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De la rabieta a la tranquilidad:

«conexión» es la clave

Michael oía voces cada vez más fuertes en la habitación de sus hijos, pero estaba viendo el partido de baloncesto en la tele y decidió esperar a los anuncios antes de ir a ver. Craso error.

Graham, su hijo de ocho años, y James, amigo de Graham, se habían pasado la última media hora organizando y clasificando con esmero centenares de piezas de Lego. Graham había utilizado su asignación mensual para comprar una caja de herramientas, en la que había asignado un compartimento para las cabezas, torsos, cascos, espadas, sables de luz, varitas mágicas, hachas y cualquier cosa que se les hubiera ocurrido a los creativos genios daneses. Los chicos estaban en un paraíso organizativo.

El problema era que Graham y James cada vez dejaban más de lado a Matthias, hijo de cinco años de Michael. Los tres niños habían iniciado el proyecto juntos, pero con el tiempo los mayores tenían la impresión de que su complejo sistema de categorías era incomprensible para Matthias. Por eso no le dejaban participar en la actividad.

Pie de entrada de las voces en aumento.

Michael no llegó a ver los anuncios. Los gritos le hicieron saber que debía intervenir de inmediato, pero no fue lo bastante rápido. Cuando aún le faltaban tres pasos para llegar al cuarto de los chicos —¡apenas tres pasos!—, oyó el inconfundible sonido de cientos de piezas de Lego esparciéndose de golpe por el suelo de madera.

Tres pasos después fue testigo del caos y la carnicería. Una absoluta masacre. Cabezas decapitadas yacían desparramadas por toda la habitación, junto a cuerpos sin brazos y armas tanto medievales como futuristas. Un arcoíris de confusión se extendía desde el umbral hasta el armario del otro lado.

Junto a la caja de herramientas volcada estaba el enfurruñado y enrojecido Matthias, de cinco años, dirigiendo a Michael una mirada a la vez desafiante y aterrada. Michael se volvió hacia su hijo mayor, que gritó: «¡Siempre lo estropea todo!» y salió del cuarto llorando, seguido de un avergonzado e incómodo James.

Vaya momento disciplinario. Ahora sus dos hijos estaban vociferando, con un amigo entre dos fuegos y el propio Michael furioso. No es solo que Matthias hubiera echado a perder todo el trabajo de los dos chicos mayores, sino que ahora en el cuarto reinaba un desorden descomunal que había que recoger. (Si alguna vez has sentido el dolor de pisar una pieza de Lego, sabrás por qué se descartaba la opción de dejar todo aquel desparrame por el suelo.) Y, además, estaba perdiéndose el partido de baloncesto.

Michael decidió dirigirse primero a Matthias y hablar luego con los mayores. Su impulso inicial fue plantarse frente al pequeño, agitar el dedo frente a su cara y reñirle por haber tirado el contenido de la caja. Como estaba enfadado, quería aplicar un castigo enseguida. Quería gritar: «¿Por qué has hecho esto?» Quería decir algo sobre no jugar nunca más con Graham y luego añadir: «¿Ves por qué no querían dejarte jugar con sus Legos?»

Por suerte, no obstante, la parte pensante de Michael (su cerebro superior) asumió el control y le permitió abordar la situación desde una perspectiva de Cerebro Pleno. Lo que provocó el planteamiento más maduro y empático fue su reconocimiento de cuánto le necesitaba su hijo pequeño justo en ese momento. Michael debía encarar la conducta de Matthias, desde luego. Y, claro, lógicamente la próxima vez tendría que ser más proactivo y hacerse cargo de la situación antes de que se descontrolara. Debía ayudar a Matthias a pensar en cómo se sentiría Graham, y a entender que las acciones a menudo tienen un efecto significativo en otras personas. Todas estas enseñanzas, toda esta redirección, eran absolutamente necesarias.

Pero no en ese preciso instante.

En ese preciso instante lo que hacía falta era conectar.

Matthias estaba totalmente desregulado desde el punto de vista emocional, y necesitaba que su padre aliviara sus sentimientos heridos, su tristeza y su enfado, todo ello derivado de haber sido censurado por ser demasiado pequeño para entender y de haber sido excluido. No era el momento de redirigir, enseñar nada ni hablar de normas familiares o respeto por la propiedad de otros. Era el momento de conectar.

Así que Michael se arrodilló y abrió los brazos, y Matthias se acomodó en ellos. Michael lo abrazó mientras el niño sollozaba, le frotó la espalda y no dijo nada salvo algún ocasional: «Lo sé, colega, lo sé.»

Al cabo de un minuto, Matthias lo miró con los ojos brillantes de lágrimas y dijo: «He tirado los Legos.»

En respuesta, Michael se rio un poco y dijo: «Me parece que has hecho algo más que eso, chaval.»

Matthias esbozó una sonrisita y en ese instante Michael comprendió que podía pasar a la parte redirectora de la disciplina y ayudar a su hijo a comprender algunas lecciones importantes sobre empatía y manifestaciones adecuadas de sentimientos fuertes. Ahora Matthias era capaz de escuchar a su padre. La conexión y el consuelo de Michael habían permitido al niño trasladarse de un estado reactivo a otro receptivo, donde pudiera escuchar a su padre y aprender.

Fijémonos en que conectar primero no solo es más relacional y afectuoso. De acuerdo, posibilita que los padres sintonicen con sus hijos, como hizo Michael, y que sean emocionalmente sensibles cuando estos se muestran alterados y desregulados. Esto permite al niño «sentirse sentido», la sensación interna de ser visto y comprendido que transforma el caos en calma, el aislamiento en conexión. Conectar primero es un medio básicamente afectuoso de imponer disciplina. Pero observemos que un enfoque disciplinario Sin Lágrimas puede ser también mucho más efectivo. No es solo que una regañina hubiera sido un error como respuesta inicial de Michael a la situación. Nuestro razonamiento aquí no tiene que ver con lo acertado o desacertado de los planteamientos parentales (si bien sostenemos palmariamente que un enfoque de Cerebro Pleno es en esencia más afectuoso y compasivo). El caso es que la táctica de Michael de conectar primero alcanzó los dos objetivos de la disciplina —conseguir cooperación y construir el cerebro— con gran eficacia. Gracias a dicha táctica, se produjo un aprendizaje, la enseñanza fue efectiva y se estableció y mantuvo la conexión. A Michael su plan le permitió lograr la atención de su hijo, rápidamente y sin Lágrimas, por lo que pudieron hablar del comportamiento de Matthias de tal manera que este pudiera escuchar. Además, esto ayudó a construir el cerebro del niño, pues ahora Matthias era capaz de oír los argumentos de su padre y entender las importantes lecciones que estaba enseñándole. Por otra parte, Michael modeló para su hijo una conexión sintonizada y le demostró que hay maneras más tranquilas y afectuosas de interaccionar cuando estás disgustado con alguien. Y todo esto pasó porque Michael conectó antes de redirigir.

ESTILO PARENTAL PROACTIVO

Hablaremos enseguida de por qué la conexión es un instrumento tan potente cuando los niños están enfadados o tienen dificultades para tomar buenas decisiones. Está claro que Michael lo usó con eficacia. Sin embargo, al haber sido un poco lento en su respuesta a la situación —¡tres pasos!—, perdió la oportunidad de evitar todo el proceso disciplinario.

Es así, en efecto. En ocasiones podemos eludir del todo la imposición de disciplina simplemente actuando de forma proactiva, no reactiva. Cuando obramos proactivamente, buscamos momentos en que se avecinen la mala conducta y/o la pataleta —justo tras el horizonte de donde están ahora mismo— y tomamos cartas en el asunto para intentar guiarlos por este potencial campo minado. Como quería seguir viendo el partido, Michael no reaccionó lo bastante rápido ante las señales de que en el cuarto de sus hijos empezaban a surgir problemas.

El estilo parental proactivo puede tener grandes consecuencias. Por ejemplo, cuando tu amorosa y habitualmente dócil hija de ocho años está preparándose para ir a su clase de natación, quizá notes que reacciona de forma exagerada cuando ha de aplicarse protector solar: «¿Por qué he de ponerme crema cada día?» Entonces, mientras atiendes a su hermano pequeño, ella se sienta al piano un minuto a tocar una de sus canciones. Pero se le escapan un par de notas y, contrariada, aporrea el teclado con el puño.

Puedes interpretar estos episodios como incidentes aislados y pasarlos por alto. O también puedes verlos como las señales de aviso que probablemente son. Acaso recuerdes que esta hija en concreto suele alterarse cuando tiene hambre, así que quizá mejor que dejes lo que estás haciendo y le pongas una manzana delante. Cuando te mire, puedes brindarle una sonrisa de complicidad como recordatorio de su tendencia y, si hay suerte, ella asentirá, se comerá la manzana y regresará a un estado de autocontrol.

De acuerdo, a veces no aparecen señales claras antes de que los niños tomen malas decisiones y se comporten de forma inapropiada. Pero otras veces podemos interpretar las pistas que nos dan y dar pasos proactivos para adelantarnos a los acontecimientos disciplinarios. Esto podría significar dar un aviso de cinco minutos antes de salir del parque, o imponer una hora de acostarse sistemática para que al día siguiente los niños no estén demasiado cansados y gruñones. Podría significar contarle a un niño de preescolar un cuento de suspense y de pronto parar y explicarle que le dirás lo que pasa a continuación una vez esté en el asiento del coche. O quizás equivalga a intervenir para iniciar un nuevo juego cuando oyes que entre tus hijos va a producirse una pelea. O tal vez podría consistir en hablar al pequeño con una voz llena de energía enigmática: «Oye, antes de que tires esta patata frita al otro lado del restaurante, ¿quieres saber lo que llevo en el bolso?»

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Otra forma de criar a los hijos proactivamente es PARAR antes de reaccionar ante ellos. Si ves que el comportamiento del niño apunta en una dirección que no te gusta, hazte esta pregunta: «¿Está Enfadado, Hambriento, Rabioso, Aislado, Agotado?» A lo mejor lo único que has de hacer es ofrecerle unas pasas, escuchar sus sentimientos, jugar a algo con él o ayudarle a dormir mejor. En otras palabras, a veces solo hace falta un poco de reflexión previa y planificación por adelantado.

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El estilo proactivo no es fácil, y exige de nosotros una buena dosis de conciencia. No obstante, cuanto más atentos estemos a los inicios de comportamientos negativos y nos adelantemos a ellos, menos probable será que acabemos recogiendo los restos literales o figurados del conflicto, lo cual significa que tú y tus hijos sencillamente tendréis más tiempo para pasarlo bien juntos.

En cualquier caso, como todos sabemos, a veces la mala conducta sucede sin más. Menuda novedad. Y ninguna medida de proactividad puede impedirla. Entonces es el momento de conectar. Hemos de resistir el impulso de castigar al instante, de sermonear, de imponer la ley o incluso de redirigir positivamente enseguida. Lo que hemos de hacer es conectar.

¿POR QUÉ CONECTAR PRIMERO?

Seamos más concretos y hablemos de por qué la conexión es tan potente. Analizaremos las tres ventajas fundamentales —una a corto plazo, otra a largo plazo y otra relacional— de establecer conexión como primera respuesta cuando a nuestros hijos les cuesta controlarse y tomar decisiones acertadas.

Ventaja n.º 1: La conexión lleva a un niño

de la reactividad a la receptividad

Al margen de cómo decidamos responder cuando los niños se portan mal, una cosa sí hemos de hacer: permanecer conectados emocionalmente con ellos, incluso cuando —y quizás especialmente cuando— imponemos disciplina. Al fin y al cabo, en los momentos en que están más alterados es cuando los niños más nos necesitan. Pensémoslo: ellos no quieren sentirse frustrados, enfurecidos ni descontrolados. Esto no es solo desagradable sino también de lo más estresante. Por lo general, el mal comportamiento se debe a que un niño lo ha pasado mal lidiando con lo que ocurre a su alrededor... y en su interior. Siente todos estos sentimientos fuertes que aún no está en disposición de gestionar, y la mala conducta se produce como simple consecuencia de ello. Sus acciones —sobre todo cuando ha perdido el control— son un mensaje de que precisa ayuda. Constituyen un intento de conseguir asistencia y conexión.

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Así, cuando los niños están por algún motivo furiosos, abatidos, avergonzados, azorados, abrumados o descontrolados, es cuando hemos de estar a su lado. Mediante la conexión podemos aliviar su tormenta interior, ayudarles a calmarse y darles ideas para que tomen decisiones mejores. Cuando notan nuestro amor y nuestra aceptación, cuando «se sienten sentidos» por nosotros, incluso sabiendo que no nos gustan sus acciones (o a ellos no les gustan las nuestras), pueden empezar a recuperar el control y permitir que su cerebro superior vuelva a implicarse. Cuando sucede esto, ya puede tener lugar la disciplina efectiva. En otras palabras, la conexión los lleva de un estado reactivo a un estado en el que pueden ser más receptivos a las lecciones que queremos enseñarles y a las interacciones saludables que queremos compartir con ellos.

Por tanto, hay una importante pregunta que podemos formularnos antes de empezar a redirigir y enseñar de forma explícita: ¿Está mi hijo preparado? ¿Preparado para escucharme, para aprender, para entender? Si no lo está, lo más probable es que haga falta más conexión.

Como vimos en el caso de Michael y su hijo de cinco años, la conexión calma el sistema nervioso, alivia la reactividad de los niños y los traslada a un lugar donde pueden escucharnos, aprender e incluso tomar sus propias decisiones de Cerebro Pleno. Cuando aparece el indicador emocional, la conexión es el modulador que impide que las emociones se intensifiquen demasiado. Sin conexión, estas seguirán disparándose fuera de control.

Recuerda la última vez que te sentiste realmente triste, enojado o alterado. ¿Qué habría pasado si un ser querido te hubiera dicho: «No te pongas así», o «No hay para tanto»? ¿Y si te hubieran dicho: «Quédate ahí solo hasta que te calmes y estés dispuesto a ser agradable y estar alegre»? Habrían sido respuestas lamentables, ¿verdad? Pues son las que damos a nuestros hijos una y otra vez. Y cuando lo hacemos, en realidad incrementamos su angustia interna, lo que provoca más mal comportamiento, no menos. Estas respuestas consiguen lo contrario de la conexión: amplificar los estados negativos.

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Por otro lado, la conexión calma, lo cual permite a los niños comenzar a recuperar el control de sus emociones y su cuerpo. Les permite «sentirse sentidos», una empatía que alivia la sensación de aislamiento o de haber sido malinterpretado producto de la reactividad del cerebro inferior y del conjunto del sistema nervioso: palpitaciones cardíacas, respiración acelerada, tensión muscular, malestar intestinal. Estos estados reactivos son incómodos y pueden llegar a intensificarse si aumentan las exigencias y la desconexión. Con conexión, sin embargo, los niños pueden tomar decisiones más reflexivas y desenvolverse mejor.

En esencia, lo que hace la conexión es integrar el cerebro. Funciona como sigue. Como hemos dicho, el cerebro es complejo (la tercera C cerebral). Se compone de muchas partes, todas ellas con distintos cometidos. El cerebro superior, el cerebro inferior. El lado izquierdo y el lado derecho. Centros de la memoria y regiones del dolor. Junto con todos los sistemas y circuitos cerebrales, estas zonas tienen sus propias responsabilidades, sus propias tareas encomendadas. Cuando trabajan conjuntamente como un todo coordinado, el cerebro acaba integrado, de forma que sus numerosas partes pueden actuar como un equipo, consiguiendo más y siendo más efectivas que si actuara cada una por su cuenta.

Como ya explicamos en El cerebro del niño, una buena imagen para entender la integración es un río de bienestar. Imagínate en una canoa, flotando en un río tranquilo, idílico. Te sientes bien, relajado y preparado para afrontar cualquier cosa. No es que todo vaya a la perfección o sea favorable; es más bien que te encuentras en un estado de ánimo integrado: tranquilo, receptivo y equilibrado, y además tu cuerpo se siente activo y cómodo. Incluso cuando las cosas no funcionan como te gustaría, puedes adaptarte con flexibilidad. Es el río del bienestar.

Sin embargo, a veces no eres capaz de permanecer en la corriente. Viras demasiado hacia una orilla o la otra. Un lado del río representa el caos. Cerca de esta orilla hay peligrosos rápidos que convierten la vida en un viaje frenético e ingobernable. Cuando estás cerca del lado del caos, te alteras con facilidad y el menor obstáculo te hace girar fuera de control. Quizás experimentes emociones abrumadoras, como una ansiedad elevada o una ira intensa, y acaso notes que también tu cuerpo se siente caótico, con los músculos tensos, el ritmo cardíaco acelerado y el ceño fruncido.

La otra orilla no es menos desagradable, pues representa la rigidez. Aquí te encuentras atascado deseando o esperando que el mundo funcione de una manera determinada, y en caso contrario no estás dispuesto a adaptarte o eres incapaz de ello. En tu esfuerzo por imponer tu visión y tus deseos al mundo que te rodea, descubres que no quieres, o quizá no puedes siquiera, transigir ni negociar de ninguna manera coherente.

Así pues, el caos en una orilla, la rigidez en la otra. Ninguno de los dos extremos ofrecen comodidad, sino ausencia de control o tanto control que no hay flexibilidad ni adaptabilidad. Y ambos extremos te mantienen fuera de la corriente tranquila del río del bienestar. Seas caótico o rígido, estás desperdiciando la oportunidad de disfrutar de salud mental y emocional, de sentirte a gusto en el mundo.

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Piensa en el río del bienestar en relación con tus hijos. Cuando los niños dan guerra o se sienten perturbados, casi siempre ponen de manifiesto caos, rigidez o ambas cosas. Si un niño de nueve años se pone frenético sobre una exposición oral que ha de hacer en la escuela al día siguiente y acaba rompiendo las notas mientras dice entre sollozos que jamás será capaz de memorizar la introducción, está sucumbiendo al caos. Se ha estrellado en la orilla, lejos del flujo suave del río del bienestar. Del mismo modo, si un niño de cinco años insiste tercamente en que le cuentes otro cuento a la hora de acostarse o se niega a meterse en la bañera hasta encontrar su pulsera preferida, ha topado de lleno contra la orilla de la rigidez. ¿Recordamos a Nina, del capítulo anterior? Cuando su madre le dijo que aquella mañana la llevaría a la escuela el padre, la pequeña se vino abajo y se negó a contemplar cualquier punto de vista diferente, debatiéndose entre el caos y la rigidez, sin llegar a disfrutar de la tranquila corriente en el centro del río del bienestar.

De modo que esto es lo que hace la conexión. Aleja a los niños de las orillas y los devuelve a la corriente, donde experimentan una sensación interna de equilibrio y se sienten más felices y estables. Después son capaces de escuchar lo que necesitamos decirles y de tomar mejores decisiones. Cuando conectamos con un niño que se nota abrumado y caótico, le ayudamos a apartarse de la orilla y a llegar al centro del río, donde se siente más equilibrado y domina la situación. Cuando conectamos con un niño que está atascado en un estado de ánimo rígido, incapaz de tener en cuenta otras perspectivas, le ayudamos a integrarse para que pueda aflojar su rígida sujeción a una situación y volverse más flexible y adaptable. En ambos casos, la conexión crea un estado de ánimo integrado y ofrece la oportunidad de aprender.

En el próximo capítulo seremos más precisos sobre los medios prácticos para conectar con los niños cuando están alterados. En todo caso, el enfoque básico conlleva, por lo general, escuchar y procurar gran cantidad de empatía, tanto verbal como no verbal. Así es como nos compenetramos con nuestros hijos, sintonizando con la vida interior de su mente: con sus sentimientos y pensamientos, sus percepciones y recuerdos, lo que tiene significado interno en su vida. Esto es sintonizar con la mente que subyace a la conducta. Por ejemplo, una de las formas más eficaces de conectar con los hijos es tocándolos físicamente sin más. Un toque afectuoso —tan simple como una mano, un brazo, un roce en la espalda o un abrazo cálido— libera en el cerebro y el cuerpo endorfinas, «hormonas de la felicidad» (como la oxitocina natural y los opioides), y disminuye el nivel de la hormona del estrés (cortisol). Si los niños se sienten agitados, un contacto físico afectuoso puede apaciguar la situación y ayudarte a conectar, incluso en momentos de tensión elevada. Esto es conectar con su aflicción interna, no reaccionar sin más ante su conducta visible.

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Fijémonos en que esto es lo primero que hizo Michael cuando vio a su hijo pequeño en medio del desastre del Lego: se sentó y lo abrazó.

De este modo empezó a alejar la pequeña canoa de Matthias de la orilla del caos y devolverla a la corriente tranquila del río. Luego escuchó. En realidad no era necesario que Matthias dijera: «He tirado los Legos.» Pero con esta frase pudo empezar a avanzar. Unas veces los niños necesitan hablar mucho más, y ser escuchados mucho más rato. Otras no quieren hablar. Y aun otras todo puede ser tan rápido como en el caso que nos ocupa. Contacto no verbal, declaración empática —«Lo sé, colega»— y disposición a escuchar. Esto es lo que necesitaba Matthias para devolver cierto equilibrio a su joven cerebro y su impulsivo cuerpo. Tras esto, el padre pudo comenzar a enseñarle hablándole de las lecciones en cuestión.

Aunque Michael no estaba pensando en estos términos, lo que hacía era utilizar su relación, su comunicación conectora, para intentar llevar integración al cerebro de Matthias, de modo que el cerebro superior y el inferior pudieran trabajar juntos, lo mismo que los hemisferios cerebrales derecho e izquierdo. Cuando Matthias se enfureció con los dos chicos mayores, su cerebro inferior tomó el control absoluto, lo que anuló el superior. Las partes cerebrales inferiores, instintivas y reactivas, se activaron tanto que el niño ya no pudo acceder a las partes superiores, las que ayudan a pensar en las consecuencias y tienen en cuenta los sentimientos ajenos. Estas dos secciones de su cerebro no estaban funcionando conjuntamente. En otras palabras, en ese momento el cerebro estaba des-integrado, debido a lo cual se produjo la masacre del Lego. Al ofrecer un gesto no verbal y no un montón de palabras lógicas propias del hemisferio izquierdo, Michael fue capaz de conectar con el hemisferio derecho de Matthias, el lado relacionado más directamente con el cerebro inferior e inundado por este. Derecho e izquierdo, arriba y abajo, el cerebro de Matthias estaba preparado para ser más coordinado y equilibrado en su movimiento hacia la integración. La conexión integró su cerebro inferior —centrado en las emociones— y su cerebro superior —orientado al pensamiento— de tal forma que Michael pudo alcanzar el objetivo a corto plazo de lograr la colaboración de su hijo.

Ventaja n.º 2: La conexión construye el cerebro

Como hemos explicado en el capítulo anterior, la Disciplina sin Lágrimas construye el cerebro de un niño al incrementar su capacidad para las relaciones, el autocontrol, la empatía, la percepción personal y mucho más. Analizamos la importancia de establecer límites, de crear estructuras y de ayudar a los niños a generar controles internos y la inhibición de los impulsos mediante la interiorización del «no». Así es como usamos la relación con nuestros hijos para establecer las funciones ejecutivas de su cerebro. Examinamos también otras maneras de desarrollar capacidades relacionales y de toma de decisiones del niño. Cada interacción con nuestros hijos brinda la oportunidad de construir su cerebro y potenciar su capacidad para ser la clase de personas que esperamos que sean.

Y todo comienza con la conexión. Además de la ventaja a corto plazo de trasladarlos de la reactividad a la receptividad, el hecho de conectar durante una interacción disciplinaria también incide en el cerebro del niño y causa efectos a largo plazo a lo largo de su crecimiento. Si ofrecemos consuelo cuando los niños están alterados, si escuchamos sus sentimientos, si les transmitimos lo mucho que les queremos incluso cuando la lían: si respondemos así, ejercemos un considerable impacto en el desarrollo de su cerebro y en la clase de personas que serán, tanto ahora como cuando lleguen a la adolescencia y a la edad adulta.

En próximos capítulos hablaremos más de la redirección, incluidas las lecciones explícitas que enseñamos y los comportamientos que modelamos al interaccionar con nuestros hijos. Como es lógico, el cerebro de un niño resultará muy influido por lo que le comunicamos cuando respondemos ante una mala conducta; también cambiará en función de nuestras acciones en el momento concreto. Sea de forma consciente o inconsciente, el cerebro del niño asimila toda clase de información basándose en la respuesta parental a cualquier situación dada. Aquí la cuestión pertinente es la conexión, así como el modo en que los padres cambian e incluso construyen el cerebro de los niños partiendo de lo que estos experimentan en el momento de establecer la disciplina.

Por expresarlo en términos neurológicos, la conexión refuerza las fibras conectivas entre el cerebro superior y el inferior para que las áreas cerebrales superiores puedan comunicarse entre sí con más eficacia y anular los impulsos inferiores, más primitivos. A estas fibras que conectan las áreas cerebrales superiores e inferiores las denominamos «la escalera del cerebro». Esta escalera integra lo de arriba y lo de abajo y beneficia a la región cerebral denominada «corteza prefrontal». Esta área clave del cerebro ayuda a crear las funciones ejecutivas de la autorregulación, entre ellas las de equilibrar las emociones, concentrar la atención, controlar los impulsos y conectarnos empáticamente con los demás. A medida que la corteza prefrontal se desarrolla, los niños son más capaces de llevar a la práctica las destrezas sociales y emocionales que queremos que adquieran y, en última instancia, dominen mientras permanecen en nuestra casa y también después, cuando salgan al mundo exterior.

Resumiendo, la integración en una relación crea integración en el cerebro. Se desarrolla una relación integrada cuando respetamos las diferencias entre nosotros y los demás y a continuación conectamos mediante comunicación compasiva. Establecemos lazos de empatía con otra persona: sentimos sus sentimientos y comprendemos su punto de vista. En esta conexión tenemos en cuenta la vida mental interior de otra persona pero sin convertirnos en ella. Así seguimos siendo individuos diferenciados y al mismo tiempo conectamos. Este tipo de integración crea armonía en una relación. Curiosamente, la integración interpersonal también se pone de manifiesto en la manera esencial en que las relaciones entre padres e hijos propician la integración en el cerebro del niño. Así es como regiones diferenciadas —como izquierda y derecha, arriba y abajo— siguen siendo únicas y especializadas pero están también relacionadas. En el cerebro, la regulación depende de la coordinación y el equilibrio entre varias regiones surgidas de la integración. Y este tipo de integración neural es la base de las funciones ejecutivas, la capacidad para regular la atención, las emociones, los pensamientos y la conducta. ¡Aquí está el secreto de la salsa! ¡La integración interpersonal cultiva la integración neural interna!

Así pues, esta es la ventaja a largo plazo de la conexión: mediante las relaciones, crea enlaces neurales y desarrolla fibras integradoras que cambian literalmente el cerebro y vuelven a los niños más capaces de tomar decisiones correctas, de participar en relaciones y de interactuar satisfactoriamente con su mundo.

Ventaja n.º 3: La conexión intensifica

la relación con tu hijo

Así, la conexión ofrece la ventaja a corto plazo de llevar a los niños de la reactividad a la receptividad, y la ventaja a largo plazo de construir el cerebro. La tercera ventaja que queremos poner de relieve es de carácter relacional: la conexión intensifica el vínculo entre tú y tu hijo.

Los momentos de conflicto pueden ser los más difíciles e inciertos de cualquier relación. Quizá también se cuenten entre los más importantes. Nuestros hijos saben que estamos a su lado cuando nos acercamos a ellos o leemos un libro juntos, desde luego, o cuando aplaudimos su desempeño. Pero ¿qué pasa cuando surge la tensión y el conflicto? ¿O cuando tenemos deseos u opiniones incompatibles? Estos momentos constituyen la verdadera piedra de toque. El modo de reaccionar ante nuestros hijos cuando no estamos satisfechos con sus decisiones —con orientación afectuosa, con irritación y críticas, con furia y un arrebato bochornoso— tendrá sus correspondientes efectos en el desarrollo de nuestra relación con ellos, e incluso en su propia percepción de sí mismos.

No siempre es fácil siquiera querer conectar cuando los niños se comportan mal, o cuando están actuando de la peor manera y casi descontrolados. Conectar acaso sea la última cosa del mundo que quieras hacer cuando tus hijos empiezan a pelearse en un avión en el que todo el mundo va en silencio, o cuando se quejan y lloriquean por no haber recibido un regalo mejor después de que les hayas llevado al cine.

No obstante, la conexión debe ser nuestra primera respuesta prácticamente en cualquier situación disciplinaria. No solo porque puede ayudarnos a superar el problema a corto plazo; no solo porque convertirá a nuestros hijos en mejores personas a largo plazo; sino también, y eso es lo más importante, porque nos ayuda a transmitir lo mucho que valoramos la relación. Sabemos que los niños tienen un cerebro cambiante, cambiable y complejo, y que cuando se enfrentan a un conflicto, nos necesitan. Cuanto más respaldo, empatía y atención transmitamos en nuestra respuesta, tanto mejor será la relación con ellos.

Tina asistió hace poco a una fiesta de cumpleaños con su hijo de seis años en casa de su amiga Sabrina. Al final de la fiesta, los padres de la niña, Bassil y Kimberly, acompañaron a los invitados a la puerta. Al volver al salón, les esperaba una sorpresa. Así lo explicó Kimberly en un e-mail a Tina:

Después de la fiesta, Sabrina entró en la casa y abrió todos los regalos sin nuestra supervisión. Por tanto, no pude anotar quién le regaló qué. ¡Qué follón! Conseguí ordenarlo casi todo porque mi hija Sierra había estado allí cuando se abrieron los paquetes. Antes de que Sabrina escriba las tarjetas de agradecimiento, me gustaría aclarar una cosa. ¿Le regaló JP las gafas caleidoscópicas? Seguro que la señorita Modales desaprobaría mi táctica, ¡pero prefiero hacerlo bien a pecar de desagradecida!

En esta situación, sin duda podríamos establecer lazos de empatía con una madre cansada que no consigue tomar las riendas tras regresar al salón y encontrarse con los juguetes recién abiertos desperdigados por todas partes y el papel de envolver sembrando el suelo como confeti. Al fin y al cabo, Kimberly acababa de ofrecer una fiesta de cumpleaños divertida pero ruidosa, entretenida pero caótica, para niños de seis años y sus padres y hermanos. Las circunstancias parecían condenarla a un desmoronamiento parental, acentuado por chillidos y más chillidos de un niño malcriado que no podía esperar a que terminara la fiesta para lanzarse sobre los regalos como un animal salvaje sobre su presa.

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Sin embargo, gracias a que conservó el autocontrol, Kimberly fue capaz de abordar la situación desde un estado de ánimo Sin Lágrimas, de Cerebro Pleno, que le condujo a empezar —lo has adivinado— con la conexión. En vez de soltar un sermón o una diatriba, conectó con su hija. Primero reconoció lo divertida que había sido la fiesta y lo bueno de abrir los regalos justo en ese momento. Llegó a sentarse pacientemente mientras Sabrina le enseñaba el conjunto de bigotes postizos que tanto la alborotaban. (Tendrías que conocer a Sabrina.) Y de pronto, en cuanto Kimberly hubo conectado, habló con su hija y le explicó lo que quería que supiera sobre los regalos, lo de esperar y las notas de agradecimiento. Es así como la conexión creó una oportunidad integradora, creando un cerebro más fuerte y reforzando una relación.

¿Serás capaz de conectar primero cada vez que tu hijo la líe o se descontrole? Pues claro que no. Nosotros desde luego no lo conseguimos con nuestros hijos. No obstante, cuanto más a menudo establecemos conexión como primera respuesta, con independencia de lo que hayan hecho los niños, o de si nosotros estamos o no en el río del bienestar, más les demostraremos que pueden contar con nosotros para tener consuelo, amor incondicional y apoyo, aunque se comporten de una manera que no aprobemos. ¡Hay que reforzar e intensificar la relación! Es más, al fortalecer la relación con tu hijo, estarás preparándolo para ser buen hermano, amigo y compañero a medida que se acerque a la edad adulta. Estarás enseñándole mediante el ejemplo, orientándole con lo que haces y no solo con lo que dices. Esta es la ventaja relacional de la conexión: enseña a los niños lo que significa estar en una relación y amar, incluso cuando no estamos contentos con las decisiones que ha tomado la persona a la que amamos.

¿QUÉ HAY DE LAS PATALETAS?

¿HEMOS DE PASARLAS POR ALTO?

Cuando enseñamos a los padres a conectar y redirigir, una de las preguntas más habituales que nos hacen es acerca de las rabietas. Por lo general, alguien del público pregunta algo así: «Creía que debíamos pasar por alto las pataletas. ¿Conectar con un niño frenético no es en definitiva prestarle atención? ¿No refuerza esto la conducta negativa?»

Nuestra respuesta a esta pregunta pone de manifiesto otro punto en el que la filosofía Sin Lágrimas, de Cerebro Pleno, se aparta de los enfoques convencionales. Sí, a veces el niño sufre lo que podríamos denominar una rabieta estratégica, cuando tiene el control de sí mismo y está actuando deliberadamente para alcanzar el fin deseado: conseguir el juguete que quiere, quedarse más rato en el parque, etcétera. Sin embargo, en la mayoría de los niños —y en el caso de los más pequeños, casi siempre—, las pataletas estratégicas son muchísimo más la excepción que la regla.

La inmensa mayoría de las veces, un berrinche demuestra que el cerebro inferior del niño ha secuestrado el cerebro superior y ha dejado a su dueño legítima y sinceramente descontrolado. O, aunque no esté desregulado del todo, el niño tiene el sistema nervioso tan desajustado que gimotea o no tiene la capacidad para ser flexible y gestionar sus sentimientos en ese instante. Y si un niño es incapaz de regular sus emociones y acciones, nuestra respuesta ha de pasar por ofrecerle ayuda y hacer hincapié en el consuelo. Debemos ser estimuladores y empáticos, y centrarnos en la conexión. Tanto si el niño está enfadado y triste como si está tan alterado que en realidad se encuentra fuera de control, nos necesita en este momento. Todavía hemos de establecer límites —no podemos permitir que un niño, por enfadado que esté, arranque las cortinas del restaurante—, pero ahora mismo nuestro objetivo es consolarle y ayudarle a tranquilizarse para que pueda recuperar el control sobre sí mismo. Recordemos que el caos y la pérdida de control son señales de que se ha bloqueado la integración, esto es, que las diferentes partes del cerebro no están funcionando como un todo coordinado. Y como la conexión genera oportunidades integradoras, ha de ser el método para dar consuelo. La integración crea la capacidad para regular emociones y, en definitiva, así es como lograremos calmar a nuestros pequeños: ayudándoles a pasar del caos o la rigidez de estados no integrados a la armonía más tranquila y clara de la integración y el bienestar.

Así pues, cuando los padres nos piden la opinión sobre las rabietas, nuestra respuesta es que hemos de reformular del todo la forma de abordar los momentos en que los niños están más alterados y descontrolados. Sugerimos a los padres que consideren la pataleta no solo como una experiencia desagradable que han de aprender a superar, a gestionar en provecho propio o a interrumpir lo antes posible a toda costa, sino como una petición de ayuda: otra oportunidad para hacer que el niño se sienta seguro y querido. Es una ocasión para servirse de la conexión a fin de aliviar la angustia, ser un refugio cuando se desata una tormenta interna, practicar el paso de un estado de des-integración a otro de integración. Por este motivo, a estos momentos de conexión los llamamos «oportunidades integradoras». Recordemos que la experiencia repetida de un niño de tener a su cuidador emocionalmente sensible y sintonizado con él —conectado con él— construye la capacidad de su cerebro para autorregularse y autoaliviarse a lo largo del tiempo, lo que desemboca en más independencia y resiliencia.

Así pues, la respuesta Sin Lágrimas a una pataleta comienza con empatía parental. Si entendemos por qué los niños tienen berrinches —que su cerebro joven, en desarrollo, es propenso a des-integrarse cuando las emociones fuertes toman el mando—, entonces podremos ofrecer una respuesta mucho más compasiva cuando empiecen los gritos, los chillidos y el pataleo. Esto no significa que lleguemos a disfrutar con las rabietas de un niño —si fuera así, deberías ir pensándote lo de buscar ayuda profesional—, pero si las consideramos con empatía y compasión obtendremos más calma y conexión que si las interpretamos como prueba de que el niño simplemente es difícil, manipulador o travieso.

Por este motivo, no somos en absoluto partidarios del enfoque convencional, que aconseja prescindir totalmente de la rabieta como si no se hubiera producido. Estamos de acuerdo con la idea de que una pataleta no es el momento idóneo para explicar a un niño que está comportándose de forma inapropiada. En plena rabieta, un niño no está experimentando lo que tradicionalmente se conoce como «momento enseñable». Pero el momento se puede transformar, mediante la conexión, en una oportunidad integradora. Por regla general, cuando los niños están alterados los padres suelen hablar demasiado; pero resulta que hacer preguntas e intentar impartir una lección en pleno berrinche puede intensificar las emociones de los pequeños. Su sistema nervioso ya está sobrecargado, y cuanto más hablemos, más saturaremos el sistema de recepción sensorial adicional.

De todos modos, este hecho no conduce a la conclusión lógica de que debamos ignorar a los niños cuando estén desconsolados. De hecho, proponemos casi lo contrario. Dejar de lado a un niño en plena pataleta es una de las peores cosas que podemos hacer, pues cuando un niño se muestra tan disgustado, es que realmente está sufriendo. Se siente abatido. El cortisol, la hormona del estrés, está circulando por su cuerpo y bañando su cerebro, y el niño nota que no tiene control alguno sobre sus emociones e impulsos, que es incapaz de calmarse ni de expresar lo que necesita. Sufre. Y al igual que los niños necesitan que estemos con ellos y les procuremos tranquilidad y consuelo cuando se han hecho daño físico, lo mismo necesitan cuando el sufrimiento es emocional. Precisan la calma, el afecto y el estímulo que podemos darles. Nos necesitan para conectar.

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Sabemos lo desagradable que puede ser un berrinche. Lo sabemos, no te quepa duda. Pero en el fondo todo se reduce a esto: ¿qué mensaje quieres enviar a tus hijos?

Cuando transmites el segundo mensaje, no estás cediendo. No estás siendo indulgente. Esto no significa que debas dejar al niño hacerse daño, romper cosas o poner a los demás en peligro. Todavía puedes, y debes, fijar límites. Durante una pataleta, quizás incluso tengas que ayudarle a controlar su cuerpo o frenar un impulso. (En los próximos capítulos propondremos sugerencias específicas para ello.) La cuestión es que estableces estos límites mientras comunicas tu amor y atraviesas el momento difícil con tu hijo, transmitiéndole siempre «estoy aquí».

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Queremos que el berrinche se resuelva lo antes posible, naturalmente, igual que queremos levantarnos de la silla del dentista en cuanto podamos. No es agradable, y no hay más que hablar. Sin embargo, si estás actuando desde una perspectiva de Cerebro Pleno, el objetivo fundamental no es realmente el final rápido de la rabieta, sino ser emocionalmente sensible ante tu hijo y estar a su lado. El principal objetivo es conectar, lo cual supondrá todas las ventajas relacionales, a corto plazo y a largo plazo, que hemos estado analizando. En otras palabras, aunque quieras que la pataleta acabe lo antes posible, en realidad el propósito más amplio de conectar te lleva a esta meta con mucha más eficacia a corto plazo, y consigue mucho más a largo plazo. Si aportas empatía y tu presencia tranquila durante la rabieta harás que las cosas sean más fáciles y menos exageradas, tanto para ti como para tu hijo, y proporcionarás al pequeño la capacidad para manejarse mejor en el futuro, pues la sensibilidad emocional refuerza en su cerebro las conexiones integradoras que le permitirán tomar mejores decisiones, controlar su cuerpo y sus emociones, y tener en cuenta a los demás.

¿CÓMO CONECTAS SIN MALCRIAR AL NIÑO?

Hemos dicho que la conexión desactiva el conflicto, construye el cerebro del niño y fortalece la relación entre padres e hijos. No obstante, los padres suelen plantear cuestiones relacionadas con un inconveniente potencial del acto de conectar antes de redirigir: «Si siempre conecto cuando mis hijos hacen algo malo, ¿no voy a malcriarlos? Por decirlo de otro modo, ¿no reforzará esto la conducta que intento cambiar?»

Estas razonables preguntas parten de un malentendido, así que dedicaremos un rato a analizar qué es, y qué no es, «malcriar». Luego podremos dejar más claro por qué conectar durante la disciplina es muy distinto de malcriar a un niño.

Empecemos con lo que no es «malcriar», «consentir» o «mimar». Malcriar no tiene que ver con el amor, el tiempo y la atención que dedicas a tus hijos. No puedes malcriar a tus hijos dándoles demasiado de ti mismo. Del mismo modo, no malcrías a un bebé si lo sostienes demasiado en brazos o respondes a sus necesidades cada vez que las expresa. En otro tiempo, los entendidos en estilos parentales decían a los padres que si cogían en brazos demasiado a sus bebés, los malcriarían. Ahora nosotros sabemos que no es así. Responder a un bebé y calmarlo no lo malcría, mientras que no responder ni calmarlo crea un niño ansioso y de vínculos inseguros. Lo que has de hacer precisamente es alimentar la relación con tu hijo y proporcionarle experiencias sistemáticas que constituyan el fundamento de su fiel creencia en que tiene derecho a tu amor y afecto. En otras palabras, queremos que los niños sepan que pueden contar con que sus necesidades serán satisfechas.

Por otro lado, hablamos de «malcriar» cuando los padres (u otros cuidadores) crean un entorno en el que el hijo tiene la sensación de que puede salirse con la suya, de que puede conseguir exactamente lo que quiera cuando quiera, y de que todo le resultará fácil y estará a su alcance. Queremos que nuestros hijos esperen que sus necesidades serán comprendidas y satisfechas en consecuencia. Pero no queremos que esperen que se cumplirán siempre sus deseos y caprichos. (Parafraseando a los Rolling Stones, queremos que nuestros hijos sepan que tendrán lo que necesitan, ¡aunque no siempre consigan lo que quieren!) Y conectar cuando un niño está alterado o descontrolado tiene que ver con satisfacer sus necesidades, no con darle lo que quiere.

En la entrada «malcriar», el diccionario pone «echar a perder o dañar el carácter o la actitud mediante el exceso de consentimiento o elogios exagerados». También podemos malcriar si damos a los niños demasiadas cosas, gastamos demasiado dinero en ellos o les decimos sistemáticamente que «sí». Y también si les transmitimos la impresión de que el mundo y las personas que les rodean atenderán todos sus antojos.

La actual generación de padres, ¿es más susceptible de malcriar a los hijos que las generaciones anteriores? Puede ser. Es una circunstancia frecuente cuando los padres procuran que los niños no se enfrenten a ninguna dificultad: los sobreprotegen contra las decepciones y las contrariedades. Ocurre que suelen confundir la indulgencia, por una parte, con el amor y la conexión, por la otra. Si los propios padres fueron educados por progenitores que no eran emocionalmente sensibles ni afectuosos, a menudo experimentan un deseo bienintencionado de hacer las cosas de forma distinta. El problema se plantea cuando consienten a sus hijos dándoles demasiadas cosas y protegiéndoles contra los problemas y la tristeza, en vez de ofrecer con generosidad lo que necesitan de veras y lo que realmente importa —amor, conexión, atención y tiempo—, mientras los pequeños se esfuerzan y afrontan las frustraciones que la vida inevitablemente comporta.

Nuestra preocupación por malcriar a los niños al darles demasiadas cosas tiene una explicación. Si los niños consiguen en todo momento lo que quieren, pierden oportunidades de crear resiliencia y aprender lecciones de vida importantes: sobre demora de la gratificación, sobre el esfuerzo para lograr algo, sobre afrontar las decepciones. Tener una sensación de derecho a las cosas, en contraposición a la postura de gratitud, puede afectar a las relaciones futuras, cuando este modo de pensar «con derecho a» choque con otros.

También queremos dar a los niños el regalo de aprender a superar experiencias difíciles. No estamos haciendo ningún favor a nuestro hijo si descubrimos sus deberes escolares inacabados en la mesa de la cocina y los terminamos nosotros antes de correr a la escuela a evitarle las consecuencias lógicas de una tarea entregada con retraso. O cuando llamamos a otro padre para pedirle una invitación a una fiesta de cumpleaños de la que el niño se ha enterado, pero a la que no ha sido invitado. Estas reacciones crean en los niños la expectativa de que disfrutarán de una existencia indolora y, debido a ello, tal vez sean incapaces de desenvolverse bien cuando la vida no resulte ser tal como habían previsto.

Otro resultado problemático de malcriar es que da prioridad a la gratificación inmediata —para el hijo y los padres— en lugar de ofrecer lo mejor para el niño. A veces mimamos demasiado o decidimos no establecer límites porque es lo más fácil en el momento. Decir «sí» a este segundo o tercer regalo del día acaso sea más fácil a corto plazo porque evita una rabieta. Pero ¿y mañana, qué? ¿También esperarán regalos? No olvidemos que el cerebro establece asociaciones a partir de todas las experiencias. En última instancia, malcriar hace la vida más difícil a los padres porque les obliga a enfrentarse continuamente a las exigencias o los berrinches que se producen cuando los niños no consiguen lo que han acabado dando por supuesto: que siempre se saldrán con la suya.

Los niños consentidos suelen crecer desdichados porque las personas del mundo real no responden a sus caprichos. Les cuesta mucho valorar las alegrías más pequeñas y el triunfo de crear su propio mundo, básicamente porque los demás lo han hecho siempre por ellos. La confianza y la competencia verdaderas no surgen de conseguir lo que queremos, sino de logros reales y de conseguir dominar una destreza por nuestra cuenta. Además, si un niño no se ha habituado a gestionar las emociones que conlleva el hecho de no salirse con la suya y luego a amoldar su actitud y consolarse a sí mismo, va a ser muy difícil hacerlo más adelante, cuando los desengaños sean mayores. (A propósito, en el capítulo 6 examinaremos algunas estrategias para reducir los efectos del consentimiento si hemos adquirido este hábito tan inútil.)

Lo que estamos diciendo es que los padres hacen bien en preocuparse por si sus hijos están siendo malcriados. El consentimiento excesivo no tiene utilidad alguna para los niños, los padres ni las relaciones. Pero malcriar no tiene nada que ver con conectar con el niño cuando está alterado o tomando malas decisiones. Recordemos que no malcriamos a un niño por el hecho de proporcionarle un exceso de conexión emocional, atención, afecto físico o amor. Cuando los hijos nos necesitan, hemos de estar a su lado.

En otras palabras, la conexión no tiene nada que ver con el hecho de malcriar a los niños, mimarlos o impedir su independencia. Cuando pedimos conexión, no nos referimos a lo que ha acabado conociéndose como «padres helicóptero», algo que se da cuando los padres rondan sobre la vida de sus hijos para protegerlos contra todo conflicto y apuro. La conexión no tiene que ver con evitar a los niños todo contacto con la adversidad. La conexión tiene que ver con superar los momentos difíciles con los hijos y estar a su lado cuando sufran emocionalmente, lo mismo que si se hubieran lastimado la rodilla y padecieran dolor físico. Si hacemos esto, estaremos realmente creando independencia, pues cuando los niños se sienten seguros y conectados, y cuando por medio de la disciplina basada en un enfoque de Cerebro Pleno les hemos ayudado a adquirir destrezas emocionales y relacionales, ellos se notan cada vez más preparados para enfrentarse a cualquier cosa que les depare la vida.

PUEDES CONECTAR A LA VEZ QUE

ESTABLECES LÍMITES

Pues sí, mientras imponemos disciplina a los niños, queremos conectar emocionalmente con ellos y asegurarnos de que saben que estamos a su lado cuando lo pasan mal. No obstante, esto no significa ni mucho menos que debamos consentirles cualquier capricho. De hecho, si el niño estuviera llorando y pataleando en la tienda de juguetes porque no quisiera marcharse y tú le permitieses seguir chillando y tirándolo todo, sería una muestra no solo de indulgencia sino también de irresponsabilidad.

Si eliminas límites de la vida del niño, no estás haciéndole ningún favor. No es positivo para él (ni para ti ni las otras personas de la tienda) dejar que su estallido emocional carezca de restricciones. Cuando hablamos de conectar con un niño al que le cuesta controlarse no nos referimos a que debas permitirle comportarse como le parezca. A un niño que arroja una figura de Bart Simpson contra un frágil despertador Hello Kitty no le dirás simplemente: «Hijo, parece que estás disgustado.» Una respuesta más adecuada será decir algo como: «Veo que estás alterado y te resulta difícil quedarte quieto. Te ayudaré.» Quizá tengas que cogerlo en brazos con tacto o guiarlo hacia el exterior mientras sigues conectando —valiéndote de la empatía y el contacto físico, recordando que él te necesita— hasta que se haya calmado. Una vez que tenga más control sobre sí mismo y se halle en un estado de ánimo receptivo al aprendizaje, puedes discutir con él lo que le ha pasado.

Veamos la diferencia entre ambas respuestas. Una («parece que estás disgustado») permite a los impulsos del niño mantener cautivo a todo el mundo —con lo que él no es consciente de cuáles son los límites— y no le aporta la experiencia de frenar cuando sus deseos se han desbocado. La otra le procura aprendizaje práctico de los límites sobre lo que puede hacer y lo que no. Los niños necesitan sentir que nos preocupa lo que les está pasando, pero también que les impongamos reglas y restricciones que les permitan saber qué conducta es aceptable en un entorno determinado.

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Cuando los hijos de Dan eran pequeños, los llevó a un parque del barrio donde vio a un niño de cuatro o cinco años muy mandón y brusco con los otros niños que había a su alrededor, algunos muy pequeños. La madre del chico había decidido no intervenir, al parecer porque «prefería no resolver los problemas por él». Al final, otra mamá le hizo saber que su hijo se mostraba muy rudo y no dejaba a los demás niños usar el tobogán. Entonces la madre lo reprendió con dureza desde el otro lado: «¡Brian! ¡Deja a estos niños bajar por el tobogán o nos vamos a casa!» En respuesta, él la llamó estúpida y se puso a tirar arena. «Muy bien, nos vamos», replicó ella, y empezó a recoger las cosas, pero el pequeño se negaba a irse. La madre continuó con sus amenazas, aunque sin pasar a la acción. Cuando Dan se fue con sus hijos diez minutos después, la mamá y su chaval seguían allí.

Aquí se plantea la cuestión sobre a qué nos referimos cuando hablamos de conectar. En este caso, el problema no era que el chico estuviera agitado y chillara. Le costaba mucho regular sus impulsos y manejar la situación, si bien esto se expresaba más como conducta obstinada y antagónica. Con todo, era precisa la conexión antes de que la madre intentara redirigirlo. Cuando un niño no está abrumado por las emociones sino que simplemente toma decisiones negativas, conectar quizás equivalga a reconocer cómo está sintiéndose en ese momento. Ella habría podido acercarse y decir: «Parece que te divierte decidir quién baja por el tobogán. Cuéntame qué estáis haciendo aquí tú y tus amigos.»

Una sencilla declaración así, dicha en un tono que transmita interés y curiosidad en vez de dictamen y enojo, establece una conexión emocional entre los dos. A continuación, la madre habría podido proseguir de manera más creíble con su redirección, que expresaría el mismo sentimiento de antes pero con un tono muy distinto. Dependiendo de su personalidad y del temperamento del hijo, la madre podría decir algo como: «Bueno, otra mamá acaba de decirme que algunos niños quieren usar el tobogán y no les gusta que tú no les dejes hacerlo. El tobogán es para todos los niños del parque. ¿Se te ocurre alguna idea para poder compartirlo todos?»

En un buen momento, el niño quizá contestaría esto: «¡Sí! Yo bajo, doy la vuelta y ellos pueden bajar mientras yo vuelvo a subir.» En un momento menos generoso, tal vez se negaría; entonces la madre quizá tendría que decir esto: «Si es demasiado difícil utilizar el tobogán compartiéndolo con tus amigos, hemos de hacer algo diferente, como ir a jugar a otro sitio.»

Con esta clase de declaraciones, la madre estará sintonizando con el estado emocional del niño mientras sigue imponiendo límites que le enseñan la necesidad de ser considerado con los demás. Si hiciera falta, incluso podría darle una segunda oportunidad. Pero si entonces se niega a obedecer y se pone a lanzar más insultos y más arena, ella debe seguir adelante con la redirección prometida: «Veo que estás realmente enfadado y decepcionado por lo de irnos del parque. Pero ahora mismo no podemos quedarnos porque te cuesta mucho tomar buenas decisiones. ¿Quieres andar hacia el coche? ¿O quieres que te lleve yo? Tú decides.» Luego la madre ha de hacer esto realidad.

De modo que sí, siempre queremos conectar con nuestros hijos de forma emocional.

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Sin embargo, además de conectar hemos de ayudar a los niños a tomar buenas decisiones y a respetar las normas mientras nos comunicamos con claridad y mantenemos los límites. Es lo que necesitan los niños, e incluso lo que quieren en última instancia. Porque cuando sus estados emocionales los toman —a ellos y a todos los demás— como rehenes, no se sienten bien. Eso los deja en la orilla del caos del río, donde se notan descontrolados. Podemos ayudarles a retornar su cerebro a un estado de integración y devolverlos a la corriente del río enseñándoles las reglas que les ayuden a comprender el funcionamiento del mundo y las relaciones. Aportar estructura parental a su vida emocional brinda a los niños una sensación de seguridad y la libertad de sentir.

Queremos que nuestros hijos aprendan que las relaciones prosperan con respeto, estímulos, calidez, consideración, cooperación y compromiso. Así pues, queremos interaccionar con ellos desde una óptica que haga hincapié en ambas conexiones y en el establecimiento de límites. En otras palabras, si prestamos sistemáticamente atención a su mundo interno mientras a la vez asentamos criterios de conducta, estas son las lecciones que aprenderán. De la estructura y la sensibilidad parental surgen la resiliencia, los recursos y la capacidad relacional de un niño.

Así pues, a la larga, los niños necesitan que fijemos límites y comuniquemos nuestras expectativas. Pero aquí la clave es que la disciplina debe comenzar con la educación de los hijos y la sintonización con su mundo interior, lo que les permitirá saber que sus padres les ven, les oyen y les quieren, incluso cuando estén haciendo algo malo. Si los niños se sienten vistos, protegidos y aliviados, se notan seguros y prosperan. Así es como podemos evaluar la mente de los hijos mientras les ayudamos a moldear y estructurar la conducta. Podemos ayudar a orientar un cambio de comportamiento, enseñar una habilidad nueva o explicar una manera interesante de abordar un problema, todo ello mientras evaluamos la estructura mental que subyace a la conducta. Es así como imponemos disciplina e impartimos enseñanzas mientras alimentamos en nuestro hijo un sentido de sí mismo y de conexión con nosotros. Partiendo de estas ideas y con estas destrezas sociales y emocionales, el pequeño podrá interactuar con el mundo que le rodea, pues en su cerebro se habrán establecido las conexiones para esperar ser amados sin condiciones y que sus necesidades sean satisfechas.

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Así pues, la próxima vez que uno de tus hijos pierda el control o haga algo que produzca tu enfado, recuerda que en momentos de emoción intensa, para el niño la necesidad de conexión es máxima. En efecto, tendrás que abordar la conducta, redirigir y enseñar las lecciones. Pero primero habrás de reformular estos sentimientos fuertes y reconocerlos como lo que son: una invitación a la conexión. Cuando tu hijo tiene un berrinche, es cuando más te necesita. Conectar es compartir la experiencia de tu hijo, estar a su lado, acompañarlo en este momento difícil. Con ello le ayudas a integrar su cerebro y le ofreces la regulación emocional a la que es incapaz de acceder por su cuenta. Después puede regresar a la corriente del río del bienestar. Le habrás ayudado a pasar de la reactividad a la receptividad, a construir el cerebro y a intensificar y fortalecer el vínculo que os une.