Cuando un experto en estilos parentales
pierde los estribos
No eres el único
El hecho de que escribamos libros sobre métodos parentales y disciplina no significa que nunca nos equivoquemos con nuestros hijos. He aquí dos historias —una de cada uno— que, aunque bastante divertidas en retrospectiva, ponen de manifiesto que el cerebro reactivo puede apoderarse de cualquiera.
MOMENTO «CREPES DE LA IRA» DE DAN
(ADAPTADO DEL LIBRO DE DAN MINDSIGHT:
LA NUEVA CIENCIA DE LA TRANSFORMACIÓN
PERSONAL)
Un día, mi hijo de trece años, mi hija de nueve y yo paramos en una pequeña tienda para tomar un tentempié al salir del cine. La niña dijo que no tenía hambre, así que el chico pidió una crepe pequeña para él en el mostrador y nos sentamos. Llegó la tortita, con aromas que venían flotando desde la cocina abierta situada tras el mostrador donde mi hijo había hecho su pedido. Después de que él tomara el primer trozo de crepe, mi hija preguntó si podía probar un poco. El chico miró la pequeña crepe y dijo que tenía hambre y que podía pedir una para ella. Era una sugerencia razonable, pensé yo, por lo que me ofrecí a pedirle una... pero ella dijo que solo quería un trocito para ver qué tal sabía. Esto también parecía razonable, por lo que propuse a mi hijo que le diera un pedazo a su hermana.
Si tienes más de un niño en casa, o si has crecido con algún hermano, estarás familiarizado con el ajedrez de los hermanos, un omnipresente enfrentamiento estratégico compuesto de movimientos pensados para reafirmar el poder y lograr el reconocimiento y la aprobación parental. Sin embargo, aun no tratándose de un juego de reafirmación así, habría valido la pena comprar otra tortita en esa pequeña crepería familiar para evitar lo que quizá ya intuía que estaba a punto de pasar. En vez de hacer el pedido, cometí un garrafal error parental y tomé partido en el juego. Si antes no era una partida de ajedrez de hermanos, sin duda acabó siéndolo en cuanto yo intervine.
«¿Por qué no le das un trocito para que lo pruebe?», dije en tono perentorio.
El chico me miró, luego miró la crepe, y con un suspiro cedió. Aunque era un joven adolescente, todavía me escuchaba. Después, con el cuchillo a modo de bisturí, extrajo el pedacito de crepe más pequeño que cupiera imaginar, que casi había que coger con pinzas. En otras circunstancias, yo quizá me habría reído y habría considerado esto como un movimiento creativo del juego.
La niña cogió la muestra, la colocó en su servilleta y dijo que aquello era demasiado pequeño. Y que además era la «parte quemada». Otro gran movimiento de la hermana pequeña.
Algún observador ocasional que estuviera viéndonos en la mesa no habría advertido nada fuera de lo normal: un papá y sus dos animados hijos que han salido a comer algo. Pero, por dentro, yo estaba a punto de estallar. Como la broma prosiguió y se convirtió en una auténtica discusión, en mi interior cambió algo. La cabeza empezó a darme vueltas, pero me dije que debía permanecer tranquilo y atender a razones. Notaba el rostro tenso, los puños apretados y que el corazón me latía más deprisa, pero pasé por alto estas señales de que el cerebro inferior estaba secuestrando al superior. Yo ya no podía más.
Abrumado por la ridiculez de toda la situación, me puse en pie, cogí a la niña de la mano y salimos a la acera, frente a la tienda, a esperar a que mi hijo se acabara la crepe. Al cabo de unos minutos, apareció y preguntó por qué habíamos salido. Mientras me dirigía al coche, furioso, mi hija a la zaga y el chico apresurándose para mantener el paso, les dije que debían aprender a compartir la comida. Él señaló con toda naturalidad que le había dado un trozo, pero para entonces yo estaba histérico y ya no era posible calmar las aguas. Llegamos al coche y, enardecido, encendí el motor para poner rumbo a casa. Ellos habían sido hermanos normales a la hora de ir al cine y tomar un refrigerio. Yo, un padre que había perdido la chaveta.
No podía dejarlo correr. A mi lado, en el asiento del acompañante, mi hijo me lo refutaba todo con respuestas racionales, mesuradas, como habría hecho cualquier adolescente. De hecho, parecía experto en mantenerse tranquilo mientras lidiaba con su irracional padre.
En este estado, me mostré cada vez más airado, y al final recurrí a maldecir, insultarle e incluso amenazarle con requisarle su querida guitarra, todo ello reacciones inadecuadas por cosas que él no había hecho.
No me enorgullece contar todo esto. Pero Tina y yo creemos que, como estos episodios explosivos son bastante habituales, es fundamental que admitamos su existencia y nos ayudemos mutuamente a entender que la visión de la mente puede reducir su impacto negativo en nuestras relaciones y nuestro mundo. Avergonzados, solemos pasar por alto que se ha producido una mala interacción. Sin embargo, si reconocemos la verdad de lo sucedido, podemos no solo empezar a reparar el daño —que puede ser totalmente tóxico tanto para nosotros como para los demás—, sino también disminuir la intensidad y la frecuencia de estos episodios.
Así pues, al llegar a casa comprendí que debía calmarme y conectar con mi hijo. Sabía que la reparación era clave, pero mis signos vitales estaban por las nubes, por lo que, antes de hacer nada, debía equilibrarlos. Como sabía que estar al aire libre y hacer ejercicio me ayudaría a cambiar el estado de ánimo, fui a patinar con mi hija, y en ese rato ella me ayudó a recuperar la visión de la mente. Alcancé más percepción personal (al reconocer que había reaccionado ante mi hijo de aquella manera al menos en parte porque estaba identificándolo inconscientemente con mi propio hermano mayor) y más empatía hacia el modo en que el muchacho había experimentado nuestro encontronazo.
Cuando por fin me calmé tras hablar, patinar y reflexionar, fui a la habitación del chico y le propuse hablar. Le dije que, a mi juicio, yo había perdido los estribos y que sería útil para ambos discutir lo sucedido. Él me dijo que, en su opinión, yo protegía demasiado a su hermana. El chico tenía toda la razón. Aunque del bochorno de haberme vuelto irracional surgió un impulso de hablar para defenderme y justificar mis reacciones, me quedé callado. Mi hijo pasó a decirme que «disgustarme» era algo totalmente innecesario porque en realidad él no había hecho nada malo. Estaba en lo cierto. De nuevo experimenté el impulso defensivo de sermonearle sobre la idea de compartir. No obstante, me recordé a mí mismo que debía permanecer reflexivo y centrado en la experiencia de mi hijo, no en la mía. Aquí la postura esencial no era juzgar quién tenía razón, sino aceptarle y mostrarme receptivo ante él. Como es lógico, todo esto requería una visión de la mente, desde luego. Menos mal que mi región prefrontal volvía a funcionar.
Después de escucharle, reconocí que, en efecto, me había puesto (injustificadamente) de parte de su hermana, que percibía lo injusto que esto le parecía a él y que mi estallido parecía algo irracional, porque de hecho lo era. A modo de explicación —no de excusa—, le hice saber lo que había pasado en mi cabeza —que lo había visto como un reflejo de mi propio hermano— para que ambos pudiéramos encontrarle algún sentido al enfrentamiento. Aunque seguramente para su mentalidad adolescente yo parecía inoportuno y torpe, seguro que no le pasó inadvertido mi profundo compromiso con nuestra relación y que mi esfuerzo por arreglar el daño causado era sincero. Mi visión de la mente había regresado, nuestras dos mentes conectaban de nuevo, y la relación volvía a estar encarrilada.
TINA AMENAZA CON UNA AMPUTACIÓN
Cuando mi hijo mayor tenía tres años, un día me golpeó. Yo, madre joven e idealista, en ese momento creí que mi mejor alternativa era mantener una conversación racional con un niño de tres años y que, por arte de magia, él vería las cosas según mi punto de vista. Así pues, lo conduje al último peldaño de la escalera, me senté a su lado y sonreí. Y dije tiernamente (e ingenuamente): «Las manos son para ayudar y amar, no para hacer daño.»
Tras soltarle este tópico, él volvió a pegarme.
Así que probé con el enfoque empático. Todavía ingenua, con la voz sonando quizás algo menos afectuosa, dije: «¡Ay! Esto duele. No me hagas daño.»
En ese momento me golpeó de nuevo.
Entonces intenté un enfoque más firme: «Pegar no está bien. Nosotros no pegamos. Si estás enfadado, es mejor que me lo cuentes.»
Ajá, lo has adivinado. Me pegó otra vez.
Estaba perdida. Sentí la necesidad de subir la apuesta inicial, pero no sabía cómo. Utilicé mi voz más potente para decir: «Pues ahora te quedas castigado aquí en las escaleras.» (El término científico para esta estrategia parental es «actuar movido por el instinto y la improvisación». No es precisamente lo que podría llamarse una metodología intencional.)
Lo hice subir a la parte superior de las escaleras. Él seguramente pensaba: «¡Guay! Nunca hemos hecho esto antes... A ver qué pasa ahora si le sigo pegando.»
En lo alto de las escaleras, me doblé por la cintura y, agitando el dedo, dije: «¡No más golpes!»
No me pegó más.
Me dio una patada en la espinilla.
(Como suele señalar ahora cuando rememoramos la historia, él obedeció técnicamente mis instrucciones de no golpear.)
A estas alturas, yo había perdido prácticamente todo autocontrol y tampoco se me ocurría ya ninguna opción viable. Lo agarré del brazo y lo arrastré a mi habitación chillando: «¡Ahora te quedarás castigado en el cuarto de papá y mamá!»
Tampoco aquí tenía yo estrategia, plan ni enfoque. Por tanto, mi hijo siguió agravando la situación mientras su cada vez más irritada madre tiraba de él de un lado a otro de la casa.
Llegados a este punto, yo estaba sucesivamente engatusando, regañando, dando órdenes, reaccionando y razonando (hablando muchíiiisimo): «No hagas daño a mamá. En nuestra familia no pegamos ni damos patadas... bla bla bla...»
Y entonces él cometió su error más grave. Me sacó la lengua.
En respuesta, mi cerebro superior, racional, empático, responsable, solucionador de problemas, fue secuestrado por mi primitivo y reactivo cerebro inferior, y chillé: «¡Si vuelves a sacarme la lengua, te la arrancaré de la boca!»
Por si te lo estás preguntando, ni Dan ni yo recomendamos, bajo ninguna circunstancia, amenazar con extirpar parte alguna del cuerpo del niño. No fue un buen momento parental.
Y tampoco fue una disciplina efectiva. Mi hijo se dejó caer al suelo y empezó a berrear. Yo lo había asustado, y él no paraba de decir: «¡Eres una mami mala!» El niño no pensaba ni mucho menos en su conducta: estaba exclusivamente centrado en mi mal comportamiento.
Mi siguiente paso fue quizá lo único que hice bien en el conjunto de la interacción, algo esencial cada vez que experimentamos esta clase de rupturas en la relación con nuestros hijos: reparé el daño con él. Enseguida comprendí lo fatal de mi actuación en aquel momento reactivo, airado. Si alguna otra persona hubiera tratado a mi hijo así, me habría subido por las paredes. Me arrodillé, me puse a su lado en el suelo, lo abracé y le dije que lo lamentaba. Le dejé hablar sobre lo poco que le gustaba lo que acababa de pasar. Repasamos la historia para que tuviera sentido para él y eso lo consolara.
Por lo general, me río con ganas cuando cuento este episodio porque los padres se identifican mucho con este tipo de situación, y creo que les gusta saber que un experto en estilo parental también puede perder los estribos. Como explico al público, hemos de ser pacientes, comprensivos e indulgentes, pero no solo con nuestros hijos, sino también con nosotros mismos. (La gente siempre me pregunta qué haría diferente ahora. Véase el capítulo 6, donde analizamos el modo de abordar la mala conducta de un niño pequeño en cuatro pasos..., ¡con ilustraciones!)
Aunque resulta un poco embarazoso contar estas anécdotas, las presentamos como prueba (cómica, sí) de que todos somos potencialmente propensos a tales des-integraciones cuando perdemos el control y nos desenvolvemos mal. De todos modos, estos episodios no deberían ser habituales. Si ves que pierdes la paciencia a menudo, te aconsejamos que busques ayuda profesional para llegar a comprender tus propias heridas o necesidades emocionales, que acaso estén contribuyendo al uso frecuente de métodos reactivos en tu relación con los niños. Pero si de vez en cuando tomas el camino equivocado, como nos pasa a casi todos, esto forma parte de la labor parental. La clave radica en identificar estos momentos, ponerles punto final lo antes posible para minimizar el daño que puedan provocar, y luego efectuar las reparaciones. Hemos de recuperar lo verdaderamente perdido —la visión de la mente— y a continuación usar la percepción y la empatía para reconectar con nosotros mismos y arreglar los daños con aquellos de quienes tanto nos preocupamos.