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El millonario más joven de EE.UU.

Aunque el Apple II aún no era un fenómeno social, ya estaba rodeado de un cierto aura. El público lo percibía como ordenador pequeño y eficaz pero simpático, y vinculaba a Apple con la imagen nostálgica de libertad que aún perduraba en EE.UU. Woodstock era historia pero el interés de aquella juventud apacible por los conciertos multitudinarios al aire libre había calado y grupos como Fleetwood Mac, que ofrecía un rock adaptado a los nuevos tiempos, triunfaba en las cadenas de radio de frecuencia modulada.

Descolocados por la ambición, las mentiras y la paranoia de Richard Nixon, que habían salido a la luz gracias al caso Watergate, los norteamericanos habían elegido a Jimmy Carter como presidente. Carter era un hombre brillante intelectualmente y abiertamente pacífico pero carecía de una autoridad real. En los cines triunfaba el fenómeno de La Guerra de las Galaxias, una fábula épica de ciencia ficción que servía como evasión inocente a la crueldad del mundo real. En ese caldo de cultivo, el Apple II se ajustaba con naturalidad al espíritu posthippy de la época.

Apple iba viento en popa y la plantilla no dejaba de crecer para hacer frente a su imparable expansión. Wozniak continuaba perfeccionando la implementación del lector disquetes con sucesivas mejoras y los distribuidores esperaban con febrilidad cualquier avance en la mejora del nuevo accesorio. Sin embargo, el éxito parecía abrumar a Jobs, que se sentía visiblemente superado por los acontecimientos, sobreexcitado y nervioso. En ocasiones incluso tenía que salir a relajarse dando paseos por el aparcamiento para evitar romper a llorar en las reuniones de trabajo. El Apple II tenía dos grandes competidores, el TRS-80 de Tandy RadioShack y el PET de Commodore, pero la inferioridad de sus prestaciones evitaba que fuesen una amenaza real. Sin embargo Jobs estaba realmente preocupado por una amenaza mayor, aunque más imprecisa y lejana. ¿Qué ocurriría si IBM se lanzaba a la fabricación de ordenadores personales? ¿Acaso no arrasaría con toda la competencia, como ya había hecho en el campo de los grandes ordenadores, donde su predominio era aplastante? ¿Estaba Apple en condiciones de sobrevivir a la intrusión del Gran Azul?

En estas, en mayo de 1978, mientras Jobs vivía al ritmo de la compañía, una realidad más terrenal le absorbió de repente. Pocas semanas después de haber empezado a salir con Barbara Jasinksi, directiva de McKenna, su ex-novia, Chris-Ann Brennan, le anunció que estaba embarazada. La noticia le dejó paralizado. Desconcertado e incapaz de afrontar aquella realidad que iba a trastocar su proyecto personal, optó por esconderse y negar la paternidad. «Nadie que hubiese visto a Steve Jobs con Ann en su casa de Cupertino podía negar que él fuese el padre», asegura Wozniak. «Creo, sencillamente, que no le gustaba la idea de ser padre y entrar en una situación en la que él no tuviese el control. En mi opinión, no toleraba la idea de que otra persona tuviese ese poder sobre él».

En contra de los deseos de Jobs, Chris-Ann Brennan se negó a deshacerse del bebé e insistía en tenerlo, costara lo que costara. Varios meses después, daba a luz a una niña llamada Lisa Nicole. Jobs se mantenía en sus trece y seguía mostrándose reacio a pagar la mínima pensión a su ex pareja, así que Chris-Ann Brennan decidió vivir de la ayuda social. Finalmente, el condado de California obligó a Jobs a someterse a una prueba de paternidad que reveló que tenía más del 94% de posibilidades de ser el padre de Lisa Nicole. Aun así, Jobs seguía empecinado en no reconocer que Lisa pudiera ser su hija biológica y, para poner fin a las desavenencias, Brennan se ofreció a olvidarse del tema a cambio de 20.000 dólares. Habría que esperar a que Apple entrara en Bolsa en 1980 para que Jobs aceptara pagar una pensión alimenticia. En 1986, cuando la niña ya había cumplido los siete años, Jobs reconoció la paternidad.

Uno de los secretos del éxito del Apple II era la inclusión de VisiCalc, un programa desarrollado en 1978 por Dan Bricklin, un joven estudiante de Económicas en Harvard. VisiCalc era la primera hoja de cálculo que facilitaba las simulaciones financieras y el precursor del exitoso y célebre Excel que aparecería ocho años después. Bricklin lo había diseñado para resolver un problema concreto y personal.

Convencido de que la profesión de programador estaba en vías de desaparición, ya que los programas serían cada vez más fáciles de diseñar, decidió aprovechar su estancia en Harvard para sumergirse en el mundo de los negocios y estudiar administración de empresas en una facultad distinguida por sus múltiples ejercicios en que los alumnos simulaban la gestión de una sociedad. Durante los trabajos prácticos, se dio cuenta de que perdía un tiempo considerable en hacer los cálculos de datos financieros así que, para simplificar la tarea, diseñaba pequeños programas en el ordenador PDP-10 de la universidad para cada uno de los ejercicios. Era una tarea fastidiosa porque para cada problema debía escribir un programa nuevo. Harto de tener que adaptar cada programa que implementaba, se decidió a concebir un programa que facilitara los cálculos financieros. Su profesor de finanzas le aconsejó que hablase con un antiguo alumno de Harvard, Dan Fylstra, que acababa de crear su propia colección de programas informáticos. Fylstra trabajaba con un Apple II, así que Bricklin desarrolló en ese entorno su VisiCalc.

VisiCalc apareció en otoño de 1979 y sus efectos sobre las ventas del Apple II se dejaron sentir enseguida. El pistoletazo de salida lo había dado un inversor, Ben Rosen, en un artículo en el boletín que publicaba para sus colegas donde describía las ventajas que VisiCalc podía aportar a los gerentes para la toma de decisiones. Sus palabras tuvieron un efecto inmediato y varias grandes empresas encargaron decenas de ejemplares. De hecho, VisiCalc representó un 20% de las ventas del Apple II durante el año en el que únicamente estuvo disponible para dicha plataforma. Tanto el Commodore PET como el Tandy TRS-80 no tenían memoria suficiente y tuvieron que esperar al lanzamiento de nuevas versiones doce meses más tarde para poder ser capaces de manejar la hoja de cálculo.

Los 70 habían puesto en duda dogmas que parecían inalterables. Las corrientes de libertad entraban en todos los sectores y nadie estaba a salvo de sus efectos. Las innovaciones más iconoclastas podían eclosionar en los laboratorios de empresas respetables. Xerox, el gigante de las fotocopias que se encontraba en una situación de supremacía en su sector, trabajaba con la idea de que en un futuro no muy lejano las oficinas trabajarían sin documentos en papel, ya que éstos aparecerían en las pantallas del ordenador.

Para prepararse para la llegada del nuevo modelo, Xerox estableció un centro de investigación en Palo Alto denominado PARC (Palo Alto Research Center) que no tenía nada que ver con los centros de informática al uso. Por él pasaron genios de la talla de Alan Kay, Lawrence Tessler, Douglas Engelbart o Charles Simyoni, cuyo denominador común parecía ser su carácter atolondrado, su total apertura de miras y su desenfrenada pasión por la informática. En el PARC se veneraba la diversión, el colorido y los diseños estilizados. Las pantallas tenían un aire festivo, como si de los discos duros borbotearan burbujas de champán, y se trabajaba en un ambiente que recordaba a Woodstock por la relajación en los códigos de indumentaria y peluquería, que propiciaba un géiser constante de ideas. El modelo a derribar era HAL, el monstruo demoníaco de la película de Stanley Kubrick 2001, una odisea en el espacio. El ordenador inhumano se había desacralizado y lo lúdico se había convertido en un requisito.

En 1972, los investigadores del PARC habían inventado un estándar de presentación informática: el interfaz gráfico basado en ventanas, iconos y dibujos. Todo ello se podía manipular mediante un pequeño objeto blanco denominado ratón, un periférico imaginado por un diablillo de pelambrera imponente llamado Doug Engelbart. En lugar de tener que teclear fastidiosos comandos, el usuario se limitaba a escoger una de las opciones del menú.

El PARC gozaba de la reputación como el centro mundial de la investigación informática pero, sin embargo, Xerox parecía descuidar la explotación comercial de los descubrimientos de sus laboratorios. El lanzamiento en 1977 del Alto, un ordenador con interfaz gráfico, pareció un tímido intento de sacar provecho a la investigación desarrollada. La Casa Blanca, el Senado, el Congreso y la Oficina Nacional de Estándares de EE.UU. fueron unos de los primeros (y pocos) clientes de una máquina de lujo que costaba el prohibitivo precio de 20.000 dólares.

A principios de 1979, Apple ya empleaba a casi 150 personas, entre los que se contaban varios ingenieros de alto nivel como Jef Raskin o Bill Atkinson. Raskin se había incorporado en enero de 1978 tras conocer a Jobs y Wozniak en la Feria de la Informática de la Costa Oeste. El profesor de Informática, Arte y Ciencias en la Universidad de San Diego, insistió en que la empresa también contratase a uno de sus alumnos, Bill Atkinson.

Raskin y Atkinson se empeñaron en que Steve Jobs visitara el PARC porque aseguraban que los ingenieros de Xerox habían desarrollado diferentes conceptos revolucionarios que podían servir de inspiración a Apple. Por fin, en septiembre de 1979, Jobs accedió a visitar el PARC acompañado de Atkinson para evitar otro encuentro.

Jobs tuvo que contener el aliento al descubrir documentos impresos con tecnología láser capaz de reproducir cualquier tipografía como si fuese una imprenta, o al conocer la red de alta velocidad en la que los investigadores compartían datos y documentos, aunque el momento cumbre se produjo cuando Larry Tessler, un jovial investigador de 34 años, le presentó una versión avanzada de la estación Alto. Jobs se quedó atónito. Jamás había visto nada igual. En la pantalla se mostraban imágenes en lugar de líneas de texto y el ratón permitía apuntar a los objetos dibujados y arrastrarlos a voluntad. Ni siquiera pudo contenerse: «“Pero ¿por qué no vendéis esto? ¡Es extraordinario! ¡Pulverizaríais a todo el mundo!” […] Fue uno de esos momentos apocalípticos. Diez minutos después de ver aquel interfaz gráfico supe que, algún día, todos los ordenadores del mundo funcionarían así. Fue evidente desde el principio. No hacía falta tener un intelecto excepcional porque era francamente intuitivo», confesaría Jobs. «Cuando vi la Alto en el PARC fue como si me hubieran quitado un velo de los ojos. Tenía un ratón y caracteres de imprenta de todos los tamaños en la pantalla. Enseguida me di cuenta de que aquello podría atraer a una cantidad de gente exponencialmente mayor que el Apple II. Me refiero a personas que no querían aprender a usar un ordenador sino utilizarlo directamente. Habían eliminado una capa entera de los conocimientos necesarios para poder aprovechar los recursos».

Jobs regresó de Palo Alto con la firme convicción de que acababa de entrever el ordenador del futuro y comprendió de manera intuitiva lo que los altos directivos de Xerox se negaban a reconocer: los laboratorios del PARC estaban llenos de tesoros escondidos. Ésa era la forma de concebir los ordenadores para el mercado de masas y, si Xerox no estaba dispuesta a hacerlo, Apple lo haría.

Los laboratorios de Cupertino trabajaban, entre otros proyectos, en un nuevo ordenador cuyo nombre de proyecto era, irónicamente, Lisa (Jobs lo había bautizado con el nombre de la hija cuya paternidad no había querido reconocer). La idea era venderlo a las grandes empresas y para conseguir una máquina competitiva Apple había reclutado a varios veteranos de la informática para formar un equipo que incluía a tránsfugas del Stanford Research Institute y de Hewlett-Packard, todos ellos con una media de edad muy superior al resto de Apple.

Ken Rothmuller, fichado de Hewlett-Packard, fue el primer responsable del proyecto Lisa. A los pocos meses fue reemplazado por otro tránsfuga de HP, John Couch. El pecado de Rothmuller había sido advertir a Jobs de que el plazo que se había fijado era imposible.

Jobs se había obsesionado con las prestaciones de la Alto y quería que la concepción del Lisa contemplase el uso del ratón y la incorporación de su interfaz gráfico de iconos y ventanas. Para convencer a su equipo y sobreponerse a las reticencias generadas, Jobs organizó otra visita al PARC, acompañado de Couch y sus acólitos. La demostración de la Alto convenció inmediatamente a aquellos ingenieros venidos de universos más clásicos de que la ambición de Jobs era plausible. Se pusieron manos a la obra para que el Lisa se equiparase técnicamente a la estación Alto de Xerox.

Únicamente faltaba convencer al gigante de las fotocopias para que autorizara el uso de los descubrimientos del PARC y, para eso, Jobs tuvo la brillante idea de ofrecer a Xerox una parte de su empresa en pleno crecimiento. El mensaje a los directivos de Xerox era claro: su empresa disponía de una tecnología fabulosa que Apple estaba en condiciones de acercar al gran público. Así se redactó un acuerdo según el cual Xerox obtendría un enorme paquete de acciones de Apple a cambio del uso de su tecnología.

Siete meses después de su primera visita al PARC, Jobs contrató a Lawrence Tessler, que se uniría a la quincena de ingenieros de Xerox reincorporados a Apple. Mientras, Bill Atkinson se encargaba de desarrollar el interfaz gráfico del ordenador.

Hasta medio centenar de empleados de la joven Apple trabajaban en la elaboración del Lisa. A falta de dirigir las operaciones, Jobs se inmiscuía en las reuniones y tenía por costumbre trastocar los planes del ordenador presentando una idea tras otra sobre el modo en que debían concebir el nuevo aparato.

Además de la función de asesor que se había autoadjudicado en el proyecto Lisa, Jobs supervisaba la finalización del Apple III, el presunto heredero del éxito de ventas de la casa y cuyo lanzamiento estaba previsto para julio de 1980. Dan Kottke participaba en el desarrollo del nuevo equipo, con la misión de fabricar los prototipos. «A las órdenes de Rod Holt y desarrollando el Apple III, aprendí ingeniería», recuerda Kottke. «El único fallo de Rod, que se definía como socialista, era que pensaba que había que malpagar a la gente y que, quien no estuviese a gusto, era mejor que se fuera. Yo, sin embargo, quería aprender electrónica y tenía que esforzarme para recuperar el retraso».

Pese a haber animado a Jobs a descubrir los tesoros del PARC, Jef Raskin no participó en el proyecto Lisa sino que albergaba la idea, desde hacía meses, de crear un ordenador todo-enuno. Su proyecto fue aprobado en septiembre de 1979 y uno de sus primeros ayudantes fue Burrel Smith, un ingeniero auto-didacta que hasta entonces se había ocupado de reparar el Apple II. Raskin tenía pensado llamar a su ordenador con el nombre de sus manzanas favoritas, Macintosh.

Mientras tanto, Jobs mantenía su esperanza de cambiar el mundo y ponía en marcha un proyecto social que le entusiasmaba: introducir el Apple II en los colegios de EE.UU. El mundo educativo ya disfrutaba de descuentos e incluso donaciones de ordenadores pero «llevábamos tiempo observando que la burocracia de las escuelas ralentizaba el proceso de compra de los ordenadores. Nos dimos cuenta de que una generación entera de chavales pasaría por el colegio sin haber visto un ordenador por primera vez y nos dijimos que los niños no podían esperar. Inicialmente nos planteamos regalar un ordenador a cada colegio de EE.UU. pero aquél era un objetivo demasiado ambicioso para un país con 10.000 institutos y 90.000 colegios de educación primaria. Al investigar sobre la legislación, descubrimos que había una ley que primaba fiscalmente la donación de equipos científicos u ordenadores a las universidades con fines educativos o de investigación. No ganábamos dinero pero tampoco perdíamos mucho, alrededor del 10%».

Apple presentó su oferta para regalar un ordenador a cada universidad de EE.UU., consciente de que el montante de la operación ascendería a unos diez millones de dólares. Sin embargo, Jobs quería ir más lejos e hizo campaña con el congresista demócrata, Pete Stark, para que las deducciones se ampliasen para incluir a los colegios de primaria e institutos. Su elocuente lema era «los niños no pueden esperar».

Jobs se trasladó a Washington y recorrió los pasillos del Congreso durante dos semanas intentando recabar apoyos para sacar adelante la reforma. «Es posible que me reuniera con dos tercios de la Cámara de Representantes y la mitad del Senado», aseguraría Jobs. Sin embargo, la oposición frontal de un diputado republicano, Bob Dole, consiguió que el proyecto fracasara. Jobs obtuvo el consuelo de que el Estado de California ratificó la propuesta con lo que 10.000 colegios se pudieron acoger al proyecto de Apple. «Nos dijeron que había poco que hacer. Aprobarían una ley según la cual, dado que Apple pertenecía a California y pagaba sus impuestos allí, obtendría una deducción en dicho Estado. También animamos a varios editores a regalar programas y corrimos con el gasto de formación de los profesores, supervisando la operación durante varios años. Fue estupendo. Una de mis mayores decepciones fue no haberlo podido conseguir a escala nacional ante la negativa de Bob Dole. Sin duda es una de las decisiones más increíbles que haya tomado jamás».

En agosto de 1980, Jobs insertó una página de publicidad en el Wall Street Journal en la que ensalzaba los méritos de los microordenadores con su marca personal al presentar un texto con tintes poéticos: «¿Qué es un ordenador personal?»

Voy a responder a esa pregunta con una analogía: la bicicleta y el cóndor. Hace algunos años leí un artículo, creo que en Scientific American, sobre la locomoción de las especies del planeta incluyendo al ser humano. El objetivo era determinar cuáles eran las especies más rápidas para desplazarse de un punto a otro con el mínimo gasto de energía. El cóndor salió vencedor. Las prestaciones del hombre no eran muy convincentes y se situaban muy por detrás del cóndor, al final del primer tercio de la lista. Hasta que a alguien se le ocurrió poner a prueba su eficacia en bicicleta y resultó que el hombre era el doble de rápido que el cóndor. Este ejemplo ilustra la eficacia del hombre como diseñador de herramientas como la bicicleta, gracias a la cual consiguió ampliar sus capacidades básicas. Por eso me gusta comparar a los ordenadores personales con las bicicletas.

Jobs demostraba unas cualidades innegables cuando dejaba volar su imaginación, pluma en mano, pero sus aptitudes para la gestión eran cada vez menos brillantes. El Apple III, cuyo lanzamiento se había previsto en un principio para julio sufría un retraso detrás de otro, debido en parte a los antojos de Jobs, que cambiaba de idea casi cada semana y obligaba a los ingenieros a hacer malabarismos con sus especificaciones.

Mike Scott, consejero delegado de Apple, estaba, con razón, cada vez más exasperado por las extravagancias del cofundador de Apple. La empresa de la manzana tenía la necesidad imperiosa de sacar el Apple III a tiempo porque aquel año, 1980, era el elegido para un acontecimiento que podía definir su futuro: la salida a Bolsa de la compañía, prevista a finales de año y gestionada por las firmas Morgan Stanley y Hambrecht Quist.

Markkula había atraído a varios inversores de capital riesgo como Arthur Rock (que ya había sido el soporte financiero de Intel en sus comienzos), Hank Smith (director de un fondo propiedad de la familia Rockefeller) o Don Valentine (del fondo Sequoia Venture Capital), con la promesa de que harían una fortuna pese a tener que arriesgarse junto a aquellos hippies a los que personalmente aborrecía. Y sus mejores oportunidades de capitalizar su inversión pasaban por la salida a Bolsa sin mayores sobresaltos.

El Apple III que se puso a la venta en octubre de 1980, dos meses antes de la salida de Apple al mercado de valores, resultó ser una decepción. Los primeros clientes no tardaron en quejarse. Jobs se había empeñado en que el Apple III prescindiera de ventilador para que funcionase en perfecto silencio pero, en la práctica, aquello resultaba en un recalentamiento que provocaba averías.

En aquella época, existía el convencimiento de que los ordenadores personales transmitían un volumen excesivo de radiaciones y, para evitar posibles problemas legales, se decidió insertar la placa base del Apple III en una carcasa de aluminio para eliminar cualquier riesgo de interferencia. Esta solución afectó al resto del diseño pues, dado el alto número de circuitos, la memoria no tenía espacio en la placa, así que los ingenieros decidieron colocarla aparte, en una tarjeta suplementaria. A falta de ventilador, la memoria cogía demasiada temperatura y hacía que el sistema de seguridad bloquease el equipo. Los técnicos tardaron semanas en ubicar el origen del problema y, aunque pudieron resolverlo, el mal ya estaba hecho. La prensa especializada criticó sin tapujos el nuevo ordenador y su imagen se tambaleaba justo cuando IBM estaba a punto de lanzar su primer PC.

Pese a todo, el 12 de diciembre de 1980, Apple orquestó con grandes fanfarrias su salida a Bolsa y las acciones, que abrían a 22 dólares, cerraron a 29 dólares. Apple pasaba a estar valorada en 1700 millones de dólares, lo nunca visto desde la entrada en el mercado de los títulos de Ford en 1956. Aquella la tarde, la fortuna de Jobs se cifraba en más de 165 millones de dólares mientras que la de Wozniak alcanzaba la nada desdeñable cifra de 77 millones. La euforia se adueñó de la empresa de Cupertino, un ejemplo para los analistas económicos. Casi sin quererlo, 40 empleados de Apple se habían hecho millonarios de la noche a la mañana.

Para celebrar el éxito de la oferta pública inicial de Apple, se organizó una fiesta en el domicilio de David Rockefeller, donde los ingenieros se codearon con la flor y nata de la banca y las finanzas. Al día siguiente, Rockefeller se quejaría de sus chiquilladas al encontrarse los baños de toda la casa empapelados con pegatinas de Apple.

Sin embargo, la salida a Bolsa también tuvo efectos negativos en Apple. Pronto empezaron a aflorar las tensiones entre quienes consideraban que no habían recibido su parte del pastel. Entre los damnificados se encontraba Daniel Kottke, cuyo puesto como técnico no le daba ninguna participación, mientras que su jefe, Rod Holt, que nunca desaprovechaba la ocasión para presentar sus credenciales políticas de izquierdas, había ganado sesenta millones de dólares en la operación. «A pesar de nuestra amistad, a Steve no parecía importarle que no me hubiese beneficiado de aquel agua de mayo», explica Kottke, «y eso me dolió mucho. Intenté hablar con él durante varios meses antes de la salida a Bolsa y le pregunté qué tenía que hacer para obtener acciones. En aquella época Apple no tenía un departamento de Recursos Humanos propiamente dicho. Rod Holt defendió mi causa ante Steve Jobs pero rechazó su petición. Era descorazonador para mí, que me entregaba en cuerpo y alma día tras día. Al final, dos meses antes de salir a Bolsa y después de haber amenazado con dimitir, obtuve unas pocas acciones de Apple».

Con una volumen de negocio superior a 300 millones de dólares en 1980, Apple se convirtió en la empresa con el crecimiento más rápido de la historia industrial americana, superior al 700% en tres años.

Jobs ya era el millonario más joven de América y aparecía en la portada de las grandes revistas retratado como el joven prodigio que había levantado Apple, beneficiándose de una notoriedad extraordinaria, sólo comparable a la de un Harrison Ford o Paul McCartney y con el consiguiente refuerzo para su ego.

Dentro de Apple, sin embargo, su posición no era tan firme. La empresa estaba inmersa en la sustitución de 14.000 Apple III por modelos en los que el fallo del sobrecalentamiento ya había sido corregido. Visto el fiasco, cada vez se hacía más patente que Jobs no estaba a la altura de las responsabilidades que exigía dirigir a un equipo de ingenieros. «Mucha gente de Apple tenía miedo de Jobs por sus rabietas inesperadas y su propensión a decir lo que pensaba, que solía ser negativo», reconoce uno de los ingenieros de la casa, Andy Hertzfeld.

John Couch, respaldado por otros ingenieros del proyecto Lisa, se dirigió al consejero delegado para urgirle a sacar a Jobs del equipo de Lisa si querían salvar el ordenador. «Estamos tratando de terminar el Lisa. ¿Sería posible alejar a Steve Jobs para que podamos avanzar con el proyecto?». El ingeniero encontró un oído atento en Mike Scott quien, visiblemente hastiado de Jobs, no puso ninguna objeción a apartar al agitador.

Furioso, Jobs recorría las oficinas de Apple dejando estallar su despecho (¿acaso no era él el cofundador de la empresa?) y, movido por un deseo de revancha, decía a quien quería escucharle que el consejo de administración podía irse a freír espárragos. Si habían decidido apartarle del Lisa, él iniciaría su propio proyecto de ordenador revolucionario.

Incómodo en los edificios de Apple, Jobs se refugió en una de las oficinas externas situada en el bulevar Stevens Creek, a varias manzanas del campus de Apple, en el mismo lugar en el que había estado el primer local de la empresa y donde había visto la luz el primer equipo de concepción del Lisa. En las mismas oficinas en las que Jef Raskin trabajaba en su Macintosh.