6. El silencio y la muerte

De entrada, la muerte nos envuelve en un silencio infinito, y nos quedamos como una isla rodeada de agua por todas partes. Pero ahí está precisamente la raíz de lo indecible. Qué importancia tienen las palabras si no pueden atravesar este silencio. Para qué hablar de un «momento de tumba» si lo que decimos no sirve para nada, pues no consigue expresar lo que hay más allá de las palabras.

Bataille, La tumba de Luis XXX

El dolor

La repentina aparición de un recuerdo doloroso en el transcurso de una conversación pone un nudo en la garganta del que habla, y le obliga a esforzarse para superar el mal trago o a dejar el camino libre a un momento de emoción. El silencio se impone cuando la voz se quiebra; y el interlocutor debe respetar entonces una regla implícita que consiste en no insistir, en callarse un momento antes de expresar su solidaridad mediante la actitud, la mirada, la palabra, el tono de voz… El dolor hace trizas el vínculo social, pues propende al enclaustramiento en una soledad difícil de romper hasta que no reaparezcan las ganas de vivir. El sufrimiento que produce el dolor es algo personal, íntimo, que escapa a cualquier medida, a cualquier intento por delimitarlo o describirlo. Las palabras no sirven, pues carecen de la intensidad necesaria para llegar a lo más hondo de la persona; y no hay más salida que vivir dentro de uno mismo sin poder relacionarse con los demás. El dolor origina una merma provisional o definitiva en la persona, y la palabra no es ajena a esta consecuencia. Encerrado en la oscuridad del cuerpo, el ámbito en el que se mueve el dolor es el de la intimidad del individuo. Y hay algo indecible que parece que bloquea el lenguaje y desbarata la facilidad de palabra: la amargura, la separación, la muerte no encuentran en las palabras el instrumento adecuado para expresarse con la suficiente intensidad. La lengua se hace pedazos ante una carga afectiva tan poderosa que va arrasando todo a su paso. (Le Breton, 1995, 37 sq.). El dolor quiebra la voz y la hace irreconocible, provoca el grito, el lamento, el gemido, los llantos o el silencio; y también numerosos fallos en la expresión y en el pensamiento. El dolor llega a originar una escisión dentro de la propia persona. Y así, la expresión francesa «Je est un autre» (yo es otro) no es sólo una figura de estilo, pues acierta a plasmar lo que es la relación que a cada momento se tiene con el mundo. El grito nunca está lejos del silencio: son dos formas similares de expresar la insuficiencia del lenguaje cuando el sufrimiento no cesa. Así, por ejemplo, la palabra de Beckett está carcomida por el silencio, por la abstención de los personajes. En sus obras, muchas frases incisivas tropiezan con la imposibilidad de formular o encontrar un significado. El editor alemán Rowohlt se acuerda de una discusión que tuvo con el escritor, que por aquel entonces estaba hospitalizado. Éste se pasó toda una noche oyendo unos gritos desgarradores. A la mañana siguiente, quiso saber qué clase de padecimiento era capaz de hacer sufrir así, y se lo preguntó a la enfermera. Ella le contestó: «Un cáncer de lengua». Unos días después, recibió Beckett en su casa a un joven autor —tímido, hasta entonces desconocido— llamado Pinter; y cuando estaba felicitando al maestro por su estilo, éste le interrumpió y le dijo: «Mi estilo, mi único estilo es el cáncer de lengua».[1]

El abatimiento condena al silencio, provoca una reducción drástica de las actividades habituales de la existencia; empezando por el lenguaje, que el individuo emplea con desgana, llegando incluso a rechazar rotundamente su utilización. El dolor tampoco pone en marcha las palabras susceptibles de expresarlo; reduce el lenguaje a la impotencia y no deja más opción, llena de significado, que callarse. Job se entregó a un mutismo absoluto después de sufrir la pérdida de sus descendientes y sus bienes, primero, y de ser herido en su propio cuerpo a continuación; ya que, según su concepto moral de la desgracia, ninguna falta justificaba un sufrimiento semejante. Sus amigos acudieron a visitarle procedentes de sus lugares de origen; y tal fue la conmoción que tuvieron al verle, que se rasgaron las vestiduras en señal de duelo y compartieron su silencio durante siete días y siete noches. Después de esto, el propio Job tomó la palabra para maldecir el día en que nació, y dirigir a Dios una serie de preguntas lacerantes sobre el sufrimiento del justo. Por su parte, Elifaz, Bildad y Sofar se perdían en vanas exhortaciones, sin que estos discursos llegasen a hacer mella en su amigo; pues al carecer de la compasión y el silencio necesarios apenas podían escucharse. Job les pidió en varias ocasiones que se callasen: «Callad, y dejadme hablar a mí pase lo que pase» (XIII, 13). Pero la ortodoxia de los tres hombres se tambalearía si Job fuera inocente de los males que le acosaban. La desgracia debe considerarse como un justo pago del pecado. Así, se le sermoneaba sin cesar: «¿Tolerarás que yo te dirija la palabra? ¿Quién es capaz de guardar silencio?» (IV, 2); o incluso: «¿Hasta cuándo hablarás de este modo, y será tu discurso como un viento impetuoso?». Pero Job no dejaba de manifestarles su rechazo a someterse a un dictamen divino que no comprendía, y hasta lanzó un reproche a sus compañeros excesivamente locuaces: «Si al menos os callarais, se os consideraría prudentes» (XVIII, 22). Todo un diálogo de sordos al que sólo puso fin la intervención de Dios. Pero Job aprovechó para expresar la posición insostenible del hombre desgarrado por el sufrimiento, y dijo: «Si hablo, mi dolor no se calma; y si me callo, ¿dónde está el alivio?».

Parajes de la muerte

En los parajes de la muerte, fallan las palabras, se tornan vacilantes, y los gestos pierden su firmeza. El silencio se hace presente con una rara intensidad. La existencia entra en una dimensión de ambigüedad que suscita la reserva, la ruptura radical de la evidencia. El dilema es muchas veces intolerable en la cabecera de un enfermo, al tener que elegir entre lo que conviene decir o callarse. El silencio impregna el anuncio de un diagnóstico desfavorable. Suele acompañar la voz del médico cuando se para un instante, mide las consecuencias de su declaración, titubea entre no decir la verdad o dar a entender con medias palabras, antes de decidirse a plantear abiertamente la realidad con una emoción especial; o incluso, aplazar el momento para no afrontar los ojos del paciente, que todavía ignora la amenaza que pesa sobre su vida. Anne Philippe se acuerda de la forma en que se dio cuenta, en el hospital, de la gravedad de la enfermedad de su compañero, sin que hiciera falta que los médicos pronunciasen una palabra. «Oí unos pasos, y al punto entraron los cuatro médicos. Uno de ellos me acercó un asiento. Hubo unos momentos de silencio. Les miré. ¿Quién habló? ¿Quién permaneció con los ojos clavados en mí? En cada rincón, en los desconchones de la pintura, en la lámpara, en las rendijas de luz que se filtraban por encima de la puerta, en todas partes estaba escrito: va a morir».[2]

Las palabras relacionadas con la muerte o el dolor se agarrotan ante el rostro del otro, ante la increíble ingenuidad de la ignorancia que tiene de que va a morir, pues acusan la diferencia ontológica que hay entre el que las enuncia y el destinatario de las mismas. Esa es la razón por la que muchas veces se omiten, con el propósito de ahorrar un sufrimiento que antes o después se acaba produciendo. Y más aún: se alimenta la mala conciencia de quien ha optado por no decir nada, el malestar de los allegados e incluso, a veces, del principal interesado que sabe que los demás saben, sin atreverse él mismo a romper la confabulación que pretende torpemente protegerle. La invocación que se hace en estas circunstancias de una «conspiración de silencio» permite apreciar la enorme violencia de lo no-dicho. El moribundo se desliza lentamente hacia la ausencia ante la angustia contenida de los suyos, y la sensación de que la eternidad está siempre frente a sus ojos. Pero la experiencia clínica demuestra la imposibilidad de ocultar connotaciones psíquicas tan poderosas. Se trata de un sistema perverso de comunicación en el que el silencio no desempeña un papel muy encomiable. Anne Philippe da testimonio de la dificultad de comportarse de esta manera, estando permanentemente en vilo con el otro. «Yo te traicionaba con una mirada clara que, por primera vez, mentía. Te estaba conduciendo al borde del abismo, y no había más que complacencia. Venía diez veces al día para decirte la verdad, pues no creía tener ningún derecho a ocultarte algo que te afectaba tan directamente. Pero volvía a callarme pues me imaginaba lo que podían haber sido esos segundos si me hubiese decidido a hablar. Habría querido tener el don de la ignorancia. Aunque, a decir verdad, entre ignorancia y conocimiento siempre elegiría este último. Así pues, no estaba de acuerdo conmigo mismo» (p. 49). De cara al que va a morir —envuelto ya en un silencio procedente de la discreción de sus gestos y de su palabra, de la expresión de sus ojos—, no es posible disimular sin sentirse a disgusto. Es evidente que pretender engañarle por medio de un discurso anodino o falsamente tranquilizador provoca un desgarro interior.

Cuando la gravedad de la enfermedad avanza con una lucidez compartida, la imposibilidad de proyectar en el futuro una actividad común, y el peso que arrastra cada palabra pronunciada, llevan a percibir otra dimensión del silencio. No se trata de vivir en una permanente inhibición, pero sí siendo consciente de la precariedad de la situación, del sentimiento de que cada palabra pronunciada, cada movimiento tienen una importancia especial pues existe la posibilidad de que no vuelvan a repetirse nunca más. La familia, por ejemplo, no tiene la misma soltura al hablar, ni la misma naturalidad en la mirada. En los propios movimientos, en las voces, están ya presentes el desconcierto y el dolor ante la desgracia inminente. Pero la brecha abierta por el silencio cristaliza un momento de amor muy intenso. Para ello se necesita una particular fuerza de ánimo nacida de las especiales circunstancias que se están viviendo, y una aptitud poco común para mantener entre el mundo y uno mismo los vínculos de la comunicación. Por supuesto que el dolor no está ausente, pero ha de mantenerse a cierta distancia. La muerte anunciada domina la existencia recordando permanentemente su importancia; al superviviente le plantea el problema de su próxima soledad, y al que va a morir le comunica que el tiempo para disfrutar de las cosas del mundo se está agotando. La situación es muchas veces agobiante, y provoca el hundimiento y la soledad. Si bien no es fácil expresar el dolor con palabras, es indudable que un silencio excesivamente concentrado puede llegar a invadir completamente el espacio mental de la pareja o del grupo. El sufrimiento nace de la represión de las emociones, de lo no-dicho, de viejos rencores que no se ponen sobre la mesa por falta de valor. La tristeza o la dificultad para comunicarse asfixian la palabra, y la incapacidad para dar una explicación a lo sucedido, para volver a establecer el vínculo multiplica el dolor.

A lo largo de los años ochenta, el sida hace que el silencio y la muerte vayan juntos en numerosas ocasiones. De entrada, trastorna el significado de las palabras, fuerza a un uso deformado de la lengua e invalida aspectos enteros de la comunicación. Al decir «muerte», «deseo», «sangre», «amor», por ejemplo, el enfermo de sida no puede situarse en la dimensión ordinaria del lenguaje pues, para él, la muerte supone una degradación impensable del cuerpo: el hecho de morir joven con el aspecto de un viejo. Hasta las propias palabras se ven afectadas por un efecto contaminante. La muerte tampoco es igual, desde el momento en que caricaturiza de forma tan atroz al hombre, y le lleva al sufrimiento de encaminarse hacia su fin con conocimiento de causa. Y no sólo eso, pues el sufrimiento se ahonda por la sensación que tiene el enfermo de que el que muere es otro: con un rostro muchas veces irreconocible, un cuerpo desfigurado por las alteraciones sufridas o, en el caso de los neuro-sidas, en medio de un trastorno caótico del sistema nervioso, del delirio o del coma. En definitiva, morir de una muerte que no es la suya, en un cuerpo que no es el suyo: morir sin ser reconocido. Y cuando se menciona el deseo, esta palabra expresa el sentimiento de morir físicamente de amor, de morir del placer dado y recibido; de no poder entregarse sin precauciones a la ternura de otro sin poner en peligro su existencia, toda vez que lleva en su esperma y en su sangre un virus mortal. Las palabras ya no tienen el significado habitual, pues soportan un lastre de silencio desconocido hasta ahora, y no existen otras para asimilar la carga de horror y angustia que tendrán en el futuro. El enfermo de sida sufre especialmente esta dislocación del lenguaje, esta bipolaridad de significados que hace que lo que se habla y lo que se entiende estén en planos distintos.

La seropositividad, por la amenaza que contiene, extrae una experiencia particular del silencio. Suele estar acompañada por el baldón de la muerte anunciada, de la destrucción del sentimiento que tiene cada hombre de sentirse inmortal, de tener fe en sus propias fuerzas para adentrarse con toda confianza por las veredas del mundo. El anuncio de la enfermedad supone una quiebra de la seguridad ontológica que acompaña, de entrada, al hombre a lo largo de su vida. Origina un vuelco total en la persona, una fractura del sentimiento de identidad personal. De un instante a otro todo bascula, el universo familiar desaparece de repente en medio de unas cuantas palabras que no sirven de nada. El suelo parece abrirse bajo los pies; hay una imagen que se repite insistentemente, y es la que evoca el desgarrón que ha sufrido la razón de ser que sostenía al individuo, el abismo inesperado abierto en un camino conocido, que desmantela absolutamente todas las viejas referencias existenciales, y le deja desorientado, desbordado por la idea de la enfermedad y de la muerte próxima (Nédelec, 1994, 64 sq.). Sin embargo, la buena salud puede prolongarse durante un tiempo; en ocasiones, se han superado los diez años. La seropositividad implica una existencia amenazada y, por tanto, lleva consigo la permanente inquietud de que el menor síntoma pueda ser el umbral de lo peor; así, la fatiga, la tos, las manchas, etc., se convierten en constantes motivos de angustia. El fantasma se mezcla con la lucidez sembrando la confusión, y si los recursos psicológicos del individuo no son lo suficientemente sólidos pueden hacerle presa del pánico. Una supuesta sensación morbosa se extiende por todas partes, y como los síntomas referidos son frecuentes, jalonan la existencia con la zozobra correspondiente. La seropositividad encarna un movimiento personal con relación al tiempo, donde se libra una batalla entre la persistencia de la muerte y la resistencia encarnizada de la voluntad. Exige además aprender a vivir sin saber los derroteros que pueda seguir la enfermedad, con unas defensas inmunitarias deficientes, ahuyentando el temor, y procurando labrar una fuerza de voluntad suficiente para no ceder al desánimo, a una depresión que debilitaría la capacidad de resistencia. Se trata de una forma maligna de silencio, que va unida a la lucidez con que se asiste a la llegada de la muerte o, al menos, a la aprehensión que se tiene de que su llegada está próxima. La seropositividad altera la forma de disfrute del tiempo a la hora de proyectar actividades personales o con los demás, como por ejemplo viajar, escribir, vivir una relación amorosa, tener un hijo, educarlo, etc. Supone la imposibilidad de una sexualidad abierta y tranquila, pues el riesgo de infección obliga a tomar una serie de precauciones y, en consecuencia, a llegar a un acuerdo con el otro: un anuncio de la seropositividad que puede causar temor o generar desconfianza. Como dice un hombre seropositivo, de cuarenta años: «El sida implica la muerte de un montón de cosas. Muerte de la sexualidad, que nunca volverá a ser parecida, pues a pesar de la protección siempre está presente la angustia de ser “peligroso”. Todos los líquidos biológicos me parece que están viciados; tengo miedo incluso de la saliva, de manera que el acto de vida corre el riesgo de convertirse en el acto de muerte. Estamos ante un virus que ataca la vida hasta en la intimidad de la cama» (Saint-Jarre, 1994, 218). La seropositividad impide tener un hijo, imaginarse educarlo, verlo crecer… no sólo a causa del riesgo de infección que podría afectarle, sino también por la posible muerte del padre que no hay que descartar, y que dejaría huérfano al niño o, al menos, le condenaría a convivir muy de cerca con una enfermedad sumamente grave. Ausencia de un hijo que nunca nació, ausencia de paternidad, de maternidad también. La seropositividad produce la sensación de una vida acabada, de no poder construir nada en adelante, frente a un muro de tiempo que no permite ver ningún horizonte donde proyectarse. Ocupa además la mente del enfermo en todo momento, y va diluyendo en la vida cotidiana esta carencia personal. H. Guibert escribe «La he sentido llegar en el espejo, en mi mirada en el espejo, mucho antes de que ella hubiese tomado realmente sus posiciones. ¿Estaría volcando ya esta muerte mediante mi mirada en los ojos de los demás? No se lo confesé a todos. Hasta ahora, hasta este libro, no se lo había dicho a todo el mundo».[3]

Además, el descubrimiento de la seropositividad es una catástrofe para la persona que intentaba no desvelar nada con respecto a sus actitudes ante la vida; mantener en secreto una relación pasada, o sencillamente una faceta de su historia personal que creía superada, pero que le alcanza inesperadamente. Homosexualidad, toxicomanía, encuentros, etc.: el anuncio de la seropositividad pone sobre la mesa la temible incógnita de saber lo que conviene o no decir de uno mismo. Y algunos comportamientos que se prefería dejar en la sombra están en condiciones de salir a la luz. Siempre es posible el disimulo pues nada trasciende de su estado ni de sus causas. El individuo sigue siendo provisionalmente el dueño de su secreto, pero empieza a tener una responsabilidad ante aquéllos con los que comparte su existencia, al poseer una información inquietante que es susceptible de desacreditarle ante ellos. Esto le obliga tal vez a justificar sus comportamientos, a confesar a los padres una homosexualidad que en modo alguno sospechaban, y a la compañera o al compañero la existencia de antiguas relaciones que vienen de repente a ensombrecerlo todo y amenazan incluso la vida en común. La sexualidad se transforma súbitamente en una cadena sin fin que vincula a cada una de las parejas del mismo individuo. Susan Sontag cita a un antiguo ministro de Sanidad estadounidense al decir que «cuando una persona tiene una relación sexual, la tiene también con todos los individuos que se han acostado con su pareja en los diez años anteriores» (Sontag, 1989, 95). El anuncio de la seropositividad no puede compararse con el anuncio de una enfermedad cualquiera, aunque sea grave. Por un lado, porque todavía puede mantenerse una apariencia de buena salud; y, por otro, porque revela unas características personales, una historia y unos hechos que desde la perspectiva de algunas personas pueden considerarse negativas o inaceptables. A veces, el anuncio va seguido de una separación traumática, o de violentos conflictos en el seno de la pareja o de la familia. Suele llevar a una transformación radical de las costumbres sexuales, aunque a veces uno de los miembros de la pareja decide seguir como antes, por amor o porque al no estar infectado considera que el sacrificio es demasiado costoso, máxime si las precauciones no son estrictamente necesarias. Con todo, son muy frecuentes los casos de ruptura, sobre todo si la otra persona está sana. Además, la sexualidad suele atravesar un periodo más o menos largo de eclipse. Muchas amistades naufragan. El anuncio en los lugares de trabajo tiene como consecuencia, en ocasiones, el aislamiento o el despido; y obliga a tener que vivir con los miedos y fantasmas de los demás. El descubrimiento de la seropositividad es un cataclismo que arrasa todo a su paso de la forma más inesperada. Lo que ocurre es que unos meses más tarde el individuo se encuentra solo, sin empleo, con sus recursos económicos disminuidos, marginado, y hasta incluso estigmatizado por su entorno.

La entrada en el sida supone una vulnerabilidad tan grande que impone numerosas precauciones en cada momento; todo un estado de alerta ante las menores alteraciones de salud. La enfermedad ocupa entonces un lugar preponderante, sin casi margen para la tranquilidad. Así, se suceden los altibajos, las pruebas, los cuidados. La habitación se convierte en un anexo personalizado del hospital, con todo el instrumental que permita el tratamiento necesario contra las afecciones ocasionales, como, por ejemplo, las perfusiones. Cada momento se hace más pequeño, pues los proyectos se hacen a corto plazo, ya que el territorio personal se estrecha. El miedo a la infección restringe el campo de las relaciones. «El diagnóstico se renueva: estoy enfermo de muerte. Como todo el mundo. Sin saber cuánto tiempo me queda de vida. Como todo el mundo. La diferencia es que yo no me lo puedo quitar de la cabeza; no puedo vivir tampoco sin pensar en ello. Antes podía imaginar que el tiempo transcurría con más lentitud, y que lo vivía con más intensidad cada vez, hasta el último segundo habría podido tocar una plenitud más allá del tiempo… Desde hace tres años, no sé si me quedan quince días o quince meses. En pocos días, todo puede cambiar».[4]

El trabajo de comunicación que se lleva a cabo en torno a la enfermedad, de forma individual o colectiva, permite no dejarse invadir completamente por ella; tenerla a merced, y poder yugular una parte al menos del sufrimiento que origina. En este sentido, la escritura ha jugado un papel ejemplar desde el punto de vista simbólico. Por ejemplo, Alain Emmanuel Dreuilhe escribe: «Por medio del acto más solitario que existe, el de la escritura, presentí que era toda una generación la que se debatía en las tinieblas de esa epidemia que tan bruscamente había caído sobre nosotros. Y me convencí de que si encendía yo también una vela dentro de esta oscuridad, tal vez podría —mediante la débil luz proyectada gracias a este diario— reducir un poco las sombras que nos oprimen. Esta marcha con antorchas permitiría también que nos pudiésemos contar a nosotros mismos, mientras estuviésemos vivos, pues el recuento hasta el momento presente sólo se hacía con los cadáveres».[5] Hervé Guibert anota por su parte que «el sida es una enfermedad maravillosa… una enfermedad que otorgaba el tiempo de morir y el tiempo de vivir, el tiempo suficiente para descubrir el tiempo y para descubrir, en fin, la vida; era, de alguna manera, una genial invención moderna que nos habían traído esos monos verdes de Frica». Pascal de Duve pone por escrito un elogio parecido de la enfermedad: «Sida, mi amor, te amo. Te adoro tanto como te aborrezco. Te amo porque eres mío, porque no te pareces a nadie. Te amo porque te ocupas meticulosamente de mí, sin descanso. Te amo porque moriremos juntos. Y, en fin, te amo porque, gracias a ti, el que mi vida vaya a ser más corta hace que cada día se convierta en algo extraordinario. Antes no lloraba al ver la belleza del cielo; casi ni me fijaba».[6] La conjuración, tanto individual como colectiva, rompe el silencio mediante una actividad creadora, como la escritura, o una marcha militante acompañando a otros enfermos, o de lucha política contra las consecuencias de la pandemia. A distintos niveles, en el plano real o metafórico, la seropositividad o el sida están relacionados con el silencio, y con la manera de superarlo o de aprender a vivir con él.

El tránsito

La muerte supone la irrupción brutal de un silencio aplastante, insoportable. El último suspiro es el último sonido de una humanidad aún concebible. En el momento en que la muerte se apodera del hombre, le arroja una cantidad ingente de silencio. La voluntad de sacudir al cadáver para restaurar en él la palabra y los movimientos vitales, el grito desesperado del testigo, su momentánea negación de que la muerte esté ahí, ponen de relieve la confusión que se produce a causa de la invasión helada del silencio. La muerte se convierte entonces en el doloroso mutismo de un ser que durante algunas horas conserva su rostro humano, y cuyos labios parece que están dispuestos a revelar el secreto, o a animarse para retomar una conversación interrumpida. La fuerte impresión angustia a la persona que asiste al mencionado tránsito, y le incapacita absolutamente para poder hablar. El silencio del cadáver invade en un momento todos los rincones del mundo. La intensidad del dolor sufrido no es comparable con la compasión que inspira el desaparecido, devorado en el corazón de esta ausencia, sobre todo si se trata de un ser querido. Al quebrarse la relación con el mundo de los hombres, la muerte tiene una connotación sagrada, especialmente el instante en que se produce el paso a mejor vida. Este tremendum que arranca la existencia y pone al hombre en relación con el misterio de su condición, con su propia finitud.

El silencio del testigo de la muerte de otro constituye la prueba, casi metafísica, de la reticencia que hay para creer en esta inmovilidad marmórea de alguien al que se busca la mirada, y a quien se podía hablar y escuchar unos minutos antes. Anny Duperey descubre una mañana a sus padres asfixiados en el cuarto de baño. Tras unos momentos en que cree estar suspendida fuera del mundo, como trastornada, consigue avisar a un vecino. «Se encajó en la ventana, de espaldas, para sacar la cabeza al exterior, y gritó. Este grito rompió de un solo golpe el silencio que me rodeaba, hizo más espesa esta bruma de desgracia borrosa que me hacía perder la orientación y me iba ahogando poco a poco. Esta inesperada voz estrepitosa, resonando en el pequeño cuarto de baño, en la casa, invadiendo toda la calle, la oigo todavía».[7] La angustia de que la existencia depende de este hilo tan fácil de romper lleva, a veces, a un discurso que no tiene más propósito que el de alejarse del otro, y dejarle en su burbuja de silencio. «Venid. Hablemos juntos, pues el que habla no está muerto», dice Gottfried Benn. Un ejercicio éste que pretende únicamente dar testimonio de una existencia que la desaparición del otro socava por un momento.

V. Jankélévitch establece la diferencia entre el silencio inefable y el silencio indecible. El primero anuncia un derroche de palabras y efusiones, es el paso previo a un desahogo que encuentra en la metáfora un medio de rodear interminablemente un objeto para elogiarlo o evocarlo. El silencio indecible, por su parte, se sitúa en los aledaños de la muerte y, en oposición al anterior, abole la palabra a la vista de su insuficiencia palmaria. «Frente al silencio de un cielo estrellado, el indecible silencio de la muerte evoca más bien el mutismo abrumador de estos espacios negros que asombraron a Pascal. Aquí, nuestras preguntas siguen sin respuesta; aquí, nuestra voz clama en el desierto y el diálogo retumba de inmediato en la desesperante soledad del monólogo» (Jankélévitch, 1977, 85).[8] Ante el cadáver, la palabra permanece suspendida en los labios indecisos, pues teme exponerse al sufrimiento de una pregunta sin respuesta, envenenando aún más una herida abierta. Teme provocar el silencio y ahondar la duda que provoca la ambigüedad del cadáver: ese estar a la vez aquí, al alcance de la mano, y en otra parte, aparentemente inaccesible a cualquier posibilidad de manifestación, aunque la pena o la súplica sean desgarradoras. Y no es menos grande el temor, sin duda, de que este grito petrificado, este bloque de silencio, pueda romperse de repente para proferir una palabra inaudita, que vendría a sacudir violentamente este entramado de certezas que hace que la existencia sea todavía concebible, incluso en la peor circunstancia imaginable. Faltan las palabras, el hombre se muestra incapaz de acompañar al que muere con una conversación que la muerte no desbarate. E incapaz también para oír la hipotética palabra del que tal vez habla, y del que no puede percibir ningún mensaje. Lo que hay detrás de ese rostro inerte es completamente inaudible. Rieux, ante el cadáver de Tarrou, oye el silencio. «Sentía planear la calma sorprendente que muchas noches antes, sobre las terrazas, por encima de la peste, había seguido al ataque de las puertas. Ya en aquella época, había pensado en ese silencio que procedía de los lechos donde había dejado morir a más de un hombre. Por todas partes la misma pausa, el mismo intervalo solemne, siempre la misma calma que seguía a los combates: era el silencio de la derrota».[9]

Ante la proximidad de la muerte la palabra se atraganta, se disuelve en el silencio o se parte en el grito. Ante la imposibilidad de encontrar al otro, de llegar a él, se desmorona y suele sumergirse en el mutismo. La muerte supone el final de una palabra que alcanzaba su plenitud en el rostro de alguien que en adelante estará ausente. Ante esta irremediable destrucción de la comunicación, el momento justo en que se produce la muerte trae consigo la aniquilación del lenguaje; y deja al hombre huérfano en su desnudez, incapaz de comprender el significado de su existencia. La frágil pátina de las palabras se desmantela frente a lo indecible, ante la escalada de un dolor que pone un nudo en la garganta como si con ello quisiera expresar la inutilidad del discurso. La muerte demuestra que más allá del silencio que suele enhebrar el lenguaje de la vida cotidiana, hay otro silencio, más profundo todavía, que está estrechamente relacionado con el sentido de la presencia del hombre en el mundo.

En la frontera de los sistemas simbólicos que permiten apropiarse de las significaciones de las cosas, en el umbral de la línea de sombra, el individuo está abandonado a su propia suerte, sin referencias, víctima del desconcierto o del temor. Frente a los restos mortales permanece cruelmente dividido entre el universo inteligible de la vida corriente, y ese otro universo —indecible— al que el otro ya pertenece. Y en la orilla de este más allá del pensamiento, entre esos dos mundos, se entrega a un momento de reflexión, en que el corazón se enternece y hace brotar la emoción. El retorno a lo trivial de la vida social, al abandonar la habitación donde el otro descansa, provoca una especie de repliegue interior, una envoltura de silencio que dificulta el uso de las palabras hasta para hacer las cosas más elementales: pedir un billete de autobús, dar una dirección a un taxista o saludar a un amigo.

Ni ante los restos de una persona desconocida puede uno quedarse indiferente. Cuando los estudiantes de medicina entran por primera vez en el laboratorio donde yacen los cadáveres que han de diseccionar, el barullo que forma el grupo va amainando hasta que se impone un silencio horrorizado ante los cuerpos alineados, pálidos y, muy frecuentemente, viejos. Se callan un momento para asimilar la situación. Y tiene que pasar un rato, cuando comienzan los trabajos prácticos, para que las bromas macabras y un estilo de humor muy típico del momento surjan entre algunos estudiantes, como defensa contra la angustia de la transgresión. Pero, de entrada, reina el silencio; como para significar que ninguna palabra sería capaz de dar cuenta de una situación semejante. Y aunque en seguida se impongan la razón, las tradiciones universitarias, el imperativo de la formación etc., lo cierto es que la experiencia demuestra que muchos médicos no olvidan este silencio, y dejan el camino libre a viejas emociones a nada que se les pregunte sobre esto (Le Breton, 1993, 18 sq.). En el lugar donde se ha producido un accidente reina el silencio; por respeto a los heridos o a los muertos, pero también por estupor ante la irrupción de la sangre y de la muerte, que proporciona a cada uno la experiencia tangible de su precariedad personal y, al propio tiempo, el asombro de estar todavía vivo.

El silencio se instala en la muerte como en su elemento nutricio, es como si hundiera sus raíces en ella.[10] En las dinámicas de grupo que reúnen a una serie de participantes durante varios días, sin otra consigna que la de estar allí y reflexionar juntos sobre el significado de sus respectivas presencias, los largos silencios que se producen por lo insólito de la situación son muchas veces rotos por sollozos o por momentos de emoción, cuando uno de los participantes asocia esta interiorización al recuerdo de la pérdida de un allegado. El penoso mutismo que paraliza a los miembros de un grupo trae a la mente imágenes dolorosas y reaviva una afectividad más o menos escondida. André Néher ve en el texto bíblico un estrecho vínculo entre el silencio y la muerte, a partir de la misma raíz damô. «Junto a shéol, cuya etimología se desconoce, la Biblia utiliza para designar la morada de los muertos el término duma, derivado de dâmo. Descender al duma es, por tanto, acceder al silencio, y a la inversa» (Néher, 1970, 40). En nuestras sociedades, sobre todo, el silencio y la muerte forman una pareja indisociable. Ya sea con motivo del mutismo que embarga al que muere y a aquéllos cuya palabra es incapaz de aflorar a falta de interlocutores; o para reflejar la metáfora que asocia el silencio a la carencia, a lo indecible, a la ausencia de ese otro ser cuya vida ha dejado una huella indeleble en quienes le sobreviven. André Néher sigue diciendo: «En el instante de la muerte es el silencio el que se agarra bruscamente a la vida. Pero conforme va pasando el tiempo después de aquélla, el silencio se va alejando de la vida. Nunca se ha podido arrancar a la muerte otra cosa que no fuera el silencio. Y nunca se ha podido rescatar nada de ella, ya que se entierra en su silencio como en arenas movedizas» (Néher, 1970, 42). Con la muerte se produce un desgarramiento de la presencia que causa el estupor de quien asiste a ella.

Ritos funerarios

Los restos mortales de las personas provocan un repliegue sobre el silencio; son el centro de una serie de círculos concéntricos que, a medida que se van alejando, restituyen a la palabra y al murmullo del mundo su soberanía acostumbrada. En la habitación mortuoria no se oye voz alguna, como no sea en forma de cuchicheo; y al prevalecer el recogimiento, el recuerdo y las oraciones, los asistentes siguen el trance con una gran concentración. Las palabras no dan su medida habitual. En los velatorios, o en los momentos que preceden a los funerales, cuando los allegados se reúnen por última vez junto al desaparecido, las voces están como en sordina. Salpicadas de silencio, influidas por la proximidad del otro —al mismo tiempo aquí y en otro lugar—, que aunque ajeno a la situación la condiciona desde su ausencia. Los llantos rompen momentáneamente el silencio y, a veces también, los rumores procedentes de la habitación de al lado, donde se prepara café y se acoge a las personas que han venido a la ceremonia. Junto al cuerpo las voces se callan o cuchichean, como si el ruido habitual de la conversación fuese a molestarle o a perturbar su descanso.

Las relaciones con el difunto dependen de las convicciones que se tengan ante el significado que se le dé al cadáver. Si los deudos consideran que el cuerpo es algo indiferente, una cáscara sin savia, una nada cercana a la descomposición, pueden dirigir su diálogo interior al «alma» del desaparecido, o considerar que no queda rastro de su ser salvo un puñado de recuerdos y una carne perecedera; pero entonces el diálogo con él carece de sentido.[11] A la inversa, otras concepciones culturales o personales consideran que no existe ninguna disociación entre el hombre y su cuerpo. En su consecuencia, no se cree que el cadáver sea un resto abandonado por la muerte, sino la misma persona que han conocido sus allegados. La humanidad del cadáver permanece, y es digno de respeto (Le Breton, 1993). A partir de ahí, continúa el diálogo con el difunto, hablándole en silencio o en voz baja, recordando con él momentos especiales, lamentando los malentendidos, las ocasiones perdidas, y aquellas otras en las que uno se siente culpable. La despedida simbólica se realiza de una forma ininterrumpida, donde priman la interioridad y el secreto. Según el grado de humanidad que le concedan las prácticas sociales y personales, los restos mortales pueden simbolizar al desaparecido, siendo el centro de la ceremonia funeraria; o bien, a la inversa, se le considera un objeto secundario, un simple resto incómodo, en vías de descomposición, que ha dejado de tener el menor vínculo con la persona que fue.

El duelo en distintas culturas

Algunas culturas asocian estrechamente en sus costumbres el silencio con la muerte. Así, el fallecimiento de un manuche arrastra simbólicamente la desaparición de las huellas, recuerdos y referencias verbales relativos al difunto. Todavía está presente su ausencia al quemar o destruir sus bienes, su caravana, por ejemplo. Si no han sido repartidos antes de la muerte, su dinero y sus joyas le acompañan cuando se le entierra, o se gastan en los funerales, o en la conservación de la tumba. Sus objetos se venden a un gadjo, sin pretender obtener beneficios. Si excepcionalmente se guardan algunos objetos (cuchillo, guitarra, reloj, herramientas, etc.), adquieren una importancia especial —se convierten en objeto mullo—, aunque casi siempre los demás manuches ignoran este hecho, que responde al «silencio que preside las relaciones entre miembros del grupo» (Williams, 1993, 7). Así, un amigo pide en préstamo un juego de petanca, y tropieza con la negativa de su poseedor, ya que pertenece a su «difunto padre», y es, por tanto, mullo, pero al no advertirlo corre el riesgo de ser tildado de poco generoso. «Este silencio que rodea a los objetos mullo no es más que un aspecto del silencio general que rodea a los muertos», escribe P. Williams. De los difuntos de la propia parentela casi no se habla. No obstante, más allá de este círculo se comentan a veces los recuerdos en común, se les llama por su nombre, pero sin que falte nunca una «fórmula de respeto». A veces, los allegados no nombran al desaparecido, limitándose a mencionar su rango familiar («Mi pobre difunto hermano»). Vivos y muertos no comparten el mismo universo, y esta distinción se refleja en el seno mismo del lenguaje, pues puede verse la discreción con que son tratados estos últimos: de este otro mundo no hay nada que decir. Se prohíben los platos y las bebidas preferidas del difunto, no se cuentan sus historias favoritas, etc.; o bien, se vierte en el suelo un poco de vino o de cerveza «por el difunto», en un gesto de generosidad. «Todos estos gestos, al tiempo que confirman la desaparición de un individuo, le integran entre los vivos según diversas modalidades. Algunas de ellas consiguen instaurar una comunidad amnésica compuesta por individuos dotados de memoria» (p. 13), dice Williams. El silencio es una señal deliberada de abstención, que no cesa de designar el hueco dejado por el desaparecido, concediéndole un espacio simbólico en el corazón del ámbito social manuche, y destacando el lugar singular que ocupa en la memoria familiar o colectiva.

Muchas otras sociedades asocian el silencio y la muerte. Un texto clásico de M. Granet sobre la vieja China feudal recuerda que los miembros de la parentela son obligados, según el rito funerario, a suspender toda actividad social y retirarse varios meses. Dispersos en unas cabañas construidas alrededor de la casa del muerto, acostados en la paja, se mantienen en un estado de embotamiento, que les acerca simbólicamente al difunto. Su alimentación no va más allá de lo que autorizan las convenciones sociales, y no se preocupan de los cuidados del cuerpo. Permanecen en silencio, privados de la posibilidad de un contacto verbal con los demás, salvo en ciertas ocasiones en que pueden expresar el dolor gritando. La parentela se dirige al resto de la comunidad de forma unitaria, según un repertorio convencional de gestos y de expresiones verbales para testimoniar su sufrimiento. A cada miembro, según su grado de parentesco con respecto al difunto, se le obliga a una clase particular de duelo y a un régimen individual de lenguaje. El gesto suple a la palabra, a no ser que ésta sea admitida, aunque la iniciativa no corresponde al que está de luto. El hijo, es decir el más próximo al difunto, el heredero, está sometido a una disciplina estricta de silencio. Un señor que esté de luto tiene, sin embargo, el derecho a tomar la palabra si lo exigen los asuntos del reino (aunque no para su propio señorío); un gran oficial o un noble disfrutan de libertad para hablar en favor de su propio señor (pero nunca en beneficio de sus asuntos personales). En compensación, «un rey da lustre a la memoria de su padre y de su propio reino no abriendo la boca durante los tres años de luto; y la virtud que se adquiere con semejante conducta, hace que la dinastía vuelva a resplandecer» (Granet, 1953, 227). Durkheim señala que muchas mujeres que están de luto recurren al silencio en numerosas sociedades tradicionales australianas de principios de siglo. Entre los warramunga, una comunidad aborigen, las manifestaciones sociales de luto exigen a las mujeres que se corten los cabellos y se cubran de tierra. Un silencio absoluto se cierne sobre ellas durante un espacio de tiempo que puede llegar a los dos años. En algunas ocasiones, como dice Durkheim, no es extraño que todas las mujeres del grupo se entreguen al silencio. E incluso, a veces, cuando termina el periodo de luto no vuelven a retomar la palabra. Por otro lado, utilizan con gran destreza un particular lenguaje gestual (Durkheim, 1968, 559-60).

En otras sociedades, la ritualización del ruido y el silencio conjugan su influencia según las circunstancias del duelo. En África negra, los funerales de personas mayores están asociados a manifestaciones controladas pero espectaculares: cantos, bailes, tambores, etc. (Thomas, 1976, 421). Y no es lo mismo que el muerto sea un anciano que fallece de viejo, un niño o una parturienta. En la cultura bambara, la defunción da lugar a un silencio estricto que solamente interrumpe aquél que tiene el encargo de la familia para anunciar que «tal persona ha dejado de existir». «En ese momento, cada pariente del muerto lanza un grito de dolor. Una vez cumplido este rito, la palabra es libre» (Zahan, 1963, 50). No se habla en presencia del difunto hasta que ha concluido su aseo. También se guarda silencio en el transcurso del entierro. Durante tres días, el viudo reside en la habitación de su esposa y no puede pronunciar una sola palabra. Los que bailan alrededor de los restos mortales de un sacerdote encargado de los altares consagrados en la tierra, son asimismo obligados a guardar silencio mientras se desarrolla el rito. De igual manera, no debe hablarse cuando se atraviesa un cementerio (Zahan, 1963, 157). En la cultura dogón si hay que comunicar la muerte de un individuo, se señala la tierra haciendo un gesto con la mano. Y si hay que anunciar una muerte súbita «se pone rápidamente la mano en la boca para contener las palabras» (Calame-Griaule, 1965, 272). Sin embargo, los funerales son espectaculares: cantos acompañados por músicos tradicionales, incansables bailes de hombres y máscaras en ante la casa del muerto, disparos de fusil, un fondo de llantos y lamentos de mujeres, un raspado constante de una calabaza golpeada contra el suelo para marcar el rechazo a la muerte, y para purificarse con la tierra, etc. La emisión del ruido pretende canalizar el dolor, dice Geneviève Calame-Griaule (p. 372), al dejar que se exprese sin cortapisas, pero de forma ritual. De manera distinta, el grupo queda desolado por la anomalía de la muerte de una parturienta. Los funerales son entonces silenciosos, y tienen lugar en el corazón de la noche, sin testigos, con el único acompañamiento del sonido ensordecedor producido por un tambor de axila y unos trozos de vasija ligeramente golpeados entre sí. No hay ni llantos ni gritos. El marido no recibe ninguna condolencia, se siente culpable y un rito de purificación le obliga a ocultarse un momento en la maleza. Ninguna mujer se le acerca por miedo a sufrir la misma suerte: la purificación exige la violación de una mujer que no sea del pueblo (Calame-Griaule, 1965, 339).

Myriam Smadja apunta que los tammari del norte de Togo también recurren al silencio para celebrar el tibenti, un rito de duelo dedicado a los antiguos. El clan del difunto se reúne alrededor de la takienta, la casa de muros ciegos situada en medio del campo donde están los graneros. El clan se mantiene inmóvil y mudo. El silencio es la lengua de los muertos, «el verdadero idioma». Por medio de él, los participantes no sólo se comunican con sus difuntos sino también con los ancestros de la familia. «Cuando aparece la luna, por la noche, el espíritu de los antepasados muertos abandona las tumbas del cementerio para dirigirse hacia las casas, donde cada uno tiene su altar. El silencio del clan supone un llamamiento, una apelación para poder juntarse con él; y se instalan delante de la casa, dispuestos a guiar al nuevo muerto por el camino “por el que se va”» (Smadja, 1996, 15). Un hombre sube a la terraza y por un agujero que comunica la parte de arriba de la casa con la de abajo, cuchichea el nombre del muerto: el nombre sagrado que nadie podía utilizar para llamarle en vida. El alma se sobresalta y permanece atenta. Los tambores y las flautas toman el relevo. El espíritu del muerto, separado de su sombra, está ya en condiciones de reaparecer en un niño.

Ausencia del otro

El silencio del mundo tras la pérdida del ser querido ocupa el lugar provocado por la ausencia. Ocupa el lugar de muchas palabras y actividades, por la falta de motivación que sufre la persona. Es como una interrupción de la existencia, una sombra insistente del desaparecido que deja tras de sí un abismo, un llanto contenido. Allí donde estaba el otro, allí donde está todavía gracias a una memoria que lucha por sobrevivir, permanece esta mezcla de tristeza y recogimiento, esta sinrazón de la palabra que ha perdido a su destinatario privilegiado. Anne Philippe escribe lo siguiente: «El silencio de la habitación grita más que el clamor más intenso. El caos anida en la cabeza y el pánico en el cuerpo. Estoy viéndonos en un pasado que no puedo situar. Mi doble se separa de mí y vuelve a hacer lo que yo hacía entonces» (p. 40). El silencio que impregna el lugar es como el silencio del desaparecido; y la ausencia de su voz, la palabra muda, hacen más triste el paso del tiempo. El duelo supone una ausencia de sentido, un agotamiento del valor que tienen las cosas de la vida; y se traduce en una carga de silencio que subraya la retirada fuera de las relaciones sociales habituales. La ausencia del otro provoca que la palabra del que está de luto carezca de sentido. De momento, le resulta imposible o, al menos, muy difícil volver a las conversaciones ociosas, tranquilas, al placer de callejear; pues se imponen los recuerdos, la pena y la culpabilidad de disfrutar del tiempo que transcurre mientras que el otro no está ahí para compartirlo. El lenguaje es presa de una grave dificultad: comunicar con quien no puede estar más cerca ni más lejos de la persona. Hay una zona de silencio en la que falta la palabra del otro, en la que es imposible ver o entender el mundo sin percibir el recuerdo lacerante de su ausencia. Anne Philippe dice también: «He aprendido a llevar una doble vida. Pienso, hablo, trabajo, y al mismo tiempo estoy ocupada contigo; pero esta distancia hace que tu presencia sea algo dulce, un poco borrosa, como esas fotos mal enfocadas» (p. 39). El dolor va más allá de la propia persona. El otro no está ahí para hablar y reconciliar la palabra con la existencia bajo otra forma de silencio. La relación con el mundo está salpicada de silencio, de meditación, de inhibición; desdoblándose, a veces, entre la conversación interior con el desaparecido, y el mantenimiento superficial de las relaciones sociales para salvar las apariencias.

Un incesante discurso interior mantiene viva la memoria del otro; parece que su rostro se reanima, y el diálogo continúa manteniendo en secreto el contenido de una deliberación íntima. En adelante, el otro vive por sí mismo, aun a riesgo, a veces, de sacrificarle. En la mesa familiar suele haber una silla vacía, un cubierto ante el que nadie se sienta; una ausencia tangible, inscrita en las ritualidades comunes o individuales que proporcionan al silencio del difunto un eco ensordecedor. Un sitio que quiere ser como un grito detenido en el tiempo, que repudia el duelo, encerrando al dolor mediante una repetición que pretende negar la muerte, pero que está condenada al fracaso. El difunto domina una existencia convertida por completo en una ceremonia secreta centrada en él e indiferente a los vivos.

También puede ocurrir que el otro mantenga una cierta presencia en los asuntos diarios, se le pida consejo, se le recuerde en los momentos en que el dolor se hace difícil de soportar. Y ello aun sabiendo que ha desaparecido, y que seguramente no nos pueda oír. Michel Deguy, devorado por la pena tras la muerte de su mujer, escribe un libro sobre su propio dolor, donde declara que cada frase que ha escrito sólo es para él cuando en realidad todas están habitadas por la presencia de su compañera, a la que continúa hablando para intentar protegerse. Y dice: «No creo en la relación que se establece con los muertos, salvo la que mantengo con la huella que has dejado en mí; esta extraña alma que “vive en mí”, esta otra verdad que “habita al hombre interior”, que mitiga su ego y le convierte en anfitrión de la adversidad».[12] El diálogo que establece la escritura con el desaparecido pretende ser una forma de restaurar su presencia mediante el juego de la comunicación, de mantener intacto el vínculo, de proseguir sin descanso la conversación que un día se interrumpió. Sirve también para conjurar el dolor sin cerrar los ojos, pues pone una palabra en la persistente quemadura que aviva este vacío. «Jamás encontraré en mi propia insistencia más que el último reflejo de una palabra ausente en la escritura, el escándalo de un silencio y de mi silencio; no escribo para decir que no diré nada, no escribo para decir que no tengo nada que decir. Escribo. Escribo porque hemos vivido juntos, porque he sido uno entre ellos, sombra entre su sombra, cuerpo entre sus cuerpos: escribo porque ellos han dejado en mí su huella indeleble, y porque su rastro es la escritura»,[13] dice George Perec privado, cuando era niño, de sus padres, que murieron tras ser deportados. Escribir o seguir hablando al otro provoca la emoción, el sufrimiento, pero se opone al vacío, al olvido; y construye una memoria activa que se esfuerza por engañar al tiempo y a la ausencia. Anny Duperey pasa por momentos de duda: «Todas estas palabras me hacen daño, y aunque tengo la tentación de enterrarlas, me aferro a mis páginas casi con desesperación. Dos años de escritura frente a treinta y cinco de silencio, ¿es mucho, o demasiado poco?» (p. 193). Pero Duperey concluye su libro con la convicción de haber logrado una presencia renovada. La larga carta de amor y desesperación dirigida a sus padres que desaparecieron muy jóvenes alcanzó simbólicamente a sus destinatarios, al conseguir que revivieran sus rostros en ella. «No hay silencio ni soledad que puedan causar tanta pena en el corazón. Me arrulla, me abriga, se ocupa de mí. La pena por vosotros es como una pequeña bola en el hueco de mi estómago; que está ahí, conmigo, como un perpetuo niño en gestación… Vuestra muerte me ha dejado embarazada de vosotros para siempre. En definitiva, me habitáis» (p. 234-35).

El duelo es, real y simbólicamente, una travesía del silencio, un doloroso recogimiento con el desaparecido, que se va difuminando lentamente, y vuelve a situar al individuo en el mundo de las relaciones habituales de la vida corriente, aunque muchas veces pervivan la tristeza y la sensación de orfandad. Es un trayecto que va del suceso trágico en que la palabra está ausente al progresivo reconocimiento del murmullo amistoso y solidario de la palabra de los demás, que es como el hilo conductor de la existencia. El proceso personal del duelo consiste, de alguna manera, en hacer que el silencio del desaparecido sea menos ensordecedor. En la tradición apache, being with people who are sad, es decir, encontrarse con una persona que está de luto por un allegado, exige guardar silencio ante ella —todo lo más, unas pocas palabras de consuelo— durante las semanas o los meses siguientes al fallecimiento. Se supone que la tristeza es todavía demasiado intensa como para que esté dispuesta a entablar una conversación normal. Y la mejor manera de respetar su sufrimiento es dejarle que tome la iniciativa (Basso, 1972, 77-9).

En otro lugar, entre los igbo, por ejemplo, se considera que la muerte constituye el término de un ciclo natural de la existencia. Pero si alguien muere antes que sus padres sin haber alcanzado la edad en la que se es hombre ni haber podido desarrollar todas sus posibilidades, se considera su muerte como «prematura», y el duelo afecta profundamente a la familia. Para no agudizar más aún el sufrimiento, la costumbre determina que los demás miembros de la comunidad eviten a los allegados del difunto. Los que pretenden demostrar su solidaridad se instalan junto a ellos, y participan del recogimiento silencioso que impera en torno a los restos mortales. A continuación, se retiran discretamente, sin pronunciar palabra, demostrando con su venida la pena que les embarga por haber perdido a un ser querido. Al hacer esto, demuestran con su presencia al lado del fallecido su inocencia respecto a su muerte. Se considera que una defunción prematura no proviene de una causa natural, sino de una agresión procedente de alguien que posee una fuerza mágica. Ahora bien, un individuo semejante no podría permanecer indemne al lado del espíritu siempre intacto de su víctima. Cualquier palabra en una situación como ésta es superflua y no haría más que añadir un sufrimiento suplementario. El silencio que envuelve a los deudos es una defensa contra la amenaza de aumentar todavía más su tristeza por medio de las condolencias o del recuerdo doloroso de los momentos compartidos (Nwoye, 1985, 186).

Conjuración del silencio

Para toda persona que se vea afectada de cerca o de lejos por el sida, la cuestión del silencio es especialmente importante. Primero de todo, por el retraso de los poderes públicos en reaccionar ante la pandemia. Por ejemplo, hay que esperar hasta mayo de 1987, y a que se produzca la muerte de más de veinte mil estadounidenses, para que el presidente Reagan mencione en un discurso la gravedad de la situación. Desde 1986 aparecían en Manhattan unos carteles, que llevaban en el centro un triángulo rosa y más abajo una inscripción en letras muy destacadas que decía Silencio = Muerte. Este eslogan lo retomará el grupo Act-Up con el fin de sacudir la inercia social y política, la indiferencia y la ignorancia que favorecen la propagación de la enfermedad (Meyer, 1995, 60 sq.). En aquellos lugares donde imperan la muerte y el dolor han hecho su aparición en los últimos años diversas formas de resistencia al olvido, con el fin de romper el silencio que se cierne sobre los casos que se van sucediendo. En las instituciones asistenciales, en las asociaciones de acompañantes, en el entorno de las personas próximas a los desaparecidos —desamparados todos ante tanta desgracia que afecta a muchos jóvenes—, ha surgido la necesidad antropológica de responsabilizarse ante este caso, de manifestar una réplica significativa para hacer frente a un silencio ensordecedor. Así, aparecen distintas ceremonias, improvisadas, pero que se repiten al poco tiempo, con lo que se produce un paso que va del símbolo al rito, del impulso a la permanencia, sucediéndose de un lugar a otro y siguiendo unos calendarios específicos. Una intensidad dolorosa compartida alumbra una liturgia colectiva. Los que participan en los rituales se unen en un mismo fervor: una solidaridad contra la enfermedad que trivializa la muerte y golpea sin miramientos hasta a los más jóvenes, incluso a aquéllos cuyas ganas de vivir no se había puesto en duda. Arnaud Marty-Lavauzelle lo expresa rotundamente: «Los duelos en los casos de sida no son como los demás… Son profundamente intensos, vividos por personas portadoras de estigmas, que sufren el mismo oprobio que el que acaba de desaparecer; y sienten la discriminación y el rechazo. No son duelos en los que se puede hablar fácilmente de uno mismo. Son duelos que tienen una especial intensidad entre las personas de luto; más todavía desde la posición del compañero de un portador del virus, o de sus padres, que no entienden cómo un hijo, más joven que ellos, haya muerto antes que ellos» (Marty-Lavauzelle, 1993, 93). Pero la estupefacción busca una salida. Y muchas ritualidades procedentes de la imaginación sociológica de grupos específicos simbolizan lo innombrable, dando un significado y aportando una actitud en esa brecha de silencio que propiciaba la angustia. Estas ritualidades son como un hilo conductor, es decir, que cuanto mayor sea el agrupamiento más fácil será restaurar la verdadera importancia del que muere; y el amor y la ternura de los supervivientes subraya una vez más la pervivencia del vínculo. Dejan huellas en la memoria, esto es, un arma contra un silencio asociado a la indiferencia, al olvido, a la desigual dignidad social de los hombres. El ritual es una apuesta colectiva de comunicación que encauza las posiciones a adoptar ante el suceso, y proporciona unas instrucciones para su resolución, una forma común de conjurar el desorden, el abismo de la sinrazón que amenazaba la relación con el mundo.

A menudo, también los amantes son marginados de los ritos funerarios organizados por las familias, que se apoderan así en el último momento de sus hijos, y rechazan su pasada identidad, sus compañías, en un intento por salvar las apariencias. A. Marty-Lavauzelle escribe: «Al principio, tuve que pasar por ciertas situaciones que me producían una gran indignación, con motivo de la muerte de mis amigos, cuando veía que la familia biológica recuperaba a un hijo del que no siempre se habían ocupado durante la enfermedad. Y, en realidad, todo el entierro había sido un intento por recuperarle, por anular todo lo que estas personas habían vivido. No querían saber nada de su tipo de vida, a su amigo ni se le nombraba, y tampoco se mencionaba la enfermedad del sida».[14] Ante esto, muchos de los que se consideran próximos al difunto se sienten obligados a inventar nuevas formas de celebración, ritos paralelos de recuperación simbólica que expresen el rechazo a esta segunda muerte, que pretende romper el vínculo social y atenta contra la memoria del individuo, aprovechándose del silencio que envuelve el drama para que todo se disuelva en el olvido, ese lado perverso de la indiferencia. Los múltiples rituales que surgen del dolor constituyen actos de resistencia, una última manera de retener al otro, de hacerle justicia, de expresarle una vez más el afecto que se le tenía y el hueco que ha dejado su ausencia. Así, sumarse a una marcha, encender velas al tiempo que se le nombra, colgar un mensaje en un globo y echarlo a continuación al aire, enumerar los nombres de los desaparecidos, recordar momentos marcados por la emoción y el silencio… Son réplicas simbólicas al olvido, una forma de responder al regalo de amor del otro con un cariño al que no hizo mella la muerte; demostrando así al difunto que su vida no ha sido inútil, pues ha dejado una huella imborrable en los que le conocieron.[15] Un movimiento de simbolización más personalizada comienza en 1988 en la comunidad homosexual de San Francisco, con motivo de una marcha con antorchas organizada por gente cercana a los fallecidos. En el transcurso de la misma, algunas personas tienen la idea de escribir el nombre de sus amigos muertos de sida y pegarlos en las paredes. Es el primer germen de los «Names projects» o patchworks con nombres, que surgieron para oponerse a la disolución de la memoria.[16] En un soporte de tela se recogen cosas que recuerden a la persona, fragmentos de su identidad: una frase, una foto, una palabra, ropa. El nombre en cada patchwork, la dedicatoria, todo quiere ser como un zarpazo al silencio: el nombre resuena como una llamada, que consigue que el otro esté simbólicamente presente. La confección del patchwork es una fuente inagotable de recuerdos, una inmersión en la historia compartida con el otro, una reflexión personal o abierta a los demás amigos en la que se piensa en lo que le habría gustado ver en la tela: los emblemas, las palabras, los distintivos… «Se tenía realmente la impresión de que, de alguna manera, se nos estaba robando la imagen de Pierre. Tal vez es por eso por lo que no siento nada cuando entro en este cementerio. Porque Pierre, oficialmente, ha muerto de una leucemia fulminante. Y esto es lo que nos ha llevado a confeccionar el patchwork, el que Pierre no murió de una leucemia fulminante. Pierre, en el patchwork, ha muerto de sida; en el patchwork, era militante de Act-Up. Aquí no se quiere saber nada de esto: es simplemente un hijo de buena familia que ha muerto, un error en el trayecto».[17] La creación del patchwork es un acto de comunicación que pasa por encima de la muerte para recobrar el rostro del otro, y recuperar intensos momentos llenos de emoción. Más allá del amor que manifiesta y del olvido que conjura, la ceremonia del patchwork constituye una afirmación política de solidaridad con los enfermos y de rebelión contra el olvido social, contra la indiferencia. «Si otro tipo de duelos suponen el olvido de las personas, la confección de un patchwork pretende justamente lo contrario. Pretende dar testimonio de que la persona, así es, ha muerto de sida; pero no ha muerto en vano, pues continúa haciéndose presente, y está ahí para decir: se muere de sida, hay otras personas que están a punto de morir, ya es hora de que los vivos empiecen a reaccionar».[18] El patchwork es un grito compartido y, al mismo tiempo, un llamamiento individual: un gesto de ternura dirigido a una persona querida que ha desaparecido. Según dice Hugues Charbonneau, vicepresidente de Act-Up: «Un patchwork suele tener 1,80m por 0,90cm; es parecido a una mortaja, con lo que las concomitancias con el cuerpo son muy grandes. Lo que se quiere significar con esto es que por más que las personas estén muertas, no son silenciosas… Nuestra asociación ha perdido miembros, amigos, activistas, que están ahí. Todos ellos hablan. No están, pues, muertos en el silencio. No han vivido su enfermedad en silencio. Han gritado que querían vivir, han solicitado tratamientos, tener acceso a la asistencia médica. En consecuencia, una de las formas que tenemos para decir que no morirán en el silencio es hacer un patchwork» (Citado en Hirsch, 1994, 281).

Necesidad de decir

Entre las formas singulares de soportar el duelo, el enclaustramiento en el dolor da lugar a que la ausencia se enquiste y obligue a la persona a vivir tan cerca de sí que la distancia que le separa del mundo hace muy difícil que pueda disfrutar de él. Hay un silencio de medio tono que disimula el dolor y crea una pantalla de separación con los demás, que en algunos casos dura toda la vida. El deudo parece que está guiado por la rutina, manteniéndose siempre en los parajes de la tristeza, ocupado siempre en la ausencia de la otra persona pero sin nombrarla nunca, inmerso en la soledad y en un dolor inefable. Anny Duperey subraya lo importante que es hacer llorar a los niños cuando se ven afectados por la desaparición de un miembro de su familia. La consideración del suceso como algo propio, con el dolor que origina o con los gritos que arranca, da vía libre a la emoción y certifica la rebelión ante los hechos. Evita la momificación del duelo, que sería como vivir a la sombra de sí mismo. Lo que escribe a este respecto Anny Duperey vale para cualquier persona que esté de luto por un allegado: «La pena guardada con un candado no es posible que desagüe; antes al contrario, aumenta, se encona, se alimenta de silencio, y en silencio se va envenenando sin darse cuenta» (p. 73). El diálogo con la persona afectada por el duelo, en un clima de confianza, libera el dolor al arrancárselo al silencio, permitiendo dar testimonio de la memoria del desaparecido, restituyendo así un significado a su existencia, y dando una prueba conmovedora de la influencia que continúa teniendo sobre él. Chantal Saint-Jarre cuenta así su experiencia en un grupo de palabra, en Quebec, con personas a las que el sida afectaba muy de cerca: «Una mujer joven contó la dolorosa muerte, todavía reciente, de una persona cercana; algunas mujeres recordaron el impacto de una serología positiva en su vida, de por sí ya disminuida por una hemofilia severa. El choque vivido por el grupo, que escuchaba estos testimonios que hacían saltar en pedazos un muro de silencio, fue sobrecogedor. Casi podía palpar la toma de conciencia personal y colectiva que estaba a punto de hacerse realidad por primera vez» (Saint-Jarre, 1994, 22). Poder expresar el grito, el sufrimiento oculto, abre la existencia a una memoria más serena, aun cuando sea inconcebible el olvido. Hablar de grupos o de lugares de palabra supone reconocer lo arraigado que está el silencio en la existencia. La aportación de palabras es como una aportación de sentido. La escucha del otro (o de los otros, en un grupo de apoyo) hace posible cuestionar la culpabilidad que se experimenta siempre después de una desaparición o una separación. El hecho de rememorar episodios de la vida compartida, que en su momento pasaron desapercibidos pero que la muerte ilumina y otorga un nuevo significado, revive por un instante al desaparecido y deja el camino libre a la emoción individual y colectiva. La persona afectada aprende a situarse en su drama, a dominar el magma de los significados y las emociones que le oprimen, sus ambivalencias. Exterioriza verbalmente muchos aspectos afectivos ciertamente delicados, que permanecerían en la oscuridad de lo indecible de no ser por la presencia de los demás a su lado. Plantea también cuestiones dolorosas que se mantienen en suspenso, y otras que cualquier persona azotada por la enfermedad o la muerte de un ser querido se plantearía: «¿Por qué yo?», ¿la injusticia del destino?, ¿qué sentido tiene ahora la existencia? Si se consigue que varias personas se expresen desde su propio dolor, su experiencia se aclara mutuamente, entendiéndose con medias palabras, alejándose de una sensación de soledad inevitable y trágica, al descubrir que comparten un destino. Dejar vía libre al dolor sabiéndose acompañado, despertando la propia emoción del otro, permite no hundirse en la tristeza, al hacer que ésta pueda paradójicamente compartirse. La evocación conjunta de momentos vividos con el difunto permite que éste no se pierda en el olvido, en la ausencia, al revivirse las emociones de entonces. Entra por un instante en la memoria de los demás. Se dicen cosas que no podrían decirse en otro sitio, a los parientes o a los vecinos. Para acompañar a una persona que está de luto no hay que correr un tupido velo sobre su sufrimiento, sino acoger su pena, recorrer con ella su memoria personal, sus evocaciones, atravesar juntos un turbión de emociones. El tiempo en que se está de duelo deja una cicatriz de silencio, un lugar secreto en uno mismo donde el otro permanece disponible para la conversación interior, para la evocación de los recuerdos.