07
Los piratas del Macintosh
Steve Jobs y Jef Raskin no se llevaban lo que se dice bien. Raskin tenía a veces la impresión de que Jobs, iluminado, incontrolable y demencial, estaba bajo los efectos de un mal viaje de LSD. Por suerte para él, estaba a salvo en su refugio de Stevens Creek donde, con la ayuda de tres ingenieros seleccionados por él, seguía trabajando en un ordenador que facilitara la relación entre la máquina y el usuario. «Quería que fuese fácil de usar, que combinara textos y gráficos, y que su precio rondase los mil dólares», explica.
Y, aunque pudiera parecer utópico, la realidad estaba de su parte. Inventos revolucionarios como el Walkman de Sony también habían nacido de una idea y se habían desarrollado gracias a la tecnología. «Steve Jobs insistía en que era una insensatez, que no se vendería nunca y que Apple jamás querría hacer algo así. Incluso trató de cancelar el proyecto». El proyecto Macintosh estuvo a punto de anularse varias veces e incluso, en el otoño de 1980, Raskin tuvo que pelear para que la empresa lo mantuviera. En octubre de ese año, su equipo fue trasladado a un pequeño edificio del bulevar Stevens Creek.
El bonachón de Raskin había creado un ambiente magnífico de campus universitario en miniatura donde la investigación pura y dura se mezclaba con un espíritu de júbilo y camaradería. Las guitarras y los instrumentos de percusión convivían con los ordenadores para que, en cualquier momento, los ingenieros pudiesen dejar los teclados y lanzarse a interpretar Honky Tonk Women de los Stones. Y para liberar el estrés creativo, nada como una guerra de espuma con improvisadas barricadas de cartón y trincheras entre las mesas de oficina.
La decoración incluía aviones y coches teledirigidos. Todo marchaba a pedir de boca y Raskin sólo quería que le dejasen en paz porque el Macintosh, al que consideraba como su propio hijo, acabaría sorprendiendo a más de uno.
Por eso, tal vez lo peor que le podía pasarles era tener que aguantar a Jobs. Y eso era exactamente lo que terminó sucediendo cuando, recién apartado del proyecto Lisa, éste se pasó a echar un vistazo a los ingenieros del Macintosh. Con sumo gusto, Raskin le habría mandado a freír espárragos, pero seguía siendo un alto ejecutivo. ¿Por qué tenía a molestarles en su pequeño exilio? Había algo en Jobs que le sacaba de quicio.
En diciembre de 1980, Burrell Smith, un ingeniero que vestía y se peinaba a la moda, concibió una placa base para el Macintosh basándose en el procesador 68.000 de Motorola. Jobs se quedó gratamente sorprendido por la audacia de Burrell y decidió que, después de todo, el Macintosh no estaba tan mal. ¿Serían capaces de trasladar a aquella máquina las ideas que había desarrollado a raíz de su visita al PARC? Muy a pesar de Raskin, Jobs se volcó en el Macintosh y, sin hacerse esperar, reorientó la investigación hacia un ordenador equipado con una interfaz gráfica como la Alto de Xerox.
Entusiasmado por el hallazgo de una nueva plataforma desde la que asaltar el poder de la compañía, Jobs volvió a mostrarse insoportable. Recorrió los despachos de Apple para reclutar a la flor y nata del equipo del primer Apple II (incluyendo, por supuesto, a Steve Wozniak) y el equipo de Macintosh creció poco a poco hasta alcanzar la veintena de miembros. Dan Kottke y Bill Atkinson también estaban a bordo.
Abrumado por la velocidad de los acontecimientos, Jef Raskin no dejaba de acumular quejas ante el usurpador. Él había iniciado el proyecto Macintosh y consideraba que tenía todo el derecho a opinar, pero Jobs, exasperado por su actitud, le comunicó que la dirección había cambiado y que los puestos habían sido redefinidos. «Jobs se hizo con el poder».
Se presentó y me dijo, sin más: Asumo el control del desarrollo del Macintosh. En adelante te ocuparás del sistema operativo y de los manuales, recuerda Raskin.
Mike Scott y Markkula se dejaron seducir por el componente innovador del proyecto y garantizaron su apoyo. El excelente estado de los balances permitía la financiación de ambiciosos proyectos de investigación. Además, el Macintosh mantendría alejado a Jobs mientras durase su desarrollo. Raskin, desalojado en contra de su voluntad, sentía que habían usurpado su proyecto.
A principios de 1981 el equipo del Macintosh se trasladó a unas oficinas más amplias, situadas junto a una gasolinera Texaco, en las que Jobs no tenía despacho. Sin embargo solía presentarse por las tardes para tomar el pulso a los progresos. Mientras tanto Bill Atkinson visitaba regularmente el cuartel general aunque trabajaba en solitario desde su casa en el diseño del interfaz Quickdraw que, con el tiempo, se haría famoso.
Como de costumbre, Jobs tenía todo tipo de ideas fantásticas, sobre todo centradas en reemplazar el uso del teclado por comandos con el ratón. Entre sus preocupaciones también estaba el nombre con el que bautizaría al prototipo aunque, a fuerza de repetirlo, la denominación en clave del proyecto acabó siendo impuesta por los miembros del equipo.
Un incidente inesperado retrasó el desarrollo general del plan. El 7 de febrero de 1981, Steve Wozniak pilotaba su avión privado, un Beechcraft Bonanza, con destino a San Diego donde pensaba encargar un anillo de pedida para su novia. Nada más despegar, en el aeropuerto de Scotts Valley (California), el avión se estrelló contra el suelo. Durante más de un mes, Wozniak padeció amnesia y, aunque conservaba los recuerdos anteriores al accidente, no era capaz de acordarse de lo que estaba haciendo en aquel momento.
Para el cofundador de Apple el accidente había sido una señal de que necesitaba tomarse un respiro y decidió terminar el último curso de la carrera que había empezado en Berkeley, además de utilizar la fortuna que había ido acumulando gracias al éxito de la empresa en organizar grandes conciertos de rock. En total, Wozniak permaneció fuera de Apple dos años.
Con Wozniak al margen de la empresa, Jobs se sentía como verdadero patrón del proyecto Macintosh, solo y sin la barrera de protección de su cómplice. Por fin era libre para actuar a su antojo, así que se entregó en cuerpo y alma a la realización de una máquina que aspiraba a cambiar la existencia de millones de personas. Para ello estaba dispuesto a cualquier cosa, por lo que dio rienda suelta a su carácter, exigente y testarudo, y se propuso obtener lo imposible de quienes trabajaban bajo sus órdenes tiránicas.
En febrero de 1981 se presentó en Cupertino un visitante francés llamado Jean-Louis Gassée, que recientemente había sido nombrado director de Apple Francia y que pasaba por ser un excelente estratega y prudente observador, amén de ser el responsable de una de las filiales más rentables de Apple. Gassée se había presentado con el traje de rayas y chaleco que solía llevar en su anterior trabajo en la petrolera Exxon. El ejecutivo francés se quedó atónito en su primer encuentro con el mítico Steve Jobs: «En la sala del consejo de administración vi a un tipo en sandalias sentado sobre una mesa baja limpiándose las uñas de los pies. Pensé que había aterrizado en territorio de los iluminados». Como muchos otros, aquella primera impresión fue borrada por la magnética personalidad de aquel francotirador cuyo encanto se apoderaba de quien lo conocía.
Las cosas no iban todo lo bien que se esperaba y el miércoles 25 de febrero de 1981 fue un día aciago para Apple. Las pésimas ventas del Apple III empujaron a Mike Scott a tomar la decisión de despedir a cuarenta empleados, incluida la mitad del equipo de Apple, con el pretexto de que eran prescindibles. Scott recibió en su despacho a cada uno de los trabajadores elegidos desde primera hora de la mañana y les anunció personalmente la noticia. A todos les explicaba que la empresa había crecido demasiado deprisa, que se habían hecho algunas contrataciones inadecuadas, y que la división del Apple III estaba demasiado segura de sí misma así que era conveniente extraer a los elementos nocivos. A medida que pasaban las horas, los supervivientes se mordían las uñas, con el temor de que cualquiera podía ser el siguiente.
El consejero delegado de Apple, cerveza en mano y desconocedor de que él mismo sería despedido por haber tomado la decisión sin el visto bueno del consejo de administración, se jactaba aquella misma tarde de un extraño cambio de opinión: «Siempre había dicho que me iría de Apple cuando la dirección dejara de gustarme pero cuando ya no sea divertido, despediré a la gente que sea necesaria para que vuelva a serlo». Debía de ser el único capaz de encontrarle el lado cómico a un episodio que en ciertas esferas fue descrito como propio de un régimen estalinista y que causó una conmoción evidente en los pasillos de Apple. Incluso varios empleados se acercaron tímidamente a Mike Scott para decirle que había gestionado mal la situación y Steve Jobs le comunicó abiertamente su desaprobación. Durante muchos días, el miércoles negro (todavía algunos aún se refieren así a tan fatídica fecha) se apoderaba de las conversaciones y sus efectos se palpaban en el ambiente. Tras la fractura que la salida a Bolsa había provocado en algunos empleados, los recientes acontecimientos parecían marcar un nuevo giro en el rumbo de Apple.
Poco después, uno de los ingenieros más brillantes del Apple II, Andy Hertzfeld, comentó con un directivo de Apple que estaba pensando marcharse de la empresa. Al día siguiente por la mañana, encontró en su mesa un mensaje de la secretaria de Scott para que fuera a ver enseguida al jefe. Mike Scott le explicó que quería que siguiera en la empresa y le preguntó qué podía hacer para motivarle. Hertzfeld no lo dudó, quería trabajar en el proyecto Macintosh.
Dicho y hecho, Scott movió los hilos para que Steve Jobs le recibiese. La bienvenida fue un poco más fría de lo esperado. Jobs le lanzó una provocadora pregunta: ¿eres lo suficientemente bueno como para trabajar en el equipo Mac? Hertzfeld le enseñó los diseños que había realizado y le dijo que quería unirse a ellos. Por la tarde, Jobs irrumpió por sorpresa en su despacho: «¡Buenas noticias! Formas parte del equipo de creación del Macintosh». «¡Genial! Pero antes tengo que terminar un proyecto para el Apple. Necesito uno o dos días», contestó Hertzfeld. Jobs, horrorizado, le preguntó: «¿Hay algo más importante que el Macintosh? Deja de perder el tiempo, el Apple III estará muerto en unos años; el Mac es el futuro. Empiezas ahora mismo».
Acto seguido desenchufó el ordenador de Hertzfeld, haciéndole perder todo el trabajo de aquel día, apiló los componentes y salió del despacho con el Apple II en volandas. «Sígueme; voy a llevarte a tu nueva oficina». Hertzfeld corría detrás de él hacia el aparcamiento profiriendo insultos. Sus quejas no sirvieron de nada porque su ordenador aterrizó en el maletero del Mercedes de Jobs y, al cabo de varios minutos, ya estaban en el edificio anexo a la gasolinera Texaco donde, al día siguiente, un compañero le comunicó que el lanzamiento del Macintosh estaba previsto en enero de 1982, once meses después. Hertzfeld estaba perplejo por lo irrealizable del calendario. Budd Tribble, su interlocutor, le puso en antecedentes:
—Steve insiste en que entreguemos el Mac a principios de 1982 y se niega a escuchar cualquier opinión contraria. ¿Has visto alguna vez Star Trek? Pues bien, Steve tiene un campo de distorsión de la realidad.
—¿Un qué?
—Un campo de distorsión de la realidad. En su presencia, la realidad se vuelve maleable. Es capaz de convencer a cualquiera de cualquier cosa. La situación se atenúa cuando no está pero, de todos modos, resulta difícil tener previsiones realistas. Pero hay más cosas que debes saber de Steve.
—¿Cómo qué?
—El hecho de que te diga que algo es genial o espantoso no significa necesariamente que vaya a pensar lo mismo al día siguiente. Hay que filtrar sus comentarios. Si le das una idea nueva, lo primero que te dirá es que le parece estúpida pero una semana más tarde vendrá a verte para proponértela como si fuera suya.
Hertzfeld no tardaría mucho en darse cuenta de que lo que Tribble le contaba era la descripción de la realidad. Poco después asistió fortuitamente a una conversación entre Jobs y James Ferris que le impresionó. Ferris era un director creativo que se había incorporado para ayudar a Jobs a crear la carcasa del Mac. Jef Raskin había imaginado un ordenador horizontal, similar a una máquina de coser que se abriera por delante para revelar el teclado. Jobs buscaba diferenciarse y como aquella disposición ya había sido utilizada por un fabricante, Adam Osborne, insistía en que «el Macintosh debía ser diferente a todo lo demás», así que intentaba convencer a Ferris:
—Se trata de elaborar una imagen clásica que nunca se quede anticuada. Piensa en el Volkswagen Beetle.
—No me parece que sea el mejor modelo. Las líneas tienen que ser voluptuosas como si fuera un Ferrari —respondió Ferris.
—No, un Ferrari tampoco. ¡Será un Porsche!
Una semana después, Jobs y Ferris decidieron romper con los convencionalismos y optaron por una estructura vertical. Jerry Manock, creador de la carcasa del Apple II, sería el encargado de concebir la del Mac con la ayuda del diseñador Terry Oyama. Como era de esperar, su primer modelo fue criticado duramente por Jobs aunque, aun así, concedió que «había que empezar por algo».
Durante una reunión, en junio de 1981, Burrell Smith presentó la placa base del Macintosh y Steve le comentó sus críticas, aunque sólo en el plano estético.
—Esta parte es preciosa pero los chips de memoria son un espanto. Están demasiado juntos.
—¿Y qué más da? —quiso saber un nuevo miembro del equipo—. ¿A quién le importa el aspecto de la placa base? Lo importante es su funcionamiento. Nadie va a verla.
Steve Jobs refutó el argumento con vehemencia:
—La voy a ver yo y lo que quiero es que sea lo más bonita posible, aunque esté dentro de la carcasa. Nunca oirás a un buen carpintero decir que utiliza madera mala en el fondo de un armario con el pretexto de que nadie la va a ver.
Smith insistía en hacer valer su opinión mientras los demás miembros del equipo intercambiaban miradas cómplices, sabedores de que se estaba enfrascando en una batalla perdida.
En marzo de 1981, Jobs fue invitado a participar en las conferencias de Ben Rosen, el inversor estrella de Silicon Valley, y dejándose llevar por la retórica no pudo evitar desgranar algunas pistas de hacia dónde se dirigía Apple con el impulso que les daría el Macintosh. Uno de los asistentes, programador y director de su propia y emergente empresa, un tal Bill Gates, se quedó electrizado por el discurso de Jobs y a la salida de la conferencia se enfrascaron en una conversación apasionada. De la misma edad que su interlocutor, Gates acababa de firmar un importante contrato para suministrar el sistema operativo que llevaría instalado el PC de IBM.
Sospechando que la revolución que Jobs anunciaba veladamente estaba más cerca de lo que otros podían sospechar, se acercó para tratar de tirarle de la lengua. Insistió en conocer más detalles e incluso le propuso que Microsoft se hiciese cargo del diseño de algunos de los programas para el misterioso ordenador que se perfilaba en el horizonte. El zorro había metido el hocico en el corral.
En la primavera de 1981, Bruce Horn estaba a punto de graduarse por la Universidad de Stanford cuando recibió una llamada de Jobs, que se había fijado en él en Xerox PARC, donde había trabajado a tiempo parcial.
—Bruce, soy Steve. ¿Qué piensas de nuestra compañía?
—Está bien pero ya he aceptado un trabajo en VTI Technologies.
—¿Qué? Olvídalo. Ven mañana a Apple a las nueve. Tenemos muchas cosas que enseñarte.
El día siguiente, Horn se reunió con el equipo del Mac empezando por Jobs, que no ahorraba adjetivos a la hora de describir el proyecto. Según él, Apple no sólo estaba preparando un ordenador nuevo sino que se trataba de un objeto histórico que revolucionaría el acceso al conocimiento. Durante dos días, los ingenieros le hicieron todo tipo de demostraciones del potencial del ordenador en el que estaban trabajando y, poco a poco, Horn se dejó llevar seducido por lo que estaba viendo. El lunes siguiente llamó a VTI para avisarles de que se incorporaba a Apple. Estaba convencido: el Mac cambiaría el mundo. También ante la insistencia de Jobs, Chris Espinoza, que había participado en los comienzos de Apple cuando aún no había cumplido quince años y que había regresado a sus estudios, dejó la universidad para unirse al equipo del Mac.
Para tener el campo libre para el proyecto Macintosh, Steve participó en la salida de Mike Scott. La reestructuración directiva llevó a Mike Markkula al puesto de consejero delegado y Jobs fue nombrado presidente del consejo. «Mike Scott despidió a mucha gente sin seguir el cauce adecuado», recuerda Wozniak, «y eso le costó el puesto. Además se había deshecho de gente muy buena». Scott abandonó Apple oficialmente el 10 de julio de 1981 tras redactar una carta de dimisión en la que dejaba constancia de su desencanto.
A principios del verano, Jobs, Raskin y Hertzfeld recibieron a Bill Gates y a otros tres ingenieros de Microsoft. Jobs hizo los honores y los cuatro invitados fueron deslumbrados con una demostración del interfaz gráfico que corría en un prototipo del Macintosh. Gates ametrallaba a Hertzfeld a preguntas para conocer los pormenores de aquella máquina milagrosa y su gran curiosidad alarmó a Steve Jobs que, en varias ocasiones, le dijo a Hertzfeld que no comentase los detalles. La investigación seguía en curso y no era conveniente filtrar la información más sensible.
Bill Gates, gracias a su excelente visión de futuro, era consciente del potencial del que estaban hablando. Era el ordenador del mañana y tenían que estar allí, incluso invirtiendo en el proyecto. Al fin y al cabo, se decía, el Macintosh necesitaba programas. Durante la cena que siguió a la presentación, las dos partes acordaron que Microsoft realizaría tres programas para el Mac, concretamente el procesador de textos Word, la hoja de cálculo Multiplan y el programa de gráficos Chart. Dado que Jobs tenía pensado lanzar el Macintosh en octubre de 1982, les impuso unos plazos muy ajustados. Sin embargo, Bill Gates no podía dejar de pensar en otra idea. Desarrollaría su propia interfaz para el PC de IBM, inspirada en la del Mac. Nada más regresar a Microsoft, se puso en contacto con Xerox para comprar una licencia de las herramientas gráficas desarrolladas en el PARC. El sistema operativo Windows acababa de nacer.
Con motivo del lanzamiento oficial del PC de IBM, en agosto de 1981, Jobs se permitió el lujo de dar la bienvenida en público al temible contrincante con un anuncio a página completa en el Wall Street Journal del 12 de agosto. «Bienvenida, IBM. En serio. Bienvenida al mercado más apasionante e importante desde que comenzó la revolución informática hace 35 años. Y enhorabuena por vuestro primer ordenador personal. Poner el poder de un ordenador al alcance de las personas permite mejorar la manera en que trabajan, piensan, aprenden a comunicarse y ocupan su tiempo libre. Hoy en día, los conocimientos de informática se están haciendo casi tan necesarios como saber leer y escribir. Cuando inventamos el primer ordenador personal, calculábamos que, en todo el mundo, más de 140 millones de personas podrían comprar uno si comprendían sus ventajas. Sólo el próximo año, calculamos que un millón largo habrá adquirido esos conocimientos y, durante la próxima década, el ordenador personal seguirá creciendo de manera exponencial. Esperamos una competencia responsable en el tremendo esfuerzo de distribuir esta tecnología americana al mundo y apreciamos la amplitud de vuestro compromiso. Nosotros aumentamos el capital social desarrollando la productividad individual. Bienvenidos a esta aventura. Apple».
La táctica de Jobs era inteligente porque recalcaba que Apple había sido la primera en lanzar un ordenador personal y, al dar la bienvenida a IBM, dejaba claro su señorío, dando a entender que la empresa de California no temía al número uno de la informática. En aquella época, la compañía de Jobs y Wozniak había vendido 300.000 Apple II, un tercio del parque total de ordenadores personales.
Sin embargo, el relanzamiento del Apple III mejorado, en noviembre de 1981, pasó sin pena ni gloria y las cosas empezaban a ponerse difíciles. Por su parte, el PC de IBM conocía unos inicios más que honorables para la época al agotar las primeras 50.000 unidades entre septiembre y diciembre (frente a las 135.000 de Apple en todo el año). El número uno de la informática surgía como duro competidor desde el primer momento.
Pero Jobs no estaba nervioso. Sus esperanzas para contrarrestar la temida llegada de IBM estaban depositadas en el Macintosh. Era la libertad, la diversión y la estética frente a un PC de IBM triste y aburrido. Además, al desmontar el PC, los ingenieros de Apple, entre ellos Hertzfeld, descubrieron que la máquina estaba ridículamente mal concebida. Los miembros del equipo de Macintosh (a los que Jobs llama los piratas) eran conscientes de que estaban en otro nivel, y se empecinaron en crear un producto de una envergadura completamente diferente guiados por un espíritu perfeccionista hasta niveles ridículos.
En cuestiones sentimentales, Jobs mantenía una relación con la cantante de folk Joan Baez, diecisiete años mayor que él (por aquel entonces tenía 23) y todo un símbolo que había sido la musa de Bob Dylan, a quien Steve Jobs idolatraba sobre todas las cosas. Sin embargo no duró mucho. Su siguiente pareja sería una atractiva mujer con un carácter de armas tomar llamada Christina Redse, de quien se decía que tenía un gran parecido con la actriz Darryl Hannah, con la que mantuvo una relación durante varios años.
Un día de diciembre, Bruce Horn se quejó a Andy Hertzfeld de que el desarrollo del Mac estaba basado en un prototipo de ordenador, el Lisa, que él aún no había visto. «Tal vez debería irme a una empresa de verdad, donde suministren las herramientas adecuadas a sus desarrolladores», amenazó enfurecido. A Hertzfeld no le gustó el comentario y se fue a buscar a Jobs para sugerirle que tal vez debían deshacerse de Horn. Para su sorpresa, Jobs le respondió: «¡No! ¡Dale un ordenador!».
Al día siguiente, Bruce Horn recibió un mensaje de Steve indicándole que se dirigiera a un despacho concreto de un edificio de Apple para que se llevara el ordenador que encontraría allí. La oficina en cuestión era la de John Couch, jefe del proyecto Lisa, así que a pesar de la seguridad de disponer de un mensaje firmado por Jobs, se llevó el equipo con cierta inquietud. «A día de hoy, sigo sin saber a ciencia cierta si Steve lo había acordado con John Couch o si éste último tuvo la sorpresa de encontrarse con un escritorio vacío», admite.
A principios de 1982, los locales de Texaco se habían vuelto a quedar pequeños y Jobs decidió reubicar al equipo de Macintosh a un espacio en el campus de Apple con el tamaño suficiente para acomodar a unas cincuenta personas. En aquella época, la principal preocupación de Jobs era encontrar al ejecutivo adecuado para preparar y liderar el lanzamiento del Mac. Don Estridge, el directivo de IBM que había impulsado el proyecto del PC de IBM hasta su comercialización, fue el elegido. Para tentarle, le prometió un salario anual de más de un millón de dólares pero Estridge declinó la suculenta oferta.
Como segunda opción, Jobs había echado el ojo a un as del márketing de 38 años llamado John Sculley, cuyos éxitos le habían dejado anonadado. Sculley había sido capaz de mejorar la popularidad de Pepsi Cola entre la gente joven consiguiendo ganar cuota de mercado frente a Coca Cola, su competidor y dominador histórico del sector. Jobs veía en él a un genio en su ámbito y pensaba que su perfil era ideal para una empresa como Apple.
La popularidad del fundador de Apple era tal que, cuando John Sculley contó a su hija que Jobs iba a venir a visitarle, ésta se puso a gritar: «¡Steve Jobs! ¡Vas a ver a Steve Jobs!» como si fuera Mick Jagger. «Como tantos otros, me sentía subyugado por aquel niño precoz, cautivador y legendario». Desde el primer momento, en aquella entrevista en 1982, se quedó atónito ante la audacia del fundador de Apple. Jobs, por su parte, apreciaba la apertura de espíritu del presidente de PepsiCo.
«Desde que le conozco, a Steve siempre le han apasionado los productos bonitos. Cuando vino a verme se quedó fascinado porque tenía bisagras y cerraduras diseñadas especialmente para las puertas (estudié diseño industrial). Ésa era nuestra pasión común, no la informática», asegura Sculley. «Yo no sabía nada de informática o al menos nada más que cualquier otra persona en aquella época en la que vivíamos el comienzo de la revolución del ordenador personal. Sin embargo, compartíamos una misma fe en las virtudes de la belleza del diseño. Steve pensaba que había que concebir el diseño partiendo de la experiencia del usuario; siempre veía las cosas desde ese punto de vista. Al contrario que muchas personas que trabajaban en márketing y que se habrían lanzado a hacer estudios de mercado para preguntar a la gente qué es lo que querían, Steve prefería adelantarse: "¿Cómo voy a preguntar a alguien cómo debería ser un ordenador basado en un interfaz gráfico si nadie tiene la menor idea de lo que es ni lo ha visto jamás?"».
Nada más poner los pies en Cupertino, Sculley quedó desconcertado por el estilo de Apple (algo que admitiría años después en sus memorias). «Mike Markkula me recibió con la camisa remangada y pantalón informal. Yo era el único en toda la planta que llevaba traje y me sentía incómodo. La mayoría de la gente de Apple vestía más informal que el personal de mantenimiento de Pepsi. El presidente de la compañía, tenía una pequeña sala con una mesa redonda en el centro en lugar de tener un despacho al uso. El lugar estaba limpio y ordenado y detrás de él se situaban varios ordenadores Apple que mostraban las cotizaciones bursátiles».
Sin embargo, su sorpresa sería aún mayor al descubrir la oficina de Jobs, situada al otro extremo de la planta. Fuera, varias personas esperaban en fila a que les llegara el turno mientras el teléfono no dejaba de sonar. Jobs iba en vaqueros y llevaba una camisa de cuadros remangada. «Lo curioso era que Steve no tenía ordenador en su despacho sino piezas electrónicas y carcasas dispersadas. Reinaba una sensación de batiburrillo y desorden. En las paredes había pósters y fotos pegadas con celo». Jobs acababa de regresar de Japón y tenía en el despacho los elementos de un producto nuevo que había comprado en su viaje. «Cada vez que Steve veía algo nuevo, quería saber más. Lo desmontaba y trataba de entender su funcionamiento».
Manock y Oyama habían propuesto seis prototipos de carcasa para el Mac a Jobs antes de obtener su aprobación y, en febrero de 1982, el diseño ya estaba terminado. Para celebrarlo, organizaron una fiesta con mucha bebida y Jobs soltó la extravagante idea de que, como buenos artistas, los ingenieros del Mac debían firmar su creación. Todos los miembros del equipo firmarían en el interior de la carcasa de plástico. Para ello, durante los cuarenta minutos que duró la celebración se hizo circular una hoja de papel por la mesa que firmaron todos. El último en hacerlo fue el propio Steve Jobs.
Durante aquellos tres meses, Jobs seguía recibiendo a Bill Gates en su oficina de California para que le mantuviese al tanto de los progresos en los programas que le habían encargado. La relación comenzó a deteriorarse porque Microsoft no avanzaba con la rapidez necesaria para cumplir los plazos. Jobs regañaba a su interlocutor y le exigía que trabajase con más intensidad en el Mac y abandonase su colaboración con IBM, una multinacional que comparaba con el demonio. Gates, por su lado, enumeraba con gusto la lista de fallos de desarrollo a los que los ingenieros de Microsoft tenían que hacer frente y se burlaba de Jobs: «Steve, si no corriges todos esos problemas, no vas a vender un solo Mac». Saltaban chispas entre los dos superdotados y, en privado, Gates admitía su desesperación ante la personalidad de Jobs: «me desesperaban frases como que Mac conquistaría el mundo».
El ambiente en Apple era algo de lo que sus trabajadores se sentían orgullosos e intentaban preservar. Por ejemplo, un día de marzo de 1982, Steve Jobs, Andy Hertzfeld y Burrell Smith entrevistaron a un candidato potencial que les había recomendado una persona de Apple. El hombre, trajeado y con corbata, les pareció pomposo e irritado. Como casi no respondía a las preguntas, Jobs comenzó a exasperarse y pasó a la ofensiva con preguntas como «¿A qué edad perdiste la virginidad? […] ¿Cómo dices? ¿Sigues siendo virgen?». Hertzfeld y Smith soltaron una carcajada mientras el candidato, confundido, no sabía qué responder. «¿Cuántas veces has tomado LSD?», siguió inquiriendo Jobs. Hertzfeld decidió salir al rescate del infortunado aspirante y le planteó una pregunta técnica. Éste se rehizo e hiló una respuesta larga y tendida que impacientó a Steve que masculló: «Glu, glu, glu». De nuevo, Hertzfeld y Smith se pusieron a reír, acompañados por Jobs, y el hombre se levantó de repente, explicando que no era la persona adecuada para el puesto de trabajo, a lo que Jobs respondió, secamente, con un «fin de la entrevista».
A los piratas del Macintosh les costaba plantarse ante los caprichos de Jobs. Una de sus ideas más extrañas tenía que ver con los conectores de extensión del Macintosh. Wozniak era un defensor acérrimo de aquellos conectores que, presentes en los PC, permitían al usuario aumentar las capacidades del ordenador. De hecho, el Apple II estaba equipado con siete conectores que admitían tarjetas de ampliación.
Jef Raskin, al iniciar el proyecto Macintosh, había decidido limitarlos porque entendía que complicaban demasiado el diseño de la placa base. Curiosamente, ésa era una de las pocas cosas en las que coincidía con Jobs y éste tomó una decisión que, después, parecería totalmente infundada: el ordenador estaría desprovisto de emplazamientos de extensión y, para evitar cualquier tentación, el Mac se alojaría en una carcasa precintada que impidiera su apertura por el usuario.
Burrell Smith, responsable de la concepción del material, trató de oponerse a la idea, alegando que los componentes electrónicos evolucionaban muy deprisa y que el Mac podría quedarse obsoleto al poco tiempo de salir al mercado. Era necesario prever la posibilidad de ampliar sus capacidades y, para eso, sugirió incluir al menos un emplazamiento de extensión. Sin embargo, se encontró con un rechazo categórico.
Preocupado, Burrell decidió manejar la polémica con tacto y, junto a su colega Brian Howard, ideó una conexión a la que sutilmente denominaron puerto de diagnóstico y cuya función era, supuestamente, la de servir para el control de posibles errores de fabricación. El subterfugio le duró varias semanas hasta el día en que Rod Holt, que estaba ayudando a Jobs a crear el Mac, se dio cuenta de que cada vez que se mencionaba la expresión puerto de diagnóstico se perfilaban unas sonrisas disimuladas y dio barreno a la extensión.
Jef Raskin, por su parte, seguía soportando un varapalo detrás de otro. Jobs, que un año antes le había desplazado de la dirección del proyecto Mac relegándole a la dirección del desarrollo del sistema operativo y los manuales, le anunció en mayo de 1982 que también se encargaría del sistema opertivo. «Puedes quedarte con los manuales», añadió. «¡No, quédate tú también con los manuales!», replicó Raskin, fuera de sí, y sobre la marcha, presentó su dimisión. Su decisión sentó mal a Mike Markkula quien, enseguida, se propuso hacer que recapacitase. «No te puedes ir de Apple. Danos un mes y te haremos una oferta que no podrás rechazar». Raskin esperó un mes pero renunció a la propuesta de los directivos de Apple. Su rencor hacia Jobs seguiría vivo con el transcurso de los años. «Me hizo gracia leer un artículo de Newsweek donde Jobs decía: "Todavía tengo varias ideas creativas buenas"», declaró Raskin en 1986. «Jobs nunca ha creado nada, ni un solo producto. Woz creó el Apple II; Ken Rothmuller y otros crearon el Lisa; mi equipo y yo creamos el Macintosh. ¿Qué ha creado Jobs? Nada».
En la creación del Macintosh, Jobs cometió otro error de peso. En agosto de 1982, Burrell Smith sugirió que el Mac dispusiera de una memoria de 256 Kb ampliables a 512 Kb para que fuera compatible con los programas más ambiciosos pero, de nuevo, Jobs impuso su veto. El Mac se despacharía con 128 Kb sin posibilidad de ampliación de la memoria. Esa vez, sin embargo, Burrell consiguió salirse con la suya porque, sin decirle nada a Steve, realizó una placa base susceptible de alojar 512 Kb a su debido tiempo.
La vida social de Jobs seguía en alza y aquel año adquirió un apartamento en el edificio San Remo de Nueva York, donde se codeaba con vecinos de la talla de Demi Moore, Steven Spielberg, el actor Steve Martin, la princesa Yasmin Aga Khan o la hija de Rita Hayworth. El prestigioso arquitecto I.M. Pei se encargó de la renovación de las dos plantas superiores de la torre norte, aunque al final nunca llegaría a mudarse a dicho apartamento.
En Cupertino, el equipo responsable del Macintosh vivía semanas infernales de noventa horas. En noviembre de 1982, Jobs izó en los locales una bandera negra con una calavera y dos huesos cruzados para definir el territorio del clan Mac, al que seguía refiriéndose como los piratas. Pese a tanto sacrificio, el equipo encargado de realizar el Lisa se adelantó al del Mac y John Couch, director del proyecto Lisa, recibió los 5000 dólares que se había apostado con Jobs a que ellos serían los primeros en presentar un producto acabado.
Apple cerró el año 1982 con un volumen de negocios de 583 millones de dólares y una capitalización de 1700 millones. Los siete millones de acciones de Steve Jobs le aportaron una fortuna valorada en 210 millones de dólares. A finales de año, la revista Time barajaba la idea de nombrar a Steve Jobs hombre del año y envió a un reportero a California para entrevistar al creativo californiano. Poco después, la redacción cambió de idea y decidió apuntar más alto. Quien de verdad se merecía el título era el propio ordenador. El artículo interno ensalzaba los modelos de Commodore, Sinclair, Osborne I, TRS-80 y el Apple II.
Aun así, Jobs protagonizó un reportaje adulador, titulado «La versión actualizada del libro de Jobs» (en un juego de palabras con el libro de la Biblia), que definía como sigue al niño terrible de la informática: «Tiene 27 años. Vive en Los Gatos (California) y trabaja a veinte minutos de su casa, en Cupertino, una ciudad de 34.000 habitantes a la que ha transformado tanto que algunos habitantes de San Francisco, 45 kilómetros más al norte, la han empezado a llamar Computertino. Jobs no vive como una súper estrella. Su casa de Los Gatos difícilmente podría aparecer en una revista de interiorismo. Las camisas recién lavadas se extienden sobre el suelo de una habitación desamueblada, del frigorífico cuelga una carta de amor, en el dormitorio principal hay una cómoda, un colchón, un Apple II y varias fotos enmarcadas (de Einstein, de su amigo el gobernador Jerry Brown y de un gurú). Jobs ha sido vegetariano durante mucho tiempo pero lo dejó porque “hay que encontrar un equilibrio entre una vida más sana y la necesidad de relacionarse con los demás”. Viste con ropa informal pero a la moda». Algunas líneas después, el reportero, Jay Cocks, reproducía un curioso comentario de Jobs sobre la alimentación. «La cantidad de energía que utiliza el cuerpo para digerir los alimentos supera con frecuencia a la que obtiene de ellos». Cocks también anunciaba que Jobs se había propuesto donar 10.000 ordenadores Apple a los colegios de California para obtener una cuantiosa reducción fiscal y entrar con fuerza en el mercado juvenil.
En el artículo también intervenían algunas personas que habían conocido a Jobs y que perfilaban un retrato no siempre halagador. Jef Raskin, recién expulsado del proyecto Macintosh, no desaprovechó la ocasión de criticarle y soltó una ocurrencia que decía mucho del absolutismo del líder de Apple: «Habría sido un excelente rey de Francia».
El Lisa se presentó ante la prensa en enero de 1983 y suscitó la admiración de los periodistas especializados. Jobs volvió a tirar de lirismo en sus comentarios sobre la revolución conseguida y, a pesar de que la estrella era el modelo que se presentaba, no pudo evitar mencionar el otro proyecto de Apple, el Macintosh, al que anunció como un ordenador análogo que se vendería cinco veces más barato, dando al traste con el interés del público hacia el Lisa.
Cuando un reportero le preguntó si el Macintosh respondía a alguna expectativa del público corroborada mediante estudios de mercado, Jobs le contestó, mordaz: «¿Acaso crees que Graham Bell hizo estudios de mercado cuando inventó el teléfono?».
Mientras, las conversaciones entre Steve Jobs y John Sculley se eternizaban desde hacía meses y se habían estancado. El punto culminante llegó el 20 de marzo de 1983, durante una reunión en Nueva York. «Entonces, ¿por fin te vienes a Apple?», preguntó Jobs. «Steve», le respondió Sculley, «me encanta lo que hacéis; es apasionante. ¿Cómo no iba a estar cautivado? Pero no tiene ningún sentido que vaya». Sculley le explicó que necesitaba un considerable empujón financiero por parte de Apple. Sus exigencias se resumían en un salario de un millón de dólares, otro millón de dólares en bonos por objetivos y otro millón más como indemnización por despido en el caso de que las cosas no se desarrollaran según lo previsto.
«¿Cómo has llegado a esas cifras?», quiso saber Jobs. «Son cifras redondas y me facilitan la relación con Kendall (cofundador de Pepsi)». «Aunque tenga que pagártelo de mi bolsillo, quiero que vengas. Tenemos que resolver esta situación porque eres la mejor persona que conozco. Sé que eres perfecto para Apple y Apple se merece lo mejor». «Steve, me encantaría ser tu asesor y ayudarte de varias maneras. No dudes en llamarme cuando estés Nueva York, es muy estimulante pasar tiempo contigo pero sinceramente no creo que pueda marcharme a Apple».
Después de una pausa, Steve lanzó una frase decisiva que atormentaría a Sculley durante días y que él encajó como un puñetazo en el estómago. «¿Qué prefieres, pasar el resto de tus días vendiendo agua azucarada o aprovechar tu oportunidad de cambiar el mundo?». Era una oferta para hacer historia y, un mes más tarde, se trasladó a Cupertino.
Los inicios de Sculley en Apple fueron tímidos ya que la informática no era su fuerte. Durante largos meses se movió a la sombra de Jobs, intentando comprender los entresijos de Apple. Su aprendizaje era complicado porque el socio fundador prefería concentrar su atención en la creación del Macintosh y apenas tenía tiempo para hablar de balances y demás futilidades.
En cierto modo, la llegada del ex presidente de PepsiCo a Apple representaba un choque de culturas. Sculley era el perfecto ejemplar del estilo Nueva Inglaterra, siempre trajeado y con corbata, formado en el capitalismo riguroso protestante y acostumbrado a evolucionar en un entorno amanerado y correcto. Pero ahora, de pronto, estaba rodeado de pasotas modernos en vaqueros y camiseta, y asistía a reuniones que con frecuencia terminaban en trifulcas. En su aterrizaje en la empresa, Sculley descubrió, desconcertado, el método de Jobs.
«Steve no dudaba en calificar el trabajo de los ingenieros de “puta mierda” y les echaba de su despacho, furioso. Ellos se hacían pequeños y reunían la energía suficiente para volver a su laboratorio y empezar de nuevo. Aunque la crítica estuviera justificada, su comportamiento me dejaba estupefacto».
—Déjalo —podía decir Steve—. Tienes que hacer así —y les soltaba una larga arenga—. ¿Por qué no haces las cosas como es debido? Esto no es lo bastante bueno. Tú sabes que lo puedes hacer mejor.
—Steve, eso no lo podemos hacer, es demasiado complejo —le respondía algún ingeniero de diseño.
—No es verdad. Si lo que ocurre es que no lo sabes hacer, busca a otra persona.
John Sculley no salía de su asombro ante el sacrificio que Jobs era capaz de obtener de sus tropas. «Pese a su extrema exigencia, Jobs aportaba una inspiración colosal a su equipo y les incitaba a conseguir algo grande. Les empujaba hasta sus límites y, al final, ellos mismos se quedaban sorprendidos de lo que habían conseguido. Poseía un sentido innato para extraer lo mejor de la gente».
El lanzamiento del Lisa supuso un duro revés para Apple. Pocos directivos estaban dispuestos a desembolsar los 10.000 dólares necesarios para adquirir el ordenador soñado. Encima, para empeorar más las cosas, era incompatible con el Apple II, el Apple III y el esperado Macintosh. Meses después, hileras enteras de Lisas sin vender eran abandonadas en un vertedero de Utah.
Debbie Coleman era la joven directora de la fábrica encargada de producir el Macintosh. Cuando Jobs visitaba las instalaciones lo hacía enfundado en unos guantes blancos con los que tocaba todas las superficies en busca de rastros de polvo. El más mínimo rastro de suciedad era capaz de enfurecerle. «Al principio había polvo por todos lados: en las máquinas, en lo alto de las escaleras, en el suelo… Le insistía a Debbie en que mandara limpiarlo todo y le explicaba que se tenía que poder comer en el suelo de la fábrica. Ella enloquecía. No entendía por qué nadie necesitaría tener que comer en el suelo», relataría Jobs después.
«La fábrica empezó a estar limpia pero seguía habiendo conflictos con Debbie en otros puntos. Un día llegué y había reorganizado algunas máquinas. Hasta entonces habían estado distribuidas un poco al tuntún, pero ahora estaban en línea recta, en un entorno visualmente ordenado, sin que yo le hubiese dicho nada. Había entendido de qué se trataba y no tuve que volver a hablarle del tema. A partir de ese momento, despegó como un cohete porque había comprendido el principio subyacente y la fábrica empezó a funcionar de maravilla».
Una de las primeras decisiones de Sculley fue bastante sensata. En aquella época, la empresa concentraba gran parte de sus esfuerzos de promoción en el Apple III, que había sido lanzado en mayo de 1980 y, a pesar de su caótico inicio y de que las ventas patinaran, se seguían haciendo inserciones de publicidad a página completa en revistas como Time. Apple trataba de comunicar el mensaje de que el Apple III era una máquina para profesionales mientras que el Apple II era básicamente lúdica. Aun así, el público no respondía y el nuevo producto ya presentaba unas pérdidas anuales de sesenta millones de dólares. Por alguna razón, los usuarios seguían prefiriendo el viejo Apple II, un ordenador para el que se podían encontrar más juegos y accesorios.
«Cabía preguntarse por qué Apple abandonó durante tanto tiempo el Apple II, un ordenador que continuaba produciendo beneficios», lamenta Wozniak. «Al parecer, había varios directivos que querían probar su propia genialidad e incluso habían pedido a los ingenieros que añadieran circuitos a la placa del Apple II para desactivar ciertas características. ¿De dónde venía aquella locura por el Apple III, cuyo fracaso había sido prácticamente instantáneo? En las primeras semanas después de haber sido puesto a la venta ya tenía demasiadas anomalías como para que fuera a parecer jamás una buena elección».
Sculley observó la situación desde la imparcialidad y, como buen gestor, decidió cerrar inmediatamente el grifo de las actividades del Apple III para rehabilitar al Apple II. Steve Wozniak acababa de regresar a Apple tras dos años de ausencia y enseguida fue destinado al equipo del Apple II con el objetivo de ultimar los nuevos modelos del ordenador, el IIc y IIe. Sin embargo, casi toda la atención permanecía fija en el Macintosh.
«Sculley y Jobs actuaban de forma muy similar. Sculley era el presidente y Jobs le proporcionaba continuamente datos sobre el mercado, los productos, las opciones, las tecnologías… De todas formas, se habían decantado claramente por el Macintosh», añade Woz.
Hacia mediados de 1983, la tensión entre Apple y Microsoft subió un grado cuando Jobs y Sculley descubrieron que esta última había anunciado un programa para PC, Windows, inspirado en la interfaz del Mac. Furioso, Jobs se echó a gritar. «¡Quiero ver a Bill Gates en mi despacho antes de que se ponga el sol!».
El fundador de Microsoft aterrizó en California para exponerse a los alaridos de Jobs, convencido como estaba de que Gates era un traidor y que Windows era un robo puro y duro de la tecnología de Apple. Jobs no dejaba de preguntarse si Apple podría seguir trabajando con quien había abusado de su confianza y había plagiado sus ideas.
Por lo general, los interlocutores de Jobs se dejaban intimidar pero Bill Gates no era un ingeniero de Apple ni un simple proveedor de la compañía. Con mucha calma, rechazó sus acusaciones y explicó que Microsoft se había limitado a actuar de la misma forma que Apple, inspirándose en los descubrimientos del Xerox PARC (y que se habían preocupado de patentar sus aplicaciones de dicha tecnología).
Contrariado, Jobs preparó la represalia. A falta de pocos meses para el lanzamiento del Mac, le explicó que habían decidido no incluir tantos programas preinstalados y que entre los damnificados por esa decisión estaban los programas de Microsoft. Sin embargo, Bill Gates descubriría poco después que Jobs le había engañado y que Apple había desarrollado versiones de dos de sus programas (MacPaint y MacWrite) y que se incluirían con la máquina. Pese a su enfado, no logró cambiar la decisión de Jobs.
Apple cerró el año 1983 con un volumen de negocios de más de 1000 millones de dólares, gracias sobre todo a la popularidad del Apple II, cuya imagen seguía intacta a los ojos de los consumidores y del que seguían distribuyéndose 100.000 unidades al mes. Sin embargo, IBM avanzaba rápidamente y, en cuestión de dos años, el gigante azul se había hecho con el número uno de la informática doméstica con una cuota de mercado del 30% desbancando a Apple que se había quedado como segunda opción con un 21%.
A Jobs no le importaba demasiado. Estaba convencido de que el lanzamiento del Macintosh haría que la dirección del viento cambiase y era cuestión de tiempo que desbancasen al mastodonte informático. Frente a un valor de 40.000 millones de dólares y los 350.000 empleados de IBM, Apple llegaba apenas a los 3000 millones y empleaba a 4645 personas. Aun así, Jobs no perdía la ocasión de señalar al gigante de los gigantes como la pieza a abatir.
Probablemente, el mejor ejemplo es su intervención pública en una conferencia de seguidores de Apple en otoño de 1983. Con arrogancia y malicia se dedicó a enumerar lo que, en su opinión, habían sido grandes oportunidades que IBM había desperdiciado. En 1958 no habían tenido la clarividencia de comprar Xerox. Diez años después, no vieron venir la aparición de los miniordenadores y DEC se anticipó. En 1977, Apple se les había vuelto adelantar al inventar —al menos eso era lo que él mantenía —el ordenador personal, mientras IBM seguía mirando hacia otro lado. Jobs no consideraba otros competidores; para él, el mercado se reducía a una lucha entre las dos empresas.
A continuación dio un giro dramático en su discurso y situó al público en el año que estaba a punto de comenzar: «Nos trasladamos a 1984. Parece que IBM quiere quedarse con todo», explicó Jobs. «Apple aparece como el único rival capaz de competir con IBM. Los distribuidores, que habían acogido a IBM con los brazos abiertos, empiezan a temer un predominio absoluto del mercado y se vuelcan cada vez más en Apple, la única fuerza que puede asegurarles su libertad futura. IBM insiste en quedarse con todo y apunta con sus cañones contra su último obstáculo: Apple».
«¿Dominará el Gran Azul toda la industria?», inquirió Jobs a una audiencia que grita que no. «¿Tenía razón George Orwell sobre 1984?» volvió a preguntar dando paso a la presentación de un histórico anuncio en el que comparaba a IBM con el Gran Hermano.