3. Las disciplinas del silencio

Nunca una palabra pronunciada ha prestado tantos servicios como, en muchas ocasiones, una palabra que se ha sabido retener. Pues si siempre es posible, en el futuro, decir lo que se ha callado, nunca puede considerarse como secreto aquello que se ha dicho: el murmullo se expande y, al poco tiempo, todo el mundo está al corriente. De manera que, por esta razón, creo que si bien necesitamos a los hombres para aprender a hablar, sólo junto a los dioses podemos aprender el arte de callar, gracias a la orden tajante de silencio que se nos da con motivo de las iniciaciones y los misterios.

Plutarco, La palabrería

La ley del silencio

El secreto encuentra su terreno abonado en el silencio y su enemigo declarado en la palabra, como bien recuerda una divertida anécdota de Plutarco. Aprovechando la oscuridad de la noche, un santuario de Atenea, en Esparta, sufre un saqueo. La multitud está indignada y, al propio tiempo, confusa por lo ocurrido, pues se pregunta en vano por la presencia de una botella vacía en el lugar del delito. De repente, surge una voz y apunta, con gran seguridad, una solución al misterio. Según su teoría, los ladrones, conscientes del riesgo que corrían, probablemente habían tomado la precaución de beber la cicuta antes de cometer su fechoría. El vino que había en la botella era su antídoto. Si les cogían, morirían con tranquilidad, evitando así la tortura; y si salían indemnes del delito, les bastaría con beber el vino para anular los efectos del veneno. Por supuesto, el charlatán es inmediatamente rodeado, se le piden explicaciones por el conocimiento tan minucioso que tiene del suceso y no tarda en confesar su participación en el saqueo (Plutarco, 1991, 92-3). Una palabra que no sabe contenerse está amenazada por numerosos peligros. Al desbordarse, amenaza con incomodar a los que la oyen, o proporciona, sin saberlo, a su adversario las armas precisas para contrarrestarla. A veces, causa numerosos estragos en su camino, y no se le puede dejar vía libre sin recordarle sus responsabilidades, pues también hay que responder ante los demás por lo que se ha dicho.

Las prácticas sociales de la lengua imponen en la relación entre los individuos una serie de reglas estrictas sobre lo que conviene decir y callarse —y de qué manera—, dependiendo de las circunstancias y de los interlocutores. Cada uno se las arregla según su estilo personal y según la naturaleza de la intercomunicación. Ducrot recuerda que «hay temas que están prohibidos y protegidos por una especie de ley del silencio (hay actividades, sentimientos, acontecimientos de los que no se habla). Más aún, hay para cada interlocutor, en cada situación particular, diferentes tipos de informaciones que nadie tiene derecho a dar, no porque sean en sí mismas objeto de prohibición, sino porque el hecho de darlas constituiría un comportamiento que se haría merecedor de reproche» (Ducrot, 1981, 5-6). Las disciplinas sociales y culturales del silencio exigen un aprendizaje, igual que las reglas del lenguaje. El conocimiento de esos momentos en que conviene hablar, y de qué, es tan importante como el de aquellos otros en que conviene callar.

El buen uso de la palabra está en saber que deben callarse algunas cosas fuera de los momentos en los que es lícito o provechoso decirlas. El valor del habla está no sólo en las conversaciones que se mantienen, sino también en las que se retienen. La lógica de lo tácito es activa, intencionada, modulable, y deriva más bien del no-decir que de lo no-dicho. Así, uno puede callarse por respeto a alguien que se vería turbado por una información dada bruscamente; para no hacer público algo que, a buen seguro, provocaría el desprecio o la rechifla de los que lo oyen; para no revelar nada a oyentes indignos, o para impedir que lleguen a ser de dominio público ciertos aspectos de una historia personal o colectiva. También para no dar a algunos hechos una entidad o una importancia que no tendrían sin la reserva a la que el individuo o el grupo se comprometen. Es evidente que si no se nombran las cosas permanecen en la sombra, no adquieren ningún relieve y desaparecen sin dejar rastro. Algunas circunstancias reclaman el silencio de aquél que guarda una información preciosa, con la intención de proteger a alguien, o de aprovecharse más adelante de su discreción para obtener un beneficio moral o material de la persona a la que se pone a resguardo de una revelación perjudicial. El desinterés por la situación conduce también a guardarse ciertas palabras que podrían provocar escándalo. Asimismo, el poseedor de la información ha podido prometer guardar silencio por solidaridad, amistad o necesidad: para salvar su vida, por ejemplo. El secreto es, en consecuencia, un ejercicio de poder sobre otra persona que se encuentra al margen del mismo. Si fuera revelado su vida sufriría una conmoción, y se alteraría su identidad personal y social. El que se calla disfruta entonces de la facultad que tiene de romper el silencio, pues al hablar o callar modifica de un golpe las relaciones sociales.

Las formas del secreto

Una zona de silencio envuelve cada actor en la misma proporción de lo que intenta ocultar, de lo que protege de su vida privada o de lo que sabe de la historia personal de los demás. Georg Simmel subraya con gran agudeza que el descubrimiento de uno mismo ante los otros, la reducción de la parte íntima de secreto, tiene su peligro: acerca a los que tienen una existencia lo suficientemente llena para que nunca puedan entregarse por completo, ya que se renuevan sin cesar. Pero, en otras circunstancias, se interpreta como «engaño», abuso de confianza, disimulo, al haberse situado en un terreno ilegítimo. Y, por último, «el simple hecho de saberlo todo, de haber agotado los recursos psicológicos, nos desembriaga aun sin borrachera previa, paraliza las relaciones y nos hace pensar que en el fondo resulta inútil continuarlas» (Simmel, 1991, 39). Para Simmel, la transparencia que nace de la ruptura demasiado impaciente del silencio, disipa el misterio y reduce así el aura de la relación. El secreto propicia la alteridad, permite el ejercicio de una libertad individual que deja el camino libre a la diferencia. Si fuera posible decirlo todo de sí mismo, o saber todo del otro, la individualidad sería aniquilada. La desaparición del secreto supone, al mismo tiempo, la desaparición del misterio. La luz necesita la sombra. «El secreto ofrece, de alguna forma, la posibilidad de otro mundo al lado del que vemos» (Simmel, p. 41). Preserva un espacio para uno mismo, pero también mantiene el silencio respecto a sucesos de la historia personal que harían muy problemática la relación con los demás o, simplemente, no les procurarían más que indiferencia o molestias. Las relaciones sociales implican cierta vaguedad, la buena disposición para hablar requiere también la de callarse, para protegerse a sí mismo o a los demás. La saturación del conocimiento del otro, si fuera humanamente posible, acabaría ocasionando su total disolución. El secreto está vinculado a la individualidad en cuanto que limita una identidad concreta, la distingue de las otras. Secernere, recordemos, hace referencia a lo que ha sido separado y, por tanto, a lo que rompe la semejanza provocando la diferencia. Lo más íntimo es secreto, toda existencia está así bajo la órbita de un silencio que la protege. Los primeros secretos del niño marcan el inicio del camino que conduce a la mayoría de edad: son los cimientos de la identidad que se va labrando. Al ocultar a sus padres ciertos hechos o pensamientos, deja su impronta, ejerce su soberanía en un mundo del que descubre sus zonas de sombra y la necesidad de protegerse, de no decirlo todo a fin de no difuminarse en una palabra demasiado pródiga.

El conocimiento del otro es siempre parcial; se va consiguiendo poco a poco, y proporciona sorpresas, revelaciones inesperadas que iluminan desde otra perspectiva unas relaciones que se establecieron hace ya mucho tiempo. El hilo de la existencia lo van tejiendo miles de acontecimientos que permanecen en la sombra si el individuo prefiere guardarlos para él. No hay nadie que se deje nunca aprehender del todo. De hecho, la mayor parte de las relaciones sociales se establecen entre individuos que permanecen, durante mucho tiempo, desconocidos entre sí, al establecerse el contacto en un terreno concreto que hace que cualquier otro conocimiento sea superfluo. No se sabe de la persona con la que se habla más de lo que acepta desvelar, o de lo que el rumor cree posible establecer. A partir de pequeños fragmentos de informaciones se elabora una percepción del otro que nunca está completamente fundamentada, pero que es suficiente para permitir la relación social. El otro manifiesta sinceridad o engaño, tal vez oculta datos esenciales de su biografía o de su psicología, es el único dueño de aquello que le concierne. Las relaciones sociales exigen permanentes pruebas de confianza. Una evaluación subjetiva de su conducta futura justifica o no el que alguien se comprometa en un proyecto. Todo individuo muestra una zona de sombra; pero el acuerdo se basa en el hecho de que él sólo está capacitado para decidir lo que pretende hacer público respecto a sí mismo.

Si las relaciones sociales implican la ignorancia parcial de ciertos hechos de la existencia del otro, el secreto pone de manifiesto el esfuerzo particular de un individuo o de un grupo para proteger una información, sobre sí o sobre los demás, susceptible, caso de ser revelada, de descomponer el orden vigente de las cosas. Es secreto lo que sella el silencio, lo que se calla deliberadamente para salvaguardar una reputación, evitar la tristeza o la decepción, impedir el descubrimiento de hechos molestos o la identificación de un culpable, reforzar una organización clandestina, etc. Aunque permanezca en la sombra, el secreto está presente en las relaciones sociales por la ignorancia de unos y la doblez de otros que aceptan no comprometerse por medio del disimulo. Instaura, así, una línea divisoria entre los que saben y los demás. La connivencia en torno al secreto traza fronteras simbólicas de pertenencia y apuntala sólidamente la afiliación, apoyándose en la inocencia de aquéllos que están fuera del círculo.

Separa a los iniciados de los que no han sido considerados dignos, y representa una poderosa forma de socialización, que hace solidarios a los que la comparten. Entraña una disciplina de conducta en la interlocución con los demás: la obligación de guardar silencio sobre aquello que los labios desean muchas veces difundir. Este conocimiento, que podría tener un valor sustancial si otros pasasen a poseerlo, marca la pauta de las relaciones sociales frente a aquéllos que comparten la situación de no estar en la confidencia.

El riesgo de ver violado el secreto se acrecienta cuando lo conoce un número elevado de personas. La tentación de hablar puede romper uno de los eslabones de la cadena, y la debilidad o la imprudencia de uno solo destruye en un instante todos los esfuerzos anteriores. Las sociedades secretas exigen de sus miembros una disciplina de silencio; como dice Simmel «son una escuela sumamente eficaz de la solidaridad moral entre los hombres». El secreto puede referirse a sus objetivos, a sus miembros, a sus prácticas o al conjunto de estos elementos. Para su protección y la de sus miembros no pueden basarse únicamente en la confianza mutua, y «buscan la manera de suscitar psicológicamente el silencio que no se puede imponer a los individuos por la fuerza. El juramento y la amenaza de sanción vienen en primer lugar» (Simmel, 1991, 69). Otro paso consiste en enseñar al neófito a guardar silencio sobre el conjunto de sus hechos y gestos. El espacio magnético del secreto desborda entonces el conocimiento de datos concretos y se extiende al uso mismo de la palabra, forzando una existencia al margen de la comunicación ordinaria. Durante semanas o meses debe permanecer mudo y vivir recluido. Pitágoras hacía del silencio un principio esencial de la formación de sus alumnos. Nadie debía revelar los secretos compartidos. La leyenda afirma que los discípulos debían mantener el silencio durante cinco años. Los misterios de Eleusis no eran menos rigurosos: se ponía la «llave de los dioses» en la boca de los sacerdotes para recordarles la obligación del silencio. Semejante control de sí mismo lleva a un uso atento de la propia palabra, a la voluntad de no dilapidarla más de la cuenta, ya que se sabe el precio que habría que pagar. La necesidad de un silencio total, frente al silencio parcial que preside la palabra ordinaria de la vida, es una escuela de dominio de sí y de toma de conciencia de la carga moral y social del lenguaje.

Un juego social se instaura en torno a la palabra y el silencio que rodea la tensión del secreto. La secreción es una modalidad de descarga regular que recuerda el valor de lo no sabido, y fomenta la curiosidad o la sed de saber. Con habilidad, o con un espíritu ladino, el depositario proporciona fragmentos de informaciones y rompe parcialmente el silencio, utilizando su poder, intentando sacarle provecho. Zempleni habla incluso de una «exhibición» del secreto (Zempleni, 1996, 24), al desvelar fragmentos de saber para provocar la subida de su precio. El secreto constituye una reserva de poder, y existe una gran tentación por utilizarlo para reforzar una posición personal, ganar dinero o disfrutar sencillamente del dominio sobre el otro.

En el momento en que el silencio se rompe, en que la revelación se formula, se establece la igualdad y se disipa la separación que había entre poseedores e interesados. Una vida puede entonces bascular sobre el horror, verse forzada a un cambio radical de orientación o a romper con los más cercanos. O bien se produce el gran gozo de saber al fin, de poder llevar en adelante una vida favorable, llena de luz. El secreto supone una cristalización de energía cuya fuerza de acción depende de las circunstancias. El momento en que se desvela es cuando su poder alcanza su máxima expresión, y lanza sus últimos destellos antes de desaparecer o de transformarse en un simple recuerdo. Su poder de metamorfosis se esparce irremisiblemente sobre la existencia, pero muere al haber perdido todo valor de poder ser sabido. Pero, entiéndase bien, el secreto no tiene más que un valor local; fuera del mismo sería algo indiferente o anecdótico, pues afecta a un ámbito social particular que modificaría sus relaciones si fuese publicado. Para los demás es una pura nimiedad. Su poder está en que oculta en su seno una trama de relaciones cuya estabilidad amenaza.

Autoprotección

A veces, el secreto posee una dimensión estrictamente personal, puede referirse entonces a una actividad o costumbre individual. Se diluye en la indiferencia ante los demás siempre que el individuo no deba rendir cuentas. En este último caso, callarse acerca de los propios hechos y gestos tiene, en ocasiones, funestas consecuencias. Así, el sospechoso que opone un terco silencio a las preguntas de los que le acusan ve aumentar las presunciones en su contra; mientras que una sola palabra bastaría tal vez para disculparle. Su silencio funciona como un consentimiento implícito ante la acusación, una dudosa negativa a defenderse. Según las circunstancias, el mutismo pone de relieve un torpe deseo de protección, que conduce directamente al fracaso si el sospechoso está expuesto a que lo escruten de parte a parte; o también, una forma de salvaguardia si se trata del infortunado testigo de una acción delictiva que teme las represalias. La ley del silencio, la famosa omertá siciliana, es una forma histórica de protección de sus intereses ejercida por la mafia mediante el terror. Hoy día, los arrepentidos rompen este principio con el riesgo de pagar sus revelaciones con su propia vida o con la de los componentes de sus familias. El poder mafioso reside en esta amenaza de muerte que planea sobre cualquier testimonio aportado tras un crimen o un robo. Nadie ha visto nada, tampoco se ha oído nada; todos miraban para otro lado en el momento de los hechos, y los testigos se zafan y se someten a la regla implícita de callar o perecer. La perpetuación del crimen está así asegurada por la complicidad forzada de la población. Esta capacidad para callarse a pesar de las presiones o de los años de cárcel es, para sus miembros destacados, la norma y el timbre de honor que cimientan la perennidad de la organización.

Así pues, uno puede refugiarse en el mutismo para ponerse a salvo de eventuales represalias pero, de manera más convencional, existe el derecho a esperar de algunos profesionales una completa discreción con respecto a los asuntos que tienen entre manos. Si la justicia implica la confesión del criminal o la declaración de testigos o víctimas decididos a arrojar luz sobre un acontecimiento punible; si combate la ocultación de informaciones o pruebas, el derecho no puede dejar de reconocer la legitimidad del silencio si protege la vida o el honor de un individuo (Atias, Riáis, 1984, 97 sq.). El juramento de Hipócrates, por otro lado, impone al médico el silencio sobre lo que el ejercicio de su profesión le revela acerca del estado de salud de sus pacientes, o acerca de su intimidad: «De lo que pueda ver u oír en la sociedad, durante el ejercicio o, incluso, fuera del ejercicio de mi profesión, callaré todo lo que no deba divulgarse, considerando la discreción como un deber en esos casos». El artículo 11 del Código francés de deontología médica recuerda que «el secreto profesional, instituido en interés de los enfermos, obliga a todos los médicos en las condiciones establecidas por la ley. El secreto alcanza a todo lo que llega a conocimiento del médico en el ejercicio de su profesión; es decir, no sólo lo que le ha sido confiado, sino también lo que ha visto, oído o entendido». Garantiza que el estado de salud del paciente, incluso grave, no será divulgado; en esa misma línea, ciertos aspectos de su historial, de su situación presente, el contenido de su correspondencia, etc. sólo le pertenecen a él. Su vida privada no puede hacerse pública sin su consentimiento. Esta ley del silencio asegura a todo enfermo, sea quien sea, la posibilidad de recurrir a la asistencia médica sin temor a ser denunciado, traicionado o expuesto a ser la comidilla del público.[1]

En principio, el individuo es dueño del derecho de circulación de las informaciones que le afecten. Muchas profesiones están obligadas al secreto: los médicos, como hemos visto, pero también abogados, notarios, banqueros, policías, trabajadores sociales, psicoanalistas, psicólogos, y los sacerdotes que confiesan, etc. Existe una presunción de confianza con respecto a profesionales que poseen informaciones susceptibles de perjudicar a sus clientes. Algunos altos funcionarios son sometidos al secreto de Estado y a un deber de reserva. No siempre debe difundirse una verdad, pues muchas veces expone a aquél que no ha sabido guardar el silencio que le imponía su estatuto a represalias jurídicas, políticas o sociales. Un deber de discreción es inherente a los negocios con los demás, so pena de invalidar toda posibilidad de que lleguen a buen puerto, a causa de los temores que podrían tener los clientes de confiarse a ellos.

El principio del chantaje descansa en la amenaza de una ruptura del contrato de silencio, que se hace en torno a algunos hechos socialmente peligrosos para una reputación o una carrera. El precio del silencio no es sólo una metáfora, pues a veces tiene un contenido crematístico. Sin la confidencialidad, numerosos contactos profesionales o personales se venan obstaculizados u obligados a seguir su curso ocultos. Una reserva de silencio está tácitamente presente en el corazón mismo de toda relación social. Simultáneamente, el secreto profesional marca un límite simbólico que distingue a sus beneficiarios del resto de la población, otorgándoles un poder, un conocimiento que es inaccesible para los demás, pero cuya divulgación traería muchas consecuencias. En torno a este privilegio la profesión se organiza y teje parte de su prestigio. Antaño, el maestro artesano conservaba tozudamente un secreto de fabricación para confiárselo a sus hijos o a sus discípulos sólo poco antes de morir. El secreto profesional es, sin duda, un poder.

Secretos iniciáticos

«El secreto es el hermano uterino del silencio», dicen los bambara (Zahan, 1963, 150). En las sociedades de linajes de África Negra, allí donde la tradición tiene todavía fuerza de ley, los secretos desvelados en el momento de la iniciación unen al grupo de neófitos, separándolos de aquéllos que ignoran su contenido, pero saben, sin embargo, que una serie de informaciones esenciales se les escapa. Un acuerdo tácito reina en la comunidad con respecto a una separación que sustenta las relaciones sociales y opone, por ejemplo, a los hombres y a las mujeres, a los jóvenes y a los demás, etc. Para los iniciados, un saber-callarse se añade al saber-decir en las conversaciones habituales. Unas leyes del silencio determinan la licitud de una palabra que tiene una repercusión social de gran importancia. El rito de paso requiere la revelación de datos fundadores del vínculo social referidas a las máscaras, ornamentos, ritos, protagonistas, mitos, etc. El novicio accede de manera privilegiada al sistema de comunicación de su grupo, y se le enseña a convertirse en un miembro pleno de la comunidad, transmitiéndole unos conocimientos a los que no accede todo el mundo. El rito clasifica a los jóvenes según su pertenencia a los diferentes linajes y los distinguen según los secretos que posean, que no son los de otros grupos; o bien los agrupa según su edad, dispensándoles la misma formación. Pero el privilegio de saber se produce a costa de los que no saben, o poseen un secreto distinto.

El secreto tiene tanto valor en su contenido como en su forma y su finalidad, que consisten, primeramente, en reunir en torno a él a los que saben, separándolos de los demás. Prueba de reconocimiento y afiliación, crea un vínculo entre aquéllos que lo conocen. El secreto les enseña a callarse, a dominar su palabra. Es cierto que, a veces, el secreto puede parecer simple y hasta suscite cierta ironía, pero aunque nimio pone en marcha una estructura donde cada uno encuentra su sitio según su grado de iniciación (Jamin, 1977, 104 sq.; Zahan, 1963, 150-1). Aunque su contenido puede ser insignificante, su forma tiene consecuencias importantes. Favorece la aspiración a sentirse digno entre los que son todavía demasiado jóvenes, pero también entre los que no tienen acceso al secreto (por ejemplo, las mujeres). El nivel de conocimiento o de accesibilidad del secreto diseña un orden estatutario rígido que rige la organización de la sociedad. Enseñanza y revelación, el rito de paso es, al mismo tiempo, designación, conocimiento de un secreto y concesión de un privilegio. Estructura la división (principalmente sexual) de la sociedad entre los que saben y los demás, apartados. El silencio que acompaña al secreto jerarquiza al grupo. Cuando coinciden categorías de edad y estirpes en el seno de las sociedades de linajes de África Occidental, por ejemplo, Jean Jamin señala el juego de poder alimentado gracias a la existencia de secretos iniciáticos. «Ya sea cierto o superchería, táctico o estratégico o, incluso, confiscatorio, el secreto tiene una función distanciadora y un valor jerárquico. Al mantener o asentar zonas de sombra o de incertidumbre, disminuye los lugares sociales de la reproducción cultural; bien reservando ciertos saberes a determinadas categorías sociales, bien ejerciendo la censura» (Jamin, 1977, 124).[2] En este contexto sociológico el silencio es un guardián de la tradición; borra los puntos de referencia y, sobre todo, mantiene las separaciones entre los grupos.

El secreto transforma un saber en privilegio. El silencio que le acompaña es un poder, una forma de distanciar al otro, que lo ignora sin saber incluso que existe o, bien al contrario, que intenta apropiárselo al haber barruntado su existencia. Consolida una posición de relación o estatutaria, al tener a los demás alejados de una información que modificaría su existencia si saliese a la luz. Control eficaz sobre los que estarían interesados en que se desvelase, pero que no saben nada. Mayor sutileza hay todavía cuando se sabe que existe el secreto pero se ignora su contenido; pues proporciona al que lo conoce un modo de presión mayor, un poder suplementario cimentado en una dimensión simbólica. Así, Houseman distingue entre los secretos iniciáticos «disimulados» y otros que están «expresados». Las mujeres tienen, a veces, conocimiento del secreto que rodea a las máscaras, por ejemplo; en algunas sociedades, saben que lo que hay detrás de ellas no son espíritus sino los hombres de su pueblo. Tácitamente aceptan el «como si». La ley del silencio guarda aquí menos relación con el contenido del secreto que con su formulación (Zempleni, 1996, 36). El saber-callarse es una figura social del silencio que protege la organización social para darle perennidad.

Los ardides del subconsciente

En el límite del secreto, algo que todo el mundo conoce puede ser voluntariamente omitido, a causa del dolor que podría reavivar su recuerdo: la muerte de un niño, un luto todavía vigente, una «falta» moral cometida por uno de los miembros del grupo (incesto, abandono, adulterio, etc.), un drama familiar (suicidio, crimen, etc.), etc. Una consigna de silencio borra de un golpe desmañado una parte de la historia común para conjurar un sufrimiento que, de no ser así, estaría gravitando sobre el conjunto de las relaciones sociales. Aquéllos que la conocen no dejan de contribuir con sus pensamientos o sus acciones al imperativo de ocultarla. La abolición del suceso nace de la imposibilidad de intentar hablar de él a causa del dolor, siempre a flor de piel, que aviva. Es como si su recuerdo por medio de las palabras aumentase el riesgo de su repetición real. Desde el momento en que existe el drama la intención es reducirlo al silencio, arrinconarlo en el punto más lejano de la memoria con la esperanza de que el tiempo vaya aliviando la quemadura. Y, sobre todo, que su conocimiento proteja a los miembros de la familia que se mantuvieron al margen «por su bien», ya que eran demasiado jóvenes, por ejemplo, o incluso no habían nacido todavía en el momento de los hechos. El mantenimiento del secreto pretende evitar la apropiación de significaciones que podían chocar con los fundamentos mismos de sus relaciones con el mundo. La barrera de silencio es una protección que actúa en beneficio de una serie de cosas reconocibles y duraderas, y cuya puesta en tela de juicio provocaría un desmantelamiento brutal e irremediable. Se considera que el descubrimiento del secreto podría llegar a tener un efecto disruptivo en aquel que todavía ignorase su contenido. Al menos ésta es la creencia de los que se esfuerzan en protegerlo, erigiéndolo sin pretenderlo en una víctima permanentes de lo no-dicho, del ocultamiento del sentido que rige su vida sin que él acabe de saberlo.

Piedra angular del desconocimiento de uno mismo, el secreto familiar mantiene de manera oculta toda la armonía psíquica de una persona, obligada a repetir en otro escenario una historia que no le afecta más que en algunas carambolas morbosas de las que ni siquiera es contemporáneo. El subconsciente no tiene historia, es intemporal, alberga hechos candentes que afectan a generaciones anteriores, pero se recrea en el presente bajo la forma del síntoma o del sufrimiento. Existe una patología del secreto. Hay algunas formas inadecuadas de proteger al otro mediante el silencio que parece que contienen unas temibles fuerzas destructivas. Lejos de salvaguardar la identidad abren brechas por donde fluye un sufrimiento difuso, una vulnerabilidad particular, una salud vacilante, etc. El deseo de proteger a los que vienen detrás enquista en el vínculo genealógico unas zonas de perturbación que crean «criptas» (Abraham, Torok, 1978; Dumas, 1985), ocultan «fantasmas» que acuden a atormentar la existencia y propalan fuerzas morbosas en la relación del individuo con el mundo.

Callándose el drama no es que se le haga desaparecer. Continúa perturbando a los que tienen conocimiento de él, y alimentando, sin saberlo, su conducta frente a los que desean ingenuamente proteger. La negación es una forma perversa y psíquicamente onerosa de defensa. Lo inconfesable sigue su labor de zapa en el subconsciente y el fantasma se manifiesta por medio de actos o pensamientos: palabras o imágenes que se imponen al sujeto, que no están en consonancia con su comportamiento ordinario. También se traduce en accidentes o enfermedades, cuya irrupción está en estrecha relación simbólica con el suceso que la familia intenta disimular (repetición del drama, aniversario de un fallecimiento, etc.). La «cripta» es un lugar atormentado del subconsciente donde está almacenado en un equilibrio inestable «lo impensado genealógico», que mantiene así su poder mortal sobre generaciones ulteriores gracias a un gran número de delaciones. El silencio de plomo que pesa sobre un origen, un acontecimiento o una muerte contiene en germen no sólo el sufrimiento sino también, en algunas circunstancias, la psicosis, el autismo o incluso el maltrato del niño, la imposibilidad de darle un cariño suficiente; y ello sin que pueda entender las razones de la reticencia que hay para con él. El sujeto no deja de pagar con su mala vida una deuda que no le atañe, pero una carambola atraviesa varias generaciones hasta alcanzarle de lleno. El fantasma transforma la existencia en destino, condicionado por un suceso antiguo que, a pesar de no haberse formulado nunca, conserva todo su poder de desmantelar. Sólo la suspensión del silencio proporciona al sujeto los medios necesarios para oponerse, con conocimiento de causa, a las fuerzas que neutralizan sus ganas de vivir. Así, la declaración clarificadora o, aun a veces, el proceso psicoanalítico dan un cuerpo y un rostro al acontecimiento que un día quedó proscrito; y la conversación reconstruye entonces la coherencia pasada de una historia, pues con la llegada de las palabras se consigue la expulsión del fantasma.

Psicoanálisis y silencio

La historia del psicoanálisis es como la larga conquista de un silencio que viene a revolucionar el régimen anterior de la palabra en psiquiatría y, en un sentido lato, su relación con el sufrimiento. El recurso al silencio mejora la disposición del terapeuta para escuchar la palabra del paciente, siguiendo los meandros de su camino a lo largo del subconsciente. La puesta en evidencia de las virtudes del silencio en la terapia proviene, en primer lugar, de una petición de Emmy Von M. en una época en que Freud todavía utilizaba el método catártico. Mientras Emmy le habla de sus dolores gástricos, Freud le da en seguida una interpretación de su origen. Pero la muchacha no se deja embaucar y conmina a su terapeuta a callarse y escucharla. Escribe Freud: «Ella me dice entonces, en un tono bastante desabrido, que no hace falta que siempre le pregunte de dónde proviene esto o aquello, sino que le deje contar lo que ella quiera decir» (Freud, Breuer, 1956, 48).[3] Freud toma nota de la legítima exigencia de su paciente de ser escuchada a fin de ser entendida y, por tanto, poder llegar al término de su discurso sin ser interrumpida. El psicoanalista debe conocer mejor la trayectoria personal de su paciente y su debate interior con el subconsciente, antes de pretender intervenir. Sin embargo, habrá de pasar algún tiempo para que la escucha adquiera una importancia terapéutica decisiva en el psicoanálisis. El silencio guardado por Freud con ocasión de los primeros psicoanálisis, con el hombre de las ratas o con el de los lobos, recuerda más a la reserva. Freud interviene sin descanso, y no vacila en acorralar a sus pacientes. Tras la operación sufrida en el maxilar a causa de un cáncer, incómodo por la prótesis que le han puesto, Freud se muestra algo más retraído, más dispuesto a la escucha. Más adelante, con motivo de las dificultades que tiene para oír, descubre, al mismo tiempo que sus pacientes, que el psicoanálisis no tenía, a fin de cuentas, tanta necesidad de un discurso constante del terapeuta para sostenerse (Mannoni, 1974).

El silencio del psicoanalista no significa ni mutismo ni vacío, tampoco ausencia de palabra o de sentido; pues su presencia tiene tanta importancia como la del paciente. No se trata de no hacer ruido, de estar ausente, sino de callarse; es decir, de dar testimonio de un silencio activo, con una carga de tensión que mantenga al paciente en vilo. El psicoanalista podría hablar, pero prefiere abstenerse para escuchar mejor y para que su palabra resuene más cuando haga uso de ella. Freud recomienda que su subconsciente se incorpore al de su paciente a través de una atención «flotante», evitando una fijación demasiado rígida sobre la palabra emitida, por temor a imprimir una influencia excesivamente personal en el desarrollo del tratamiento. Sigue escribiendo Freud: «He aquí cómo debe enunciarse la regla impuesta al médico: procurar que sobre su facultad de observación no incida la más mínima influencia, y confiarse enteramente a su “memoria inconsciente”, o, en un lenguaje técnico sencillo, escuchar sin preocuparse de saber si se va a recordar algo» (Freud, 1970, 62). La apertura hacia el otro, entendida de esta manera, está encaminada a favorecer el acceso al subconsciente. La abstención anuncia una disponibilidad frente al que usa la palabra.

El terapeuta está frente a su paciente, su tarea no es sólo escuchar —pues esto no daría la supremacía más que a la palabra pronunciada—, sino también entender, lo que da lugar a la entrada en juego de otros sentidos; y también a una atención especial al silencio, que dice las cosas de otro modo y exige que se tenga un oído que no se conforme con la simple audición. En el psicoanálisis, incluso cuando el paciente se calla, está hablando sin darse cuenta con su postura, sus gestos, su mímica. La voz callada se ve desbordada por la palabrería y la ingenuidad del cuerpo que expresa, a su manera, la tensión. En el psicoanálisis, el silencio equivale siempre a una palabra, a una presencia. Searles escribe: «Supongo que mi silencio es el instrumento terapéutico más fiable que tengo para el tratamiento de mis pacientes… Todos ellos, en algún momento de la consulta, me han dicho sorprendidos: “su silencio ha llegado verdaderamente hasta mí”; mientras que todas —o casi todas— las interpretaciones que expresé verbalmente habían fracasado» (Searles, 1986, 11). El silencio aquí no es una laguna de la comprensión, pues está lleno de una presencia activa, de apertura hacia el otro; está especialmente dispuesto para esa comprensión.

Al no estar sometido a las reglas de la conversación, el psicoanálisis da lugar a un permanente desfase entre el uso de la palabra del terapeuta —que suele permanecer callado— y la de un paciente que, en principio, soporta el peso de la sesión con su discurso, de una forma que sería casi imposible de llevar a cabo en otras circunstancias. El psicoanálisis invita a la palabra en un marco definido que se impone al individuo fuera de las rutinas de la vida cotidiana, ya que se trata de hablar de sí sin censura frente a un terapeuta que calla y escucha, desaparece en tanto que sujeto, y cuyas raras intervenciones consisten en estimular la palabra, pedir que se profundice en algo concreto, retomar una frase o interpretar un dato cogido al vuelo.

La otra ruptura introducida por el dispositivo no actúa solamente sobre la forma del intercambio de la palabra, sino sobre su contenido. No se trata de hablar de unas cosas u otras dependiendo del momento, sino de dejar el camino libre a la interioridad, a lo que precisamente se calla uno en las conversaciones habituales: traumas infantiles, sexualidad frustrada o fantasías eróticas, asociaciones libres (frier Einfall), etc. El psicoanalista pide al paciente que hable de lo que le viene a la mente, sin prejuzgar su interés, sin censurarse. Pero él mismo guarda las distancias y se muestra discreto acerca de su mundo más íntimo. El establecimiento de una relación en la que no se da la reciprocidad propicia que cuestiones como el miedo, la angustia, los traumas simbólicos, etc. se presenten de una forma más descarnada. De manera que este hablar constante que no recibe nunca respuesta, que nunca enlaza con la historia personal del oyente, lleva al paciente a hacerse cargo de sí mismo, a retomar incesantemente su problema. La falta de simetría en la relación entre el terapeuta y su paciente invita a este último a tomar la palabra, a fin de intentar por sí mismo penetrar en los arcanos de sus carencias ontológicas y utilizar las palabras apropiadas para explicar lo que le impide encontrarse consigo mismo y que hace que tenga que recurrir a otra persona. El silencio relativo del psicoanalista provoca en el paciente una gran concentración, impide la distracción que favorecería una huida permanente, obliga a mirarse a la cara, invita a expresarse, a hablar de sí ante un espejo poco complaciente. El terapeuta es el garante de un marco simbólico sin el que sería imposible la intercomunicación. Se reserva el derecho de intervenir no según el rito ordinario que rige en las conversaciones la toma de palabra, sino según dicte su propia técnica.

El silencio es una sustancia de la comprensión que señala una resistencia o una apertura del paciente, pero no es su propiedad exclusiva; el propio psicoanalista está sometido a la prueba de este silencio, y su intervención para romperlo o su abstención para dejar que se instale no indican sólo su profesionalidad y su intuición en la manera de dirigir las sesiones, sino también su propia psicología. Más aún, aunque el silencio tiene un significado diferente para uno y otro, no hay que olvidar que se asienta por igual entre ellos, les vincula y crea una tercera faceta. El silencio del tratamiento es sumamente ruidoso por lo que respecta a las expresiones corporales que se derivan de sus respectivas presencias. Si el paciente se manifiesta por su actitud, sus mímica o movimientos, el terapeuta también se mueve, escucha con mayor o menor atención, afila el oído, lucha contra las complejidades, toma notas, pasea por la habitación o dormita, duda si intervenir, su mirada escruta al paciente, medita sobre un próximo artículo o se distrae mirando por la ventana. En algún momento, lamenta no haber cogido al vuelo una frase reveladora, o se esfuerza por hacer coincidir una información con una intuición, que no siempre concuerdan. El silencio del terapeuta, al igual que el del paciente, hace rebosar en ocasiones una gran sonoridad, fruto de una agitación interior que busca una salida propicia.

El silencio no es sólo una resistencia, una forma de zafarse, algo negativo que hay que superar o un síntoma a descartar: el tratamiento no se desarrolla bajo la exclusiva soberanía del lenguaje. Garantiza, desde luego, la supremacía de un ritmo que proteja la armonía psíquica de un paciente que teme ser arrollado sin obtener ningún beneficio, o que se arriesga a perder su arraigo en el mundo. Ante una precipitación que le asusta, pues no sabe aún si está suficientemente armado para avanzar, opone su contención, que sólo el tiempo y el trabajo del subconsciente consiguen resquebrajar. Al ir avanzando a su paso conjura su miedo al hundimiento; y el silencio también es para él un arma, un balancín que le permite mantener distanciado su miedo, ante lo que percibe en él de abismo. Según Freud, en cambio, cuando un paciente deja de hablar suele ser el indicio de una defensa, que va asociada a un pensamiento que implica a la persona del terapeuta. Y escribe: «Una vez dada esta explicación, se supera el obstáculo o, al menos, la ausencia de asociaciones se convierte en un rechazo a hablar» (Freud, 1977, 52). Citando a Elisabeth Von R., en un momento en que él sigue usando el contacto físico —en este caso, presión sobre la frente de su paciente—, Freud explica que le coge la cabeza cuando ella deja de hablar pues «el silencio podía interpretarse de dos maneras: o bien Elisabeth ejercía su crítica sobre la idea aparecida, considerándola demasiado poco valiosa (algo que no debería haber hecho); o bien temía revelarla, pues esta confesión le habría resultado desagradable. En lo sucesivo, no cedí cuando pretendía no haber pensado en nada… Siguiendo en esta línea, llegué a conseguir realmente que ninguna presión resultase ineficaz» (Freud, 1956, 121-2). Cuando la conexión se produce, el silencio, más allá de la simple necesidad de la escucha o de las pausas del diálogo, viene a significar como una apertura entregada a la mirada del psicoanalista (Nasio, 1987, 227). Lejos de ser tan sólo una contención del combate, es también una forma adecuada de respuesta, que refleja la emergencia de una significación que se basta por sí misma, que no necesita formularse otra vez mediante la palabra. No se trata de un vacío, sino de otra manera de asimilar la cuestión de la propia presencia en el mundo.

El silencio del psicoanalista no significa lo mismo a lo largo de todo el tratamiento, pues influye, entre otras cosas, la resonancia interior de las palabras del paciente. Este último le presta una mayor o menor atención según las circunstancias. Al topar contra el sentimiento persistente de su presencia, el sujeto no tiene a veces otra elección que callarse, dice Lacan, y «retrocede incluso ante la sombra de su pregunta» (Lacan, 1966, 589). En otros momentos, cuando el paciente se debate desesperadamente entre la voluntad contradictoria de decir algo o de refugiarse en el silencio, vuelve siempre a su dilema, gana tiempo diciendo frases irrelevantes, dando rodeos que no llevan a ninguna parte. Vacila antes de callarse, está inquieto, a pesar de todo, por lo que desea expresar. La incomodidad de la situación lleva forzosamente a la diversión, mediante un discurso intrascendente, rebosante de banalidad. A veces, se utiliza la palabra como si fuese una fortaleza sonora, con el fin de alejar al terapeuta y diluir su atención mediante una profusión de palabras tendentes a provocar el aburrimiento; para ello suelta una charla incansable para disipar la angustia, cortar el vínculo con el psicoanalista y reducirlo a la impotencia. La palabra es entonces el mejor medio para no decir nada. «El dia-logos se corta quirúrgicamente», dice Resnik (1973, 108).

El silencio persistente del psicoanalista acosa la complacencia o la resistencia del paciente. Le obliga a desvelarse, es un estímulo para que se exprese debido justamente a la suspensión que mantiene, y por la ruptura de la convención social que representan los turnos de palabra, que acaba por hacer penosa la insignificancia de un discurso atrapado por la urgencia del acontecimiento, y que mariposea alrededor sin poder defenderse del mismo nombrándolo. Dice T. Reik: «En cierto momento del psicoanálisis el propio silencio del terapeuta se convierte en un factor que favorece la reciprocidad de las fuerzas emocionales. Parece impedir que se pase por encima de los problemas, y hace que se tome en cuenta lo que ocultan los comentarios sobre el tiempo o sobre la biblioteca que hay en la habitación» (Reik, 1976, 119-20).

Como si fuera una resonancia, el silencio del psicoanalista actúa como un «tornavoz» (Reik); confiere a todas las palabras pronunciadas un espesor que llega a sorprender al propio paciente. Le proporciona una consistencia afectiva que le deja en disposición para convertirse en el Otro: una superficie reflectante donde se revela el subconsciente, y donde lo inhibido de una historia adquiere su propio significado. La persona del psicoanalista desaparece para dar cuerpo, por ejemplo, a un drama infantil que nunca llegó a asumirse. El hecho de arrancar al silencio un discurso doloroso para expresarlo en estas circunstancias lleva a entenderlo de otra manera, hasta conseguir incluso un efecto lenitivo en este procedimiento. Y aunque el psicoanalista se calle en ese momento, su presencia ilumina una palabra que tiene un contenido mucho mayor al haberse oído en el fondo de una espera que resulta más gravosa por la forma en que se establece la comunicación. «No hay palabra sin respuesta, incluso aunque no encuentre más que silencio como réplica del oyente…, y ésa es precisamente su función principal en el psicoanálisis» (Lacan, 1966, 247). La reserva del psicoanalista alimenta la creencia del paciente de que no ignora nada de él, y que sólo espera el momento más favorable para hacer la revelación. El paciente está muy pendiente de ella, pues contiene el anuncio inminente del secreto presentido que el «sujeto que se supone sabe» conserva todavía tras él, pero que acabará exponiendo el día menos pensado. El transfert que se produce en el tratamiento da un peso considerable a su presencia y a sus más mínimas manifestaciones; hechos y gestos adquieren una significación que, en muchas ocasiones, resulta temible. Le da vueltas a los pensamientos y los sueños de su interlocutor, ansioso por oír una sola palabra de su boca, impaciente por contarle su sueño y oír su posible comentario. Si ha permanecido callado, su atención se mantendrá alerta hasta la próxima sesión, preguntándose sin cesar por las razones de semejante abstención, y dándole mil significados contradictorios. El silencio del psicoanalista remueve el subconsciente del sujeto, le fuerza a reflexionar sobre las consecuencias de su discurso o sobre las imágenes de sus sueños. Esta retirada, vista a través del filtro de la especial comunicación que mantienen, se considera voluntaria y propicia o, a la inversa, amenazante e indiferente. En todo caso, no deja de suponer un doloroso trabajo sobre sí mismo. Veamos lo que dice F. Camon: «Las horas más intensas y más útiles de mi verdadero análisis han sido las horas “en blanco”, aquéllas en las que no hubo ningún intercambio de palabras. Permanecía en un silencio tan absoluto que me daba la impresión, y a veces la certeza, de que se había ido. Después, al cabo de media hora, percibía el golpeteo de su dedo en el cigarro, y hasta me parecía oír el ruido de la ceniza al caer en el platillo. Seguía ahí».[4]

Con el paso del tiempo, la calidad del silencio se va transformando debido a la connivencia que crea la regularidad de las sesiones; la labor de transfert realizada va animando al paciente. La escucha del psicoanalista se transforma con el conocimiento progresivo que va adquiriendo de quien, incansablemente, habla o se calla en la atmósfera silenciosa de su consulta. Toda modificación de la escucha cambia el significado del silencio y afecta a la palabra o al sentimiento del paciente, además de repercutir en las condiciones del tratamiento. Searles, muy atento a esta consecuencia, expresa su convencimiento de que «si se descubre en un enfermo un conflicto básicamente inconsciente sobre el que guarda un silencio de varios meses, incluso de varios años, porque sabe que sería prematuro formular una interpretación, este descubrimiento transforma su capacidad de reaccionar o de participar tácitamente en lo que vive… Estas modificaciones influirán en el sentido de una mayor seducción o una mayor distancia o, a lo mejor, en una combinación de ambas, no lo sé. Pero no hay duda de que el paciente las percibe, poco importa si en el ámbito del subconsciente o del preconsciente. Y también es probable que le ayuden a tomar conciencia de los sentimientos y de los recuerdos en cuestión, y a escuchar y asimilar las interpretaciones verbales que actúan sobre este material antes inconsciente» (Searles, 1986, 12). La envoltura de silencio rige, a su manera, el trayecto del terapeuta por los múltiples itinerarios de comprensión que se presentan ante él. El silencio modula las peripecias del recorrido; es la materia de la que se alimenta la mutua resonancia de los subconscientes. Comprensión del silencio, no sólo en el intervalo entre dos tomas de palabra, sino también en las múltiples referencias que tienen éstas, incluida su parte muda —y, sin embargo, audible—, a causa de la carencia que revelan.

La intercomunicación de la que venimos hablando une los subconscientes, pero también los cuerpos —del paciente y del analista—, y los va trabajando silenciosamente hasta el punto de hacer que, en ocasiones, resuenen en ellos palabras no pronunciadas, sufrimientos difusos, inquietudes. Didier Dumas recuerda cómo el mutismo obstinado de una mujer joven acababa produciéndole dolor de estómago en el transcurso de las sesiones. Estos dolores desaparecieron cuando el trabajo del silencio hizo madurar una palabra que se atrevió a formular un deseo. Su paciente le confesó un día: «Tengo que decirle que desearía estar en su vientre». El hecho de poner palabras a la comunicación libera inmediatamente al psicoanalista de las crispaciones que le molestaban desde hacía meses. Ella simbolizó en el vientre del Otro un niño muerto. Y aunque quedaba por dilucidar el significado, oculto quizá en una historia íntima, no hay duda de que se produjo un avance decisivo en un parto penoso, que sólo podía hacerse mediante la larga prueba del silencio (Dumas, 1985, 17-25). El tormento de lo no-dicho percute el cuerpo mientras su formulación no haya franqueado los labios o la conciencia del paciente. El síntoma es un reflejo desgraciado del silencio, una palabra que falta, un significado que aún debe aprehenderse y cuya búsqueda está sembrada de trampas, arrepentimientos, fintas y palabras fútiles o dolorosas. La retirada vigilante del psicoanalista es como una invitación a expresarse y poder así hacer desaparecer el síntoma, cuyo soliloquio entorpece su existencia.

El silencio pide al paciente la réplica que surge en su propia defensa y restaura inmediatamente un sentimiento más profundo de su presencia en el mundo. Al menos, ésta es la incitación; una invitación para que tome la palabra y se exprese, como apunta Gantheret: «Quién negaría que el psicoanálisis es en primer lugar esto, y sobre todo para el psicoanalista: la esperanza enloquecida de la palabra verdadera, nacida en el hueco húmedo del silencio. Una palabra que expresará la verdad de esa desgracia, su causa y su sinrazón; que la expresará con tanta autenticidad que la disipará al mismo tiempo que la va diciendo, como fruto de un fogonazo» (Gantheret, 1981, 25). El sentido de la existencia está en quedarse a las puertas del objeto absoluto del deseo y, precisamente por eso, al no realizarse nunca verdaderamente, el deseo permanece en un estado incompleto que le lleva a vivir en la impaciencia, y a soñar que todavía algo puede salvarse. El psicoanálisis es un camino en pos de esa búsqueda; por eso, el silencio lo acompaña con la seriedad que requiere toda puesta al desnudo.

Fuera del psicoanálisis, en la vida ordinaria, una atención enteramente dedicada a la escucha, por discreción, generosidad, profesionalidad o mutismo —y que, por tanto, no mide el tiempo del que habla—, desencadena muchas veces la confesión, el rodeo que permite la distancia reveladora de sí mismo: un espejo deformante donde percibir mejor sus facetas ignoradas. También genera, a veces, la sensación de ser al fin comprendido, de experimentar una comunicación plena. El otro, con la boca abierta, absorto por su escucha, no intenta nunca —o casi nunca— romper las ansias por expresarse, dispensa así la comprensión (incluso aunque no sea cierta). La aquiescencia tiene un valor de reconocimiento de sí que irradia al que habla. En la novela de Carson Mac Cullers, El corazón es un cazador solitario, el personaje de Singer, mudo de nacimiento, se presenta como una figura tranquila y accesible. Su silencio cristaliza las confesiones de su entorno. Al no poder responder, ofrece una paciencia infinita ante el diluvio de palabras que recibe de unos y otros, que tienen además la maravillosa impresión de haber sido al fin comprendidos, «y tal vez más».[5] El hecho de que no diga nada no disipa la ilusión. Uno de los personajes que se relaciona habitualmente con él confirma la sensación general de los demás: «La expresión de sus ojos invitaba a pensar que había entendido cosas que nadie había entendido nunca antes que él, y que sabía cosas que nadie había adivinado jamás. En realidad, no parecía del todo humano» (p. 39). La mudez de Singer, su imposibilidad para desmentir con una palabra las fantasías que se traman sobre su persona, hacen de él el depositario de un secreto cuyo contenido todos creen que les concierne de una manera preferente y personal. Singer encarna así la pieza que faltaba en sus historias y que habrá de completar la revelación. La forma apresurada con que le hablan, las ganas que tiene de estar a su lado, manifiestan la convicción absoluta de que su interlocutor «sabe». En su deambular por la ciudad, Singer se convierte sin pretenderlo en un lugar donde se proyectan los demás. Va recogiendo las confidencias, los resentimientos y los deseos ocultos de aquéllos que le dirigen la palabra. El silencio de Singer irradia todas las respuestas posibles: las que uno se cree que oye, y que la imaginación suministra a raudales sin tener necesidad de que se pronuncien. Singer, sin embargo, casi no comprende estos dramas insignificantes que le endosan a diario, y que desgarran la existencia de quienes con tanta pasión le hablan. Se contenta simplemente con estar ahí, y recibir las palabras que le dirigen sin sentir incluso ninguna compasión. Singer, por su parte, mantiene una relación ambigua con su compañero, también mudo, y quizá algo retrasado, que no conoce bien el lenguaje de los signos. Ante él, las manos de Singer se agitan incansablemente, aunque en el fondo ignora si está siendo comprendido. No le da, sin embargo, ninguna importancia, convencido de que la torpeza de su amigo disimula una gran sabiduría. La relación especial que se ofrece a quien se calla y puede escuchar en lo más hondo se reproduce entonces en su favor.

El silencio de las instituciones

Existe otra disciplina del silencio: la que rige el funcionamiento de los diversos espacios donde se desarrolla la vida social. El ritual que está presente en los movimientos, la mímica o la colocación de los actores está regido por unas normas de interacción. Inserta en una simbología del espacio y del tiempo, una simbología de los rostros y los cuerpos, un uso específico de la palabra. La realización de ciertas actividades exige suspender las manifestaciones verbales. Una película en una sala de cine, una representación teatral, un concierto, un espectáculo de danza, una conferencia, una clase, etc., requieren desde su inicio el cese de las conversaciones y de los movimientos. La regla, con todo, no es universal: las salas de cine, por ejemplo, se parecen en algunos países a patios de recreo donde se dan voces para apoyar los esfuerzos del héroe, o para vilipendiar a los malvados. En nuestras sociedades, en cambio, la recepción de la obra se basa en su contemplación silenciosa por parte de los espectadores. El poder de la palabra se delega en los encargados de dar cuerpo a la ejecución de la obra.

En un recinto deportivo, el ritual corporal permite el grito, el insulto, los movimientos bruscos, las aclamaciones, las interpelaciones de una grada a otra, y los aplausos que celebran una proeza. El cuerpo se entrega a un júbilo que acompaña ruidosamente las peripecias del juego. La libertad corporal de la que hacen gala los hinchas está, sin embargo, regida por un orden secreto imperceptible desde el momento en que entran en el recinto deportivo. Si no es imaginable un estadio petrificado por el silencio, tampoco se concibe una sala de teatro llena de espectadores vociferantes, que mostrasen con estrépito la alegría que les produce la actuación de los actores. No es que en un sitio haya relajación y en otro contención: son dos formas distintas, pero su virtualidad responde a una necesidad colectiva de puesta en escena del vínculo social.

En el teatro, se oyen las respiraciones, las toses, los movimientos en las butacas; tampoco pasan desapercibidas las manifestaciones de disgusto o, incluso, la posible salida de un espectador, que atrae momentáneamente una parte de la atención. El espacio impone una singular proximidad física, en un contexto social en que cualquier manifestación corporal resulta molesta, en cuanto que rompe la concentración de los vecinos de butaca y de los actores. La puesta en práctica del desdibujamiento del cuerpo (Le Breton, 1990) encuentra en la vida cotidiana una serie de condiciones propicias para su ejercicio; en una sala de teatro completamente silenciosa, las manifestaciones corporales de los demás son una molestia, lo mismo ocurre en un compartimento de tren o en un ascensor, donde conviene mostrar ritualmente la transparencia del otro al mismo tiempo que se orquesta su propia desaparición. La regla implícita es la de la discreción; es decir, el esfuerzo ritual de formar una unidad con los vecinos respectivos, y no separarse de esa línea de actuación so pena de molestarles. La sala constituye un solo cuerpo y un solo rostro; un espejo complaciente con los hechos y los gestos de los personajes. Lo más sensato es que el espectador se mantenga inmóvil; y si cambia de postura, extiende las piernas o cruza los brazos deberá hacerlo sin excesivos alardes, salvo que quiera mostrar a los asistentes su propio disgusto. Su presencia no pasa desapercibida para esos potentes puntos de luz que parece que llevan los vecinos de butaca para ejercer la vigilancia. Cualquier ruido inoportuno puede perturbar a los actores e incomodar a los asistentes. El silencio es un requisito obligatorio. En el teatro, sólo el actor dispone de una voz. En la sala, el menor cuchicheo invade el espacio como un ruido ensordecedor, perturba a los espectadores y les hace patente lo artificioso de la situación y lo absurdo que es apasionarse por una historia cualquiera, representada por un puñado de actores que repiten cada día las mismas escenas antes de volver a su casa. También desconcierta al actor, pues le hace temer que su actuación sea mediocre o el espectáculo aburrido. Si se prolonga, el cuchicheo amenaza con romper el frágil edificio levantado sobre una serie de simulacros, y resuena como las trompetas de Jericó. En el silencio especial de la sala, que se produce por la contención del aliento, por la prohibición de los movimientos y las emociones, por la espera serena de las peripecias, cualquier manifestación intempestiva de un espectador viene a ser como un grito, como una objeción al trabajo de los actores o al texto de la obra; en definitiva, atenta al fundamento de la ceremonia, aunque no lo pretenda. Ninguna intervención verbal que pretenda exculpar lo ocurrido es procedente en el teatro, a no ser que se quiera empeorar las cosas. La típica excusa de la persona acatarrada o nerviosa añadiría más desorden. En última instancia, la irritación de un espectador que cree ver una palmaria mala intención en la actitud del causante del desconcierto se traduce en un ¡chis! más o menos discreto, que recuerda —de forma autoritaria— al inoportuno sus deberes en una sala de espectáculo. Si los actores pueden expresarse sin límites, los espectadores se hallan bajo un estrecho control.

La revancha sobre el silencio estalla en el momento de los aplausos y de las felicitaciones lanzadas, a veces, a voz en grito por los asistentes. El ritual del desencadenamiento del ruido es como una réplica al silencio y a la solemnidad que impera en la escena. La inmovilidad del público ha desaparecido, los cuerpos se relajan y la palabra se libera. Al contrario, los actores están ahora algo forzados, como si fuesen pasto de la multitud, sin el contrapeso que tenían en el papel que representaban. Lentamente la gente se dispersa, pero una palabra elocuente invade el espacio en el que tuvo que permanecer callada.

Toda institución tiene sus reglas de uso de la palabra. Un tribunal exige el silencio del auditorio para poder administrar justicia en condiciones adecuadas. Si los asistentes se muestran demasiado revoltosos, el juez dispone del privilegio de suspender inmediatamente la sesión. Hay otros espacios específicos que imponen tradicionalmente el silencio: los cementerios, por ejemplo; los lugares asociados a una tragedia, que recorren quienes vienen a visitarlos con gran recogimiento. El silencio es una forma de respeto del acontecimiento, la sumisión a una trascendencia social que lleva de nuevo al hombre al terreno de la humildad y al recuerdo de la fragilidad de su condición. Las instituciones protegen también espacios o tiempos de silencio o murmullo, allí donde las comunicaciones sólo se establecen en voz baja o por señas, a fin de velar por el trabajo o la concentración de los demás. Las bibliotecas, por ejemplo, aunque tengan un permanente bullicio de movimientos furtivos, de páginas que se pasan, de desplazamientos discretos, de cuchicheos, etc., recogen en su reglamento interior un imperativo de silencio. El ruido, sobre todo, está proscrito. Escuelas, liceos, hospitales, algunas administraciones o empresas solicitan igualmente el silencio de sus usuarios —o su discreción— en algunos lugares o momentos, para no perturbar el desarrollo del trabajo. Una ceremonia religiosa deja la palabra a los servidores del culto, y la asamblea no se manifiesta más que cuando se lo piden ellos. En el Imperio Romano, un «silenciario» velaba para que se respetase el silencio en los lugares en que era de rigor.