INFORME DE PROGRESOS 13
10 de junio. Estamos en un Stratojet que va a volar hacia Chicago. Debo este Informe de Progresos a Burt que ha tenido la luminosa idea de hacérmelo dictar a un magnetófono, del que después los pasará a máquina una secretaria en Chicago. Nemur considera la idea excelente. De hecho, quiere que utilice el magnetófono hasta el último minuto. Estima que el hecho de hacer escuchar la cinta más reciente al final de su reunión aportará un nuevo elemento a su informe.
Aquí estoy pues, sentado solo en nuestro compartimento privado en un Jet en vuelo hacia Chicago, intentando acostumbrarme a pensar en voz alta, habituarme al sonido de mi voz. Supongo que la secretaria mecanógrafa podrá eliminar todos los hum, eh y ah y darle al conjunto un aspecto natural en el papel. (No puedo impedir el sentirme como paralizado cuando pienso en centenares de personas que van a escuchar las palabras que estoy pronunciando ahora).
Mi mente está vacía. En este instante lo que experimento es más importante que todo lo demás.
La idea de volar me aterra.
Por lo que sé, nunca antes de la operación llegué a comprender realmente lo que es un avión. Nunca llegué a relacionar las imágenes del cine o los primeros planos de aviones en la televisión con aquellos aparatos que veía cruzar el cielo. Ahora que vamos a despegar no puedo hacer más que pensar en lo que ocurrirá si caemos. Esto me produce escalofríos y me digo que no quiero morir. Y vuelven a mi mente todas esas discusiones respecto a Dios.
A menudo he meditado en la muerte durante estas últimas semanas, pero nunca realmente en Dios. Mi madre me llevaba alguna vez a la iglesia… pero no recuerdo haber relacionado nunca ésta con la idea de Dios. Mi madre hablaba a menudo de Él, y yo debía rezarle oración todas las noches, pero nunca le di excesiva importancia. Lo recuerdo como un tío lejano con una larga barba, sentado en un trono (algo así como el Papá Noel de unos grandes almacenes, sentado en su hermoso sillón y que te pone sobre sus rodillas, te pregunta si has sido bueno y qué quieres que te traiga). Mi madre temía, pero también le pedía favores. Mi padre no hablaba nunca de Él… era como si Dios fuera un pariente de Rose al que no quisiera frecuentar.
—Vamos a despegar, señor. ¿Le ayudo a atarse el cinturón?
—¿Es obligatorio? No me gusta estar atado.
—Sólo mientras despegamos.
—Preferiría no hacerlo si no es indispensable. Tengo fobia a estar atado. Quizá me ponga enfermo.
—Es el reglamento, señor. Déjeme ayudarle.
—¡No! Ya lo haré yo mismo.
—No… ese extremo pasa por ahí.
—Veamos, hum… ya está.
Ridículo. No hay razón para tener miedo. La cintura no está demasiado apretada… no hace daño. ¿Por qué tiene que ser tan terrible el atarse esa condenada cintura? Eso y las vibraciones del aparato al despegar. La ansiedad es desproporcionada con la situación… hay que hallar otra explicación… ¿cuál?… volar a través de nubes oscuras, atravesándolas… átense los cinturones… ser atado… la tensión… el olor del cuero impregnado de sudor… las vibraciones, y un rugido en mis oídos.
Por la ventanilla, entre las nubes, veo a Charlie. Es difícil decir su edad, unos cinco años. Antes de Norma…
—¿Estáis listos los dos? —su padre se asoma a la puerta. Parece abotagado, principalmente debido a las bolsas de carne que cuelgan en su cara y cuello. Tiene aspecto de estar cansado—. He dicho: ¿ya estáis listos?
—Sólo un minuto —responde Rose—. Ponerme el sombrero. Mira si lleva abotonada la camisa y atados los cordones de los zapatos.
—Vamos, ven a que termine de arreglarte.
—¿Dónde? —pregunta Charlie—. ¿Charlie… va… dónde?
Su padre le mira y frunce el ceño. Matt Gordon nunca sabe cómo reaccionar a las preguntas de su hijo. Rose aparece en la puerta de su habitación, arreglándose el velo de su sombrero. Parece un pájaro, y sus brazos —levantados, con los codos separados— se asemejan a alas.
—Vamos a ver al doctor que te ayudará a ser listo. Tras su velo, parece como si le mirara a través de la tela metálica. Siempre se siente asustado cuando se visten así para salir, ya que sabe que va a encontrar a otras personas y a su madre no le gusta y se enfadará. Siente deseos de echar a correr, pero no hay ningún lugar donde pueda ir a esconderse.
—¿Por qué le has dicho esto? —dice Matt.
—Porque es la verdad. El doctor Guarino puede ayudarle.
Matt va y viene como un hombre que ha abandonado toda esperanza, pero que intenta aún razonar por última vez.
—¿Cómo lo sabes? ¿Qué sabes de él? Si pudiera hacerse algo, los doctores nos lo hubieran dicho hace ya mucho tiempo.
—¡No digas eso! —grita ella—. No me digas que no puede hacerse nada —coge a Charlie y aprieta su cabeza contra su pecho—. Será normal, haremos todo lo que sea necesario, cueste lo que cueste.
—Eso no se compra con dinero.
—Se trata de Charlie. Tu hijo… tu hijo único —lo acuna de un lado para otro, próxima ya a la crisis nerviosa—. No quiero oírte hablar así. Los médicos no saben nada y por eso dicen que no se puede hacer nada. El doctor Guarino me lo ha explicado todo. No quieren prestar oídos a su invento, dice, porque saben que va a probar que estaban en un error. Les ha ocurrido lo mismo a otros genios. Pasteur, Jennings y los demás. Me lo ha explicado todo sobre esos médicos distinguidos que le tienen miedo al progreso.
Replicarle así a Matt la tranquiliza y le devuelve confianza. Cuando deja a Charlie, éste se va a un rincón y se aprieta contra la pared, temblando.
—Míralo —dice ella—, lo has asustado.
—¿Yo?
—Siempre te pones a discutir de esto ante él.
—¡Oh, Cristo! Anda, ven a que termine de arreglarte.
Por el camino, evitan hablarse. Silencio en el autobús y silencio mientras andan, tras la parada del autobús hasta el gran inmueble en el centro de la ciudad donde se encuentra la consulta del doctor Guarino. Al cabo de un cuarto de hora éste entra en la sala de espera para recibirles. Es gordo y casi calvo, parece que esté a punto de estallar bajo su bata blanca. Charlie se siente fascinado por sus enormes cejas y su bigote blanco que remueve de tanto en tanto. Algunas veces es el bigote que se agita primero, y luego se elevan las dos cejas, pero a veces son las cejas las que se levantan primero, mientras el bigote se retuerce a continuación.
La gran habitación blanca en la que les hace entrar Guarino huele aún a pintura fresca. Está casi vacía, dos mesas a un lado y, al otro, una enorme máquina con hileras de indicadores y cuatro largos brazos como los de sillones de dentista. Junto a ella una mesa de examen forrada de cuero negro, con gruesas correas de fijación.
—Bien, bien, bien —dice Guarino, haciendo ascender sus cejas—, aquí tenemos a Charlie —lo toma del hombro—. Vamos a ser buenos amigos.
—¿Puede hacer realmente algo por él, doctor Guarino? —pregunta Matt—. ¿Ha tratado ya usted a pacientes como él? No tenemos mucho dinero.
Las cejas descienden como persianas cuando Guarino frunce el ceño.
—Señor Gordon, ¿le he hablado en algún momento de lo que puedo hacer? ¿No cree que debo examinarlo primero? Quizá podamos hacer algo, quizá no. Primero hay que efectuar algunos tests físicos y mentales para determinar las causas de la encefalopatía.
»Después ya tendremos tiempo para hablar de pronósticos. De hecho, en estos momentos estoy muy ocupado. He aceptado examinar su caso únicamente porque actualmente estoy haciendo un estudio especial sobre este tipo de retraso mental. Claro que, si ustedes tienen alguna duda, entonces…
Su voz se pierde con un asomo de tristeza y hace gesto de irse, pero Rose le da un codazo a Matt.
—Mi marido no quería decir esto en absoluto, doctor. Verá, siempre habla demasiado. —Le echa una mirada a Matt invitándolo a disculparse.
Matt suspira.
—Si existe algún modo de ayudar a Charlie, haremos todo lo que usted diga. Los negocios no van bien en estos momentos. Soy vendedor de artículos de peluquería, pero todo lo que tengo lo daría gustoso si…
—Hay un punto sobre el que debo insistir —dice Guarino, pellizcándose el labio como si tomara una decisión—. Una vez hayamos comenzado, el tratamiento debe seguir hasta el final. En este tipo de casos los resultados se producen a menudo bruscamente, después de muchos meses sin el menor signo de mejoría. Eso no quiere decir que les prometa tener éxito, compréndanme. Nunca puede garantizarse nada. Pero deben darle ustedes al tratamiento la oportunidad de actuar, ya que de otro modo es mejor no comenzar.
Los observa con mirada severa para que su advertencia penetre bien en sus cabezas, y las cejas fruncidas forman como unos aleros blancos bajo los cuales brillan sus ojos azules.
—Ahora, si quieren dejarnos solos para que pueda examinar al niño.
Matt vacila en dejar a Charlie solo con él, pero Guarino hace un gesto con la cabeza.
—Por aquí —dice, haciéndoles pasar a la sala de espera—. Los resultados son siempre mejores cuando el paciente está solo conmigo en los psicotests. Las distracciones externas suelen perturbar la cadena de respuestas.
Rose sonríe triunfante a su marido y Matt sale dócilmente tras ella.
Solo con Charlie, el doctor Guarino le palmea la cabeza con una benevolente sonrisa.
—Vamos, chico, tiéndete en la mesa.
Como Charlie no reacciona, lo levanta y lo acuesta suavemente sobre el mullido cuero de la mesa, y después lo ata sólidamente con las correas. La mesa huele a cuero impregnado de sudor.
—¡Mamaaaaa!
—Está aquí al lado. No tengas miedo, Charlie. No voy a hacerte ningún daño.
—¡Quiero a mamá!
Charlie se muestra inquieto, atado de este modo. No tiene la menor idea de lo que le están haciendo, pero otros doctores no eran tan amables después de que su padres abandonaran la habitación.
Guarino intenta calmarle:
—Vamos, chico, no te inquietes. No tienes ningún motivo para tener miedo. ¿Ves esa maquinota? ¿Sabes qué voy a hacer con ella?
Charlie se encoge, luego recuerda las palabras de madre.
—Hacerme listo.
—Ajá. Al menos, tú sabes por qué estás aquí. Ahora cierra los ojos y relájate mientras giro estos botones. Van a hacer mucho ruido, como un avión, pero no te harán ningún daño. Y veremos si podemos hacerte un poco más listo de lo que eres ahora.
Guarino da el contacto y la gran máquina empieza a zumbar con luces rojas y azules parpadeando. Charlie está aterrado. Se estremece, se debate en las correas que lo sujetan a la mesa.
Va a gritar, pero Guarino le coloca rápidamente un paño en la boca.
—Vamos, vamos, Charlie. Así no. Has de ser buen chico. Ya te he dicho que no voy a hacerte daño.
Charlie intenta todavía gritar, pero todo lo que puede emitir es un grito sordo, ahogado, que le da deseos de vomitar. Siente la humedad viscosa y cálida deslizarse a lo largo de sus muslos, y el olor le dice que su madre va a darle una paliza y castigarle en un rincón por habérselo hecho en los pantalones. No ha podido contenerse. Cada vez que se siente preso en una trampa y el pánico se apodera de él, no puede contenerse y se ensucia… se ahoga… se pone enfermo… siente náuseas… todo se vuelve negro…
No sabe cuánto tiempo ha pasado, pero cuando Charlie vuelve a abrir los ojos el paño ya no está en su boca, las correas han sido retiradas. El doctor Guarino hace como si no notara el olor.
—No te he hecho ningún daño, ¿verdad?
—N…no.
—Bueno, entonces ¿por qué tiemblas así? Todo lo que he hecho ha sido utilizar esta máquina para hacerte más listo ¿Qué efecto te produce el sentirte más listo ahora de lo que eras antes?
Olvidando su pánico, Charlie mira la máquina con ojos muy abiertos.
—¿Me he vuelto listo?
—Oh, sí, por supuesto. Esto, retrocede un poco. ¿Cómo te encuentras?
—Mal. Me he ensuciado.
—Si, bueno… hum… la próxima vez no lo harás, ¿verdad? Ya no tendrás miedo porque sabes que no hace daño. Ahora quiero que le digas a tu mamá lo listo que te notas. Te traerá aquí dos veces por semana para este tratamiento de regeneración encefálica por ondas cortas y cada vez te sentirás más listo, y más listo, y más listo.
Charlie sonríe.
—Puedo andar hacia atrás.
—¿Puedes? Veámoslo —dice Guarino, cerrando excitadamente su carpeta—. Déjamelo ver.
Lentamente, con mucho trabajo, Charlie da varios pasos hacia atrás, tropezando contra la mesa de exámenes. Guarino sonríe y aprueba con la cabeza.
—Bueno, esto es un éxito. La cosa marcha. Serás el chico más listo de tu barrio antes de que hayamos terminado contigo.
Charlie enrojece de satisfacción ante estos cumplidos. No ocurre a menudo que la gente le sonría y le diga que ha conseguido hacer algo determinado. Incluso su miedo a la máquina y a estar atado en la mesa comienza a esfumarse.
—¿De todo el barrio? —Este pensamiento lo hincha hasta tal punto que ya no puede aspirar más aire en los pulmones—. ¿Más listo que Hymie?
Guarino sonríe otra vez y asiente.
—Más listo que Hymie.
Charlie observa la máquina con una admiración y un respeto nuevos. La máquina lo hará más listo que Hymie, que vive dos casas más allá y que sabe leer y escribir como un boyscout.
—¿Esa máquina es suya?
—Todavía no. Pertenece al banco. Pero muy pronto será mía, y entonces podré hacer listos a montones de chicos como tú. —Acaricia la cabeza de Charlie y añade—: Eres mucho más simpático que la mayoría de los chicos normales que traen aquí sus madres esperando que los convierta en genios elevándoles su C. I.
—¿Serán ji-nios si esa máquina les eleva su…? —vuelve sus ojos hacia la máquina para ver si realmente puede hacer lo que el doctor dice—. ¿Usted hará de mí un ji-nio?
Con una risa cordial, Guarino lo coge por los hombros.
—No, Charlie. No tienes que preocuparte por esto. Solo los asnos pueden convertirse en genios. Tu seguirás siendo lo que eres… un buen chico. —Reflexiona un momento y añade—: Por supuesto, un poco más listo de lo que eres ahora.
Abre la puerta y lleva a Charlie hacia sus padres.
—Aquí está, intacto. No le ha ocurrido nada. Es un chico. Creo que nos haremos grandes amigos, ¿no es así, Charlie?
Charlie baja la cabeza. Desea que el doctor Guarino le quiera y se asusta cuando ve la expresión en el rostro su madre.
—¡Charlie! ¿Qué ha ocurrido?
—Tan solo un accidente, señora Gordon. Ha tenido miedo la primera vez, pero no le riña, no le castigue. No quisiera que estableciera una relación entre el castigo y hecho de venir aquí.
Pero Rose Gordon se siente enferma de vergüenza.
—Es horrible. Ya no sé qué hacer, doctor. Incluso en casa… incluso cuando tenemos gente en casa. Y me siento tan avergonzada cuando lo hace.
Ante el disgusto que refleja el rostro de su madre, Charlie empieza a temblar. Durante un momento había olvidado lo mal chico que es, hasta qué punto hace sufrir a sus padres. No sabe por qué, pero cuando ella dice que la hace sufrir y llora y le grita, se asusta, se vuelve contra la pared y se pone a gemir suavemente.
—Vamos, señora Gordon, no lo altere así y no se preocupe. Tráigamelo todas las semanas, los martes y jueves, a la misma hora.
—¿Pero esto le irá realmente bien? —pregunta Matt—. Diez dólares es mucho dinero, y…
—¡Matt! —Rose le tira de la manga—. ¡Éste no es el momento de hablar de eso! ¡Es tu propio hijo, quizá el doctor Guarino pueda hacer que sea como los otros niños, con la ayuda del buen Dios, y tú hablas de dinero!
Matt querría defenderse, pero reflexiona y saca su cartera.
—Por favor… —murmura Guarino, como si la visión del dinero lo molestara—. Mi enfermera, a la entrada, se ocupará de todos los asuntos financieros. Muchas gracias.
Se inclina ligeramente ante Rose, estrecha la mano de Matt y le da unas palmadas en el hombro a Charlie.
—Un buen muchacho. Sí señor —y, sonriendo aún, desaparece tras la puerta de su consulta.
Matt y Rose discuten durante todo el camino de vuelta. Él se queja de que los artículos de peluquería se venden mal y que sus ahorros disminuyen. Rose replica gritando que volver a Charlie normal es más importante que todo lo demás.
Asustado de oírles discutir, Charlie llora muy bajito. El tono encolerizado de sus voces le hace daño. Tan pronto entran en el apartamento corre a un rincón de la cocina, tras la puerta, con la frente pegada a la pared embaldosada, temblando y gimiendo.
No le prestan atención. Nadie se preocupa de que tiene necesidad de ser lavado y cambiado.
—No estoy histérica. Simplemente, ya estoy harta de oírte lamentar cada vez que intento que curen a tu hijo. No te importa. Sí, no te importa en absoluto.
—Eso no es cierto. Pero me doy cuenta de que no se puede hacer nada. Cuando se tiene un hijo como el nuestro es una cruz que hay que soportar sin lamentarse. Yo puedo soportarla, lo que no puedo soportar son tus locuras. Has gastado casi todos nuestros ahorros con charlatanes y engañabobos… un dinero que hubiera podido emplear en montarme un pequeño negocio propio. Sí, no me mires de este modo. Con todo el dinero que has tirado por la ventana para conseguir algo imposible, hubiera podido tener una peluquería propia en lugar de deslomarme haciendo de representante diez horas al día. ¡Un negocio propio, con gente que trabajara para mí!
—Deja de gritar. Míralo, tiene miedo.
—Vete al diablo. Ahora ya sé quien es el idiota aquí. ¡Yo! Porque te dejo hacer. —Salió, dando un furioso portazo.
—Lamento interrumpirle, señor, pero vamos a aterrizar dentro de unos minutos. Tiene que atarse de nuevo su cinturón… Oh, no se lo había desatado. Lo ha llevado atado desde Nueva York. Casi dos horas…
—Lo olvidé. Lo dejaré así hasta que hayamos aterrizado. Parece que ya no me molesta.
Ahora comprendo de dónde saqué esta poco usual motivación para volverme listo que tanto sorprendió a todo el mundo al principio. Era un deseo que angustiaba a Rose Gordon de día y de noche. Su miedo, su culpabilidad, su vergüenza de que Charlie fuera un idiota. Su sueño de que pudiera curarse. La pregunta más inmediata era: ¿de quién era la culpa, de ella o de Matt? No fue hasta que Norma le probó que ella podía tener niños normales, y que yo simplemente era anormal, que dejó de querer cambiarme. Pero pienso que yo nunca he dejado de desear ser el chico inteligente de su sueño para que ella me quisiera.
A propósito de Guarino ocurre algo divertido. Tendría que odiarle por lo que me hizo y por haber explotado a Rose y a Matt, pero no puedo, y no sé por qué. Tras la primera visita, siempre fue amable conmigo. Siempre la palmadita en la espalda, la sonrisa, la palabra animosa que yo casi nunca recibía.
Me trataba —incluso entonces— como a un ser humano. Puede tacharse de ingratitud, pero ésta es una de las cosas que me desagradan aquí, esa manera de tratarme como a un cobayo. Las constantes referencias de Nemur de haberme hecho lo que soy o de que algún día habrá otros como yo que llegarán a ser realmente seres humanos.
¿Cómo puedo hacerle comprender que él no me ha creado?
Comete el mismo error que los demás cuando ven a una persona débil mental y se ríen de ella porque no comprenden que pese a todo hay unos sentimientos buenos que hay que tener en cuenta. No comprende que era ya un ser humano antes de venir aquí.
Aprendo a contener mi resentimiento, a no ser tan impaciente, a esperar… Supongo que estoy madurando. Cada día aprendo más y más cosas sobre mí mismo, y los recuerdos que han comenzado a surgir como la resaca, me sumergen ahora ola tras ola…
11 de junio. Los problemas comenzaron desde el momento en que llegamos al Chalmers Hotel de Chicago y descubrimos que nuestras habitaciones no quedarían libres hasta la noche siguiente y que, hasta entonces, tendríamos que instalarnos en el Independence Hotel, cerca de allí. Nemur estaba furioso. Tomó aquello como una afrenta personal y se peleó con todo el mundo del hotel, desde el mozo hasta el director. Tuvimos que esperar en el vestíbulo mientras cada uno de los empleados del hotel iba a buscar a su superior a fin de ver qué podía hacerse.
En medio de todo aquel movimiento —equipajes llegando y apilándose en el vestíbulo, mozos yendo y viniendo con sus carretillas, participantes en la Convención que llevaban un año sin verse, se reconocían y se felicitaban—, nos sentíamos más y más incómodos mientras Nemur intentaba localizar a los dirigentes de la International Psychological Association.
Finalmente, cuando se hizo evidente que no se podía cambiar nada, admitió el hecho de que deberíamos pasar en el Independence nuestra primera noche en Chicago.
Resultó que la mayor parte de los psicólogos jóvenes estaban instalados en el Independence, y que era allí donde tendrían lugar las primeras grandes recepciones nocturnas. La gente había oído hablar del experimento y la mayor parte de ellos sabían quién era yo. Por todas partes donde íbamos siempre venía alguien a preguntarme mi opinión sobre cualquier cosa, desde las consecuencias de los nuevos impuestos hasta los últimos descubrimientos arqueológicos en Finlandia. Era una especie de desafío, y el conjunto de mis conocimientos generales me permitía discutir sin apuros de casi todo.
Pero, al cabo de un momento, pude ver que Nemur se sentía molesto de que toda la atención se concentrara en mí.
Cuando una joven y hermosa médico del Falmouth College me preguntó si podía explicar las causas de mi propio retraso mental, le dije que el profesor Nemur era el único hombre que podía responderle a eso.
Era la ocasión que él esperaba para mostrar su autoridad en la materia y, por primera vez desde que nos conocimos, puso su mano en mi hombro.
—No sabemos exactamente lo que causó el tipo de fenilcetonuria que padecía Charlie desde su infancia… algún tipo de reacción bioquímica o genética poco usual, causada tal vez por radiaciones ionizantes o radiaciones naturales, o incluso el ataque de un virus en el feto. Sea cual sea el origen, el resultado es un gene aberrante que produce una enzima, digamos deficiente, la cual provoca acciones bioquímicas viciadas. Y, por supuesto, los aminoácidos así creados entran en competencia con las enzimas normales, lo que trae consigo lesiones cerebrales.
La joven disimuló una mueca. No esperaba una lección magistral, pero Nemur había tomado la palabra y prosiguió en el mismo tono:
—Yo llamo a esto Inhibición competitiva de enzimas. Déjeme darle un ejemplo de cómo funciona: compare la enzima producida por el gene anormal con una llave defectuosa que entra en la cerradura química del sistema nervioso central, pero que no gira. Y, como esta llave está ahí, la llave verdadera —la enzima normal correcta— no puede ni siquiera entrar en la cerradura. Está bloqueada. ¿El resultado? Una destrucción irreversible de proteínas en el tejido cerebral.
—Pero, si es irreversible —replicó uno de los psicólogos que se habían unido al grupito—, ¿cómo es posible que el señor Gordon, aquí presente, ya no sea un retrasado?
—¡Ah! —exclamó Nemur—. He dicho que la destrucción operada en el tejido era irreversible, pero no el proceso mismo. Muchos investigadores han podido revertirlo mediante la inyección de sustancias químicas que se combinan con las enzimas deficientes y cambiar la forma molecular de esta molesta llave, si puede decirse de este modo. Éste es también el principio de nuestra propia técnica. Pero nosotros retiramos primero la parte dañada del cerebro, y permitimos así al tejido cerebral implantado, que ha sido revitalizado químicamente, producir proteínas cerebrales en cantidad muy superior a la normal…
—Un momento, profesor Nemur —dije, interrumpiéndole en mitad mismo de su perorata—. ¿Y los trabajos de Rahajamati en este campo?
Me miró desconcertado.
—¿De quién?
—Rahajamati. Su estudio ataca la teoría de la fusión de enzimas de Tanida… el concepto de cambiar la estructura química de la enzima que bloquea la marcha del proceso metabólico.
Frunció el ceño.
—¿Dónde ha sido traducido este artículo?
—Aun no lo ha sido. Lo leí hace unos días en la Revista Hindú de Psicopatología.
Miró a su auditorio e intentó eludir la cuestión.
—Bueno, creo que no tenemos por qué preocuparnos por esas cosas. Nuestros resultados hablan por sí mismos.
—Pero el propio Tanida había propuesto al principio la teoría del blocaje de la enzima deficiente por combinación, mientras que ahora hace notar que…
—Oh, vamos, Charlie. El hecho de que alguien sea el primero en avanzar una teoría no le da la última palabra en el desarrollo experimental. Creo que todos los que estamos aquí convendremos en que las investigaciones efectuadas en los Estados Unidos y en la Gran Bretaña eclipsan de lejos los trabajos realizados en la India y en el Japón. Hemos tenido siempre los mejores laboratorios y el mejor equipo del mundo.
—Pero esto no responde al argumento de Rahajamati, según el cual…
—Aquí no es ni el lugar ni el momento de discutir esto. Estoy seguro de que todos estos detalles serán tratados en la forma más adecuada en la sesión de mañana. —Me dio la espalda para decirle algo a un antiguo compañero de universidad, cortándome bruscamente y dejándome allá, estupefacto.
Conseguí llevar a Strauss a un rincón, y le pregunté sobre aquello.
—¿Y ahora qué? Usted siempre ha dicho que me dejaba impresionar demasiado por él. ¿Qué le he hecho para que se ofenda de este modo?
—Le has creado un sentimiento de inferioridad, y no puede admitirlo.
—Por Dios, estoy hablando en serio. Dígame, la verdad.
—Charlie, tienes que dejar de pensar que todo el mundo se burla de ti. Nemur no podía discutir de estos estudios porque no los ha leído. No puede leer ninguna de estas lenguas.
—¿Ni el hindú ni el japonés? Oh, no puede ser.
—Charlie, no todo el mundo posee tu don de lenguas.
—Pero entonces, ¿cómo puede refutar el ataque de Rahajamati contra su método, y la objeción de Tanida sobre la validez de este tipo de técnica? Tiene que conocer estos…
—No —dijo Strauss, pensativo—. Estos estudios deben ser recientes. Aún no ha habido tiempo de traducirlos.
—¿Quiere decir que usted tampoco los ha leído?
Se encogió de hombros.
—Soy aún peor lingüista que él. Pero estoy seguro de que, antes de que sean establecidos los informes definitivos, serán repasadas a fondo todas las revistas médicas a fin de extraer las informaciones más recientes.
No sabía qué decir. Oírle admitir que ambos ignoraban por completo sectores enteros de su propia especialidad era algo terrible.
—¿Qué lenguas conoce? —le pregunté.
—Francés, alemán, español, italiano, y el suficiente sueco como para defenderme.
—¿Ni el ruso, ni el chino, ni el portugués?
Me recordó que su trabajo de psiquiatra y de cirujano neurólogo le dejaba poco tiempo para las lenguas. Y que las únicas lenguas antiguas que podía leer eran el latín y el griego. Ninguna lengua oriental.
Vi que hubiera querido terminar ahí la discusión, pero yo no podía renunciar. Debía saber exactamente la extensión de sus conocimientos.
La descubrí.
Física: nada más allá de la teoría cuántica de los campos. Geología: nada sobre la geomorfología o la estratigrafía o siquiera sobre la petrología. Nada sobre la micro o la macroteoría económica. Poco sobre las matemáticas más allá del nivel elemental del cálculo de variaciones, y nada absolutamente sobre el álgebra de Boole o las multiplicidades vectoriales de Riemann. Era la primera muestra de las revelaciones que me reservaba aquel fin de semana.
No pude permanecer más tiempo en la reunión. Salí discretamente para andar un poco y reflexionar sobre todo aquello. Ambos eran unos impostores. Habían pretendido ser genios. No eran más que hombres vulgares trabajando a ciegas, pretendiendo poder hacer la luz en las tinieblas. ¿Por qué miente todo el mundo? Nadie que conozca es lo que parece ser.
Daba la vuelta a la esquina de la calle cuando vi a Burt que llegaba tras de mí.
—¿Qué ocurre? —pregunté cuando me alcanzó—. ¿Me seguía?
Se encogió de hombros y sonrió nerviosamente.
—Eres la gran vedette, la estrella del espectáculo. No queremos dejar que esos cowboys motorizados de Chicago te aplasten, ni que te asalten en State Street.
—No me gusta que me aten con una cuerda.
Evitó mi mirada mientras andaba a mi lado, con las manos profundamente hundidas en sus bolsillos.
—No te lo tomes a mal, Charlie. El viejo está que se muerde las uñas. La Convención tiene una gran importancia para él. Está en juego su reputación.
—No sabía que fueran ustedes tan amigos —dije sarcásticamente, recordando las veces en que Burt se había quejado de la estrechez de miras y el arribismo del profesor.
—No soy en absoluto amigo suyo —me miró desafiante—. Pero ha puesto toda su vida en este asunto. No es ni Freud, ni Jung, ni Pavlov, ni Watson, pero lo que hace es importante y respeto la manera en que se consagra a ello… y quizá más aún porque no es más que un hombre vulgar que intenta hacer la obra de un gran hombre, mientras los grandes hombres están todos ellos ocupados fabricando bombas.
—Me gustaría oírle, frente a él, tratándole de hombre vulgar.
—Lo que él piense de sí mismo no tiene importancia. De acuerdo, es un egoísta. ¿Y qué? Hay que tener un carácter así para que un hombre haga lo que él está haciendo. He visto a demasiada gente como él para saber que esta solemnidad y esta suficiencia están mezcladas con una condenada buena dosis de incertidumbre y de temor.
—Y de impostura y de superficialidad —añadí—. Ahora los veo como son en realidad: unos impostores. Lo sospechaba de Nemur. Siempre parecía tener miedo de algo. Pero me ha sorprendido de Strauss.
Burt se detuvo y soltó un largo bufido. Entramos en un bar para tomar un café. No veía su rostro, pero su modo de respirar traicionaba su exasperación.
—Cree que estoy equivocado.
—Simplemente que has llegado muy lejos demasiado aprisa —dijo—. Ahora tienes un cerebro formidable, una inteligencia que no puede ser calculada, has absorbido ya más conocimientos de los que pueden reunir la mayoría de la gente a lo largo de toda su vida. Pero estás… como falto de equilibrio. Sabes cosas. Ves cosas. Pero aún no has alcanzado la comprensión o, mejor, la tolerancia. Les tratas de impostores, pero ¿cuándo has oído a alguno de ellos pretender ser perfecto o sobrehumano? Son gente vulgar. Tú eres el genio.
Se interrumpió bruscamente, dándose cuenta de pronto de que estaba sermoneándome.
—Continúe.
—¿Has conocido a la mujer de Nemur?
—No.
—Si quieres comprender por qué siempre está como presionado, incluso cuando las cosas van bien en el laboratorio y con sus conferencias, tendrías que conocer a Bertha Nemur. ¿Sabes que es ella quien le consiguió su cátedra? ¿Sabes que fue ella quien se sirvió de la influencia de su padre para que le dieran esta subvención de la Fundación Welberg? Bueno, pues ahora es ella quien lo ha empujado a esta prematura presentación en la Convención. Mientras no tengas a tu lado una mujer como ella, que te domine, no pretendas comprender a quien tenga una.
No respondí nada, y vi que él tenía ganas de volver al hotel. Permanecimos silenciosos a todo lo largo del camino de regreso.
¿Soy un genio? No lo creo. Aún no. Como diría Burt, parodiando los eufemismos de la jerga de los educadores, soy excepcional… un término democrático utilizado para evitar las infamantes etiquetas de dotado o de débil (usados como sinónimos de brillante o retrasado), y cuando excepcional comience a tener algún significado para alguien lo cambiarán. Parece que la regla es utilizar una expresión en tanto no signifique nada para nadie. Excepcional significa lo mismo en un extremo como en el otro, de modo que yo he sido excepcional toda mi vida.
Lo más extraño en la adquisición del saber es que, cuanto más avanzo, más me doy cuenta de que ni siquiera sabía que lo que no conocía existía pese a todo. Hace poco tiempo pensaba tontamente que podía aprenderlo todo… adquirir todo el saber del mundo. Ahora espero solamente llegar a saber la existencia de lo que no sé, e intentar comprenderla algo.
¿Tendré tiempo para ello?
Burt está descontento de mí. Me encuentra impaciente, y los demás deben compartir este sentimiento. Pero me empujan e intentan mantenerme en mi lugar. ¿Cuál es mi lugar? ¿Quién y qué soy yo ahora? ¿Soy el producto de toda mi vida o solamente de los últimos meses? Oh, cómo se impacientan cuando intento discutir con ellos. No les gusta admitir que hay cosas que no saben. Es paradójico ver a un hombre vulgar como Nemur consagrarse a transformar en genios a otros seres humanos. Querría que lo consideraran como el descubridor de nuevas leyes en el arte de enseñar, el Einstein de la psicología. Tiene el temor propio del maestro de ser superado por su alumno, el terror del maestro de ver a su discípulo desacreditar su obra. (Pese a que yo no sea realmente el discípulo de Nemur como pueda serlo Burt).
Considero que el miedo de Nemur de ser catalogado como un hombre que avanza sobre zancos entre gigantes es comprensible. Un fracaso en el punto donde hemos llegado lo destrozaría. Y es demasiado viejo para volver a empezar.
Por chocante que sea descubrir la verdad acerca de los hombres que respetaba y en quienes tenía confianza, creo que Burt tiene razón. No debo ser demasiado impaciente con respecto a ellos. Sus ideas y sus brillantes trabajos han hecho posible el experimento. Debo evitar la tendencia natural de mirarlos desde lo alto, ahora que les he superado.
Debo comprender que cuando me repitan sin cesar que debo expresarme y escribir de forma sencilla, a fin de que la gente que lee mis Informes de Progresos pueda comprenderme, se refieren también a ellos. Sin embargo, resulta aterrador pensar que mi destino está en manos de hombres que no son los gigantes que creía antes, sino simplemente hombres que no conocen la solución de todos los problemas.
13 de junio. Dicto esto sujeto a una gran tensión emocional. Me he marchado, abandonando todo el asunto. Estoy en un avión que me lleva de regreso, solo, a Nueva York, y no tengo la menor idea de lo que voy a hacer una vez llegue allí.
Primero debo confesar que estaba enormemente impresionado ante el pensamiento de una Convención Internacional de sabios y de investigadores reunidos para tener un intercambio de ideas. Era allí, pensaba, donde pasaba realmente todo. Allí sería otra cosa que las estériles discusiones de la universidad, porque los participantes pertenecen a los más altos niveles de la investigación y de la enseñanza en psicología, sabios que escriben libros y que dan conferencias, autoridades a quienes la gente menciona. Si Nemur y Strauss eran hombres vulgares que obraban más allá de sus capacidades, estaba convencido de que con los demás sería distinto.
Cuando llegó la hora de la sesión, Nemur nos guió a través del gigantesco vestíbulo, con su recargada decoración barroca y sus enormes escaleras de mármol. Avanzamos en medio de una creciente multitud de gente que estrechaba manos, cambiaba saludos con la cabeza o sonrisas. Otros dos profesores de Beekman, llegados a Chicago aquella misma mañana, se unieron a nosotros. Los profesores White y Clinger nos precedían un poco a la derecha, uno o dos pasos tras Nemur y Strauss, mientras Burt y yo cerrábamos la marcha.
Las gentes que se apretujaban en la gran sala se apartaron para dejarnos pasar, y Nemur saludó con la mano a los periodistas y fotógrafos que habían venido para oír en directo los sensacionales resultados obtenidos con un adulto retrasado en tan sólo poco más de tres meses.
Evidentemente, Nemur había enviado por anticipado comunicados a la prensa.
Algunas de las comunicaciones hechas a la Convención fueron notables. Un grupo de investigadores venidos de Alaska mostró cómo la estimulación de ciertas zonas del cerebro determinaba un significativo desarrollo de la facultad de aprender y otro grupo de Nueva Zelanda, había establecido el mapa de las regiones del cerebro que controlan la percepción y la retención de los estímulos.
Pero hubo también otras comunicaciones, como el estudio de P. T. Zimmeman sobre la distinta duración del tiempo tomado por los ratones para avanzar en un laberinto cuando los ángulos están redondeados en vez de ser angulares, o la exposición de Woffel respecto al efecto del nivel de inteligencia sobre el tiempo de reacción de los monos rhesus. Este tipo de comunicaciones me puso furioso. Tanto dinero, tiempo y energías malgastados en el análisis detallado de temas sin el menor interés. Burt tenía razón cuando elogiaba a Nemur y Strauss por consagrarse a investigaciones importantes e inseguras en lugar de dedicarse a otras, insignificantes pero sin ningún riesgo.
Si tan sólo Nemur quisiera considerarme como un ser humano.
Cuando el presidente de la sesión anunció la comunicación de la Universidad Beekman, ocupamos nuestro lugar tras la larga mesa del estrado. Algernon en su jaula, entre Burt y yo. Éramos el cierre de la sesión y, cuando nos hubimos instalado, el presidente hizo su presentación. Esperaba casi oír algo así como: ¡Señooooras y señoooores! ¡Ocupen sus asientos y vean a nuestros fenómenos! ¡El mejor acto que hayan visto nunca en el mundo científico! ¡Una rata y un idiota transformados en genios bajo sus propios ojos!
Admito que había venido con una cierta idea preconcebida.
Se limitó a decir:
—La comunicación que van a escuchar no necesita ser presentada. Todos hemos oído hablar de las extraordinarias investigaciones realizadas en la Universidad Beekman, gracias al apoyo de la Fundación Welberg, y conducidas por el director del departamento de psicología, profesor Nemur, en colaboración con el doctor Strauss del Centro Neuropsiquiátrico Beekman. Es inútil añadir que se trata de una comunicación que todos esperábamos con el más vivo interés. Paso la palabra al profesor Nemur y al doctor Strauss.
Nemur inclinó amablemente la cabeza ante los elogios introductivos del presidente y dirigió a Strauss un guiño de triunfo.
El primer orador de la Universidad Beekman fue el profesor Clinger.
Comenzaba a ponerme nervioso, y vi que Algernon, molesto por el humo, el ruido y lo inhabitual del lugar, daba vueltas nerviosamente en su jaula. Sentí un extraño deseo de abrirle la jaula y dejarle salir. Era una idea absurda —más bien un sentimiento que una idea— e intenté olvidarla. Pero, mientras escuchaba el estereotipado informe del profesor Clinger sobre «Los efectos de los alojamientos de llegada hacia la izquierda en un laberinto en T comparados a los de los alojamientos de llegada hacia la derecha en un laberinto en T», me descubrí jugueteando con el mecanismo de cerradura de la jaula de Algernon.
Dentro de un momento (antes de que Strauss y Nemur desvelaran su supremo logro), Burt leería un informe describiendo los métodos y los resultados en la puesta en práctica de los tests de inteligencia y educación que había imaginado para Algernon. Esta lectura sería seguida de una demostración en la que Algernon debería pasar sus pruebas y resolver un problema para tener derecho a su comida… ¡lo cual nunca he dejado de odiar!
No tenía nada que reprocharle a Burt. Siempre había sido sincero conmigo —mucho más que la mayoría de los otros— pero cuando describió al ratoncito blanco al que se le había dado la inteligencia fue tan pomposo y artificial como los demás. Como si intentara ponerse el mismo traje que sus profesores. Me retuve en aquel momento, más por amistad con Burt que por otra razón. Dejar salir a Algernon de su jaula crearía el caos en la sesión y, después de todo, era el primer contacto de Burt con aquel plantel de envidiosos universitarios.
Tenía el dedo en la cerradura de la puerta de la jaula y, mientras Algernon seguía con sus rosados ojos el movimiento de mi mano, estoy seguro de que sabía lo que yo estaba pensando. En aquel momento, Burt tomó la jaula para su demostración. Explicó la complejidad de la cerradura con combinación, y la dificultad del problema planteado cada vez que la cerradura debía ser abierta (con sus pequeños pestillos de plástico que se cerraban según combinaciones distintas y debían ser abiertos por la rata accionando una serie de palancas en el mismo orden). A medida que se acrecentaba la inteligencia de Algernon, la rapidez en resolver el problema había aumentado, por supuesto. Pero Burt reveló algo que yo no había sabido.
En el apogeo de su inteligencia, el modo de actuar de Algernon se había vuelto variable. Algunas veces, según el informe de Burt, Algernon rehusaba absolutamente trabajar, aunque aparentemente tuviera hambre, mientras que en otras ocasiones resolvía el problema, pero en lugar de aprovechar su recompensa de comida se arrojaba contra las paredes de la jaula.
Cuando alguien de los asistentes le preguntó a Burt si con esto quería dar a entender que la inteligencia incrementada era directamente la causa de su desordenado comportamiento, Burt eludió la cuestión.
—En lo que a mí concierne —dijo—, no hay pruebas suficientes para justificar esta conclusión. Existen otras hipótesis. Es posible que, a este nivel, la inteligencia incrementada y el comportamiento desordenado sean resultado de esta operación quirúrgica en particular en lugar de ser lo uno función de la otra. Es también posible que este comportamiento desordenado sea exclusivo de Algernon. No lo hemos registrado en ninguno de los demás ratones tratados, pero ninguno de ellos ha alcanzado un grado de inteligencia tan elevado como el de Algernon, ni lo ha conservado tanto tiempo como ella.
Comprendí inmediatamente que esta información me había sido ocultada. Sospeché la razón y me sentí irritado pero eso no fue nada comparado con la cólera que me invadió cuando proyectaron los films.
No sabía que mis primeros tests en el laboratorio habían sido filmados. Y allí estaba yo, cerca de Burt, en la mesa, intimidado, con la boca abierta, mientras intentaba recorrer el laberinto con el lápiz eléctrico. Cada vez que recibía una descarga mi rostro traducía un terror estúpido, abría mucho los ojos, y después volvía a mí aquella sonrisa ausente. Cada vez que ocurría esto la concurrencia estallaba en risas. Carrera tras carrera, esto se repetía a cada vez, y la gente lo encontraba aún más divertido.
Me dije que aquellos no eran bromistas, sino sabios reunidos para perfeccionar sus conocimientos. No podían impedir el que aquellas imágenes les resultaran hilarantes. Sin embargo, cuando Burt se unió a los demás e hizo comentarios cómicos sobre las películas, me sentí empujado a divertirme también. Podríamos reír todavía más viendo a Algernon escaparse de su jaula y toda aquella gente desbandarse y ponerse a cuatro patas para intentar atrapar a un ratoncito blanco, un pequeño genio intentando huir.
Pero me contuve y cuando Strauss tomó la palabra, este impulso me había abandonado.
Strauss se extendió en la teoría y en las técnicas de neurocirugía, exponiendo detalladamente cómo los primeros estudios sobre la localización de los centros de control de hormonas le habían permitido aislar y excitar esos centros, retirando al mismo tiempo la parte del córtex productora de inhibidores de hormonas. Explicó la teoría del bloqueo de hormonas y prosiguió describiendo mi estado físico antes y después de la intervención quirúrgica. Algunas fotografías (que no sabía hubieran sido tomadas) fueron distribuidas y pasaron de mano en mano mientras eran comentadas. Vi por los asentimientos de las cabezas y las sonrisas que la mayor parte de los presentes estaban de acuerdo con él en el hecho de que «la expresión pasiva y vacía del rostro», había sido transformada en «una apariencia viva e inteligente». Se explayó también en algunos aspectos de nuestras sesiones de psicoterapia especialmente en las modificaciones de mi comportamiento en relación con la libre asociación de ideas.
Había acudido allí como un elemento que formaba parte de una comunicación científica, y esperaba ser parte del espectáculo, pero todo el mundo continuaba hablando de mí como si fuera una especie de objeto creado recientemente y que era presentado al mundo científico. Nadie en aquella sala me consideraba como un ser humano. La constante yuxtaposición «Algernon y Charlie» y «Charlie y Algernon» mostraba claramente que nos consideraban a ambos como un par de animales de experiencia, sin ninguna entidad fuera del laboratorio. Pero, dejando aparte mi sentimiento de cólera, no podía impedir que algo zumbara en mi cabeza.
Finalmente le llegó a Nemur el turno de hablar —como director de la experiencia hizo la recapitulación final— y de convertirse en el centro de atracción como autor de un brillante éxito. Era el día tan esperado por él.
Daba impresión, de pie en el estrado, y mientras hablaba me di cuenta de que yo asentía también con la cabeza, dando mi conformidad a hechos que sabía eran ciertos. Los tests, el experimento, la intervención quirúrgica y el desarrollo mental que siguió, fueron descritos detalladamente, y su discurso fue subrayado por citas de mis Informes de Progresos. Más de una vez tuve que oír reflexiones íntimas o estúpidas, leídas ante toda la asistencia. A Dios gracias, había tenido la precaución de guardar la mayor parte de los detalles concernientes a Alice y a mí en mi dossier personal.
Después, en un punto de su resumen, dijo:
—Nosotros, que hemos trabajado en esta experiencia en la Universidad Beekman, tenemos la satisfacción de saber que hemos tomado un error de la naturaleza y que, gracias a nuestras nuevas técnicas, lo hemos convertido en un ser humano superior. Cuando Charlie vino a nosotros estaba fuera de la sociedad, solo en una gran ciudad, sin amigos ni parientes que se ocuparan de él, sin el equipo mental necesario para una vida normal. Sin pasado, sin contacto con el presente, sin esperanza hacia el futuro. Podríamos decir que Charlie Gordon no existía realmente antes de este experimento…
No sé por qué me irritó tan intensamente oírles hablar de mí como de un artículo recién fabricado en una factoría cualquiera; quizá fueran los ecos —estoy seguro— de esa idea que había resonado en las cavidades de mi cerebro desde el momento en que habíamos llegado a Chicago. Quería levantarme, mostrar a todos lo imbécil que era Nemur y gritarle: ¡Soy un ser humano, una persona, con padres y recuerdos y una historia, y lo era antes de que vosotros me metiérais en esa sala de operaciones!
Al mismo tiempo, en el calor de mi cólera, nacía la anonadante comprensión de lo que me había conturbado mientras hablaba Strauss, y otra vez cuando Nemur había ampliado sus datos. ¡Por supuesto, habían cometido un error! La evaluación estadística del período de espera necesario para probar la permanencia de la transformación había sido fundada en experiencias anteriores en el campo del desarrollo mental y de la facultad de aprender, en períodos de espera relativos a animales normalmente estúpidos o normalmente inteligentes. ¡Pero era evidente que el período de espera debía ser prolongado en los casos en que la inteligencia del animal había sido doblada o triplicada!
Las conclusiones de Nemur eran, pues, prematuras. Ya que, tanto para Algernon como para mí, se necesitaría bastante tiempo más para saber si la modificación persistiría. Los profesores habían cometido un error, y nadie se había dado cuenta de ello. Quería levantarme y decírselo, pero no podía moverme. Como Algernon, me hallaba encerrado tras las rejas de la jaula que ellos habían construido a mi alrededor.
Ahora iban a pasar a las preguntas del auditorio y, antes de que me permitieran comer, tendría que hacer mi número ante aquella distinguida asamblea. No. Tenía que irme.
«… en un cierto sentido, es el producto de la experimentación psicológica moderna. En lugar de una cáscara vacía desprovista de mente, un peso para la sociedad que no puede más que lamentar su irresponsable comportamiento, tenemos ahora ante nosotros a un hombre digno y sensible, dispuesto a tomar su lugar de miembro activo de la comunidad. Quisiera que oyeran todos ustedes algunas palabras de Charlie Gordon».
Al diablo con él. No sabía de qué estaba hablando. En aquel momento, la tentación fue más fuerte que yo. Fascinado, vi a mi mano moverse independientemente de mi voluntad y hacer saltar el cerrojo de la jaula de Algernon. Cuando la abrí, me miró un momento e hizo una pausa. Después, dio media vuelta, salió de su jaula como una flecha y se lanzó al galope a lo largo de la enorme mesa.
Al principio apenas la vi sobre el tapete que cubría la mesa, una imprecisa mancha blanca, hasta que una mujer gritó, saltando de su silla y poniéndose en pie. Alrededor de ella se volcaron algunas botellas de agua, y después Burt gritó:
—¡Algernon se ha escapado! —y Algernon saltó de la mesa al estrado y del estrado al suelo.
—¡Atrápenla! ¡Atrápenla! —gemía Nemur, mientras la asistencia, dividida en sus intenciones, formaba un inextricable amasijo de brazos y piernas. Algunas mujeres (¿antiexperimentalistas?) intentaron subirse a inestables sillas que otros, en su afán de atrapar a Algernon, volcaron.
—¡Cierren las puertas del fondo! —clamaba Burt, que se daba cuenta de que Algernon era lo bastante inteligente como para ir en aquella dirección.
—¡Corre, corre! —me oí gritar—. ¡Por la puerta lateral!
—¡Escapa por la puerta lateral! —hizo eco alguien.
—¡Atrápenla! ¡Atrápenla! —imploraba Nemur.
La multitud salió del salón y se esparció por los pasillos mientras Algernon, galopando por la moqueta marrón del vestíbulo, les hacía correr cómicamente. Bajo las mesas Luis XIV, alrededor de las macetas con palmeras, metiéndose por los recodos, subiendo por las escaleras del gran vestíbulo, alborotando a otras gentes a su paso. Verlos a todos correr de derecha a izquierda en el vestíbulo, persiguiendo a una ratita blanca mucho más inteligente que muchos de ellos, era el espectáculo más divertido que había visto desde hacía mucho.
—¡Puedes reírte! —gruñó Nemur, a punto de pegarme—. ¡Si no la recuperamos toda la experiencia se va a ir al traste!
Yo hacía como si buscara a Algernon bajo una papelera.
—¿Qué sabe usted? —dije—. Han cometido un error. Y, a partir de hoy, puede que esto ya no tenga la menor importancia.
Algunos segundos después, media docena de mujeres salieron gritando de los lavabos de señoras apretando frenéticamente sus faldas alrededor de sus piernas.
—¡Allá está! —gritó alguien.
Durante un instante, la multitud de perseguidores fue detenida por la inscripción en la puerta: Señoras. Yo fui el primero en franquear aquella barrera invisible y entrar en el sacrosanto lugar.
Algernon estaba subido a uno de los lavabos, con los ojos fijos en su imagen en el espejo.
—Anda, ven —dije—. Vamos a irnos los dos de aquí.
Se dejó coger, y lo metí en el bolsillo de mi chaqueta.
—Quédate aquí tranquilo hasta que te lo diga.
Entraron otros, sacudiendo las puertas batientes con aire culpable, como si esperaran ver mujeres desnudas a punto de gritar. Salí mientras registraban el recinto y oí la voz de Burt diciendo:
—Aquí hay un conducto de aireación. Quizá haya trepado hasta ahí.
—Busquen dónde conduce —dijo Strauss.
—Suban al segundo —dijo Nemur, haciendo una seña a Strauss—. Yo bajaré al sótano.
En aquel momento salieron fuera de los lavabos de señoras, y las fuerzas se dividieron. Seguí al contingente de Strauss al segundo piso, donde intentaron descubrir dónde terminaba el conducto de ventilación. Cuando Strauss, White y su media docena de acompañantes giraron a la derecha por el corredor B, yo giré a la izquierda por el corredor C y subí al ascensor para ir a mi habitación.
Cerré la puerta a mis espaldas y palmeé mi bolsillo. Un hocico sonrosado y un copo de pelos blancos aparecieron y echaron una ojeada a los alrededores.
—Voy a hacer mis maletas —le dije—, y nos iremos, solos tú y yo, un par de genios fabricados por el hombre, donde no puedan encontrarnos.
Hice meter mis maletas y el magnetófono en un taxi, pagué mi cuenta del hotel y salí por la puerta giratoria con el objeto de la persecución metido en mi bolsillo. Utilicé mi billete de vuelta para regresar a Nueva York.
En lugar de volver a mi apartamento, tengo intención de instalarme en un hotel por una o dos noches. Lo utilizaremos como base de operaciones mientras busco un apartamento amueblado en algún lugar por los alrededores de Times Square.
Hablando de todo esto me siento un poco mejor… y también un poco tonto. No sé realmente por qué me he alterado tanto, ni qué hago en este Jet que vuela hacia Nueva York, con Algernon en una caja de zapatos bajo mi asiento. No debo asustarme. El error no significa que se trate de algo grave. Simplemente, que los resultados no son tan seguros como creía Nemur. ¿Pero dónde voy ahora?
Lo primero que he de hacer es ir a ver a mis padres. En el momento mismo en que me sea posible. Quizá no tenga tanto tiempo como pensaba tener.