincuenta y con el mismo pelo oscuro, solo que un poco más largo. Era delgada y no tenía la típica actitud de una mujer de Arkansas. Miró a su hija con las manos en las caderas y expresión de contrariedad en su bonito rostro.
—Dime, ¿es esta la forma de actuar de una oficial del ejército? Estoy segura de que no eres la única soldado que ha perdido a un amigo. ¿Eres especial? ¿Es que las reglas no se aplican en tu caso?
Sarah miró a su madre y luego a la pared de su cuarto, que no había cambiado en nada desde que se marchara de casa para alistarse en el Ejército hacía seis años.
—¿Te dolió que papá nos abandonara? —preguntó Sarah, incapaz de mirar a su madre a los ojos.
Becky McIntire intentó sonreír, pero no consiguió más que una triste mueca. Entonces se acercó a la cama de Sarah y se sentó en el borde.
—Oh, me dolió muchísimo. Tú fuiste quién me dio fuerzas para seguir, para criarte sola. Sin ti, no sé lo que habría sido de mí. Tú eras todo lo que tenía. —Sonrió y acarició la pierna de su hija—. Pero ¿y tú? En tus cartas me has hablado mucho de la gente con la que trabajas, de cómo todos te respetan y por cómo hablabas de Jack, bueno, digamos que él no te dejó como tu padre hizo conmigo, cariño. Te lo arrebataron y eso es muy distinto. Sabes que tus compañeros también están sufriendo. Quizá te necesiten allí, en la base, puede que tu presencia los ayude a encontrarle sentido a todo esto. Seguirás sufriendo, pero antes o después, te pondrás de pie y harás lo que tu coronel espera de ti.
—¿Y qué espera, madre? —preguntó Sarah, sabiendo que estaba dando pie a que su madre sacara a pasear su sentido del humor por primera vez en la semana que llevaba en casa.
—¡Que saques tu culo gordo de la cama y me ayudes con el jardín, por supuesto! O si no, que subas a un avión y vuelvas a trabajar. Ellos te necesitan más que yo.
Por primera vez desde que se despertó para descubrir que Jack Collins no estaba más en su vida, Sarah sonrió y luego lloró con fuerza, con la cabeza en el regazo de su madre.
A la mañana siguiente, Sarah subió a un avión con destino al aeropuerto McCarran, en Las Vegas. Necesitaba a sus compañeros porque ahora sabía que jamás lo superaría sin ellos. La teniente segunda Sarah McIntire, con el brazo aún en cabestrillo, volvía a casa para recuperarse entre sus amigos del Grupo Evento.
A trescientos veinte kilómetros de la costa de Washington D. C.
La sala estaba en penumbra y el hombre aún dormía en aquel sueño inducido. El médico se sentó frente al escritorio de su despacho, vigilando la respiración comatosa del paciente, y se preocupó de lo ligera que era. Escuchó cómo alguien abría la puerta de la enfermería y cómo después la cerraba silenciosamente con un susurro neumático. Sabía quién se encontraba junto a la puerta, entre las sombras.
—No podemos mantenerlo así mucho más tiempo. Su respiración es superficial y sus signos vitales, aunque estables de momento, muestran señales de deterioro.
—Pronto lo necesitaremos. Es vital para nuestro ataque; gracias a él limitaremos la posible respuesta de su equipo de seguridad para la segunda parte de nuestro plan. Ya puede empezar a despertarlo, si quiere.
—He leído la información que nos envió su espía, capitana. Tiene razón, es un sujeto muy peligroso —dijo el médico mientras por fin giraba su silla hacia la sombra de la puerta.
—Sí —repuso la voz—. Ordenaré a Seguridad que lo releven en cuanto recupere la consciencia. ¿Es posible que esté listo para viajar dentro de veinticuatro horas, doctor?
—Creo que sí, con una inyección de adrenalina y algo de vitamina B12 en cuanto se despierte, pero no lo recomiendo. —El médico se volvió y observó que los ojos de la capitana estaban muy dilatados—. ¿Se encuentra bien, capitana? Ya no le puede quedar nada de la medicina que le receté… ¿No… no estará tomando de más, verdad?
El silencio fue la única respuesta que obtuvo. El médico consultó el reloj de la pared y vio que eran solo las 4.40. La combinación de privación de sueño y su adicción a los narcóticos le preocupaba. Ahora parecía dócil, nada en ella recordaba la dureza de las órdenes dadas antes. La capitana dio un paso hacía la luz y al doctor le pareció, al menos en ese momento, que estaba más alerta. Incluso la dilatación de los ojos se estaba asentando, permitiendo que sus pupilas recuperaran su tamaño normal. La heroína parecía perder su efecto.
—Hoy atacamos el complejo estadounidense, esta vez no habrá aviso al presiente. —La capitana alzó la oscura forma de su mano y se la llevó a la sien derecha, luego a la nuca—. Así llamaremos la atención de las Naciones Unidas antes de hacer público nuestro llamamiento.
—Capitana, deje que al menos le dé algo para dormir.
Se dispuso a buscar un gran frasco de pastillas que guardaba en su mesa cuando la puerta se abrió, permitiendo que un momentáneo haz de luz procedente de la escalerilla entrara en la enfermería. Luego la puerta se cerró y la capitana ya no estaba.
El médico contempló el frasco con las píldoras y lo colocó de nuevo en su sitio. Miró a su paciente y observó cómo su pecho subía y bajaba.
Tras pensar unos momentos, abrió el cajón de la izquierda y sacó algo que brillaba ligeramente en la tenue luz de su lámpara de mesa. Se puso de pie, se acercó hacia la única cama ocupada, colocó una esposa en la muñeca derecha del hombre dormido y cerró la otra en la barandilla de la cama. Al hacerlo, escuchó por el altavoz la voz del primer oficial.
—Prepárense para la inmersión. Oficial de armamento, prepare paquete de ataque Hotel-Bravo. Objetivo: la refinería Independence, en Texas.
De repente sonó el teléfono, el médico tragó saliva y descolgó.
—¿Sí?
—¿Por qué estaba la capitana en la enfermería? —preguntó la voz al otro lado.
—Vino a ver al paciente.
—¿No ha conseguido hacer lo que se le pidió?
—Creo que la capitana tiene momentos de lucidez y sabe lo que está pasando. No puedo arriesgarme a matar a este hombre. Ahora mismo, su único objetivo es el mismo que el de usted… averiguar qué sabe el mundo exterior sobre nosotros. Y para eso, necesita a este individuo.
—¿Tiene idea de por qué solo lo visita en las primeras horas del día, o después de haberse medicado? —preguntó la voz.
—No, y no voy a hacer ninguna suposición. Sigue siendo la capitana y yo sigo formando parte de su tripulación.
—¿Ha notado algún aumento de su agresividad durante el tiempo que ha estado allí?
—Parece… en esos momentos parece más pensativa.
—Eso puede ser preocupante. Quiero que no le facilite más drogas, no creo que la ayuden a la hora de tomar decisiones.
Y se cortó la comunicación.