1. Los silencios de la conversación
Tenemos que considerar la palabra antes de ser pronunciada; ese fondo de silencio que siempre la rodea y sin el que no diría nada; debemos desvelar los hilos de silencio que se entrelazan con ella.
M. Merleau-Ponty, Signos
Las palabras en su entramado de silencio
Si el hombre se hace presente, ante todo, con su palabra también lo hace inevitablemente con su silencio. La relación con el mundo no sólo se teje en la continuidad del lenguaje, sino también en los momentos de reflexión, contemplación o retiro, es decir, en los muchos momentos en que el hombre calla. El latín distingue dos formas de silencio: tacere es un verbo activo, cuyo sujeto es una persona, que significa interrupción o ausencia de palabra; silere es un verbo intransitivo, que no sólo se aplica al hombre sino también a la naturaleza, a los objetos o a los animales, y que expresa la tranquilidad, una presencia apacible que ningún ruido interrumpe.[1] El griego, con las palabras siôpân (callarse) y si gân (estar en silencio), también distingue entre el hecho de bañarse en el silencio y callarse. Permanecer en silencio cuando se va andando por la calle, mientras se contempla un paisaje o se está descansando no tiene forzosamente ningún significado de cara a los demás. Nadie se siente, en principio, cuestionado por una reserva que, en muchos casos, las circunstancias e, incluso, las costumbres suelen reclamar. Silere, por su parte, hace más bien referencia a la soledad del individuo o a la escasa repercusión que sobre el grupo tiene su presencia: su silencio no preocupa a nadie. En cambio, en el callarse se produce una retirada fuera del lenguaje, una voluntad explícita de no ofrecer la propia palabra al otro. Tacere se da en el marco de una conversación e implica que uno de los interlocutores guarda silencio confiriendo a su proceder un significado inequívoco capaz de causar extrañeza en los demás.
En los vaivenes incesantes de la conversación, silere y tacere se alternan, participan en los juegos de los significados y se conjugan con un tercer aspecto, más técnico: la necesidad de las pausas para que el habla no se asfixie en un tropel de palabras. La conversación se nutre de palabras y silencios. Cuando una persona se calla, no por ello deja de comunicar. El silencio no es nunca el vacío, sino la respiración entre las palabras, el repliegue momentáneo que permite el fluir de los significados, el intercambio de miradas y emociones, el sopesar ya sea las frases que se amontonan en los labios o el eco de su recepción, es el tacto que cede el uso de la palabra mediante una ligera inflexión de voz, aprovechada de inmediato por el que espera el momento favorable. «Es el tejido intersticial, que pone de relieve los signos desgranados a lo largo del camino del tiempo, unos signos que valoran la calidad y la pureza del silencio», escribe J. de Burbon Busset (1984, 13). Cada palabra remueve el silencio a su manera y da su impulso al intercambio. El silencio, a su vez, también remueve la palabra dándole un matiz especial. No puede prescindir el uno del otro, de lo contrario se pierden y acaban rompiendo la ligereza del lenguaje.
Toda conversación es un tejer de silencios y palabras, de pausa y habla, que crea la respiración del intercambio; es un vaivén entre el pensamiento difuso y los enunciados. Las palabras y el estilo del discurso no colman por sí solos la esencia de la conversación: el ritmo del intercambio, la voz, las miradas, los gestos y la distancia que se mantiene con el otro también contribuyen al fluir de los significados. El hombre no es sólo su discurso: el contenido de la palabra sólo es una dimensión del proceso comunicativo, las pausas, las formas de decir o callar y los silencios también son importantes. La voz se interrumpe, recupera su aliento o deja que el otro responda. Los breves silencios que salpican la discusión conceden un instante de reflexión antes de proseguir con el razonamiento, comprueban el acuerdo del otro acerca de una frase que susceptible de provocar divergencia o proporcionan un momento de divagación. Equivalente hablado de la puntuación —que da legibilidad al texto—, los silencios separan las palabras y las frases, y permiten al otro comprender. Sirven para ponderar los términos más adecuados para transmitir cada idea y para distribuir los turnos de palabra. Cuando la voz disminuye de intensidad y se dispone a callarse o a coger aire, el otro sabe que puede retomar su discurso y plantear sus argumentos. Lejos de separarlos, el hilo del silencio enlaza los discursos y los hace inteligibles; y favorece la fluidez de la conversación. Abre un espacio de libertad en el diálogo y permite a cada interlocutor participar, para cambiar el rumbo de la conversación, relanzarla o ponerle punto final. El silencio es un modulador de la comunicación, un balancín cuyos movimientos permiten que la palabra pase tranquila de un individuo a otro, siempre que ambos le dan el mismo significado. En realidad, la claridad semántica del lenguaje se asienta sobre este tejer de voz y silencio en consonancia con las normas del régimen cultural de la palabra propio de cada grupo social.
La comunicación, sin un reverso de silencio, es impensable; se atascaría en un flujo continuo de palabras que haría imposible el habla, pues toda palabra estaría condenada desde su misma emisión. En las pausas del discurso se urde el mensaje del que habla, y la recepción por parte de los que dialogan con él. Las investigaciones llevadas a cabo sobre la economía de la conversación distinguen dos formas de pausa. El silencio «rápido», por un lado: el que se ajusta a la horizontalidad del lenguaje, no dura más de dos segundos pero es frecuente y manifiesta la vacilación en la elección de las palabras o en la estructura gramatical de la frase. En principio, la propia prosecución del discurso lo diluye de inmediato, hasta el punto de que pasa prácticamente desapercibido, a no ser que dé paso a una expresión deficiente o al uso de un término extranjero por parte del interlocutor. Apenas tiene significativo, salvo cuando acaba perjudicando la tranquilidad con la que conviene recibir el mensaje. El silencio «lento» tiene, por su parte, otro significado: marca más bien una especie de escansión en la tonalidad de la conversación y referida al contenido de lo que se dice. Suele ir unido a una búsqueda de expresiones, argumentos, razonamientos; pone en marcha los recuerdos y subraya la afectividad que aportan los distintos interlocutores (Bruneau, 1973, 23 sq.).
Usos culturales del silencio
El lenguaje para ser inteligible necesita de la puntuación de silencio. El uso, y ruptura, de esta puntuación requiere de cierta aptitud, pues de lo contrario da lugar a situaciones incómodas.[2] Debe adecuarse al ritmo de los interlocutores, a su forma de tomar la palabra y de decidir, ya que cualquier disparidad puede producir un malestar más o menos grave. La irritación puede nacer por culpa del que «se toma su tiempo», procede con «exasperante» lentitud e impone unos silencios que van destilando la impaciencia o el enojo de quien está acostumbrado a un ritmo más ágil. A la inversa, la irritación también surge ante aquél que, por su excesiva velocidad al hablar y su incapacidad para escuchar, prescinde de las pausas y dificulta la atención sostenida. David Lepoutre, en su estudio sobre los jóvenes de la periferia del norte de París, subraya la conocida rapidez de palabra de algunos adolescentes. Las conversaciones fluyen a una velocidad excluyente y que expone a las rechiflas a todo aquél que tenga el verbo lento o titubeante. El silencio sólo aparece para recuperar el aliento. Un día Lepoutre se encontró a un joven en el portal de su edificio; ni uno ni otro supieron propiciar la comunicación. El joven Samir no tardó en exteriorizar su malestar y acabó estallando: «Tras unos momentos embarazosos, y ante mi insistente silencio, acabó por lanzarme, no sin cierta ironía, esta orden brutal y liberadora: “¡Habla!”» (Lepoutre, 1997, 132). El impacto de un intercambio entre sus protagonistas depende, más allá de su contenido, del ritmo y de la alternancia entre tiempo de palabra y tiempo de pausa a los que cada uno esté acostumbrado.
La cantidad de silencio necesaria tanto para dar claridad a la elocución como para poder comprender un discurso depende de la posición cultural de cada grupo. Son muchos y distintos los usos del silencio y su coincidencia puede dar lugar a malentendidos, a interpretaciones divergentes. Aquí, el malestar no procede tanto del contenido de lo que se dice como de la distribución y duración del silencio. Las distintas formas de hablar, las pausas más o menos largas, suscitan juicios de valor en aquéllos que practican otros ritmos o intentan mantener un determinado caudal de palabras en el transcurso de la conversación. A los indios athabascan, por ejemplo, sus vecinos americanos les consideran «pasivos, huraños, ensimismados, poco dados a la controversia, perezosos, atrasados, destructivos, hostiles, egoístas, insociables y estúpidos» (Scollon, 1985, 24). Estos calificativos se deben fundamentalmente a sus respectivas actitudes en la conversación. La sobriedad de los indios athabascan, sus pausas más prolongadas, sus turnos de palabra que no ejercen tan pronto como ha callado el interlocutor, desarman al que no está acostumbrado a esta forma de discusión y le incitan a calificarlos con estereotipos negativos, sin advertir en ningún momento que se le podrían atribuir a él los estereotipos de signo contrario: charlatán, pesado, superficial, nervioso, agresivo, etc. La mayor o menor distancia entre la pausa y el habla es decisiva para tachar a los interlocutores ya sea de taciturnos o locuaces. Basso señala que los apaches, conocidos por su actitud reservada, tildan a los blancos de impulsivos, locuaces y otros calificativos que para ellos tienen una connotación negativa (Basso, 1979). Los que hablan deprisa y los que hablan despacio suelen descalificarse mutuamente. Unos consideran que sus interlocutores son excesivamente reservados y poco cooperantes; y los otros creen que son dominantes y que hacen lo que sea con tal de expresarse (Tannen, 1985, 108). Los navajos prolongan sus pausas y cuando alguien plantea una cuestión ante un grupo suelen ser los que no son navajos los que, desconcertados por una espera que supera todo lo imaginable, acaban respondiendo (Saville-Troike, 1985, 13). Según R. Carroll, los estadounidenses de clase media se quejan a menudo de que los franceses les interrumpen continuamente sin respetar las pausas. Sin embargo, este tipo de comportamiento es todo un ritual en las discusiones francesas: no se corta al interlocutor en mitad de una palabra o de una frase pero se aprovecha la más mínima inflexión de voz para recuperar el turno de palabra. Al no estar el estadounidense acostumbrado a este ritmo y a esta forma de actuar, le cuesta acabar su discurso, siente cierta frustración y acaba tildando de superficial a un interlocutor que le plantea cuestiones sin esperar las respuestas (Carroll, 1987, 62).
Dentro de un marco social específico, cada interlocutor se acoge a un «estatuto de participación» (Goffman, 1991, 223 sq.) ligado a su edad, sexo, posición social, familiar, etc. En virtud de este estatuto se le concede al interlocutor un determinado nivel de contribución activa a la conversación —dependiendo también del contenido o del grado de familiaridad de ésta—, así como unos derechos y deberes relativos a su margen de silencio.
El otro es abordado en base a este estatuto que define sus derechos y deberes implícitos en el transcurso del intercambio. En función del estatuto de participación se escogen o se excluyen interlocutores; concede la autoridad en el control de la discusión y establece las jerarquías en las tomas de palabra; marca la pauta sobre los temas que pueden abordarse y los que conviene evitar, y permite estimar la probable duración de una interacción. De él se deriva el tiempo de silencio lícito, el que no incomoda a nadie, y el tiempo del silencio que por el contrario provoca desconcierto e impaciencia. Dependiendo de los interlocutores y del marco del encuentro, toda situación exige una sutil dosificación de palabras y silencio. Una infracción de las reglas implícitas de una conversación en un determinado contexto provoca el malestar, aunque solo sea en uno de sus miembros, y reclama una solución.
En un mismo grupo social, los desfases producidos por los distintos usos de las pausas y del turno de palabra suscitan apreciaciones positivas o negativas, según sea el grado de semejanza de los usos. Una investigación realizada entre un grupo de mujeres culturalmente homogéneo de un colegio de Maryland, llegó a la conclusión de que las mujeres que usan pausas breves despiertan más simpatías entre sus interlocutores, que las consideran cooperantes, simpáticas, atentas, expresivas, sociables, etc. Al contrario, las compañeras que se toman pausas más largas reciben los siguientes calificativos: reservadas, despegadas, taciturnas, sobrias, tímidas, rígidas, frustradas, etc. (Feldstein, Alberti, BenDebba, 1979). Dentro de un mismo régimen de palabra las singularidades personales inspiran juicios más o menos propicios según los casos concretos. Para las clases medias de la costa Este de los Estados Unidos más vale hablar que callarse y hacerlo sin pensárselo mucho ni recurrir en exceso a las pausas. Al emitir juicios sobre el otro recurren, sin darse cuenta, a determinados valores implícitos que legitiman la palabra o el silencio, la necesaria sobriedad de la palabra o, a la inversa, el fluir de una conversación que nada interrumpe. Ninguna regla universal rige las manifestaciones de la palabra o del silencio en las conversaciones: el malentendido o los juicios negativos sobre el otro se dan, de manera espontánea, cuando unas personas, pertenecientes a distintos regímenes del habla, creen que su forma de hablar es la única normal.
Los regímenes del habla, que resuelven cada uno a su manera la combinación entre palabra y silencio, son el resultado de un proceso de educación que se asienta deshaciendo cualquier arbitrariedad y ofreciéndose como «natural», y despierta la sospecha ante los que van contra su evidencia. El arte de la conversación, encauzado por esos esquemas culturales que los protagonistas redefinen a cada instante, no consiste sólo en saber hablar sino, sobre todo, en saber callar en su momento, y en permitir que se instale en el centro de la conversación un silencio específico capaz de proveer las pausas necesarias en el habla y en el reparto de los tiempos para los discursos respectivos. Los locutores aprovechan estos intervalos para tomar posiciones, calibrar el esfuerzo que requiere la discusión y decidir la actitud a adoptar. Ningún discurso sin pausas, sin turnos de palabra, ninguna palabra sin un reverso de silencio. El saber en qué momento callar o hablar radica en la «competencia de comunicación» (Hymes, 1974) de los protagonistas, en su conocimiento de los usos y en su interpretación de las circunstancias de cada conversación. «Toda lengua tiene su propio mutismo», escribe E. Canetti (1978, 34).
El sexo del silencio
La frontera del sexo aboca culturalmente a un cierto estilo de comunicación al que resulta difícil sustraerse. En función de las sociedades y del lugar que ocupe en ellas, la mujer no dispone de la misma amplitud de palabra que el hombre, suele estar infravalorada. El Nuevo Testamento ya le indica, por medio de San Pablo, la obligación de callarse: «Durante la instrucción, la mujer debe guardar silencio con total sumisión. No consiento que la mujer enseñe ni domine al hombre. Debe mantenerse en silencio» (Timoteo, 2, 11-13). La palabra de la mujer en nuestras sociedades parece ser un complemento de la del hombre, subsidiaria de una primera formulación. En realidad, no siempre disfruta de una situación de igualdad. Los hombres tienen la tendencia, sin pretenderlo, a jugar un papel determinante en el curso de la conversación, tomando sin muchos miramientos la palabra, no cediéndola siempre de buen grado, interrumpiendo con más facilidad a una mujer que a un hombre, etc. Dos investigadores estadounidenses (Zimmerman y West, 1975) hicieron un estudio de diez conversaciones entre mujeres, entre hombres y entre parejas. Los datos analizados se obtuvieron en el transcurso de conversaciones mantenidas en lugares comunes de una comunidad universitaria. Los dos autores advierten que los hombres son responsables del 98% de las interrupciones y de todos los enfrentamientos. En las parejas de hombres y en las de mujeres sólo se produjeron siete interrupciones. En las parejas mixtas, las interrupciones ascendieron a cuarenta y ocho, y prácticamente todas las provocaron los hombres. Y las mujeres ni protestaron, ni intentaron retomar acto seguido la palabra: se limitaron a aceptar la situación (ver también West, 1983). Experiencias análogas llevadas a cabo con parejas adulto-niño arrojan resultados parecidos: el niño sufría un trato parecido al de la mujer. Zimmerman y West llegan a la conclusión de que la disparidad existente entre el hombre y la mujer alimenta y se proyecta sobre la desigualdad en el uso de la palabra. M. Yaguello da con estas mismas modalidades inconscientes en diferentes campos institucionales, como entre chicos y chicas en las escuelas o entre colegas masculinos y femeninos en las reuniones de trabajo en la universidad (Yaguello, 1992, 49).
Los procedimientos de la interacción verbal conceden en principio un mayor margen de maniobra al hombre, aunque no siempre tenga consciencia de ello. A la mujer se le permite hablar en menos ocasiones, y muy a menudo se ve forzada al silencio. Curiosamente, se la suele asociar con la incontinencia verbal, con la palabra intrascendente, pero lo cierto es que se le escatima su derecho a hablar, cuando no se le niega. «Aprenderé a callarme, a observar, a hacer alusiones, a señalar, a interpretar, y a esperar», escribe, por ejemplo, E. G. Belotti (1983, 13). De ahí el comentario de Annie Leclerc sobre la necesidad que tienen las mujeres de «inventar un discurso que no sea opresivo. Un discurso que no corte la palabra, pero distinga los usos del habla» (Leclerc, 1974, 11).
La mujer se mantiene, a veces, como acurrucada en el silencio, sin encontrar legitimidad para expresarse. Una maraña de cosas silenciadas, de represiones, complica las relaciones de algunas parejas y, en ocasiones, acaba afectando al hijo. Malentendido a menudo doloroso incluso para el hombre que se enquistó en una actitud y no consigue modificar las relaciones que él mismo ha contribuido a instaurar, al mismo tiempo que la mujer renuncia a cambiar las cosas. Belotti cuenta así la historia de un hombre que vive a duras penas la ausencia de comunicación con su compañera y su hija. Estas no le hablan nunca, y él no sabe cómo recomponer una comunicación que se ha ido deteriorando a lo largo del tiempo sin darse cuenta. Un día que vuelve a casa antes que de costumbre oye muchas risas en el apartamento: son su mujer y su hija hablando alegremente y sin cortapisas. Cuando éstas se percatan de su presencia se callan inmediatamente. La mujer se siente incómoda, y se excusa por haber hecho tanto ruido, pues no sabía que había llegado. El hombre descubre con desolación hasta qué punto ha permanecido al margen de la más mínima complicidad con una y otra. Él creía que eran silenciosas, discretas; y se descubre ahora doblemente excluido de un universo que tanto querría compartir, pero para ello tendría que escribir de nuevo su historia y sus relaciones con su esposa. Se acuerda de los primeros momentos de su matrimonio, cuando ella esbozaba palabras y gestos de ternura, y él no se atrevía a responder. «Siempre tuve terror a las manifestaciones de ternura, me daban pánico, las rechazaba siempre como si me fuesen a hacer correr un grave peligro, no sabía cuál, ni lo he sabido nunca. Tal vez si ella hubiese insistido… Pero en seguida se desanimaba» (Belotti, 1983, 38). Entonces el silencio se enquista y se convierte en un sufrimiento no confesado de la pareja, cuyo origen está en la primigenia escucha indiferente o crispada del hombre.[3]
Belotti también recuerda amargamente su infancia con una madre permanentemente afligida y petrificada por el silencio. «No sabía reivindicar sus derechos. Daba tumbos, como tantas otras mujeres de su edad y situación, para escapar de este estado de impotencia y sufrimiento específico de las mujeres, que su propia madre le había transmitido y que ella había vivido con perplejidad, con el sentimiento de los agravios e injusticias sufridos; pero nunca logró dar con unas explicaciones que fuesen más allá de su propio caso.
Y ésta era la herencia que ahora recibía de ella… Pero yo la repudiaba al rechazar el silencio» (Belotti, 1983, 64-65). La inhibición de la palabra es un repliegue sobre sí mismo, el tributo a una situación de desigualdad que a veces se hace patente en las parejas. El silencio es entonces un sufrimiento del que el hombre no siempre puede escapar, al no saber cómo restaurar una relación en la que sólo tiene certeza de su propia soledad. El silencio tiene un sexo privilegiado, aunque nadie disponga, en definitiva, del monopolio sobre el mismo. De forma un tanto inquietante, muchos estudios tradicionales insisten en resaltar la incontinencia verbal de las mujeres, su discurso hueco y el abuso que hacen del lenguaje. Incluso cuando la mujer no dice nada, está diciendo demasiado. Paradójica condición que convierte a la lengua en el monopolio de un sexo.
El umbral de la conversación
El inicio de una conversación implica una ruptura del silencio que exige, por lo tanto, el concurso de unas prácticas sociales ajustadas a las situaciones y a los potenciales interlocutores. La entrada en materia se produce sin dificultades entre personas que se conocen o tratan un asunto bien definido. En cambio, los encuentros entre personas que no se conocen, reunidas por circunstancias más o menos previstas de antemano, provocan un momento inicial de silencio, que sirve para conseguir el mutuo acomodo y para buscar los términos adecuados para poner en marcha la conversación. La mayoría de las veces, el malestar es imperceptible. Una serie de fórmulas estereotipadas —sobre el tiempo que hace, sobre las incidencias del viaje o, más sencillamente, el acto de presentarse unos a otros—, provocan la entrada en materia y disipan de golpe la amenaza del silencio. Al contrario, la interacción resulta más difícil de engarzar cuando un individuo de apariencia normal para su comunidad social se encuentra, por primera vez, con alguien que sufre una minusvalía física o sensorial; una desfiguración, por ejemplo, o cualquier otra particularidad visible. El «normal» se detiene un instante, y la sorpresa le deja sin saber qué decir. Casi siempre se impone un breve silencio a causa del desconcierto inicial. El otro está acostumbrado a disponer de un estrecho margen de acción ante estos comportamientos. Para evitar el malestar, suele tomar precauciones a fin de no incomodar a la gente que se cruza en su camino. Acercarse lentamente, simular cierta indecisión, consultar el reloj, mirar el paisaje: son actitudes dirigidas al interlocutor para acompañar su acercamiento, vías de acceso que preservan sus defensas y le dan tiempo para digerir su sorpresa y hacer como si no pasara nada. Un silencio de ajuste cuya sutileza pretende aminorar el recelo del «normal». El otro, acostumbrado a este tipo de situaciones, toma a menudo la iniciativa con un comentario jocoso o con una fórmula clásica que permite «romper el hielo».
Cualquier quiebra en el esquema habitual de la interacción provoca la interrupción provisional de la palabra, la indecisión, la duda y la inquietud del observador. El testigo de una declaración inesperada o embarazosa también suele sumergirse en el silencio, desconcertado ante una vulneración del estatuto de participación de un interlocutor y obligado a buscar el motivo de semejante desliz. El fluir de la interacción, de suyo agradable, encuentra un obstáculo cuando uno de los intervinientes toma una vía transversal; superada la sorpresa se ha de procurar retomar la vía común, sin perder la cara ni poner en riesgo la del causante de la confusión. Un comportamiento llamativo, un accidente de tráfico, un altercado entre dos automovilistas, un ruido inesperado, suspenden la conversación y aguzan una curiosidad que aunque por un instante permanece muda, no tarda en desembocar en una actitud consecuente en la que se vierten comentarios más o menos pródigos según la gravedad de lo ocurrido. Si la escena es dramática, las ganas de hablar brillarán por su ausencia, y la emoción llevará a los testigos al recogimiento interior. El silencio contiene la efusión y hace que las palabras resulten inoportunas o insuficientes. Cualquier acontecimiento insólito que entrañe la amenaza de lo desconocido provoca un repliegue sobre uno mismo cargado de interrogaciones, y hace que tanto el individuo afectado como el público adecúen su actitud.
El silencio, además de un recurso para hacer frente a una situación embarazosa, se convierte a veces en una forma habitual y normalizada de recibir al otro. Algunas sociedades instituyen un silencio previo que sirve para entrar en materia antes de identificar debidamente al interlocutor extraño. Las miradas se cruzan, tal vez se intercambie un breve saludo y aunque la circunstancia permita iniciar el diálogo, éste se suspende a la espera de tener un conocimiento más profundo del otro, que es lo que realmente proporciona la confianza necesaria para entablar una interacción. El silencio es entonces una forma de ritualización del asombro y permite al mismo tiempo desplegar un sistema de valoración capaz de familiarizarse con las nuevas circunstancias. Marca una posición de espera y de observación ante una situación ambigua en la que los papeles tradicionalmente establecidos no acaban de imponerse. Los miembros de una comunidad apache del centro-este de Arizona, por ejemplo, instauran este silencio cuando se encuentran con un extraño, apache o no, al que no identifican de entrada. Si éste se apresura en tomar la iniciativa y aborda a su interlocutor sin las debidas precauciones se tropezará con un mutismo total. El apache sospecha que tiene intenciones poco claras, o que viene a pedir dinero o algún favor. Su actitud excesivamente franca inquieta, pues el establecimiento del vínculo social es una cosa muy seria, que exige prudencia y tiempo. La incertidumbre también suele estar presente en los primeros momentos de la relación amorosa entre los jóvenes apaches: la conciencia de la distancia que les separa les aleja aún más uno del otro. Son necesarias unas cuantas semanas de mutua aproximación antes de que puedan dirigirse la palabra sin torpeza. Asimismo, cuando regresa un pariente tras una larga ausencia, sobre todo si se trata de un joven, es costumbre que los padres permanezcan en silencio tras las pocas palabras de saludo. Se escucha al recién llegado sin dar inicio a ningún diálogo. La familia ha de acomodarse a una situación todavía ambigua, cargada de incertidumbres. Se teme sobre todo que el joven haya sucumbido, en su estancia junto a los blancos, ante malas inclinaciones y que haya dejado de ser el que era antes de su partida. Para ello, se le observa durante algunos días antes de reanudar con él las conversaciones de siempre (Basso, 1972, 67-87).
El silencio se utiliza, así, para aplazar un encuentro cuando la situación es incierta, y acompaña el juicio que decide si es o no pertinente hacer uso de la palabra. Este silencio será más o menos largo y pesado según sea la circunstancia; viene a ser una especie de compartimento estanco que establece la transición entre dos mundos. En realidad, la entrada en materia, ya sea de forma locuaz o silenciosa, es un rito de conjuración de otro silencio: el que precede al encuentro. Del mismo modo que hay que eliminar los riesgos de la toma de contacto, hay que rodear de signos familiares el momento de la separación, pues en el silencio concluyen necesariamente todas las conversaciones, hasta las más animadas o amorosas. Unas cuantas formas rituales indican que el diálogo camina hacia su conclusión. Puede ser mediante interjecciones («¡Bueno!», «¡Bien, pues ya es hora!», «dicho lo cual», etc.); una disminución en el caudal de las palabras; una duración más larga entre las respectivas intervenciones; miradas que se dirigen hacia otro sitio; la formulación de un enunciado genérico, casi enfático («no hay nada que hacer», «así es», «¡Así es la vida!», «ya se verá», etc.); o cuando uno de los participantes en la conversación se aleja ligeramente o, por el contrario, se acerca para despedirse. En definitiva, fórmulas simbólicas que anuncian la conclusión del intercambio.
Silencios de circunstancias
El silencio puede ser una elección especialmente apreciada, en la medida en que propicia con naturalidad una necesaria sobriedad de lenguaje; pero también puede ser el efecto de unas circunstancias que llevan al individuo a contener su deseo de hablar, por temor a una situación que no domina. Cuando una conversación no sigue las condiciones habituales, el individuo se desconcierta y reacciona con disgusto, con frases hechas, titubeos o respuestas lacónicas. Intimidado por su interlocutor, descolocado ante una situación que le supera, teme meter la pata o sufrir las consecuencias de una revelación que descubra su torpeza. O, también, se queda sin saber qué decir, al no entender lo que el otro espera de él. La reserva es entonces un sistema de defensa, aunque suela aparece ante los demás como una carencia personal. Esta situación es frecuente en las relaciones entre individuos de distinto nivel social o cuando un niño se encuentra ante un adulto.
Labov, en su ya clásico estudio sobre las interacciones verbales de los niños negros de Harlem, ilustra los distintos comportamientos de estos niños según sea el contexto de sus intercambios. Un entrevistador blanco, amable y expresivo, curtido en los métodos de la psicología, mantiene una entrevista con un niño en un aula. Le da un juguete y le pide que se exprese a su aire sobre el juguete en cuestión. Pero, ante una situación tan artificiosa, el niño titubea, se hace un lío, marca largos periodos de silencio, al mismo tiempo que el entrevistador se ve incapaz de suscitar un debate más amplio. Según Labov, las curvas de entonación traducen implícitamente la aceptación por el niño de una espera que no comprende. Sus entonaciones significan simbólicamente un: «¿Está bien así?». El niño se siente observado, juzgado, teme pronunciar alguna palabra que pueda volverse en su contra. Se encuentra sometido a una relación de autoridad que le produce malestar y desconfianza. Su discurso está entrecortado por numerosos silencios que van jalonando otras tantas zonas de repliegue detrás del lenguaje, donde busca un refugio inhóspito y provisional. En cambio, la situación se transforma radicalmente si el mismo niño se encuentra ante un adolescente negro del gueto, si la entrevista se desarrolla en su casa o en la de un amigo o si se le habla de objetos que formen parte de su vida cotidiana, en presencia de un compañero de su edad. Entonces, en un contexto donde impera la confianza, donde la familiaridad de los lugares disipa la desigualdad y la extrañeza de la entrevista, el silencio desaparece por completo: «El niño que hablaba con monosílabos, que no tenía nada que decir sobre nada, y que no recordaba lo que había hecho el día anterior, ha desaparecido sin dejar rastro. Vemos ahora dos muchachos que tienen tantas cosas que decirse que no dejan de interrumpirse; además, no parecen tener ninguna dificultad a la hora de expresarse» (Labov, 1978, 123).
El mutismo o las frases hechas a los que se aferran algunos niños y adultos suelen ir unidos a unas condiciones sociales que las personas creen no poder controlar, porque están alejadas de su habitual capacidad de comunicación. El niño que permanece mudo o que es simplemente silencioso, adopta una posición de repliegue para protegerse de lo que no comprende o de una situación que exige tiempo para poder familiarizarse con ella. Así, en las escuelas americanas, los niños amerindios tienen fama de ser silenciosos, tímidos, indiferentes ante las actividades escolares, poco inmersos en el ambiente de competencia que reina en la clase. Los jóvenes siux se resisten a las insistentes invitaciones que les hacen sus profesores para que tomen la palabra y cuando la toman sólo pronuncian unas cuantas frases lacónicas y estereotipadas. Ahora bien, estos niños, al igual que los de Harlem descritos por Labov, no presentan ninguna dificultad de comunicación dentro de su medio social o cuando juegan entre ellos en el recreo. No hay, por lo tanto, una dificultad lingüística o problemas psicológicos sino un contraste entre unos regímenes de comunicación demasiado alejados entre sí. La sobriedad de palabra de la cultura siux no encaja bien con un sistema escolar más bien locuaz y que, por cuestiones de aprendizaje, aligera la carga del lenguaje. El régimen de palabra de la escuela desposee al niño del dominio que tiene de las reglas de comunicación de su grupo (Dumont, 1972). En Warm Springs, Philips describe una comunidad donde la palabra de cada uno tiene el mismo valor, nadie queda marginado de las actividades comunes: es una sociedad sin jerarquía social. En su experiencia escolar, el niño de esa comunidad se sorprende ante la posición especial del profesor, la ampulosidad de su discurso o su autoridad, que en nada se parecen a las relaciones sociales y a los principios morales de su comunidad. El éxito escolar del niño dependerá del dominio que acabe teniendo de esas otras reglas de comunicación que o bien le distancian de las de su familia y de su grupo o le obligan a llevar una vida desdoblada, basada en sistemas de comportamiento incompatibles, que se van alternando a lo largo del día según las circunstancias (Philips, 1972; Devereux, 1966).
Las conversaciones son muy escasas entre los internos de esas instituciones, como algunos hospicios y ciertos servicios en los hospitales psiquiátricos, sometidas a la espera, a la parálisis de las actividades vitales y a la tranquila sumisión a un ritmo inmutable. Por otro lado, las relaciones de los internos con el personal apenas exigen intercambio verbal, poco más que algún comentario sobre la actividad del momento. Es muy frecuente, además, que la televisión esté permanentemente encendida, acompañando así la monotonía del paso del tiempo, reuniendo espectadores indiferentes, solidificando el aburrimiento y el silencio de cara a un mundo inmóvil cuya razón de ser no se vislumbra en ninguna parte. El rumor incansable de la televisión suministra a minima los estímulos imprescindibles para vivir. El imperio de ese silencio suele ser asentarse en el desinterés del personal, en la escasa atención a los internos, en la falta de animación de esos lugares. La inhibición de la palabra, el pesado silencio que interrumpe a veces el grito o el soliloquio interminable de un interno, traducen el vacío, el abandono y el desinterés de la sociedad. Un personal poco pendiente de su trabajo y de las actividades de la institución, asignado a un mismo tumo de un tiempo petrificado, sin alicientes, donde todos los días ocurre exactamente lo mismo, no está muy dispuesto a propiciar diálogos personalizados. Una serie de frases convencionales bastan para dar las mínimas indicaciones necesarias y no tener que añadir más. El discurso llega a perder todo su valor de intercambio. El silencio se convierte entonces en síntoma de una institución fosilizada, que fracasa en su intento de vitalizar las relaciones sociales debido a la rutina o a las carencias del personal.
Un discurso sin interlocutor nace reprimido: «Hablar causa más perjuicio que beneficio», dice un hombre mayor. «Si no se os contesta, si los demás se burlan u os hablan pensando en otra cosa, ¡qué más da!», afirma otro. Un discurso sin respuesta, desprovisto de contenido social, opta finalmente por callarse y situarse en una especie de retaguardia. El silencio se transforma entonces en un refugio desde el que se evita la respuesta negativa o convencional. Con el paso del tiempo, la rareza del discurso se convierte incluso en un valor apreciado; así lo ha señalado Stuart Sigman (y otros muchos) tras analizar las interacciones en un geriátrico estadounidense. «Es interesante destacar que, en una u otra ocasión, todos mis informadores expresaron una opinión negativa sobre el discurso “demasiado abundante”. Los internos afirmaban con orgullo que, si no tenían nada que decir, no se sentían obligados a mantener un diálogo con la gente de su entorno» (Sigman, 1981, 259). Los intercambios verbales en esa institución no suman al cabo del día los veinte minutos para unos internos que están juntos de la mañana a la noche. Algunas frases intrascendentes sobre el tiempo, la comida, si es o no hora de irse a la cama, etc., van acompasando el fluir del tiempo y acotando el escueto el mensaje que garantiza una vida sin tropiezos. Basta con que la palabra proporcione regularmente su murmullo tranquilizador, para que el silencio aparezca como una elección, como la elegancia de una moral colectiva que bordea la sabiduría. El tiempo se disipa en la repetición y conjura el riesgo de lo inédito que pueda venir a irrumpir súbitamente y obligar a modificar unos comportamientos muy arraigados. La capa de silencio que envuelve a los internos es el emblema mórbido de una institución donde nadie tiene nada que decirse. La repetición sin tregua de las rutinas les confiere la evidencia de su necesidad, y la ausencia de palabras acaba generando la sensación de que se ha alcanzado un ideal de conducta libre y sabiamente escogido. Estamos, sin embargo, muy lejos de una cultura del silencio, de una relación con el mundo marcada por una plenitud tan grande que hace inútil la palabra.
Para poder hablar hay que tener algo que decir y un interlocutor que escuche con interés y esté dispuesto a anudar un diálogo. De ahí las conversaciones inagotables que mantienen los internos con motivo de la llegada de un novato —un joven trabajador en prácticas, por ejemplo— o de un nuevo empleado que todavía cree en la importancia de su tarea. Ante los ojos sorprendidos de los «de la casa», el enfermo que permanece mudo o el anciano indiferente se entregan a veces a un discurso inesperado.
Si el personal intenta establecer el contacto, trata de forma individual al interno, lo nombra, entonces las conversaciones se entablan y los rostros ya no reflejan el vacío que el visitante palpa al recorrer estos lugares entregados a la rutina de estos servicios sociales situados fuera del tiempo. Las visitas de parientes y allegados también desatan las lenguas. En los lugares donde los internos dejan de ejercer su papel habitual, y realizan actividades que les sirven de expansión (cerámica, teatro, cocina, tejidos, actividades artísticas como terapia, etc.), o que les proporcionan cuidados particulares (quinesioterapia, estética, etc.) la palabra se libera, y se suceden las carcajadas, los momentos de alegría o rabia y los discursos apasionados en los que hacen acto de presencia los afectos. Muestras todas ellas de que las personas se están involucrando en una actividad, a la que le confieren un valor y un significado. Si el silencio es a menudo una elección, la señal de una distancia propicia o prudente con respecto al mundo, en estas instituciones, en cambio, es la señal del vacío y de la falta de interés por los demás o por la sociedad: el síntoma doloroso de una carencia de sentido.
«Ha pasado un ángel»
El silencio que surge de manera natural en un discurso ilumina de tal forma la palabra que la hace inteligible y transmisible: da un peso específico al lenguaje. El silencio que atraviesa de repente la conversación puede provocar un mayor o menor desconcierto, según sean las convenciones que respecto al lenguaje tenga el grupo y el grado de participación de unos y otros. Si la palabra procede, cualquier demora en su uso provoca una incomodidad que refleja la frustración de las expectativas. Si los actores carecen de la complicidad que les permita hacer largas pausas, el silencio se convierte en un asunto delicado que requiere tacto. Si no tienen muchas cosas que decirse, una de sus mayores preocupaciones estará en evitar que se instale el silencio. Éste es como una trampa que pone en riesgo la interacción, y cuya amenaza es necesario conjurar. La gestión de las pausas y de las iniciativas verbales se convierten en una obsesión en esas conversaciones que languidecen sin que nadie logre encontrar una salida honorable. Una discusión en la que nadie llega a sentirse incómodo es aquella en la que los contornos de los respectivos silencios se armonizan.
En principio, el deber del anfitrión es mantener una reserva relativa mientras sus invitados alimentan la conversación; su labor implícita consiste en intervenir, precisamente, ante el menor síntoma de inflexión, a fin de preservar un ritmo de palabra suficientemente tranquilizador. La circulación fluida de las frases es como una vela que debe vigilarse ante el temor de que se apague. Si el silencio amenaza con prolongarse y provoca un principio de inquietud, conviene relanzar la conversación. Una pausa en el diálogo no debe nunca eternizarse. Si el anfitrión está escaso de ideas, cualquier otro invitado debe echar un cable para evitar la incomodidad que se acaba de producir, mediante una broma convencional sobre «el paso del ángel»,[4] o con una referencia humorística acerca del carácter «taciturno» de los reunidos. La risa, al provocar complicidad, ofrece la oportunidad de reanudar la conversación: es una forma de disipar la confusión. Tras el riesgo de fragmentación que ha sufrido, el grupo recupera su unidad gracias a la risa y a la rutina de la conversación. También, como quien no quiere la cosa, un comentario acertado dirigido a uno de sus miembros permite que el intercambio prosiga. Tras un momento de indecisión, en seguida se restaura el vínculo.
La baronesa Staffe, en sus reglas del saber vivir dirigidas a los hombres y mujeres distinguidos, dedica varias páginas a las normas específicas de la conversación. En concreto, proporciona a la señora de la casa una serie de consejos necesarios para atacar el silencio: una intrusión imperdonable, carente de buen gusto, que no debe producirse nunca en el transcurso de una recepción. Después de haber subrayado la necesaria discreción de la anfitriona, la baronesa apunta que «sin embargo, si recibe a personas tímidas o poco conversadoras, tendrá que poner de su parte, haciendo todos los esfuerzos necesarios e imaginables para impedir que languidezca la conversación. Puede hablar a su interlocutor de su profesión, si nota que éste gusta de la ocupación principal de su vida». Si el salón está muy concurrido, «hay que conseguir que una amable amiga íntima comparta esa función de atención y caridad social»;[5] de manera que cualquier persona aislada en la conversación general podrá beneficiarse de una atención particular, y de una discreta ayuda para conseguir entrar en la rueda de los intercambios verbales. El silencio es el enemigo, la peste que acecha cualquier manifestación mundana. Negativa presencia, el silencio es como un vacío que sumerge al grupo en el desconcierto, a no ser que alguien lo rescate con una palabra.
El silencio produce en efecto un profundo desagrado cuando llega para romper inesperadamente una conversación e instalarse sin que nadie pueda distraerse en otra cosa o perderse en la contemplación del paisaje. Los interlocutores hablaban de unas cosas y otras, dejándose llevar dulcemente por la pendiente del lenguaje, pero llega el silencio y el discurso de repente se agarrota, y no encuentra nuevos pretextos. El vacío que se crea, ajeno a cualquier ritual, es como una confrontación brutal con la intimidad del otro. Su presencia es dominante, incómoda, imposible de borrar con una acción cualquiera o una palabra que neutralice el malestar (Le Breton, 1990). Todo el mundo se siente torpe, metido hasta las cejas en una situación embarazosa, como desnudo, atravesado de parte a parte. «El silencio escruta al hombre», dice M. Picard (1953, 3). No hay nada que decir, y cualquier palabra emitida sería un burdo entretenimiento incapaz de dar el pego. El silencio se convierte en una especie de abismo que se cruza en el camino, hasta entonces tranquilo, de la conversación. Abre en el núcleo de la relación verbal un vacío de comunicación difícil de llenar ya que ha puesto de relieve la insignificancia de las palabras anteriores, la rutina que presidía el encuentro y el puro convencionalismo de las frases intercambiadas. El otro está ahí erigiéndose como un obstáculo, rompe nuestra soberanía individual al exigir una réplica que tan sólo ha de servir para conjurar el vacío y que se pronuncia con la desagradable sensación de que su único sentido consiste en salir de la situación embarazosa, o, también, en ahondarla si el otro no se presta al juego. «El silencio abrupto en medio de una conversación nos lleva de repente a lo esencial: nos desvela el precio que tenemos que pagar por la invención de la palabra», dice Cioran. Miguel Torga confiesa sus propias dificultades para mantener una discusión, y el desconcierto que sufre: «No hay nada que hacer. La conversación se arrastra a duras penas, llena de silencios, interjecciones, reticencias. Pero cuando entra en escena un tercer figurante, amigo de mi interlocutor, todo cambia súbitamente. A partir de entonces, el diálogo parece que va sobre ruedas: un intercambio muy ameno de experiencias, recuerdos y anécdotas. Conocían a las mismas personas, habían ido a las mismas playas, admiraban a las mismas mujeres… Y mientras yo, olvidado, asombrado, marginado, me limitaba a mirar impotente ese tejido verbal que me excluía».[6]
En la conversación, el silencio, si dura, es una forma de exteriorizar la intimidad. Cuando uno se calla pasan al primer plano su rostro, sus manos, y expone su cuerpo a la indiscreción del otro, sin poder evitar su atención real o imaginaria (Le Breton, 1990). El silencio que cae súbitamente sobre una discusión hace más espeso el paso del tiempo, y rompe la fluidez del significado. El espacio está como coagulado, y la interacción se convierte en una cosa chirriante, inoportuna. El tímido no sabe ya dónde meterse. Hay que hablar, poco importa lo que se diga, hay que destilar comunicación para neutralizar el desconcierto y conseguir in extremis salvar la cara. Charles Juliet, con motivo de su primer encuentro con el pintor Bram Van Velde, cuenta lo mal que lo pasó a causa de una mutua timidez, que provocó una dependencia del otro todavía más embarazosa: «Me siento, me ofrece una copa, pero no puede soportar mi mirada; se levanta y se sienta continuamente. Semejante actitud me intimida aún más, y apenas acierto a farfullar algunas preguntas. Para escapar del tormento que nos oprime y romper nuestro cara a cara casi silencioso, me propone salir a la calle. Una vez fuera, tras habernos librado de nuestras miradas, nos hemos puesto a hablar».[7] Al estar liberados de una excesiva atención sobre sus cuerpos, y una vez inmersos en el fluir del mundo que les rodea, se desatasca la palabra y los dos hombres hablan durante horas, comen juntos, y no vuelven a conocer el malestar inicial.
Para poder callarse sin riesgos ante el otro, conviene tener un conocimiento íntimo de él, para así sentirse a salvo de su mirada y de su juicio. La complicidad de la amistad o del amor dispensa de la necesidad de hablar siempre, y permite muchos momentos de abandono. Los que se desconocen también disfrutan de la tranquilidad de poder compartir juntos largos silencios sin sentirse violentos. Así, los viajes en tren o avión, los recorridos en metro o autobús, dan lugar a un ritual de interacción basado en el mutismo recíproco de personas situadas frente a frente, incluso durante horas. La discreción que aísla a los pasajeros es una forma rutinaria de silencio (Jaworski, 1993, 56 sq.);[8] domina claramente sobre la eventual toma de palabra de uno de ellos, que se arriesga a que el otro se incomode o se refugie en una respuesta lacónica. Con todo, pueden intercambiarse breves comentarios de cortesía sobre el tiempo que hace, sobre la dudosa comodidad de los asientos o el generoso deseo de que al otro, que acaba de sacar un bocadillo de la bolsa, le siente bien la comida. La duración del viaje, la temperatura del departamento, la pesadez del interventor suelen proporcionar pretextos poco comprometidos para hablar, evitan además que se produzca cualquier interpretación equivocada del silencio. La reserva silenciosa puede ser un modo deliberado de defensa, que indica una intención declarada de no entrar en contacto con el otro, de mantener las distancias. Pretende evitar la contrariedad de tener que entregarse a un diálogo que daría al traste con el deseo de descansar, leer, mirar el paisaje, reflexionar sobre un problema personal. En esa reserva, también está presente el temor a tener que entrar en una intimidad ajena que resulta difícil de romper. En estas circunstancias, la soledad sólo se preserva eficazmente mediante un muro de silencio, que nadie debe atreverse a franquear. Antes que el otro pueda sentirse en la obligación de «romper» el silencio, prefiere abstenerse antes que provocar inquietud.
El silencio aparece igualmente cuando uno de los protagonistas rompe la regla de la reciprocidad del discurso y no responde a las insistentes demandas que se le hacen: rechaza de repente la «comedia de la disponibilidad» (Goffman). Melville cuenta la historia de Bartleby, un empleado de oficina que después de haber hecho durante semanas todas las tareas de su puesto de trabajo, decide súbitamente que sólo se ocupará de algunas tareas. Su empresario le encomienda un día un sencillo encargo, pero Bartleby se niega. Con una frase lacónica: «Preferiría no hacerlo» rechaza las tareas que se le pide que haga. Y tras esa respuesta, a pesar de la insistencia de su patrono o de los otros empleados, deja de hablar, se sumerge en un silencio impenetrable que provoca una creciente inquietud. Bartleby invierte el estatuto de participación que obliga al empleado a someterse a las órdenes de su patrono o, al menos, a justificar el motivo por el que no se cumplen de inmediato. Los intentos por conseguir sacarle de su reserva fracasan completamente: la amenaza, la seducción, e incluso la compasión, tropiezan con la misma letanía a la que sigue un silencio que nadie consigue disipar. Bartleby también se niega a abandonar la oficina en la que está instalado, mudo ante las advertencias, como una indiferente muralla de silencio frente a sus asombrados compañeros, impotentes para desembarazarse de él. Cualquier intento por comprender su actitud, por indagar en su historia, tropiezan con una negativa categórica. El silencio, que no puede utilizarse ilimitadamente como respuesta en una discusión, pues provocaría tal enfado en el que pregunta que hasta le haría perder la paciencia, es la única tarjeta de presentación que tiene Bartleby. Si una persona está en desacuerdo con una tarea que se le encarga o con una cuestión que se le plantea, tiene la oportunidad de refunfuñar o de sublevarse; pero al jugárselo todo a la carta del silencio se convierte en una incomprensible fuente de discordia. Hace que los demás tengan permanentemente presente su caso, y estén preocupados, como lo demuestra la actitud de su jefe, que le busca disculpas, en un intento por retener todavía a Bartleby en la esfera social, y hasta llega a concederle un estatuto de cosa tranquila e inofensiva: «Sí, Bartleby, —pensé yo— quédate ahí tras el biombo, ya no te perseguiré; eres tan inofensivo, tan silencioso como cualquiera de estas viejas sillas; en suma, nunca estoy tan tranquilo como cuando sé que estás ahí. Al menos, siento, veo, penetro la razón de ser de mi predestinada vida… Otros pueden tener tareas más importantes que desempeñar; pero mi misión en este mundo, Bartleby, es proporcionarte una oficina para que puedas estar en ella todo el tiempo que desees».[9] El patrono cree que el copista es poseedor de una verdad que no llega a comprender. Atribuye a la marginación de Bartleby un significado que justifica su exilio del habla, y le descarga legítimamente de las reglas de la conversación y de los deberes que tiene para con él. La duda, por tanto, se acaba zanjando a su favor: por alguna misteriosa razón, que sólo él conoce, el copista se mantiene al margen de los ritos de la comunicación. Pero semejante actitud se hace insoportable si se prolonga en el tiempo. Al romper el principio de reciprocidad de los intercambios, y hacer del silencio su único medio de comunicación, Bartleby se condena a la exclusión, pues en la vida cotidiana el silencio no es más que una respuesta provisional, basada en motivos que sobreentienden los participantes de la interacción. Pero al convertirlo en el estilo de su relación con el mundo, sin que sus interlocutores puedan captar alguna brizna de sentido para comprenderle, Bartleby se convierte en un disidente y destruye el vínculo social. Utiliza el silencio como un rechazo frontal del lenguaje, y su posición es cada día más insostenible. Una decisión tan radical como ésta suscita una reacción colectiva de igual importancia: Bartleby es desterrado a Las Tumbas, un establecimiento penitenciario donde también se encierra a los locos. Allí sigue negándose a hablar y a participar en cualquier tipo de relación social. Apodado el «silencioso» por su carcelero, se deja morir de hambre.
Los regímenes del silencio
Pero la actitud de Bartleby sólo atenta contra las normas de interacción que conceden a la palabra una importancia especial. Para una sociedad que hiciese virtud del silencio o de la sobriedad de la palabra, lo sorprendente no sería tanto el mutismo de Bartleby como la obsesión de los que le rodean por hacerle hablar. No hay «silenciosos» o «locuaces» más que en función del estatuto cultural del discurso. Las reglas sociales de participación implican un régimen de palabras específico para un grupo, y para las diversas situaciones de la vida en común, y exigen del individuo que se someta sin trabas a las reglas implícitas del intercambio. La distribución del silencio y de la palabra en la conversación responde a un estatuto social y cultural que cambia de un lugar a otro y de un tiempo a otro; y también varía según las situaciones y sus protagonistas.[10] Plutarco ya veía que en el habla del espartano no había ninguna palabra superflua. Era pulcra y cortante como una cuchilla, «pues la ya conocida propensión de este pueblo al aforismo, su habilidad para las réplicas atinadas, que suelen dar en el clavo, son el fruto de una inveterada práctica de silencio» (Plutarco, 1991, 97). James Agee se enfrenta muchas veces, entre los granjeros blancos pobres de Alabama, a largos periodos de silencio, que sólo interrumpen unas pocas frases lacónicas, sin que nadie se sienta obligado a «dar conversación». «Y, en consecuencia, nuestra relación verbal es esporádica, y suele sucumbir en largos silencios que no resultan incómodos. Frases, comentarios, monosílabos sacados de las profundidades, sin pensar, como cuando se carga agua en un pozo y se derrama aquí y allá. Voces lánguidas, claras, frescas, que dan respuestas tranquilas; y silencio; y de nuevo unas pocas palabras. Pero esto realmente no es hablar, ni querer expresarse, sino una comunicación de índole diferente, más profunda, con un ritmo que completa la respuesta, y que se realiza en el silencio» (Agee, 1972, 84-85).
El «locuaz» o el «silencioso» reciben su denominación en función de un régimen cultural de la palabra, debido a la ruptura que introducen en las costumbres. Se les reprocha, respectivamente, hablar demasiado o no hablar lo bastante. En otros lugares, su relación con el lenguaje se ajustaría a las normas de la interacción. La relatividad del régimen de la palabra se traduce en la relatividad de la reputación: en algunas circunstancias, no hace falta hacer mucho para que un individuo sea tildado como «locuaz» o «silencioso», y pase a ser el centro de las críticas del grupo. En los países escandinavos, por ejemplo, inundar un encuentro con un turbión de frases incesante para luchar contra el silencio no tendría una buena acogida. En una cena entre amigos «impera el silencio de la mesa, al que naturalmente se le libera de “discursos”». Sin escapatoria posible, hay que mantenerse en un silencio religioso y esperar a que llegue el momento, sin intentar ser sutil ni divertido. Asimismo, para conseguir cierta intimidad no es imprescindible el intercambio de palabras. Durante un viaje en tren, por ejemplo, «en el que no habéis intercambiado ni una palabra con vuestro vecino de asiento, ocurrirá que éste, a la llegada, os dará las gracias por “vuestra compañía” (tack för sällskapet)» (Gras, Sotto, 1981). En Finlandia, una trama de silencio acompaña el momento de la comida, y prevalece sobre el murmullo de las conversaciones. Éstas se despachan con unas pocas palabras (Lehtonen, Sajavaara, 1985, 200).[11] En el norte de Suecia, en una comunidad lapona, K. Reisman recuerda el extremo silencio que rige las relaciones entre los individuos. Instalado durante algunos días en una casa prestada, recibe diariamente la visita de sus vecinos, que vienen a ver si todo va bien. «Les ofrecimos café. Tras unos minutos de silencio, aceptaron. Hicimos una pregunta. Todavía más silencio; y después un “sí” o un “no”. Y así durante diez minutos. Cada visita duraba una hora más o menos; estábamos sentados, muy educadamente. Durante todo este tiempo, sólo se producían seis o siete intercambios de palabra. A continuación, nuestros invitados se levantaban para irse. Y esta misma situación volvía a repetirse al día siguiente» (Reisman, 1974, 112-113). Se prefiere el silencio a un discurso inconsistente que venga sólo a llenar la duración de un encuentro. Para Lebra, la importancia del silencio en la comunicación japonesa difiere claramente de la que tiene en las sociedades occidentales; hay incluso diferencias con sus vecinos asiáticos (Lebra, 1987, 344). En su opinión, este repliegue proviene del sentimiento que tiene cada individuo de estar unido a los demás, como inscrito en una dependencia tan estrecha que coarta el uso de la palabra. El japonés se comporta con tal sobriedad de gestos y palabras que resulta muy difícil que salga de su reserva. Interioriza sus emociones y permanece aparentemente impasible a pesar de las contrariedades o de los cambios afectivos que sufra.
La cultura cuáquera tiene ese mismo gusto por el silencio, resultado de una visión del mundo que otorga la parte esencial a Dios, y poca cosa al lenguaje, al menos al lenguaje carnal (carnal language). La experiencia religiosa no se vive en un plano formal, con un clero y unos ritos, sino que se cimienta en la intimidad del hombre. Una «luz interior» subraya la presencia de Dios en cada individuo. El cuáquero rechaza la presencia de Iglesia, sacerdotes y sacramentos, pues no tolera ningún intermediario para acercarse a Dios y comulgar con su presencia. «Dios es espíritu, y los que le adoran deben hacerlo en espíritu y verdad», decía George Fox. La asamblea espera recogida en el silencio la creación, en cada fiel, de un camino propicio para la venida de Dios. La celebración de un rito preestablecido iría en contra de este deseo de una presencia divina esencialmente libre, a la que el hombre no tiene más opción que someterse. Una liturgia basada en el silencio y la interioridad caracteriza así la oración cuáquera. Pero este silencio no es un fin en sí mismo, no representa nada por sí solo: es un medio privilegiado, la posibilidad de un abandono espiritual de la persona para acercar su alma a Dios. Cada uno es libre para desarrollar su gracia propia, que es la suya, sea hombre o mujer. Esta oración colectiva arrastra a los fieles a la misma comunión; pero cada uno encuentra a Dios a su manera, gracias al silencio que reina en la sala donde están reunidos. El silencio nunca es aquí una ausencia de palabra, sino un trabajo que hace cada cual para preparar el alma para la escucha, para acoger como es debido a la «luz interior». Es, por tanto, un silencio activo, que da prueba de la disolución personal y de la aspiración al encuentro directo con Dios.
Callarse sin motivo es tan insoportable como hablar para no decir nada. Como escribe John W. Graham: «Cuando estamos reunidos muchos en silencio, y nuestras almas están orientadas en la misma dirección, nos sentimos en comunión. Es un coro de almas y voces. Nuestros espíritus se recogen…, concentran la conciencia distraída en un único punto interior, en dirección al lugar de encuentro con el Padre Eterno. Hacemos nuestro inventario espiritual, rechazamos lo que no tiene valor, verificamos nuestros juicios y finalmente —tal vez después de un férreo combate con el hombre natural— ganamos la paz» (Van Etten, 1960, 160; Bauman, 1983). Palabra y silencio son sólo medios; lo primordial es la intención que los guía, pues sólo su fidelidad a Dios les confiere un valor. Pero la riqueza del mundo interior del hombre es enorme; el silencio es la vía privilegiada que conduce a Dios, cualquier palabra emitida con ocasión del culto intenta únicamente hacer más profundo el recogimiento. Son frases que destacan un suceso de la vida cotidiana, o un pensamiento particular que el orador vincula a la relación existente entre Dios y los hombres. Transcurre un buen rato y otra persona habla, a su vez, del mismo modo. Pero toda palabra debe nacer de la profundidad del silencio, y luego volver a él: no puede ser un ruido que venga a romper la comunión.
Los contemporáneos de los primeros cuáqueros consideraban que estas liturgias silenciosas carecían de sentido; esas irrisorias asambleas de mudos suscitaban la ironía, ante un rechazo del lenguaje que parecía no conducir a nada. La comunión silenciosa de los fieles se inspira en la tradición mística cristiana, que se preocupa en buscar la unidad con Dios, siendo consciente de la impotencia de las palabras para describir una experiencia que tan extraña es a las percepciones humanas. Los primeros cuáqueros, sobre todo, manifestaban su desconfianza hacia el lenguaje, pues era insuficiente, según ellos, para asegurar una comunicación satisfactoria entre los hombres, e inapropiado para el contacto con Dios. Las carencias espirituales del individuo le obligan a usar esta práctica herramienta para los intercambios sociales; pero muestra su inferioridad y su torpeza frente a un silencio sin mácula, que sitúa al hombre ante Dios, sin que la palabra merme la unión experimentada. Si hay que acomodarse al lenguaje, entonces hay que administrar una gran dosis de silencio y una moderación en el habla para hacerlo menos imperfecto. En las reuniones entre cuáqueros, si las tensiones comienzan a dividir al grupo y sube de repente el tono de las discusiones, se suele pedir silencio para recogerse durante un momento. Así, se rebaja un poco el ambiente, y pueden proseguir los debates de una forma más tranquila. Una reunión, una discusión o una comida comienzan con un momento de silencio. Unas circunstancias en que se busca la «luz interior» para que el encuentro transcurra bajo los mejores auspicios. La sobriedad de palabra es una virtud fundamental en todo encuentro entre cuáqueros, incluso con ocasión de una reunión de negocios. John Woolman dice que «no es asunto baladí hablar en una reunión de negocios. En 300 minutos hay cinco horas, y el que retiene indebidamente a 300 personas durante un minuto causa una violencia parecida a la de encarcelar a un hombre durante cinco horas sin razón» (Dommen, 1990, 43).
Marcada de la misma forma por el puritanismo religioso, la cultura amish, sobre todo en su rama más tradicional (Old Order Amish), manifiesta un rigor todavía mayor en la vida cotidiana y en la liturgia. El lenguaje se usa parsimoniosamente. Se considera que los ruidos, incluyendo las palabras inútiles, disgustan a Dios, y están terminantemente proscritos. La mayoría de las veces, basta un sí o un no para mantener unas relaciones normales. Extenderse más denota ligereza, y se incurre en el abuso de una lengua que siempre se muestra insuficiente con respecto a Dios. El silencio es una forma de comunicación, un mínimum de palabras que asegura el vínculo entre los individuos. Los autores de palabras superfluas, y de las que nacen del despecho o la cólera, tendrán su recriminación correspondiente en el momento del Juicio Final. Las oraciones, antes y después de las comidas, son periodos de silencio ininterrumpido. El domingo, que debe pasarse en la propia casa, es un día en que no se debe trabajar, por temor a hacer ruido al realizar labores en la granja. Los amish, ante actos de intolerancia, ante los insultos o las vejaciones de un empleado en una administración, se callan obstinadamente. Los sermones insisten en el pasaje de la Epístola de Santiago sobre los excesos en el habla: «Si alguno no incurre en un exceso de palabras es un hombre perfecto, capaz de refrenar todo su cuerpo» (Santiago, 3-2). Pero los amish recuerdan también una frase más incisiva: «La lengua… nadie la puede amaestrar: es un azote irrefrenable. Está llena de un mortífero veneno» (Santiago, 3-8).[12]
La cultura manuche también se caracteriza por una gran austeridad en el habla, si bien la razón no es aquí religiosa. El silencio levanta una barrera difícilmente franqueable entre uno mismo y el otro, entre Manuche y Gadjé, sin que sea posible colocarse en el medio: se está en un campo o en otro. El silencio es como una línea divisoria con una doble función: agrupa a la comunidad manuche en su propósito de «tomar posesión del universo sin alterarlo» (Williams, 1993, 2) y es una defensa contra la mirada o la curiosidad del otro. Excluye rigurosamente a los que no disponen de instrumentos culturales para hacer suyo el universo y lo perciben como una carencia, una inoportuna negación. Pero el silencio es también entre los manuche una hábil manera de no quedarse nunca sin respuesta, de no dar pábulo, de deslizarse sin tropezar por los intersticios de la sociedad, por los atajos. Salvo para las cosas cotidianas, no se aprecia la necesidad de hablar en una sociedad llena de pudor y sobreentendidos. P. Williams anota en su diario la despedida de un amigo manuche al que no sabe si volverá a ver: «Siempre ocurre lo mismo con ellos: se quieren hacer grandes declaraciones, se piensa lo que se va a decir y, luego, cuando se está cerca de ellos, no se dice nada o casi nada. Y después, cuando uno se ha ido y vuelve a pensar en esto, se da cuenta de que las grandes declaraciones ya se han hecho. Sin decir nada» (p. 81). Pueden volver a verse después de meses de ausencia, sin intercambiarse noticias. Una pregunta mal planteada provoca una evasiva o una afirmación de ignorancia aunque esté poco fundada. La ordenación del mundo descansa sobre un mínimo de palabras, que conviene utilizar con parsimonia para no alterarla. En el terreno de los saludos, destaca Williams, no se dice «adiós», sino que se emplea una fórmula manuche cuya traducción es «no nos decimos nada» (p. 96). Desde un punto de vista personal, el silencio aparece como un modo de defensa y de preservación de la identidad individual y colectiva, una forma de enraizarse más allá del discurso, pues absorbe todas las preguntas y, por tanto, todas las amenazas. Una conducta desconcertante para nuestras sociedades, tan obsesionadas por la transparencia y el control, tan preocupadas por asegurar la continuidad del discurso.
Otras muchas sociedades nos proporcionan ejemplos de sobriedad en el habla. Tomemos un último ejemplo en África Central, donde los gbeya muestran con soltura su facilidad para callarse cuando no desean seguir con el intercambio. La palabra jamás se impone; antes al contrario, no es necesario recurrir al ingenio para encontrar un tema de discusión, o echar mano de a una fórmula convencional para proseguir tranquilamente su camino. Samarin, un lingüista estadounidense, manifiesta su asombro ante unos ritos de lenguaje tan alejados de los de su cultura originaria. «Me llamaba la atención la forma en que los gbeya recurrían al silencio sin avergonzarse. Parecía que no les importaba lo más mínimo dar por terminada una discusión. Era como si nunca se sintiesen en la obligación de hablar. Y, sin embargo, en ningún caso se les podría considerar taciturnos» (Samarin, 1965, 117). Ven el silencio como una medida de salvaguarda personal, de no participación, de preservación de la relación al no expresar ningún desacuerdo, etc. El vínculo social se protege mejor con un envoltorio de silencio, pues el conflicto se origina por la intrusión de un discurso que debería haberse omitido. La reserva impera en el momento de las comidas, pues no se oye ninguna palabra. Lo mismo ocurre cuando uno de los miembros de la comunidad está indispuesto. Sin embargo, el enfermo está bien atendido, pues cualquier falta de colaboración se interpretaría como la confesión de culpabilidad de un ataque de brujería contra él. En el momento de la visita, hay que permanecer en silencio a su lado. Samarin, obligado a guardar reposo en varias ocasiones, confiesa su malestar ante esta situación: «Para un occidental, esta actitud de consuelo suscita más bien inquietud, al ver cómo los visitantes mantienen su mirada fija en el espacio… Destrozado como estaba por el dolor, me habría gustado más que me hubiesen aliviado dándome conversación. Mis amigos gbeya no habían venido para que mi ánimo se olvidase por un rato de mi situación física: estaban ahí simplemente para expresarme su solidaridad. Y esto se conseguía con el silencio» (p. 118). Mientras el occidental se siente obligado a interesarse por el estado del enfermo, los gbeya se contentan con estar ahí y compartir su pena mediante su muda presencia. Es inútil «amueblar» la conversación, pues los gbeya se callan y caminan juntos sin obligación de hablar, para no tener que preocuparse por los sentimientos del otro.
Acabamos de referirnos a una serie de culturas que destacan por su ahorro de la palabra. Unas sociedades en las que es posible callarse juntos sin que se resienta el vínculo social, ya que la palabra no es un fin en sí mismo, puede acompañar el hecho de estar juntos pero no hay necesariamente obligación de hablar, pues la comunicación también dispone de otros canales. Es cierto que otras sociedades no conciben el que la palabra pueda dejar de emitir su murmullo tranquilizador. Nos detenemos un momento en este otro tipo de régimen, para examinar después la posición social del «silencioso» y del «locuaz». Hay sociedades, en efecto, que temen el silencio y valoran especialmente el habla; los ritos de interacción tienden ante todo a mantener el zumbido regular de un lenguaje que a veces encuentra su única razón de ser en la propia emisión. La vida colectiva se alimenta del pacífico disfrute de un habla que fluye de manera natural. Sirva como ejemplo el caso de una etnóloga que realizaba su investigación en una comunidad de la isla de Nukuoro, un atolón del Pacífico. Se ve inmersa en el seno del grupo, y continuamente fracasa en su intento de reservarse unos momentos de soledad, que desea fervientemente. Un día, varios meses después de su llegada, los habitantes abandonan el pueblo para ir a pasar el día a un islote próximo. La etnóloga está encantada de encontrarse por fin sola. Y cuando está saboreando la calma reinante en el pueblo desierto, una voz interrumpe de pronto su ensoñación: es una vecina que le trae una bandeja de frutas. Un poco despistada, la etnóloga la recibe amablemente. La mujer dice que ha venido a hacerle compañía, al haberse dado cuenta que se había quedado sola. Y se propone, por tanto, pasar el día acompañándola hasta que vuelvan los lugareños. Su anfitriona le agradece su deferencia, y dialoga un momento con ella para salvar las apariencias; y acto seguido le dice con cierto tacto que se encuentra cansada, y que va a aprovechar para descansar. Pero la vecina no es de la misma opinión, y como es curandera se apresura a ofrecerle sus servicios. En vista de lo cual, se niega rotundamente a abandonar a la etnóloga, y se instala en la casa durante todo el día. La vida en el atolón de Nukuoro sólo tiene sentido gracias a la sociabilidad de una palabra que circula sin cesar; la soledad y, por tanto, el silencio que la acompañan son inconcebibles (Carroll, 1987, 111-112).
Entre los tuaregs Kel Ferwan y sus vecinos de las puertas de Agadés, la poesía, el gusto por las hermosas palabras, el disfrute de la conversación, son fundamentales para el vínculo social. En el desierto viven «los del esuf», unos seres negativos que frecuentan lugares impregnados de soledad, vacíos de toda presencia humana. Suelen aparecer principalmente por la noche, aunque también el crepúsculo —ese momento en el que un mundo se transforma en otro— es igualmente propicio. Hacen padecer el mutismo o la locura a los que se cruzan con ellos y no saben defenderse. Las situaciones en las que se produce la amenaza de los esuf son aquéllas en las que predomina el silencio. Una persona cae en el esuf cuando está solo, alejado de los suyos, víctima de una tristeza personal o de la melancolía de un lugar desolado. En los límites de la comunidad humana, el peligro de disolución exige precauciones especiales; el silencio es un mundo muy peligroso al que sólo normaliza la unión con el otro y el murmullo del habla. Los que tienen alterada la razón o padecen dificultades con el lenguaje se benefician de una terapéutica ritual, que consiste en escuchar cantos tradicionales entonados por las mujeres. Si no surte efecto, la comunidad solicita la palabra de Dios por medio de la lectura coránica. El lenguaje de los hombres o el de Dios es un arma contra el temible silencio, que abre el camino a «los del esuf». No hay salvación fuera del vínculo social, fuera, sobre todo, del habla compartida entre los hombres. La conversación fluida conjura las astucias nefastas del esuf La ligereza del lenguaje, el escaso fuste del discurso no molesta. Al contrario. La comunicación enfática no es menospreciada pues contribuye a disipar el silencio. Se echa mano, a veces, como dice D. Casajus, de una fórmula de cortesía mil veces repetida: «Lo importante es eliminar el esuf» o como diría un francés «lo importante es hablar». Al estar juntos, los hombres no dejan de conversar, y recurren a innumerables discursos que permiten informarse de unos y otros o, más modestamente, se limitan a amueblar el silencio. Hay hombres que como no se conocen echan mano del repertorio de fórmulas convencionales, que disipan el malestar y mantienen cuando menos un nivel satisfactorio de intercambios. La palabra debe protegerse como la llama de una vela, que espera la llegada del sueño o del día. «Al que se margina de una discusión con amigos, y parece abismarse en sus pensamientos, se le invita entre risas a salir de su silencio» (Casajus, 1989, 287).
El silencioso
La relatividad de la situación social de la palabra hace que también sean relativos los calificativos de «locuaz» o «silencioso» atribuidos a las personas de un modo crítico. El adjetivo «silencioso» no aparece nunca en las culturas donde se hace escaso uso de la palabra y se considera el silencio como una virtud primordial. El término califica más bien al individuo que propicia con su abstención una turbulencia en el régimen habitual del habla. Allí donde se espera su intervención, se calla, renuncia a los recursos de la discusión, y provoca el desconcierto de sus compañeros. Rechaza la «comedia de disponibilidad» que implica una atención particular al intercambio verbal, una consideración hacia los que hablan, y la exigencia implícita de alimentar regularmente la conversación. No puede decirse que el silencioso no escuche, lo que ocurre es que casi no habla, o lo hace de manera tan somera que sus frases no llegan a disipar completamente la ambigüedad. En un grupo donde impera la locuacidad, o al menos un diálogo regular, el silencioso causa asombro o, como mínimo, provoca un desconcierto que está en relación directa con su inhibición. Se le disculpa si está enfermo o de luto, se le intenta facilitar la palabra, se le pide su opinión si nada justifica su reserva, y si persiste en su actitud se le acaba por decir con gran tino que es muy poco «hablador», algo que siempre suena como un reproche. Sus pocas frases, en cambio, suelen esperarse con mucha impaciencia, suelen escucharse con mucha atención: su rareza les confiere un valor que las destaca en la conversación del grupo.
El silencioso, aunque no lo haga a propósito, ofrece muchas veces la imagen de alguien que quiere dar a entender que lo sabe todo, o que tiene ya superadas desde hace mucho tiempo las cuestiones que plantean sus interlocutores. Provoca malestar y desconfianza por su reserva, que amenaza con desbordarse y desvelar tal vez la inanidad de todo lo dicho hasta entonces. Pero el silencioso seguramente no tiene nada que decir; se aburre, o no encuentra la ocasión de hacerse con un tumo de palabra. Su régimen de discurso es más sobrio que el de sus compañeros; se encuentra intimidado, o bien prefiere escuchar a los demás. Es fuente de inquietud, pues rompe la hermosa convergencia del discurso, denunciando sin pretenderlo la simple apariencia que la sustenta, y dando a entender con su abstención el escaso interés que despierta en él semejante debate. Insisto en que esto ocurre aunque no sea su intención. ¿Qué sentido tiene entonces acalorarse o buscar la aprobación del vecino, cuando uno de los miembros de la interacción adopta un comportamiento tan poco sociable? El silencioso se margina de la relación social, y su actitud sigue siendo incómoda si el habla circula con fluidez entre todos. En la Bélgica francófona el taiseux es una persona taciturna. Otras sociedades emplean calificativos parecidos para denominar al que casi no habla.[13]
El hombre que no abandona su mutismo inquieta a los demás y provoca sus reacciones, pues parece hacer del lenguaje algo insignificante, una ilusión o, incluso, una impostura. Introduce un grano de arena en la mecánica de la discusión, y cuando el asombro del grupo llega a su punto culminante, se intenta buscar una explicación al malestar que destila la actitud del silencioso. Se le interroga entonces de forma más explícita, para pedirle su opinión sobre el tema de debate, para que se presente, o diga lo que quiera y explique su mutismo. Encarna, ante los demás, un misterio a descubrir, una distancia que impide la benéfica inmersión en la conversación.
En un texto para el teatro, Nathalie Sarraute refleja de manera ejemplar el desasosiego creciente de un grupo por causa del silencio de uno de sus miembros. Se le pide que tranquilice a sus interlocutores, pues «no haría falta un gran esfuerzo, sólo una palabra… Tienen miedo… No se atreven, ¿comprendéis?… Juegan el juego, como dicen ellos; se creen obligados a fingir». Los demás aportan su óbolo a la conversación, a la alternancia de los turnos de palabra; contribuyen a que la discusión continúe sin mayores incidencias, aunque a veces haya que resignarse a un intercambio en el límite del tedio.
Pero el rito exige «jugar el juego». Sin embargo, el silencioso encuentra defensores de su derecho a callarse, y alaban su paciencia frente a la agresividad que tiene que padecer. Le prestan además nobles razonamientos para justificar su actitud, como el ahorro de palabras del sabio que no se deja distraer por las cosas insignificantes. Pero la sabiduría choca con sus límites si perturba demasiado las rutinas de la discusión. Conforme avanza el tiempo, su mutismo llega a ser intolerable, su actitud sospechosa, y se le acusa entonces de no tener mucha consideración con sus compañeros. El argumento del desprecio suele ser frecuente a la hora de referirse al silencioso. No habla por la importancia que se cree que tiene, y ni siquiera se digna a comprometerse con los demás. Juicios envenenados que reflejan el trastorno del grupo ante el mutismo de uno de los suyos, y la falta de resolución que conduce a la ambivalencia de un comportamiento que oscila entre la seducción y la violencia. El silencioso provoca a veces la súplica de una palabra, o la agresividad que acompaña los intentos por arrancársela, mediante la presión física o moral.
Citemos otro ejemplo, procedente de otro contexto cultural, el de la Argentina de Eduardo Mallea, en el que Chaves, un obrero silencioso, es el blanco de la hostilidad de sus compañeros, que le reprochan «que se las dé de gran señor».[14] La extrema reserva de Chaves, cuyo origen verdadero está en un drama personal, se confunde con «una injuria, una ofensa, la afirmación consciente de un sentimiento de superioridad neto y bien definido. Se le atribuía una segunda naturaleza, llena por así decirlo de intenciones inconfesables, secretas, perjudiciales. Se creía que todo esto era posible, sin pensar que en otro tiempo, como los demás, había hablado» (p. 24).
En el relato de N. Sarraute se exige que cada cual exprese su posición: «Sabéis bien que a mí las personas silenciosas no me impresionan. Simplemente me imagino que tal vez no tengan nada que decir».[15] El personaje más afectado por su abstención acaba por escrutar al silencioso, y cree oírle silbar, y después reír. El malestar acaba invadiendo a todo el grupo, paralizado por uno de sus miembros, que rehúsa disfrutar de su estatuto de participación. El silencioso corre el riesgo de ser rechazado, de una manera real o simbólica, por sus compañeros si no logra justificar su conducta, que sólo podría explicarse por un sufrimiento personal o una timidez excesiva. El mutismo se vive como una deserción culpable del vínculo social. El texto de Nathalie Sarraute ilustra las acusaciones lanzadas contra el silencioso; y dicen, por lo demás, tanto de quienes las formulan como del que se calla. Toda dinámica de grupo está obsesionada por el silencio, el general que sopesa la pertinencia de tomar o no la palabra y el silencio eventual de uno de los miembros, que indefectiblemente da lugar a la posición conciliadora o agresiva de unos y otros, y acaba por exigir que el culpable se justifique ante semejante actitud. Hay en principio en las relaciones sociales occidentales, y especialmente en los ritos de la conversación: un deber implícito de hablar, que hace que cualquier reticencia provoque de inmediato un gran desconcierto en los presentes. El habla no es solamente un derecho, sino una exigencia que da seguridad a las relaciones sociales, al disipar el misterio que encarna el que se calla frente a los demás.
La ambigüedad del silencio en la interacción acaba dando una reputación de altanería, de persona despectiva, o también de prudencia, de persona sobria; pero, casi siempre, el malestar que suscita el silencioso conduce a su marginación, o a la prevención de cualquier encuentro con él. El silencioso parece que siempre está en reserva, en una muda acusación contra la palabra. En la medida en que indispone o inquieta, acaba haciendo a veces el vacío a su alrededor, con lo que se afianza cada vez más en su soledad. Bauman recuerda cómo la oración silenciosa de los cuáqueros provoca al principio una reacción de incomodidad y despecho; o incluso de auténtica burla entre los demás fieles, que no ven en ella más que una espantosa ausencia de palabras, un vacío que no comprenden cómo puede soportarse (Bauman, 1983, 123). El silencioso lleva consigo, sin saberlo, el enigma de la palabra ausente, y deja que se vislumbre el horror de una sociedad sin lenguaje.
Silencio del niño
El silencio, y más aún el mutismo, allí donde se espera la presencia del lenguaje, sorprende, y deshace la seguridad de la discusión, incluso del vínculo social; además provoca la tentación de romperlo, de arrancarle al fin una palabra que venga a renovar, en un terreno conocido, el intercambio y disipar la angustia. El silencioso suele sacar de quicio en muchas ocasiones, y da lugar a que crueldad y seducción se alternen en las relaciones con él, en un intento de romper el sortilegio. El misterio que parece que le rodea, la obstinación en no decir nada —que parece que le sitúan en desacuerdo con las normas sociales de conversación y de toma de palabra—, provocan emoción, cólera, el deseo de que al menos una palabra disipe lo incómodo de la situación. Sobre todo el niño silencioso provoca un gran desconcierto; se le conmina a hablar, sometiéndole a todo tipo de presiones y zalamerías. El silencio se convierte entonces en una especie de pantalla donde se refleja la psicología personal de los miembros del entorno familiar o profesional. Z. Dahoum observa cómo los terapeutas que han tenido a su cargo a niños silenciosos o que han optado por la mudez (es decir, hablan en sus casas pero permanecen mudos frente al exterior), experimentan una gran dificultad para mantener la serenidad, y comportarse con ellos como con los demás pacientes. Actitudes enérgicas, chantajes diversos, presiones morales, etc., se imponen a veces frente a un silencio del niño que se vive como algo «obsesivo». La angustia y la inquietud padecidas ante la negativa a decir algo llevan a querer «desalojarlo» de su reserva, aunque no siempre se tengan las cualidades necesarias para conseguirlo. La labor del terapeuta se ve sometida a una dura prueba (Dahoum, 1995, 185 sq.).[16] Los movimientos de impaciencia provocados por el niño que se refugia en la mudez, subrayan la importancia del lenguaje en las representaciones de cualquier persona normal. Y también ponen de relieve lo profunda que es la ruptura que provoca aquél que podría, e incluso debería, hablar, pero que elige callar o se ve en la imposibilidad de usar la palabra, como si le diese la espalda irónicamente a su especie.
El temor al mutismo del niño se puede apreciar en algunas sociedades, donde con ocasión de su nacimiento se realiza una simbólica intervención, en la que se «corta la malla» de la lengua con una uña, o pasando el dedo por ella. Suele ser la madre la encargada de hacerlo, pero a veces, según las regiones, comadronas o parteras son las que proceden a la operación con un gesto certero o, en otros lugares, es el barbero el que lo realiza con un cuchillo o con una navaja de afeitar. Van Gennep afirma que la desaparición de esta costumbre se produce en el primer cuarto de siglo.[17] Al liberar simbólicamente la lengua del obstáculo carnal que podía estorbarle, se abre la posibilidad de la palabra. G. Charuty (1985, 123) señala que poco después de la desatadura de la lengua se celebra la ceremonia del bautismo, que pone fin a la fase de elaboración de la palabra que pronto habrá de llegar. En cambio, cualquier alteración en su desarrollo expone al niño a consecuencias nefastas en su camino hacia el lenguaje. De ahí que el padre y la madre quieran controlar el comportamiento específico de la madrina y del padrino durante la ceremonia del bautismo; éstos deben seguir con la máxima fidelidad —incluso meticulosamente— las normas del rito: por ejemplo, el credo debe rezarse sin error ni vacilación, la madrina y el padrino deben abrazarse al término del ritual religioso, etc. Cualquier derogación de las normas de la ceremonia repercute en la comprensión del lenguaje o en la voz del niño. Así, en Cataluña, «si el padrino no pronunciaba los nombres con suma claridad y corrección era un mal presagio. En Puigcerdá, si el padrino se equivocaba, se creía que el niño sería enfermizo y desgraciado; en Castelló de Farfaña, que nunca hablaría claramente, y sería tartamudo… En Barcelona, los más viejos pensaban que de la decisión y el tono de voz con que los padrinos diesen el nombre al sacerdote, dependían la fuerza y la buena voz del bautizado» (Charuty, 1985, 126).
Hay toda una obsesión de la comunidad por el silencio, la tartamudez, la locura; es decir, una preocupación permanente por una carencia en el habla que pudiera excluir al niño del ámbito de las relaciones sociales. Padrino y madrina, relevo de los padres, encarnan la espera colectiva que suscita el niño. De la facilidad de expresión de éstos depende la buena voz del niño. Sus vacilaciones, su indiferencia, sus errores, su falta de firmeza o exigencia llevan al mutismo o a la palabra deficiente del niño; actuando como unos torpes emisarios de la sociedad, no logran acompañar debidamente al niño por las sendas del lenguaje. Charuty señala otras costumbres que también vinculan la realización de distintas prácticas con el reforzamiento de la palabra del niño. En Cataluña, por ejemplo, la limpieza de las costras que se forman en la cabeza del niño de pecho, el primer corte de pelo o incluso el corte de uñas deben realizarse en el momento más propicio, pues de lo contrario se corre el riesgo de padecer mutismo o tartamudez. Al niño no se le debe enfrentar demasiado pronto con su imagen en el espejo, pues corre el riesgo de perderse. La ofrenda de algún tipo de recipiente —cubilete, timbal, escudilla o pote, según las regiones— ayuda a que logre dominar la lengua lo más pronto posible. Una serie de objetos domésticos que aceleran la separación del niño del cuerpo materno y que prefiguran, por tanto, su autonomía personal que se basará principalmente en su capacidad de lenguaje. El buen manejo de estos objetos tiende a conjurar el mutismo o un uso indeseable de la lengua. Una infinidad de creencias da prueba del temor que había en las zonas populares a tener un niño no apto para hablar.[18]
En varias regiones europeas, el nacimiento al mundo de los hombres también parece haber estado unido a la presencia de un instrumento sonoro. El bautismo tiene lugar, a veces, bajo las campanas de la iglesia; y entonces (como ocurría en Gascuña) el padrino o la madrina debían hacerlas sonar: «Un pariente o amigo sostiene al niño lo más cerca posible del campanario, mientras repica alegremente. En algunas regiones, es el propio padrino el que las hace sonar. Cuanto mayor sea el sonido de la voz de la campana, menor será el riesgo de que el niño se quede sordo o mudo: el murmullo de las campanas se traslada a la lengua del recién nacido» (Charuty, 1985, 125). En otros lugares de Francia, concretamente en Bretaña, no son sólo las campanas de iglesia las que entran en acción, sino también las «ruedas de las campanillas» fijadas en la pared del edificio religioso, que forman un carillón cuando se las pone en movimiento con una cuerda. La costumbre no se ha perdido del todo en nuestros días. Pierre Jakez Hélias se acuerda de la capilla de Tréminou, cerca de Pont-l’Abbé, donde uno de sus tíos que padecía problemas de lenguaje acudió en peregrinaje. «Pero hay que tener en el bolsillo monedas para meter en el tronco, después de haberlas titineado con la mayor nitidez posible. Y si la curación no llega, queda el recurso de salir en un faetón hacia la iglesia de Comfort, donde hay un carillón a la entrada del coro. El niño mudo lo agita, haciéndolo sonar cien veces más alto que la calderilla. Y se cuenta la historia de uno que nunca había susurrado una sola palabra en su vida y que, al oír el ruido de las campanillas, se puso a gritar de repente “Sell ta! Pegemend a drouz!” (¡Vaya! ¡Cuánto ruido hace esto!)».[19] El repiqueteo de la campana, un instrumento sonoro que une al hombre con Dios, es un antecedente simbólico del habla del niño. La claridad del sonido proporciona la facilidad para una palabra que más adelante vencerá al silencio y a la confusión. El éxito supera, en ocasiones, todo lo imaginable. Un folklorista señala que conoce el caso de «una buena madre de familia que, en numerosas ocasiones, había recurrido a este remedio en auxilio de su hijo mayor. Y al final consiguió lo deseado. Pero fue tal el resultado y su hijo llegó a ser tan locuaz que se vio obligada a girar la rueda hacia atrás para moderar un poco su locuacidad» (Charuty, 1985, 125). En su Historia del hombre, Buffon cita la curación espontánea de un hombre de unos veinte años, hijo de un artesano de Chartres, que «sordomudo de nacimiento, empezó a hablar de repente ante el asombro general de toda la ciudad. Se supo de él que, unos tres o cuatro meses antes, había oído el sonido de las campanas, y se había quedado enormemente sorprendido ante esta sensación nueva e insospechada. A continuación, estuvo yendo durante tres o cuatro meses a escucharlas sin decir nada, acostumbrándose a repetir por lo bajo las palabras que oía, esforzándose en la pronunciación y fijándose en las ideas que desarrollaban éstas. Y al final creyó que ya estaba en condiciones de romper el silencio, y declaró que hablaba, aunque lo hiciera todavía de manera imperfecta».[20]
El léxico que designa los componentes de la campana en francés, así como en los dialectos occitanos, italianos y españoles se sirve de palabras relacionadas con el cuerpo humano: cabeza, cerebro, frente, orejas, boca, garganta, pico, panza, espalda, etc. Y la propia campana puede sufrir defectos de dicción, cuando el sonido renquea, se amortigua, etc. (Charuty, 1985, 129 sq.). Al igual que el niño, también se las bautiza antes de hacer oír un carillón, cuyo particular sonido el vecindario sabría reconocer entre mil. El rito va ganándole progresivamente terreno al silencio, hasta que se produce el alumbramiento sonoro de la campana. En la imaginería tradicional, las cuerdas vocales y las que agitan el badajo de la campana suelen estar asociadas. Todas las distintas formas de campanillas y pequeños sonajeros, más allá del placer del juego y de la estimulación sonora que permiten, sirven para esa misma tarea simbólica de conseguir con su sonar un lenguaje sin obstáculos para el niño.
La ligereza de la palabrería
En una conversación, el silencio apacible o es un privilegio que nace de la complicidad, o es la prueba de una total indiferencia. Cualquier otra situación exige de los individuos presentes que se entreguen al imperativo ritual de las palabras, pero sin desembocar, sin embargo, en la palabrería, porque en seguida acaba resultando también incómodo. El régimen de palabra de un grupo social se encuentra amenazado por defecto, es decir, por las reticencias o la abstención de un miembro que encuentra en el silencio o en la discreción un refugio propicio; pero también está amenazado por exceso: cuando hay una utilización del habla mayor de lo que requieren las circunstancias. En las conversaciones de la vida cotidiana, es muy fácil echar mano de las eternas astucias que permiten luchar eficazmente contra las amenazas del silencio, o contra la impresión de no tener nada que decir. El tiempo que hace, las novedades referentes a la salud de unos y otros, los cotilleos del barrio, los últimos sucesos deportivos, etc. ofrecen un alimento cotidiano para los intercambios habituales de la vida social. El valor informativo de lo que se dice es residual, o incluso nulo, desde el momento en que lo que se dice es algo que todo el mundo sabe, y tiene la ventaja de que así nadie percibe que el otro le esté tomando por idiota. Este discurso carente de contenido es una fórmula ritual de oposición al silencio o de entrada en materia; pues supone un reconocimiento social sin ambigüedades, y da la oportunidad de establecer el contacto e iniciar la conversación. Su comodidad reside en la facilidad con la que la invitación al diálogo puede ser correspondida con una simple aceptación del interlocutor sobre el hecho de que, por ejemplo, «efectivamente hace muy buen día hoy». Y es igual de aceptable continuar o quedarse ahí, sin temor a dejar en mal lugar a quien tomó la iniciativa del diálogo. La palabrería es un habla irresponsable, que no compromete en absoluto a los participantes: un discurso sin riesgo, indiferente, pero esencial —como la sal en el pan— para dar valor a la existencia y crear el espesor afectivo del contacto.
La palabrería es una forma habitual de la comunicación enfática (Malinowski, 1923; Jakobson, 1964, 217 sq.); proporciona el placer del contacto sin obligar a más, y cumple una función antropológica de afirmación de uno mismo y del otro, de reforzamiento del vínculo social. Palabras superfluas, sin duda, pero también es cierto que su ausencia reduciría el lenguaje a un puro instrumento utilitario. Una gran parte de la existencia se va tejiendo con el consuelo previsible de estos intercambios sin consecuencias, pero que rechazan el silencio y expresan implícitamente el valor recíproco de los presentes. El habla se convierte en su propio fin, perpetúa las relaciones sociales manteniendo la reserva sin que por ello disminuya su satisfacción. Las cuestiones delicadas se dejan de lado, para permitir la fluidez de un discurso que pasa sin problemas de un tema a otro y de un participante a otro; pues en realidad no pretende dar testimonio del mundo, sino satisfacer el encanto de lo cotidiano, que hace de la conversación uno de los atractivos de la existencia. La palabrería participa de una estética presidida por la trivialización de lo cotidiano; es como una poética de la emisión, que afirma el predominio, al menos en nuestras sociedades occidentales, de la palabra sobre el silencio. Es un modo de mantener el vínculo social, una manera de verificar que la vida continúa y que no reserva ninguna desagradable sorpresa. Como dice Maurice Blanchot, «lo esencial no es que una persona se exprese y otra oiga; sino que no habiendo nadie en particular que hable y escuche, siga existiendo el habla como una promesa indefinida de comunicar, perpetuada por este ir y venir incesante de palabras solitarias» (Blanchot, 1969, 358).
La pesadez del locuaz
El locuaz, en cambio, abusa de la palabrería y, sobre todo, no deja sitio para el otro. Lleva a sus últimas consecuencias el recurso ritual a la comunicación enfática, y llega incluso a caricaturizarla mediante la aniquilación simbólica de su compañero, del que no busca más que un oído complaciente. En su lucha pertinaz contra el silencio, logra la proeza de pasarse la vida haciendo de la simple emisión una actividad infatigable. Busca con ello saturar el tiempo gracias al encanto de un discurso en el que el destinatario poco importa, pues su contenido no sólo está vacío de sentido, sino que además es indiferente para el que escucha: su único objetivo es la afirmación reiterada de sí mismo. El cogito del locuaz podría formularse así: «Existo porque rompo continuamente el silencio con mi palabra proliferante». Ignora la necesidad de las pausas en el discurso y de los turnos de palabra, únicamente él consume el tiempo que dura el intercambio, y satura los recursos de silencio con su pobre discurso, imponiendo al otro el suplicio de tener que escucharlo. No tolera ningún intersticio en el habla. Necesita a su compañero para completar el simulacro, pues al ser incapaz de callarse es natural que no pueda oírle; ni siquiera se da cuenta de que la buena educación exige el cumplimiento de unas normas. Invade el espacio mental de su interlocutor, le abruma con una serie de detalles sin interés que sólo le conciernen a él; y, no contento con erigirse en maestro de ceremonias del intercambio, suprime toda posibilidad de réplica, conformándose con un cara a cara desnaturalizado, que además está condicionado por una aceptación forzosa. Dice Kafka en su Diario: «¿Sigue estando ahí el bosque? El bosque estaba poco más o menos ahí. Pero, apenas mi vista se alejó diez pasos, desistí, atrapado una vez más por la aburrida conversación».[21]
Como le espanta el silencio, y rompe continuamente la regla de la reciprocidad del lenguaje, el locuaz corre el riesgo de una repetición sin fin de lo fútil. Su retórica incansable sobre lo insignificante le expone al aburrimiento o la impaciencia de un interlocutor, que está sumergido bajo un flujo verbal cerrado, sin pausas, sin silencio, cuya única razón está en proclamar: «Existo, sigo existiendo ahora y siempre». El locuaz no habla más que de sí mismo. Pero necesita el pretexto de que haya otro, un doble de rostro indiferente; pues, curiosamente, a pesar de su sed de discurso, nadie va a hablar sólo frente a una pared o un espejo: exige la sombra de otro para dar cuerpo a su avasallamiento verbal. De manera que su interlocutor es prácticamente intercambiable; pues con una simple modificación en la orientación del discurso se soluciona el problema. A veces, llega a ser tan audaz que confiesa que es muy hablador, con lo que desarma de entrada cualquier reproche, y reivindica sin una vergüenza mal entendida este habla profusa y carente de interés. «Es como si desease anular su relación con el prójimo en el momento en que le hace existir; recordando (implícitamente) que si se confía es mediante una revelación intrascendente, dirigida a una persona igualmente intrascendente, por la vía de un lenguaje que excluye toda responsabilidad y rechaza cualquier respuesta», escribe M. Blanchot (1963, 171).
El locuaz manifiesta una pasión especial por la función enfática del lenguaje, y la proclama. Los personajes de Clamence, en La caída de Camus, y de El charlatán, de Louis-René Des Foréts, ilustran la afición desmedida por un habla sin interlocutor real; el soliloquio encubierto que no reclama del otro más que la apariencia de atención, y cuyo lugar preferido es la barra de un bar.
Hablar, hablar sin cesar para oponerse al silencio, para testificar que el vínculo social no se ha deshecho del todo, y para afirmar de esta forma tan modesta su importancia personal. Dice Beckett: «Hablar deprisa, palabras más palabras, como el niño solitario que se divide en varios, dos, tres, para sentirse acompañado, y hablar acompañado en la noche».[22]
El locuaz provoca a veces la dispersión del grupo cuando se acerca, o el alejamiento súbito de quien iba hacia él sin haberle reconocido. Ante él, el silencio adquiere de repente un valor inesperado, incluso para los que no se habían planteado antes esta cuestión. Plutarco, con gran tino, habla del vacío que se hace alrededor del locuaz en el momento en que ven que se acerca —en un espectáculo o en la plaza—, y del mutismo súbito del grupo sorprendido por su llegada, que teme dar pie a su discurso antes de encontrar una buena razón para abandonar el lugar. «A todo el mundo le horrorizan los huracanes y los mareos… Por eso nadie se encuentra a gusto con esta gente: ni sus compañeros de mesa en los banquetes, ni los que comparten con ellos la tienda de campaña en el ejército, ni ninguno de los que se vayan topando con ellos en sus viajes por tierra y por mar» (Plutarco, 1991, 65-66). La proximidad del locuaz es garantía de ruido, la imposibilidad de encontrar en uno mismo una interioridad propicia. Su habla infinita es una declaración de guerra sin cuartel al silencio.
Aun no diciendo nada, el locuaz dice mil cosas; poco importa el contenido, pues de lo que se trata es de mantener la distancia, ocupar el tiempo, conjurar la llegada del silencio. Todo ello a cambio de un asentimiento constante, y de una mirada que no se despega de él, aun a riesgo de sufrir una dolorosa tensión muscular. Este mínimo de escucha estimula su locuacidad e incluso, a veces, como note que ha despertado un ápice de atención, sus palabras se enardecen como si estuviera haciendo un alegato, tanto más convencido de lo que dice cuanto menor es la trascendencia.
Dice también M. Blanchot: «El parloteo destruye el lenguaje impidiendo totalmente la palabra. Cuando se habla sin cesar no se dice nada de verdad; esto no quiere decir que lo que se diga sea falso: lo que ocurre es que no se está verdaderamente hablando» (p. 177). Pero el habla no es inagotable como el silencio, y se comprende que semejante actitud conduzca a una inflación verbal. La nada es infinita y, por tanto, siempre está por llenar. Si la palabrería es un factor necesario y divertido de la vida cotidiana, una forma elemental de complicidad, el locuaz, en cambio, causa un gran perjuicio a la lengua, toda vez que ésta es fundamental para el establecimiento del vínculo social. Al negar al otro, sin darse cuenta, su lugar, lo que hace es proyectarse continuamente, ocultando su capacidad para comunicar e interesar a su interlocutor. Como no tiene ni una brizna de silencio, el habla del locuaz es excluyente y agobiante, carente de reciprocidad. Intenta ahuyentar las amenazas del silencio, y está condenada a ser siempre vacía e interminable pues jamás no tiene la última palabra.
El silencio es oro
Cualquier habla introduce en el mundo un añadido difícilmente gobernable, una energía que cambia el orden de las cosas y deja al hombre desprovisto de toda agarradera para controlar las consecuencias. De ahí la desconfianza que tienen muchas sociedades respecto al lenguaje, y la gran cantidad de proverbios, cuentos y mitos que existen a propósito de la necesaria prudencia que debe acompañar al habla. Todo ello lleva a que la mayoría de las veces se prefiera el silencio. Es mejor pensar las cosas dos veces antes de hablar. La Biblia muestra ya en muchas ocasiones las virtudes del silencio. El Eclesiastés recuerda que «hay un tiempo para hablar y un tiempo para callarse» (3,7). Más adelante exhorta a los fieles: «No te precipites con tus palabras, que tu corazón no se apresure a proferir una palabra delante de Dios, pues Él está en los cielos y tú en la tierra; sean, pues, pocas tus palabras» (5, 1-2). «Cuantas más palabras haya más vanidad habrá: ¿qué ventajas tiene para el hombre?» (6, 11), dice también. Los Proverbios aseguran que «el que sabe retener sus palabras conoce la sabiduría; el hombre inteligente tiene la sangre fría» (17,27). En consecuencia, «el que guarda su boca y su lengua se preserva de la angustia» (21, 23). Más aún, «hasta el loco, si se calla, pasa por sabio; y por inteligente el que cierra sus labios» (17, 28). «Por la acción de los hombres justos se construye una ciudad, por la boca de los malvados se destruye… El hombre inteligente se calla. El que revela los secretos es un chismoso; y un espíritu seguro el que oculta los asuntos» (11, 11-13). El silencio es una prueba de la seguridad colectiva; toda palabra desconsiderada es portadora de corrupción, pues siembra la confusión si no está cuidadosamente sopesada. «Siempre hay pecado en el habla excesiva, el que retiene sus labios es prudente» (10, 19). Por eso, los malos tiempos inculcan la prudencia al sabio que opta finalmente por callarse (Amos, 5-13). Volveremos sobre esto al tratar del pecado de lengua.
Numerosos proverbios fineses insisten en el valor social del silencio: «Escuchad mucho, hablad poco», «Una palabra es suficiente para numerosos problemas», «Una boca, dos orejas», «Perro que ladra no atrapa liebre», «Una palabra vale tanto como nueve» (Lehtonen J., Sajavaara, 1985). M. Saville-Troike cita, por su parte, proverbios españoles («Por la boca muere el pez»), Farsi («El hombre se hace sabio escuchando»), etc. (Saville-Troike, 1985, 11). «No abras la boca más que si estás seguro de que lo que vas a decir es más bello que el silencio», dice un proverbio árabe. Otro explica que «tú eres dueño de las palabras que no has pronunciado, y esclavo de las que se te han escapado». Un adagio valón afirma atinadamente que «el que se calla no habla mal». En Japón, donde la sobriedad de palabra es una virtud, la reserva de un político no perjudica en absoluto su popularidad y su carrera; un primer ministro de hace pocos años era muy valorado por «su silencio y su paciencia» (Lebra, 1987, 346). Otros proverbios aconsejan que se emplee prudentemente el lenguaje, e incitan al silencio: «Más vale dejar las cosas calladas», «La boca es fuente de problemas», «Si el pájaro no hubiera cantado no le habrían matado» (Lebra, 1987, 348).
Las sociedades africanas dan mucha importancia al lenguaje. Los dogon asimilan el habla al tejido: «dejar de hablar sería como dejar de tejer el mundo y las relaciones entre los humanos» (Calame-Griaule, 1965, 85). El murmullo regular de las palabras fomenta el vínculo social. Un orden riguroso distribuye el habla y su contenido según la posición del individuo en el linaje: familia, grupo de edad, sexo, circunstancias, posición del interlocutor, etc. Guardarse la propia lengua equivale a guardarse la propia sangre, a mezclar sin disonancias su voz con la trama social. El aprendizaje del habla, por ejemplo, consiste para el niño en reconocer ante todo la situación de sus compañeros, la zona que legitima la palabra que los envuelve, las reglas de su distribución. Penetrar en los usos de la lengua exige saber en qué momento y ante quién hay que callar. Entre los hábitos que debe adquirir el niño figura prioritariamente el de tener la «boca corta»; es decir, no hablar demasiado, saber ser discreto. El niño también debe aprender a tener la «mano corta», la «mirada corta», el «pie corto» y el «oído corto»: unas exigencias que están vinculadas a la sobriedad de palabra. En efecto, como escribe J. Rabain, «el que mira demasiado, habla sin motivo de lo que ve, el que anda demasiado propala aquí y allá palabras irrespetuosas; el que tiene la mano corta se somete a la palabra de sus mayores, y espera sus órdenes para coger un objeto». Por lo que respecta a la escucha, pretende inculcar al niño la importancia del discernimiento, que permite poder «oír» lo que dicen los mayores, y permanecer completamente sordo a discursos que no le conciernen. Las reglas del silencio no son menos imperativas que las del habla (Rabain, 1979, 143 sq.). Si se enuncia ciñéndose a la tradición, la palabra será propicia, calmará una herida, dará sentido a un suceso penoso, restablecerá el orden, aunque pueda hacerlo no sin alguna brutalidad (Jamin, 1977, 45).
El habla está en el corazón del intercambio, se disfruta con la elocuencia, con la facilidad de palabra de quien sabe manejarse con destreza por los meandros del idioma, y recuerda historias del grupo, experiencias, tradiciones, etc. Da gusto oír a los narradores. Pero el valor de la palabra adquiere toda su dimensión en la envoltura de silencio que la acompaña. El saber-decir implica saber-callarse, un conocimiento profundo de los poderes de una lengua, que debe utilizarse para servir de la mejor manera posible a la comunidad. La palabra no es inocente. En numerosas culturas africanas, implica fuerza y vulnerabilidad; da información sobre el mundo, pero también puede abrir una brecha, someter al individuo a la nefasta influencia de otro. Un niño tammari en seguida aprende la necesidad de bajar la voz, a la caída de la tarde, para no perturbar a los espíritus subterráneos que toman posesión entonces del entorno: árboles, peñascos, marismas. Los espíritus tienen pánico a los ruidos de los humanos, sobre todo les horrorizan los gritos, y sólo los toleran si saben que los hombres toman precauciones para intentar evitarlos (Smajda).
En las sociedades africanas, la palabra puede matar, poner enfermo, provocar la envidia, engendrar la desgracia, etc. El cuidado por el silencio o el secreto tiene su raíz en la ambivalencia que marca la experiencia de la palabra, y refleja la necesidad de protegerse, de comunicar con cuidado para no dar pistas sobre uno mismo. Hay que saber contener la lengua para no hacerse vulnerable frente al poder del otro. El silencio es, por tanto, una protección, una reserva de cara al riesgo que se pueda correr. D. Zahan escribe que «la palabra resulta ineficaz, y no se valora plenamente, salvo que se envuelva en sombras… No conserva su integridad sino en proporción a su grado de carencia. Y llevando las cosas hasta la paradoja, podría incluso decirse que, para los bambara, la auténtica palabra, el “habla” digna de veneración, es el silencio» (Zahan, 1963, 150). Éstos usan el habla con mesura y no poca desconfianza, pues «puede llegar a ser pérfida, puede desvelar lo que no debería, puede traicionar. El silencio es siempre uniforme y jamás incurre en un reproche. Entre dos extremos —el mejor y el peor—, si el verbo puede oscilar como las lenguas de Esopo, el silencio es un justo medio al que el bambara recurre a menudo; tanto para encontrarse a sí mismo como para adquirir y conservar el poder sobre su ser» (p. 13). El silencio está unido al autodominio; su uso apropiado remite a una ética social que participa del arraigo propicio de los hombres en la sociedad. «Si la palabra edifica el pueblo, el silencio construye el mundo», dice un proverbio bambara que carga con fuerza contra un lenguaje que a veces dispersa, siembra la confusión y divide al grupo si no posee el antídoto adecuado. «La palabra destruye el pueblo, el silencio le da buenos cimientos» (p. 153). «El silencio es el antídoto de todo», dicen los bambara.
Al introducir una distancia adecuada, un principio de control sobre sí, de atención a la comunidad, el silencio reafirma el vínculo social y corrige los excesos del habla. No se trata, para los bambara y para otras sociedades africanas, de un proceso contra las insuficiencias o la superficialidad del lenguaje, y de un elogio inequívoco del silencio; sino más bien del recuerdo de que si bien la palabra es esencial para la comunicación social, no es menos cierto que adolece de peligros y ambigüedades. Pero callarse en demasía o velar con sombras la palabra tampoco son conductas dignas de elogio. El hombre debe encontrar un justo equilibrio entre el oro del silencio y la plata de la palabra, pues ambos son indisociables. Como afirman los bambara: «La palabra hace que el hombre pierda, el silencio lo salva», o también, «el silencio hace madurar el fruto, la palabra lo hace caer» (Zahan, 1963, p. 155). Se suele guardar silencio en el dolor, para preservar los secretos de la iniciación, o para evitar palabras inoportunas. Los dogon manifiestan actitudes parecidas. El locuaz condena la palabra a la mínima expresión, y se expone él mismo al descrédito por no callarse y convertirse en un «fabricante de ruidos». El que no sabe callarse es como la lluvia que arruina las cosechas y pudre las raíces (Calame-Griaule, 1965, 374). El «silencioso» no goza de mejor reputación, pues se le considera un hombre débil, indefenso, vulnerable a las maledicencias: «su palabra no tiene agua, se diría que está seca» (Calame-Griaule, 1965, 374). El silencio refuerza la autoridad. Se valora mucho esta cualidad que tienen algunas personas de no decir nunca una palabra de más. Retener la lengua, y no hablar más que bajo el imperio de la necesidad es una virtud. Como en muchas culturas, el silencio está unido a la meditación del discurso, a su examen reflexivo; mientras que la palabra suele ser apresurada, insuficientemente meditada: gana en profundidad al callarse un momento. El silencio supone el discernimiento en la elección de las palabras; hace posible, además, que la persona mantenga su mirada sobre el mundo incluso cuando le cueste comprender un suceso. El silencio concede, en efecto, una oportunidad a lo simbólico, y permite una reflexión que conduce al entendimiento de las cosas, a no perder el hilo y a tomarse el tiempo necesario para la comprensión. El arma del lenguaje está preparada gracias, en definitiva, a la tensión del silencio.