INFORME DE PROGRESOS 11

1 de mayo. ¿Por qué nunca me he dado cuenta de lo bonita que es Alice Kinnian? Tiene unos ojos castaños muy bonitos y unos cabellos marrones que le caen en suaves rizos sobre los hombros. Cuando sonríe, sus carnosos labios parecen hacer un mohín.

Hemos ido al cine y después a cenar. No he visto gran cosa de la primera película porque estaba demasiado emocionado al saberla sentada a mi lado. Por dos veces su desnudo brazo ha tocado el mío en el apoyabrazos y las dos veces, me he apartado por miedo a molestarla. No podía pensar más que en su piel tan suave y tan cerca de mí. Después he visto, dos hileras más adelante de nosotros, a un joven con su brazo alrededor de la chica que estaba a su lado, y he sentido deseos de pasar mi brazo alrededor de miss Kinnian. Algo terrible. Pero si tal vez lo hiciera suavemente… colocándolo primero en el respaldo de su asiento… acercándolo después poco a poco… para que estuviera cerca de sus hombros y su nuca… como por casualidad…

No me he atrevido.

Lo máximo que he logrado ha sido poner mi brazo sobre el respaldo de su asiento, pero cuando lo he conseguido he tenido que retirarlo para limpiar el sudor de mi rostro y mi cuello.

Una vez, su pierna ha rozado casualmente la mía.

Todo esto me ha ocasionado un suplicio tan doloroso, que me he obligado a mí mismo a no pensar en ella. El primer film era una película de guerra y todo lo que he llegado a entender ha sido el final, cuando el chico vuelve a Europa para casarse con la mujer que le ha salvado la vida. El segundo film me interesó. Era una película psicológica respecto a un hombre y una mujer al parecer enamorados pero que, de hecho, se destruyen mutuamente. Todo sugiere que el hombre va a matar a la mujer, pero, en el último momento, las palabras que ella grita en una pesadilla le hacen recordar algo que le ocurrió en su infancia. Este repentino recuerdo le muestra que su odio va dirigido en realidad contra una institutriz depravada que lo aterrorizó contándole horribles historias y dejó así una falla en su personalidad. Agitado por ese descubrimiento, lanza un grito de alegría que despierta a su mujer. La toma entre sus brazos, y puede deducirse que todos sus problemas han quedado resueltos.

Todo era demasiado simple, demasiado banal, y supongo que dejé traslucir en mi rostro mi irritación pues Alice me preguntó qué era lo que no marchaba.

—Todo eso es falso —le dije, al salir del cine—. Las cosas nunca ocurren así.

—Por supuesto —respondió ella, riendo—. El cine es un mundo de ensueños.

—¡Oh, no! Eso no es una respuesta —repliqué—. Incluso en un mundo de ensueños ha de haber reglas. Los detalles deben ser coherentes y articularse entre sí. Ese tipo de films son un fraude. Las escenas se encadenan arbitrariamente porque el guionista, o el director, o no sé quién, ha querido introducir algo que no encaja con el resto. Y el conjunto no tiene sentido.

Ella me miró pensativamente cuando llegamos a las deslumbrantes luces de Times Square.

—Avanzas aprisa.

—Mi mente está confusa. No me doy cuenta de todo lo que sé.

—No te preocupes por ello —insistió—. Empiezas a ver y a comprender las cosas.

Hizo un gesto con la mano que abarcaba todos los rótulos de neón y el parpadeante mundo que nos rodeaba mientras llegábamos a la Séptima Avenida.

—Empiezas a ver más allá de la superficie de las cosas. Lo que dices de los detalles que deben encajar entre sí evidencia ya mucha perspicacia.

—¡Oh, vamos! No me siento como si llegara a ningún lado. Ni siquiera me comprendo a mí mismo o a mi pasado. No sé cómo son mis padres ni a quién se parecen. ¿Sabe que cuando los veo en un destello de memoria o en un sueño sus rostros no son más que un mancha confusa? Quisiera ver su expresión. No puedo comprender lo que ocurre si no veo sus rostros.

—Charlie, cálmate —la gente se volvía a mirarnos. Ella deslizó su brazo bajo el mío y me atrajo hacia ella para apaciguarme—. Has de tener paciencia. No olvides que estás realizando en pocas semanas lo que a los demás nos toma toda una vida. Eres como una enorme esponja que absorbe conocimientos. Muy pronto comenzarás a relacionar las cosas entre sí y verás cómo se entrelazan los distintos universos del conocimiento. Todos esos estadios, Charlie, son como los peldaños de una gigantesca escalera. Y tú subirás arriba y arriba para descubrir cada vez más y más del mundo que está a tu alrededor.

Cuando entramos en la cafetería de la calle 45 y tomamos nuestras bandejas, añadió animadamente:

—La gente ordinaria no puede ver más que un poco de este mundo. No pueden cambiar nada ni elevarse más arriba de donde están, pero tú eres un genio. Tu continuarás subiendo y subiendo y viendo cada vez más y más. Y cada peldaño te revelará mundos cuya existencia jamás habrás supuesto.

La gente que hacía cola y la oían se volvían para mirarme, y sólo bajó la voz cuando la empujé con el codo para que se callara.

—Lo único que hago —cuchicheó— es pedirle a Dios que no sufras por ello.

Durante un momento no supe qué decir. Tomamos nuestros platos del mostrador, los llevamos a nuestra mesa y comimos sin hablar. El silencio me ponía nervioso. Sabía de dónde venía su temor y lo tomé a broma.

—¿Por qué tendría que sufrir? Nunca podré estar peor que antes. Incluso Algernon sigue siendo inteligente, ¿no? Mientras lo siga siendo, todo irá bien para mí.

Ella jugaba con su cuchillo, haciendo redondas en la mantequilla, y aquel movimiento me hipnotizaba.

—Además —le dije—, oí discutir al profesor Nemur y al doctor Strauss, y Nemur dijo que estaba absolutamente seguro de que nada podía ir mal.

—Así lo deseo —dijo ella—. No tienes idea de hasta qué punto tengo miedo de que algo pueda ir mal. En parte me siento responsable. —Me vio mirar el cuchillo y lo dejó cuidadosamente al lado de su servilleta.

—Nunca lo hubiera hecho de no haber sido por usted —dije.

Se rió, y eso me hizo estremecerme. Bajó rápidamente sus ojos al mantel y enrojeció.

—Gracias, Charlie —dijo, y me tomó la mano.

Era la primera vez que alguien hacía este gesto hacia mí, y eso me animó. Me incliné hacia ella, apretando su mano y las palabras surgieron por sí mismas:

—La aprecio mucho.

Después de pronunciarlas tuve miedo de que ella se riera, pero bajó la cabeza y sonrió.

—Yo también te aprecio mucho, Charlie.

—Pero para mí es algo más que simple aprecio. Lo que quiero decir es que… ¡oh, diablos! No sé lo que quiero decir.

Me daba cuenta de que enrojecía y no sabía hacia dónde mirar ni qué hacer con mis manos. Se me cayó un tenedor y, al inclinarme para recogerlo, volqué un vaso de agua que cayó sobre su vestido. Bruscamente me había vuelto torpe y desmañado y, cuando intenté pedirle perdón, ni siquiera podía mover la lengua.

—No ha pasado nada, Charlie —dijo para tranquilizarme—. Sólo es agua. No tienes que preocuparte tanto por ello.

En el taxi, al llevarla a casa, permanecimos un largo rato silenciosos, y luego ella dejó a un lado su bolso, enderezó mi corbata y arregló el pañuelo de mi bolsillo.

—Estás incómodo esta noche, Charlie.

—Me siento ridículo.

—Te he trastornado porque te he hablado de ti. Esto te ha puesto nervioso.

—No es eso. Lo que me molesta es que no puedo expresar con palabras lo que siento.

—Lo que sientes es nuevo para ti. Pero todo no necesita… ser expresado con palabras.

Me acerqué a ella e intenté tomar de nuevo su mano pero ella se apartó.

—No, Charlie. No creo que fuera bueno para ti. Te he perturbado y eso podría tener un efecto negativo.

Cuando ella me rechazó, me sentí a la vez torpe y ridículo. Esto me irritó conmigo mismo. Me hundí en mi rincón y miré por la ventanilla. La odiaba como nunca antes había odiado a nadie… por sus respuestas tranquilas y sus cuidados maternales. Sentía deseos de abofetearla, de obligarla a arrastrarse, y al mismo tiempo de tomarla en mis brazos y besarla.

—Charlie, lamento haberte trastornado así.

—No hablemos más de ello.

—Pero debes comprender lo que ocurre.

—Lo comprendo —dije—, y prefiero no hablar de ello.

Cuando el taxi llegó a su casa, en la calle 77, me sentía horriblemente desgraciado.

—Escucha —dijo ella—, es culpa mía. No tenía que haber salido contigo esta noche.

—Sí, ahora me doy cuenta.

—Lo que quiero decir es que no tenemos derecho a situar nuestras relaciones en un plano personal… emocional. Tienes mucho que hacer. No tengo derecho a entrar en tu vida en este momento.

—Eso soy yo quien debe juzgarlo, ¿no?

—¿Lo crees realmente? No es sólo asunto tuyo, Charlie. Ahora tienes obligaciones… no sólo hacia el profesor Nemur y el doctor Strauss, sino también hacia los millones de hombres que quizá sigan tus huellas.

Cuanto más hablaba así, más miserable me sentía. Estaba subrayando mi torpeza, mi ignorancia de las cosas adecuadas que hay que decir y hacer. Para sus ojos yo era un adolescente torpe, y ella intentaba hacérmelo comprender educadamente.

Ante la puerta de su apartamento, se volvió, me sonrió y, por un instante, creí que iba a invitarme a entrar, pero se limitó a decir muy bajo:

—Buenas noches, Charlie. Gracias por esa maravillosa velada.

¡Hubiera querido desearle buenas noches con un beso! Ya antes había sentido deseos de hacerlo. ¿Acaso una mujer no espera que uno la bese? En las novelas que he leído y en las películas que he visto es el hombre quien toma la iniciativa. Ayer noche había decidido que la besaría. Pero no dejaba de pensar: ¿y si me rechaza?

Me acerqué a ella y quise tomarla por los hombros pero fue más rápida que yo. Me detuvo y tomó mi mano entre las suyas.

—Es mejor que nos digamos buenas noches de este modo, Charlie. No podemos convertir esto en algo personal. Aún no.

Y antes de que yo pudiera protestar o preguntar qué quería decir con aquel aún no, entró en su casa.

—Buenas noches, Charlie, y gracias otra vez por esa deliciosa… deliciosa velada —y cerró la puerta.

Estaba furioso contra ella, contra mí mismo, contra el mundo entero, pero mientras iba a casa me di cuenta de que tenía razón. Ahora no sé si ella siente algún afecto hacia mí o simplemente me manifiesta su amistad. ¿Qué es lo que puede ver en mí? Lo que lo hace todo más difícil es que nunca me había ocurrido nada parecido. ¿Cómo aprende uno a actuar con relación a otra persona? ¿Cómo aprende un hombre a comportarse con una mujer?

Los libros no ayudan mucho.

Pero la próxima vez le daré un beso al desearle las buenas noches.

3 de mayo. Una de las cosas que más me confunde es no saber nunca, cuando alguna reminiscencia surge de mi pasado, si todo ocurrió realmente de ese modo, o es tan sólo la manera en que me pareció en aquel tiempo que ocurría, o si todo es una invención mía. Soy como un hombre que ha permanecido medio dormido toda su vida y que, antes de despertarse, intenta descubrir cómo era antes. Todo aparece extrañamente confuso y como al ralentí.

La otra noche tuve una pesadilla y, cuando me desperté, conservaba aún el recuerdo.

Primero la pesadilla: corro a lo largo de un interminable corredor, medio cegado por torbellinos de polvo. A veces corro hacia adelante y de pronto me detengo, vacilo, doy media vuelta y corro en el otro sentido, pero tengo miedo porque estoy ocultando algo en mi bolsillo. No sé lo que es ni dónde lo he hallado, pero sé que quieren quitármelo y esto me aterroriza.

La pared se derrumba y, de pronto, aparece una chica pelirroja que me tiende los brazos, su rostro no es más que una máscara vacía. La tomo entre mis brazos, me besa y me acaricia; siento deseos de estrecharla contra mí pero tengo miedo. Cuanto más me abraza más aterrorizado me siento, porque sé que no debo tocar a ninguna chica. Después, a medida que su cuerpo roza y se aprieta contra el mío, siento un extraño hervor que asciende en mí. Pero cuando alzo los ojos veo tan sólo un cuchillo ensangrentado entre mis manos.

Quiero gritar mientras corro, pero ningún sonido emerge de mi garganta y mis bolsillos están vacíos. Hurgo en ellos pero no sé lo que he perdido o por qué lo ocultaba. Sólo sé que ya no lo tengo y que mis manos están llenas de sangre.

Cuando desperté pensé en Alice, y sentí la misma sensación de pánico que en mi sueño. ¿De qué tengo miedo? Todo esto debe tener alguna relación con el cuchillo.

Me preparé una taza de café y fumé un cigarrillo. Nunca antes había tenido un sueño así, y sabía que tenía relación con mi velada con Alice. Empecé a pensar en ella de otra manera.

La asociación libre de ideas sigue siendo difícil para mí, porque es difícil no controlar la dirección de los pensamientos de uno… mantener únicamente la mente abierta y dejar entrar todo lo que acude… ideas que ascienden hasta la superficie como las burbujas de un baño de espuma… una mujer que se está bañando… una mujer joven… Norma bañándose… yo mirando por el agujero de la cerradura… y cuando sale de la bañera para secarse veo que su cuerpo es distinto del mío. Le falta un pequeño detalle.

Corro a lo largo del corredor… alguien me persigue… no una persona… tan sólo un gran cuchillo de cocina reluciente… y tengo miedo y grito pero mi voz no surge porque mi cuello está cortado y escupe sangre…

—¡Mamá, Charlie me mira por el agujero de la cerradura…!

¿Por qué es diferente? ¿Qué le ha ocurrido? Sangre… sangre que brota… un armario oscuro…

Tres ratones ciegos… tres ratones ciegos.

¡Mirad cómo corren! ¡Mirad cómo corren!

Corren tras la mujer del granjero,

que les corta la cola con su gran cuchillo.

¿Habéis visto nunca algo así en vuestra vida?

¿algo como tres… ratones… ciegos?

Charlie, solo en la cocina, muy temprano por la mañana. Todos los demás duermen, y él se divierte con su colgante y los anillos que giran. Uno de los botones de su camisa salta al agacharse y rueda por el complicado dibujo del linóleo de la cocina. Rueda hacia el baño y Charlie lo sigue, pero pronto lo pierde de vista. ¿Dónde está el botón? Entra en el baño para buscarlo. Hay un armario en el baño, donde se guarda el cesto de la ropa sucia, y a él le gusta sacar las cosas de allí y mirarlas. Ésas de su padre y ésas de su madre… y ésas de Norma. Le gustaría probárselas y parecerse así a Norma. Pero un día que lo hizo su madre le dio una paliza para castigarlo. Allí, en el cesto de la ropa, encuentra una braguita de Norma manchada de sangre seca. ¿Quién le habrá hecho aquello? Se siente aterrorizado. Cualquiera que se lo haya hecho puede volver y hacerle lo mismo a él…

¿Por qué un recuerdo infantil como éste ha permanecido tan indeleble en mí y por qué todavía sigue aterrorizándome? ¿Es debido a lo que siento por Alice?

Pensando ahora en ello, puedo comprender por qué se me enseñó a permanecer alejado de las mujeres. Hubiera sido una equivocación de mi parte el expresarle mis sentimientos a Alice. No tengo derecho a pensar de este modo en una mujer… aún no.

Pero, mientras escribo estas palabras, una voz gritó en mí que esto va a continuar. Soy un ser humano. Lo era ya antes de pasar bajo el cuchillo del cirujano. Necesito amar a alguien.

8 de mayo. Incluso ahora que he descubierto lo que está ocurriendo a espaldas del señor Donner, me cuesta trabajo creerlo. El primer indicio fue un incidente ocurrido durante la hora de afluencia, hace dos días. Gimpy estaba tras el mostrador, envolviendo un pastel para uno de nuestros clientes habituales, un pastel que se vende a 3.95 dólares. Pero cuando Gimpy marcó la venta en la registradora, marcó sólo 2.95. Iba a decirle que se había equivocado cuando, a través del espejo que hay tras el mostrador, vi un guiño y una sonrisa pasar del cliente a Gimpy y, en respuesta, una sonrisa en el rostro de Gimpy. Y cuando el hombre recogió su cambio vi brillar una moneda grande de plata en la mano de Gimpy antes de que sus dedos se cerraran sobre ella, y el rápido movimiento con el que deslizó el medio dólar en su bolsillo.

—Charlie —dijo una señora a mis espaldas—, ¿tenéis todavía pastelillos de crema?

—Voy a ver.

Estaba contento por esta interrupción, ya que me daba tiempo a reflexionar en lo que había visto. Ciertamente, Gimpy no había cometido ningún error. Le había cobrado deliberadamente menos al cliente, y estaban de mutuo acuerdo.

Me apoyé sin fuerzas contra la pared, sin saber qué hacer. Gimpy trabajaba para el señor Donner desde hacía más de quince años. Donner —que trataba siempre a sus empleados como amigos, como familia—, había invitado más de una vez a la familia de Gimpy a comer a su casa. A menudo dejaba a Gimpy a cargo del negocio cuando tenía que salir, y había oído decir que varias veces Donner le había dado dinero a Gimpy para pagar el hospital de su mujer.

Era increíble que alguien pudiera robar a un hombre así. Tenía que haber otra explicación. Simplemente Gimpy se había equivocado al marcar la venta, y el medio no era más que una propina. O tal vez el señor Donner le hacía un precio especial a aquel cliente que le compraba regularmente pasteles de crema. No importaba ninguna explicación antes de creer que Gimpy le estaba robando. Gimpy había sido siempre bueno conmigo.

No quería saberlo. Evitaba mirar la caja registradora cada vez que traía bandejas de pastelillos y sacaba a la tienda las galletas, los panecillos y los pasteles.

Pero cuando entró la mujercita pelirroja —aquella que siempre me daba un pellizco en la mejilla y bromeaba diciendo que iba a buscarme alguna amiguita— recordé que siempre venía cuando Donner había ido a comer y Gimpy se hacía cargo del mostrador. Gimpy me había enviado a menudo a llevarle encargos a su casa.

Involuntariamente, hice de memoria la cuenta de sus compras: 4.53 dólares. Pero me di la vuelta para no ver lo que marcaba Gimpy en la caja. Quería saber la verdad y, sin embargo, tenía miedo de lo que pudiera descubrir.

—Dos dólares cuarenta y cinco, señora Wheeler —dijo.

El timbre de la caja. El ruido del cambio. El click del cajón al cerrarse.

—Gracias, señora Wheeler. —Me volví justo a tiempo para ver cómo se metía la mano en el bolsillo, y oí el débil sonido de las monedas.

¿Cuántas veces me había usado como intermediario para llevarle paquetes, cobrándoselos por debajo de su precio a fin de poder partir con ella la diferencia? ¿Se había servido de mí durante todos aquellos años para que le ayudara a robar?

No pude dejar de mirar a Gimpy mientras renqueaba tras el mostrador, con el sudor resbalándole de su gorro de papel. Parecía alegre y de buen humor pero, al alzar la vista, vio mi mirada, frunció el ceño y se giró.

Sentía deseos de golpearle. Sentía deseos de ir tras el mostrador y pegarle en la cara. No recuerdo haber odiado nunca a nadie, antes. Pero aquella mañana odié a Gimpy con todas mis fuerzas.

Poner todo eso sobre el papel en la tranquilidad de mi habitación no ha solucionado nada. Cada vez que pienso en Gimpy robándole al señor Donner siento deseos de romper algo. No me creo capaz de usar la violencia. No creo que haya pegado nunca a nadie en mi vida.

Pero todavía tengo que decidir qué debo hacer. ¿Decirle al señor Donner que su fiel empleado le ha estado robando durante tantos años? Gimpy lo negará, y yo no podré probar nunca que es cierto. ¿Y qué le resolvería esto al señor Donner? No sé qué hacer.

9 de mayo. No puedo dormir. Eso me ha obsesionado. Le debo demasiado al señor Donner como para quedarme inmóvil viéndole dejarse robar de ese modo. Con mi silencio, sería tan culpable como Gimpy. Y sin embargo, ¿soy yo quien debe denunciarlo? Lo que más me irrita es que, cuando me enviaba a los recados, se servía de mí para ayudarle a robar al señor Donner. Mientras no lo sabía estaba fuera del asunto, no hay nada que decir. Pero ahora que lo sé, mi silencio me hace tan culpable como él.

Sin embargo, Gimpy es un compañero de trabajo. Tiene tres niños. ¿Qué le va a pasar si Donner lo despide? Puede que no consiga ningún otro trabajo… especialmente con su bota ortopédica.

¿Es eso lo que me atormenta?

¿Qué debo hacer? Es irónico que toda mi inteligencia no me ayude a resolver un problema como éste.

10 de mayo. Se lo he dicho al profesor Nemur, y él sostiene que soy un espectador inocente y que no existe para mí ninguna razón por la que me pueda sentir mezclado en lo que podría convertirse en una situación desagradable. El hecho de que haya sido usado como intermediario no parece preocuparle en absoluto. Si en aquel momento no comprendía lo que estaba ocurriendo, dice, la cosa no tiene ninguna importancia. Soy tan culpable como el cuchillo en un asesinato o el coche en una colisión.

—Pero yo no soy un objeto inanimado —argüí—. Soy una persona.

Por un momento pareció azarado, y luego se rió.

—Claro que sí, Charlie. Pero no hablaba de ahora. Hablaba de antes de la operación.

Satisfecho de sí mismo, orgulloso… sentí deseos de golpearle.

—Era una persona antes de la operación, por si acaso lo ha olvidado…

—Oh, por supuesto, Charlie. Entiéndeme. Pero era distinto… —y entonces recordó que tenía que verificar unas fichas en el laboratorio.

El doctor Strauss no habla mucho durante nuestras sesiones de psicoterapia, pero hoy, cuando planteé la cuestión, me dijo que yo estaba obligado moralmente a decírselo al señor Donner. Pero, cuanto más pensaba en ello, menos sencillo me parecía. Necesitaba a alguien más para salir del dilema, y la única persona en quien podía pensar era Alice. Finalmente, a las diez y media de la noche, ya no pude resistir más. Empecé tres veces a marcar su número de teléfono y siempre me interrumpí a la mitad, pero a la cuarta vez mantuve mi ánimo hasta que oí su voz.

Al principio no supo si debía verme, pero le supliqué que nos encontráramos en la cafetería donde habíamos cenado juntos.

—Siento un profundo respeto hacia usted; siempre me ha dado buenos consejos. —Y, como aún vacilaba, insistí—: Tiene que ayudarme. Usted es en parte responsable. Usted misma lo dijo. Si no hubiera sido por usted, nunca me hubiera metido en esto. No puede librarse de mí simplemente encogiéndose de hombros.

Debió darse cuenta de hasta qué punto necesitaba su ayuda, pues aceptó que nos viéramos. Colgué y contemplé el teléfono. ¿Por qué era tan importante para mí saber lo que ella pensaba, conocer sus sentimientos? Durante más de un año, en la clase de adultos, lo único que contaba para mí era complacerla. ¿Era por eso por lo que había aceptado la operación?

Anduve arriba y abajo delante de la cafetería hasta que el agente de policía empezó a mirarme sospechosamente. Después entré, y tomé un café. Afortunadamente la mesa que habíamos ocupado la otra vez estaba libre. Seguramente imaginaría encontrarme en aquel rincón.

Me vio y me hizo un gesto, pero se detuvo en el mostrador para tomar un café antes de venir a la mesa. Sonrió y me di cuenta de que era porque yo había escogido la misma mesa. Un gesto romántico y un poco tonto.

—Ya sé que es tarde —dije para disculparme—, pero le juro que empezaba a volverme loco. Tenía que hablarle.

Bebió lentamente su café y me escuchó tranquilamente mientras le explicaba cómo había descubierto el robo de Gimpy, mi propia reacción y las contradictorias opiniones que había recibido en el laboratorio. Cuando hube terminado, se apoyó en el respaldo de su silla y sacudió la cabeza.

—Charlie, me sorprendes. En algunos aspectos haces unos progresos enormes, y sin embargo cuando se trata de tomar una decisión sigues siendo todavía un niño. No puedo decidir por ti, Charlie. La respuesta no puede encontrarse en los libros o pedirse a otras personas. A menos que quieras seguir siendo un niño toda tu vida. Debes encontrar la solución en ti mismo, sentir cómo debes actuar correctamente. Charlie, debes aprender a tener confianza en ti mismo.

Al principio me sentí irritado por su sermón, pero después empecé a comprender.

—Quiere decir que debo decidir por mí mismo.

Inclinó la cabeza.

—De hecho —dije—, ahora que pienso en ello, creo que un poco ya he decidido. ¡Pienso que tanto Nemur como Strauss están en un error!

Me observaba desde muy cerca, emocionada.

—Algo está cambiando en ti, Charlie. Si pudieras ver tu rostro.

—¡Diablos, tiene usted razón, estoy cambiando! Tenía una nube de humo ante los ojos, y usted la ha eliminado de un soplo. Una idea muy simple. Tener confianza en mí mismo. Y nunca antes se me había ocurrido.

—Charlie, eres extraordinario. —Tomé su mano y la apreté.

—No, es usted. Usted ha tocado mis ojos y me ha hecho ver.

Enrojeció y retiró su mano.

—La otra vez, cuando estuvimos aquí —dije—, le dije que la apreciaba mucho. Si hubiera tenido confianza en mí mismo le hubiera dicho sencillamente: la quiero.

—No, Charlie, aún no.

—¿Aún no? —grité—. Ya me dijo eso la otra vez. ¿Por qué aún no?

—Chisssst… Espera un poco, Charlie. Termina tus estudios. Espera a ver dónde te conducen. Estás cambiando demasiado aprisa.

—¿Y qué tiene que ver eso? Mis sentimientos hacia usted no cambiarán porque me vuelva más inteligente. Todavía la querré más.

—Pero estás cambiando también en el plano afectivo. De una forma un poco peculiar, soy la primera mujer de quien hayas tenido consciencia… en ese sentido. Hasta ahora yo era tu maestra, alguien a quien dirigirte para obtener consejos o ayuda. Te sientes casi obligado a creerte enamorado de mí. Observa a otras mujeres. Concédete antes un poco de tiempo.

—Quiere usted decir que todos los niños se enamoran siempre de sus maestras, y que en el plano afectivo soy todavía un niño.

—Estás deformando mi pensamiento. No, no pienso en ti como en un niño.

—Retardado emocionalmente, entonces.

—No.

—¿Qué, entonces?

—Charlie, no me empujes. No lo sé. Intelectualmente, ya estás por encima de mí. En algunos meses, o en algunas semanas, serás otra persona. Cuando hayas alcanzado tu madurez intelectual quizá ni siquiera podamos comunicarnos. Debo pensar también en mí, Charlie. Esperemos a ver lo que pasa. Seamos pacientes.

Tenía razón, pero yo no quería escucharla.

—La otra noche —dije con voz estrangulada—, no sabe usted lo que esperaba de aquella cita. Me volvía loco preguntándome cómo comportarme, qué decir, quería dar la mejor impresión, y estaba aterrorizado ante la idea de decir algo que la molestase.

—No me molestaste en absoluto. Me sentí halagada.

—Entonces, ¿cuándo podemos volver a vernos?

—No tengo derecho a complicarte.

—¡Ya estoy complicado! —grité. Viendo que la gente que nos rodeaba se giraban, bajé la voz hasta que tembló con rabia—. Soy un ser humano… un hombre y no puedo vivir únicamente con libros y cintas y laberintos electrónicos. Usted me dirá: «sal con otras chicas». ¿Cómo puedo, si no conozco a otras chicas? Hay una llama que arde en mí, y todo lo que sé es que me hace pensar en usted. Estoy en mitad de una página y veo su rostro… no borroso como los de mi pasado sino definido y vivo. Toco la página y su rostro se borra, y entonces siento deseos de romper el libro y arrojar los pedazos por todas partes.

—Charlie, por favor…

—Déjeme volver a verla.

—Mañana, en el laboratorio.

—Usted sabe bien que no es eso lo que quiero decir. Fuera del laboratorio. Fuera de la universidad. Sola.

Me daba cuenta de que quería decir sí. Estaba sorprendida por mi insistencia. Yo también estaba sorprendido. No podía impedirme el presionarla. Y sin embargo un temor me agarrotaba la garganta mientras imploraba. Mis manos estaban húmedas. ¿Tenía miedo de que dijera no, o miedo de que dijera sí? Si no hubiera roto la tensión hablando, creo que me hubiera desvanecido.

—De acuerdo, Charlie. Fuera del laboratorio, fuera de la universidad, pero no solos. No creo que debamos permanecer solos, juntos.

—Donde quiera —dije ansiosamente—. Simplemente para que pueda estar con usted y no pensar más en los tests, en las estadísticas, en las preguntas, en las respuestas…

Frunció el ceño por un instante.

—Bueno, hay unos conciertos gratuitos de primavera en el Central Park. La semana próxima podemos ir uno de esos conciertos.

Cuando llegamos ante la puerta de su casa, se giró bruscamente y me besó en la mejilla.

—Buenas noches, Charlie. Estoy contenta de que me hayas llamado. Hasta mañana en el laboratorio.

Cerró tras ella la puerta y permanecí ante su casa, mirando la luz de la ventana de su apartamento, hasta que se apagó.

Ahora ya no tengo ninguna duda. Estoy enamorado.

11 de mayo. Tras tantas reflexiones y torturas, acabo de darme cuenta de que Alice tenía razón. Tengo que confiar en mi intuición. En la panadería, observé a Gimpy de muy cerca. Hoy le he visto contar tres veces de menos a los clientes y embolsarse su parte de la diferencia cuando éstos le daban alguna moneda. No lo hacía más que con algunos clientes regulares, y se me ocurrió pensar que esas personas eran tan culpables como él. Ese compromiso no hubiera existido sin su acuerdo. ¿Por qué tenía que ser Gimpy el chivo expiatorio?

Así que me decidí por un compromiso. Quizá no fuera la decisión ideal pero era la mía, y me pareció ser la mejor solución dadas las circunstancias. Le diría a Gimpy lo que sabía y le aconsejaría que dejara de hacerlo.

Lo encontré a solas cerca de los lavabos y, cuando me vio acercarme, quiso irse por el otro lado.

—Quisiera hablarle de un serio problema sobre el que querría saber su opinión —le dije—. Un amigo mío ha descubierto que uno de sus compañeros de trabajo le roba a su patrón. La idea de denunciarlo y crearle problemas no le gusta, pero no quiere quedarse quieto viendo como su patrón, que ha sido muy bueno con ambos, es robado.

Gimpy me miró escrutadoramente.

—¿Y qué es lo que piensa hacer tu amigo?

—Ésta es la dificultad. No siente deseos de hacer nada. Se dice a sí mismo que, si los robos cesan, no va a ganar nada haga lo que haga, así que lo olvidará todo.

—Tu amigo haría mejor ocupándose de sus propios asuntos —dijo Gimpy, cambiando su pie malo de posición—. Sería mejor que mantuviera los ojos cerrados sobre este tipo de cosas y supiera dónde están sus verdaderos amigos. Un patrón es un patrón, y la gente que trabaja debe ganarse la vida.

—Mi amigo no comparte este sentimiento.

—Nada de eso le incumbe.

—Pero piensa que, puesto que sabe, es parcialmente responsable. Así que ha decidido que, si la cosa se detiene, no tendrá nada más que decir. Si no, lo dirá todo. Quisiera pedirle su opinión. ¿Cree que, en esas condiciones, cesarán los robos?

Le costaba dominar su cólera. Me daba cuenta de que deseaba golpearme, pero se contentó con apretar los puños.

—Dile a tu amigo que el otro no parece tener otra elección.

—Estupendo —dije—. Esto le dará mucha alegría.

Gimpy se giró para irse, pero se detuvo y me miró.

—Tu amigo… ¿acaso no deseará también tener su parte? ¿Es ésa la razón?

—No. Sólo quiere que todo ese asunto se acabe.

Me echó una furiosa mirada.

—Te lo digo, te arrepentirás de haber metido tus narices en esto. Siempre te he defendido. Tendría que hacerme mirar la cabeza… —y se alejó cojeando.

Quizá debiera habérselo dicho todo a Donner y hacer despedir a Gimpy… no lo sé. Actué como creí mejor. Ahora todo ha terminado. ¿Pero cuánta gente hay que, como Gimpy, se aprovecha de los demás?

15 de mayo. Mis estudios van bien. La biblioteca de la universidad es ahora mi segunda casa. Han tenido que buscarme una sala especial porque necesito tan sólo un segundo para absorber toda una página, y algunos estudiantes curiosos vienen infaliblemente a reunirse a mi alrededor mientras yo giro rápidamente las páginas de mis libros.

Los temas que más me absorben en este momento son la etimología y las lenguas antiguas, las obras más recientes sobre el cálculo de variaciones y la historia hindú. Es sorprendente el modo como cosas sin relación aparente se encadenan. He alcanzado otra meseta y ahora las corrientes de las distintas disciplinas parecen acercarse entre sí como si surgieran de una única fuente.

Es extraño, pero cuando estoy en la cafetería de la universidad y oigo a los estudiantes discutir de historia, de política o de religión, todo aquello me parece terriblemente pueril.

No siento ningún placer en discutir a un nivel tan elemental. La gente se estremece cuando les muestro que no abordan las complejidades del problema, no saben lo que existe más allá de las apariencias superficiales. Lo mismo ocurre a niveles superiores, y he renunciado a toda tentativa de discutir con los profesores de Beekman.

En la cafetería de la facultad, Burt me presentó a un profesor de economía muy conocido por sus trabajos sobre los factores económicos que afectan las tasas de interés. Desde hacía tiempo quería hablar con un economista de algunas ideas que había encontrado en mis lecturas. El aspecto moral del bloqueo militar utilizado como arma en tiempo de paz me había turbado. Le pregunté qué pensaba de la sugestión de algunos senadores que apoyaban la utilización de medios tácticos tales como la «lista negra» o el refuerzo del control de los certificados de navegación, como habíamos hecho durante la primera y segunda guerras mundiales con algunas de las pequeñas naciones que ahora se nos oponen.

Escuchó en silencio, la mirada ausente, y supuse que reunía sus ideas para responder; pero algunos minutos más tarde carraspeó y sacudió la cabeza. Esa cuestión, explicó, escapaba de su competencia. Él se había especializado en las tasas de interés, y apenas se había interesado en los problemas económico-militares. Me sugirió que viera al doctor Wessey, que había publicado un artículo sobre los Acuerdos Comerciales durante la segunda guerra mundial. Probablemente él podría informarme.

Antes de que pudiera responder nada, me cogió la mano y me la estrechó. Estaba contento de haber hablado conmigo pero tenía que reunir las notas para una conferencia. Y se fue.

Lo mismo ocurrió cuando intenté discutir de Chaucer con un especialista en literatura americana, cuando le pregunté a un orientalista sobre los habitantes de las islas Trobiand o cuando intenté aclarar algunas ideas respecto a los problemas del desempleo provocado por la automatización con un sociólogo especializado en los sondeos de opinión sobre el comportamiento de los adolescentes. Siempre encontraron pretextos para esquivarme, temerosos de revelar la estrechez de sus conocimientos.

Qué distintos me parecen ahora. Y había sido tan estúpido como para pensar que los profesores eran unos gigantes intelectuales. Son gente como los demás, y tienen miedo de que el resto del mundo se dé cuenta de ello. Y Alice es también una mujer, no una diosa… mañana por la noche la llevo al concierto.

17 de mayo. Es casi de día y no consigo dormir. Debo comprender lo que me ocurrió ayer noche en el concierto.

La velada empezó bien. El Mall, en el Central Park se había llenado temprano, y Alice y yo habíamos tenido que abrirnos camino entre las parejas echadas en la hierba. Finalmente, a un lado del camino, encontramos un árbol aislado, sin nadie; fuera de las zonas iluminadas, la presencia de otras parejas no se evidenciaba más que por risas femeninas de protesta y el relumbre de los cigarrillos encendidos.

Aquí estaremos bien —dijo ella—. No hay razón para echarnos encima de la orquesta.

—¿Qué es lo que interpretan ahora? —pregunté.

La mer, de Debussy. ¿Te gusta? Me instalé a su lado.

—No conozco mucho de este tipo de música. Debo pensarlo.

—No lo pienses —cuchicheó ella—. Siéntela. Déjate llevar como el mar, sin intentar comprender.

Se echó en la hierba y volvió su rostro hacia la música.

No tenía ningún medio de saber lo que estaba esperando de mí. Estaba lejos de los claros métodos de solución de un problema y la adquisición sistemática de conocimientos. Me repetía que mis manos húmedas, mi estómago apretujado, el deseo de tomarla entre mis brazos, no eran más que simples reacciones bioquímicas. Seguí incluso el modelo del proceso de estímulo-reacción que provocaba mi nerviosismo y mi excitación. Sin embargo, todo era confuso y desconcertante. ¿Debía tomarla o no entre mis brazos? ¿Estaba esperando ella que lo hiciera? ¿Se sentiría enojada? Me di cuenta de que me estaba comportando todavía como un adolescente y esto me encolerizó.

—Bueno —dije con voz estrangulada—, ¿por qué no se pone más cómoda? Apoye su cabeza en mi hombro. Estará mucho mejor.

Me dejó pasar mi brazo alrededor de ella, pero no me miró. Parecía demasiado absorbida por la música como para darse cuenta de lo que yo hacía. ¿Deseaba que la tuviera así o simplemente lo toleraba? Cuando dejé deslizar mi brazo hasta su cintura la sentí estremecerse pero continuó mirando en dirección a la orquesta. Hacía como si no pensara más que en la música a fin de no tener que responder a mi gesto. No quería saber lo que ocurría. Mirando a lo lejos y escuchando podía hacer ver que no sentía aquel apretado contacto, mi brazo a su alrededor, ni el haber consentido en ello. Deseaba que yo acariciara su cuerpo, pero manteniendo su mente en cosas más abstractas. La tomé por la barbilla e hice girar su rostro.

—¿Por qué no me mira? ¿Pretende que yo no existo?

—No, Charlie —murmuró—. Pretendo que yo no existo.

Cuando la tomé por los hombros se envaró y se estremeció, pero la atraje hacia mí. Fue entonces cuando se produjo. Comenzó con un zumbido sordo en mis oídos… un ruido de sierra mecánica… muy lejano. Después una sensación de frío: escozor en mis brazos y piernas, mis dedos entumecidos. De pronto, tuve la sensación de ser observado.

Un brusco cambio de percepción. Oculto en la oscuridad, tras un árbol, nos veía a ambos tendidos en la hierba, abrazados.

Levanté los ojos y vi a un chico de quince o dieciséis años, al acecho a poca distancia.

—¡Hey! —grité. Cuando se levantó, vi la bragueta de su pantalón abierta y algo que abultaba.

—¿Qué ocurre? —preguntó Alice.

Me puse en pie de un salto, pero se había hundido en la oscuridad.

—¿Lo ha visto?

—No —dijo, alisándose nerviosamente su falda—. No he visto a nadie.

—Estaba allá. Mirándonos. Tan cerca que casi lo podía tocar.

—Charlie, ¿dónde vas?

—No puede estar muy lejos.

—Déjale, Charlie. No tiene importancia.

Tenía importancia para mí. Corrí hacia la oscuridad tropezando con parejas asustadas, pero era imposible saber hacia dónde había ido.

Cuanto más pensaba en él, mayor se hacía aquella sensación de náusea que siente uno antes de desvanecerse perdido y solo en un enorme desierto. Me serené y volví donde estaba sentada Alice.

—¿Lo has encontrado?

—No, pero estaba ahí. Lo he visto. Me miró de un modo extraño.

—¿Te encuentras bien?

—Estaré bien… dentro de un minuto… Solo ese maldito zumbido en mis oídos.

—Quizá sea mejor que nos vayamos.

Durante todo el camino hasta su casa no dejé de pensar en aquel chico que había estado espiándonos en la oscuridad, y también en que, por un segundo, había entrevisto aquello que él veía… nosotros dos tendidos en la hierba, abrazados.

—¿Quieres entrar? Prepararé algo de café.

Sentía deseos de hacerlo, pero algo me retuvo.

—Será mejor que no. Esta noche tengo aún mucho trabajo.

—Charlie, ¿es por algo que he dicho o hecho?

—Por supuesto que no. Sólo que ese chico que nos miraba me ha trastornado.

Estaba muy cerca de mí, esperando que la besara. La rodeé con mis brazos, pero volvió a ocurrir. Si no me alejaba rápidamente, iba a desvanecerme.

—Charlie, pareces enfermo.

—¿Lo ha visto, Alice? Dígame la verdad…

Sacudió la cabeza.

—No. Estaba demasiado oscuro. Pero estoy segura de que…

—Debo irme. La llamaré.

Antes de que pudiera retenerme me separé de sus brazos. Debía salir de aquella casa antes de que todo se hundiera a mi alrededor.

Reflexionando ahora en ello, estoy seguro de que fue una alucinación. El doctor Strauss estima que, emocionalmente, me hallo aún en ese estadio de la adolescencia en el que el hecho de estar cerca de una mujer, de pensar en el amor sexual, provoca ansiedad, pánico e incluso alucinaciones. Cree que mi rápido desarrollo intelectual me ha hecho creer que podía tener una vida emocional normal. Debo resignarme a aceptar este hecho: los temores y los bloqueos desencadenados en situaciones eróticas revelan que, emocionalmente, soy todavía un adolescente… sexualmente retardado. Supongo que eso quiere decir que todavía no estoy preparado para sostener relaciones sexuales con una mujer como Alice Kinnian. Aún no.

20 de mayo. He sido despedido de mi trabajo en la panadería. Sé que es estúpido agarrarse al pasado, pero me sentía muy ligado a ese lugar, con sus paredes de ladrillo blanco oscurecidas por el calor del horno… Allí estaba como en mi casa. ¿Qué he podido hacer para que me odien tanto?

No acuso a Donner. Debe pensar en su negocio y en sus otros empleados. Y, sin embargo, ha estado más cerca de mí que un padre.

Me llamó a su despacho, quitó el montón de papeles y de facturas que ocupaban la única silla junto al escritorio y dijo, sin levantar los ojos:

—Quería hablarte. Este momento es tan bueno como cualquier otro.

Ahora parece estúpido pero, mientras estaba sentado allá, mirándolo con ojos sorprendidos —pequeño, grueso, con un bigote mal cortado que colgaba cómicamente de su labio superior—, podría decirse que éramos dos, el antiguo Charlie y el nuevo, quienes estábamos sentados en aquella silla, inquietos por lo que el viejo señor Donner tenía que decirnos.

—Charlie, tu tío Herman era un excelente amigo para mí. He mantenido la promesa que le hice de tenerte trabajando aquí, fueran bien o mal los negocios, a fin de que tuvieras siempre un dólar en tu bolsillo, un lugar donde dormir, y que no tuvieras que volver a ese asilo.

—En la panadería me siento como en casa…

—Y te he tratado como a mi hijo que dio su vida por su patria. Y cuando Herman murió, ¿qué edad tendrías tú?, ¿diecisiete años?; tenías más bien el aspecto de un chico de seis, me juré a mí mismo… me dije: Arthur Donner, mientras tengas una panadería y un negocio propio, te ocuparás de Charlie. Tendrá un lugar para trabajar, una cama para dormir y un pan para comer. Cuando te enviaron a ese lugar Warren, les dije que trabajarías aquí y que yo velaría por ti. Ni siquiera pasaste una noche ahí dentro. Te encontré una habitación y me ocupé de ti. ¿He mantenido esa solemne promesa?

Incliné la cabeza, pero me daba cuenta por el modo en que doblaba y desdoblaba sus papeles que estaba avergonzado. Y aunque no quisiera saber lo que me tenía que decir… lo sabía.

—He hecho mi trabajo lo mejor que he podido. He trabajado duro…

—Lo sé, Charlie. No tengo nada que reprocharte al respecto. Pero no sé lo que te ha ocurrido y no comprendo lo que significa. No sólo yo. Todo el mundo me ha hablado de ello. Estas últimas semanas han venido una docena de veces. Todos están alterados. Charlie, tengo que pedirte que te vayas.

Intenté detenerlo pero sacudió la cabeza.

—Ayer por la noche vino a verme una delegación. Debo pensar en la buena marcha de mi negocio.

Miré sus manos doblar y desdoblar un papel, como si esperara descubrir en él algo que se le hubiera escapado al principio.

—Lo siento, Charlie.

—Pero, ¿dónde voy a ir?

Levantó los ojos hacia mí por primera vez desde que entramos en el despachito.

—Sabes tan bien como yo que ya no necesitas trabajar aquí.

—Nunca he trabajado en otra parte, señor Donner.

—Hablemos francamente. Tu ya no eres el Charlie que llegó aquí hace diecisiete años… ni siquiera el Charlie de hace cuatro meses. No nos has dicho nada. Es asunto tuyo. Quizá una especie de milagro, quién sabe. Pero te has transformado en un joven muy listo. Y hacer andar una amasadora mecánica y llevar paquetes no es el trabajo para un joven listo.

Tenía razón, por supuesto, pero todo en mí me empujaba a hacerle variar su decisión.

—Déjeme quedarme, señor Donner. Deme otra oportunidad. Usted mismo ha dicho que prometió a mi tío Herman que tendría trabajo mientras tuviera necesidad de él. Todavía tengo necesidad de él, señor Donner.

—No, Charlie. Si lo necesitaras realmente, les diría que me importan un pepino sus delegaciones y sus peticiones, y me pondría de tu parte contra todos ellos. Pero tal como están las cosas ahora, tienen un pánico de muerte hacia ti. Y yo también tengo que pensar en mi familia.

—Pero, ¿y si cambiaran de actitud? Déjeme intentar convencerles. —Se lo estaba haciendo más difícil de lo que había supuesto. Sabía que tenía que haberme callado, pero no podía—. Les explicaré todo —insistí.

—Bueno —suspiró finalmente—. Anda, inténtalo. Pero sólo conseguirás hacerte daño a ti mismo.

Cuando salí de su despacho, Frank Reilly y Joe Carp pasaron por mi lado, y supe que lo que había dicho el señor Donner era cierto. Simplemente el verme ya era demasiado para ellos. Les incomodaba.

Frank acababa de tomar una bandeja de panecillos y él y Joe se volvieron al unísono cuando los llamé.

—Escucha, Charlie, tengo trabajo. Quizá más tarde…

—No —insistí—. Ahora… inmediatamente. Desde hace tiempo ambos me evitan. ¿Por qué?

Frank, el dicharachero, el mujeriego, el compónelo-todo, me estudió por un instante y después volvió a dejar la bandeja sobre la mesa.

—¿Por qué? Te lo voy a decir. Porque, de golpe, te has convertido en un hombre importante, un tipo sabelotodo, ¡un cerebro! Ahora eres un sabihondo, un cabezón. Siempre con un libro… siempre con respuestas para todo. Bueno, voy a decirte algo. Te crees superior a todos nosotros aquí, ¿no? Okay. Entonces lárgate.

—¿Pero qué es lo que os he hecho?

—¿Que qué has hecho? ¿Oyes eso, Joe? Voy a decirle lo que ha hecho, señor Gordon. Has venido aquí a trastornarlo todo con tus ideas y tus sugerencias y, por tu culpa, todos nosotros tenemos el aspecto de un hatajo de imbéciles. Pero voy a decirte algo más. Para mí, sigues siendo un idiota. Quizá no comprenda algunas de tus doctas palabras o el título de tus libros, pero valgo tanto como tú… y más.

—Sí —dijo Joe, girándose hacia Gimpy, que acababa de llegar tras él, para apoyar la argumentación.

—No os pido que seáis mis amigos —dije—, ni que os ocupéis de mi. Sólo que me permitáis conservar mi trabajo. El señor Donner dice que es a vosotros a quien toca decidir.

Gimpy me lanzó una aviesa mirada y sacudió disgustado la cabeza.

—No te falta descaro —farfulló—. ¡Vete al diablo! —dio media vuelta y se fue cojeando pesadamente.

Lo mismo ocurrió con los demás. La mayor parte compartían los sentimientos de Joe, Frank y Gimpy. Todo había ido muy bien mientras podían reírse de mí y jugar a ser listos a mis expensas, pero ahora se sentían inferiores al idiota. Comenzaba a darme cuenta de que, con mi sorprendente desarrollo intelectual, les había rebajado, había subrayado sus ineptitudes, les había traicionado, y por eso me odiaban.

Fanny Birden era la única que no creía que se me tuviera que echar y, a pesar de su insistencia y sus amenazas, había sido la única que no había firmado la petición.

—Lo cual no quiere decir —observó— que no te hayas vuelto muy extraño, Charlie. ¡Lo que has cambiado! No sé… eras un buen chico, en quien se podía confiar… normal, no demasiado listo quizá, pero honesto… quién sabe lo que habrás hecho para volverte de pronto tan inteligente. Como dice todo el mundo… no es normal.

—¿Pero qué hay de malo en que uno quiera volverse inteligente, adquirir conocimientos, comprenderse a sí mismo y comprender lo que le rodea?

—Si hubieras leído tu Biblia, Charlie, sabrías que el hombre no debe buscar conocer más de lo que Dios, al crearle, le ha permitido conocer. El fruto del árbol de la ciencia le fue prohibido. Charlie, si has hecho algo que no debieras haber hecho… ya sabes, con el diablo o no importa con quién… quizá aún no sea demasiado tarde para salirte. Tal vez puedas volver a ser el buen chico simple que eras antes.

—No puedo volver atrás, Fanny. No he hecho nada malo. Soy como un hombre que hubiera nacido ciego y a quien le han dado una oportunidad de ver la luz. Esto no puede ser un pecado. Muy pronto habrá millones de hombres como yo en el mundo entero. La ciencia puede hacerlo, Fanny.

Bajó sus ojos hacia la pareja de desposados que había en la cúspide del pastel de bodas que decoraba y vi cómo sus labios apenas se movían cuando dijo en voz muy baja:

—Fue un pecado cuando Adán y Eva comieron el fruto del árbol de la ciencia. Fue un pecado cuando vieron que estaban desnudos y conocieron la lujuria y la vergüenza. Y fueron arrojados del Paraíso y las puertas fueron cerradas para ellos. Si no hubiera sido por esto, ninguno de nosotros envejecería ni se pondría enfermo ni moriría.

No tenía nada que decirles, ni a ella ni a los demás. Ninguno quería mirarme a los ojos. Aún siento su hostilidad. Antes se reían de mí, me despreciaban por mi ignorancia y por mi torpeza; ahora me odian por mi saber y mi facilidad de comprensión. ¿Por qué todo esto, Dios mío? ¿Qué hubieran querido que hiciera?

Mi inteligencia ha cavado como un foso entre yo y todos aquellos a quienes conocía y quería, y he sido echado de la panadería. Ahora estoy más solo de lo que nunca antes había estado. Me pregunto qué ocurriría si metieran a Algernon en la gran jaula con algunos de los otros ratones. ¿Acaso se echarían sobre él?

25 de mayo. Así es pues cómo una persona puede llegar a despreciarse a sí misma… sabiendo que está haciendo lo que no debería hacer y siendo sin embargo incapaz de abstenerse. Contra mi voluntad, me he sentido atraído hacia el apartamento de Alice.

Se mostró sorprendida, pero me hizo entrar.

—Estás empapado. El agua chorrea por tu cara.

—Está lloviendo. Es bueno para las flores.

—Entra. Voy a buscarte una toalla. Vas a pillar una neumonía.

—Usted es la única con quien puedo hablar —dije—. Déjeme quedarme.

—Estoy calentando un poco de café. Primero sécate, y luego hablaremos.

Miré a mi alrededor mientras ella iba a buscar el café. Era la primera vez que entraba en su casa. Me sentía a gusto, pero había algo que me turbaba.

Todo estaba en su sitio. Las estatuillas de porcelana estaban alineadas en el alféizar de la ventana, todas vueltas hacia el mismo lado. Y los almohadones del sofá no habían sido dejados al azar, sino colocados en un orden regular sobre las fundas de plástico transparentes que protegían la tapicería. Sobre dos pequeñas mesillas, a cada extremo, las revistas estaban bien colocadas de modo que sus títulos fueran bien visibles. En una: The Reporter, The Saturday Review, The New Yorker; en la otra Mademoiselle, House Beautiful y el Reader’s Digest.

En la pared, frente al sofá, había colgada una reproducción lujosamente enmarcada del cuadro de Picasso Madre y Niño, y en la opuesta, encima del sofá, el retrato de un arrogante cortesano de la época del Renacimiento, enmascarado, la espada en la mano, protegiendo a una asustada joven de sonrosadas mejillas. Los dos cuadros no encajaban. Como si Alice no hubiera decidido aún quién era ni en qué mundo quería vivir.

—No has venido al laboratorio desde hace días —dijo desde la cocina—. El profesor Nemur está inquieto por ti.

—No tenía valor para enfrentarme con ellos —dije—. Ya sé que no existe ninguna razón para tener vergüenza, pero siento como una sensación de vacío al no ir todos los días a trabajar… no ver la tienda, el horno, la gente. No consigo hacerme a la idea. Esta noche y la pasada he tenido pesadillas, soñaba que me ahogaba.

Colocó el servicio en el centro de la mesilla, las servilletitas dobladas en triángulo, los pastelillos dispuestos a un lado en una bandeja circular.

—No deberías tomártelo tan a pecho, Charlie. No es culpa tuya.

—No sirve de nada el que me repita esto. Esas personas, después de tantos años, eran mi familia. Es como si me hubieran echado de casa.

—Eso es exactamente —dijo—. Es como la repetición simbólica de lo que te ocurrió cuando eras niño. Ser rechazado por tus padres… echado de tu casa…

—¡Oh, Cristo! No sirve de nada el pegarle una hermosa y limpia etiqueta. Lo que importa es que antes de ser arrastrado a ese experimento tenía amigos, gente que se interesaba por mí. Ahora, tengo miedo de que…

—Siempre has tenido amigos.

—No es lo mismo.

—Tu miedo es una reacción normal.

—Es más que eso. Ya he tenido miedo en otras ocasiones. Miedo de ser castigado por no dar la razón a Norma, miedo de pasar por Howells Street donde la pandilla tenía la costumbre de burlarse de mí y de zarandearme. Tenía miedo de la maestra, la señora Libby, que me ataba las manos para que no removiera constantemente todo lo que había en mi pupitre. Pero eso eran realidades… y tenía buenas razones para sentir miedo. El miedo que he experimentado al ser echado de la panadería es vago, no puedo comprenderlo.

—Vamos, tranquilízate.

Usted no puede sentir mi pánico.

—Pero Charlie, era de esperar. Eres un nadador novato al que han empujado del trampolín y está aterrorizado porque ya no siente la madera bajo sus pies. El señor Donner fue bueno contigo y tú te sentiste protegido durante todos esos años. Ser echado de esta manera de la panadería ha sido un shock mayor del que presentías.

—No sirve de nada el tener consciencia intelectual de ello. Ya no puedo permanecer más tiempo sentado solo en mi habitación. Vago por las calles a todas las horas del día y de la noche, sin saber lo que busco ando hasta que me pierdo… y me encuentro delante de la panadería. La última noche anduve desde Washington Square hasta el Central Park y dormí allí. ¿Pero qué infiernos estoy buscando?

Cuanto más hablaba, más emocionada se mostraba ella.

—¿Qué podría hacer por ti, Charlie?

—No lo sé. Soy un animal que ha sido echado de su pequeña, hermosa y segura jaula.

Se sentó a mi lado en el sofá.

—Te hacen ir demasiado aprisa. Ya no sabes dónde te encuentras. Quieres ser un adulto pero aún queda un chiquillo en ti. Solo, y que tiene miedo.

Puso mi cabeza sobre su hombro, intentando reconfortarme, pero mientras acariciaba mis cabellos me di cuenta de que ella necesitaba de mí del mismo modo como yo necesitaba de ella.

—Charlie —murmuró al cabo de un momento—, haz lo que quieras… no tengas miedo de mí…

Hubiera querido decirle que el pánico estaba acechándome.

Un día, al entregar un encargo, Charlie había estado a punto de ponerse enfermo cuando una mujer de mediana edad, que salía del baño, se había divertido abriendo su bata ante él y mostrándosele desnuda. ¿Había visto ya una mujer desnuda? ¿Sabía hacer el amor? Su terror —sus gemidos— debieron asustarla, ya que cerró precipitadamente su bata y le dio una moneda de veinticinco centavos para que olvidara lo que había pasado. No había hecho más que probarlo, le dijo, para ver si realmente era un buen hombrecito. Lo intentaba, respondió él, y evitaba mirar a las mujeres, ya que su madre le pegaba cada vez que encontraba manchados sus calzoncillos…

Ahora había una imagen clara de la madre de Charlie sobre él, con un cinturón de cuero en la mano, y de su padre que intentaba contenerla.

—¡Basta ya, Rose! ¡Vas a matarlo! ¡Déjalo!

Y su madre que intenta aún pegarle, incluso ahora que ya está fuera de su alcance y que el cinturón pasa silbando cerca de sus hombros mientras él se aparta arrastrándose por el suelo.

—¡Míralo! —grita Rose—. ¡No puede aprender a leer ni a escribir, pero sabe lo bastante como para mirar a una chica y pensar en eso! ¡Le voy a quitar todas esas suciedades de la cabeza!

—No puede hacer nada si eso le produce erecciones. Es normal. No es culpa suya.

—No tiene que pensar en eso cuando mire a una chica. ¡En cuanto una amiga de su hermana viene a casa ya está pensando en eso! ¡Se lo voy a enseñar, y no lo olvidará jamás! ¿Oyes? Si alguna vez tocas a una chica, te meteré en una jaula como a un animal por todo el resto de tu vida, ¿entiendes?…

Todavía sigo oyéndolo. Pero quizá lo hubiera superado. Quizá el miedo y la náusea ya no fueran un mar donde uno podía ahogarse, sino un simple charco de agua que reflejaba aún el pasado y lo trasladaba al presente. ¿Estaría libre?

Si podía tomar a Alice entre mis brazos a tiempo —antes de pensar en ello, antes de que me trastornara— quizá el pánico no me dominaría. Si tan sólo pudiera hacer el vacío en mi cabeza. Conseguí balbucear:

—¡Hágalo… hágalo usted! ¡Abráceme! —y antes de que supiera que lo estaba haciendo me abrazó, me apretó contra ella, más fuerte que nadie me hubiera apretado nunca entre sus brazos. Pero en el momento en que creía que todo había pasado y podría continuar por mí mismo comenzó: el zumbido, el escalofrío y la náusea. Me aparté.

Ella intentó calmarme, decirme que no tenía importancia, que no tenía ningún motivo para hacerme reproches. Pero avergonzado, incapaz de contener mi frustración me eché a llorar. Y allí, entre sus brazos, lloré hasta quedarme dormido, y soñé con el cortesano y la joven de las mejillas sonrosadas. Pero en mi sueño era la joven quien sostenía la espada.