19
—¿Quieren un poco de café? —preguntó Frieda.
—No —respondió Charley.
—Les hará bien —insistió ella—. Les conviene tomar café.
—Está bien —asintió Charley, sentándose en el sofá. Todavía tenía puestos el abrigo, el sombrero y la bufanda. Rizzio y Hart se habían quitado los abrigos, y estaban sentados en los sillones, del otro lado de la habitación.
—Lo prepararé bien cargado, y lo beberán caliente —dijo Frieda—. Les hará mucho bien.
Entonces salió, encaminándose hacia la cocina. Los tres permanecieron sentados, y Charley empezó a desabrochar su abrigo. Liberó un botón, luego el siguiente, y entonces se olvidó del tercero. Empezó a tironear de la bufanda, se la quitó a medias, y finalmente la soltó y apretó las manos fuertemente contra los almohadones del sofá.
—Estoy tratando de entender cómo ocurrió —manifestó Rizzio—. Sencillamente no lo entiendo.
—Está bien, olvídalo —respondió Charley.
—¿Sabes lo que pienso? —comentó Rizzio, después de un breve silencio—. Creo que a esos perros les fallaba algo.
—¿Tienes necesidad de hablar de eso? —inquirió Charley suavemente—¿No puedes dejar el tema?
—Yo tenía perfectamente controlados a los perros —insistió Rizzio—. Y entonces, sin ningún motivo, se espantaron e iniciaron el lío. O quizás...
—¿O quizás qué?
—Quizás hubo un motivo —murmuró Rizzio. Charley se reclinó contra los- almohadones del sofá.
Cruzó los brazos y miró inquisitivamente a Rizzio.
—La fecha, Charley —dijo Rizzio—. Viernes trece. Entonces reinó el silencio.
—¿Qué opinas, Charley? —preguntó Rizzio finalmente—. ¿Crees que estoy en lo cierto?
—Lo estoy pensando —respondió Charley. Miró a Hart. Era la primera vez que lo miraba de frente desde que habían vuelto a la casa. Le habló muy suavemente—, ¿Tú qué opinas?
—Cuando dimos el golpe no era viernes —contestó Hart, encogiéndose de hombros—. Había pasado la medianoche, de modo que era sábado. Sábado catorce.
—Tiene razón —asintió Rizzio.
—No, se equivoca —afirmó Charley—. Todavía es viernes trece.
Siguió mirando a Hart. Rizzio frunció el ceño y se rascó la cabeza.
—Es viernes trece —prosiguió Charley—, y para ciertas personas éste es un día que no termina nunca. Lo llevan consigo permanentemente. Como los portadores de tifoidea. Estén donde estuvieren, y hagan lo que hicieren, traen mala suerte.
—¿Te refieres a mí? —murmuró Hart.
Charley hizo un gesto lento de asentimiento. Entonces, con igual lentitud, sacó el revólver del bolsillo de su abrigo.
—¿Qué significa esto? —preguntó Rizzio—. ¿Qué ocurre, Charley? ¿Qué estás haciendo?
—Se está volviendo supersticioso —explicó Hart.
—En parte es eso —dijo Charley; sin ninguna expresión en su voz—. La otra parte consiste en que tú no perteneces a la especialidad, y no puedes trabajar como trabajamos nosotros.
Hart se encogió de hombros. Estaba mirando la pared, detrás de la cabeza de Charley.
—No eres pun profesional —prosiguió Charley—. Lo descubrí cuando el viejo me atacó y tú me empujaste y arruinaste mi puntería.
Hart sonrió. Sabía que habría sido inútil discutir el tema.
—Supongo que eso fue decisivo — murmuró.
—Ya lo creo—. Con ese movimiento te delataste.
Y Hart pensó:”De modo que es así como ocurre siempre. No se necesita una Frieda para que nos denuncie. Tarde o temprano lo hacemos solos”-
—¿Puedo pedir un favor? — preguntó entonces.
—Naturalmente— respondió Charley—. Pídelo.
—Me gustaría ver a Myrna.
—¿A Myrna? —exclamó Charley, arqueando un poco las cejas—. ¿Por qué a Myrna?
Hart no contestó.
Charley lo miró durante algunos segundos, y entonces le ordenó a Rizzio.
—Sube y despierta a Myrna. Tráela aquí.
Rizzio se puso de pie y se encaminó hacia la escalera. Desde la cocina Frieda gritó:
—El café está preparado —y un poco más tarde lo repitió, y finalmente fue a averiguar por qué no contestaban. Vio el revólver y preguntó—: ¿Qué ocurre?
—Tiene que irse —explicó Charley.
—¿Cómo? —susurró ella—. ¿Cómo? —Tiene que irse. No nos sirve.
—¡Oh! -exclamó Frieda. Miró a Hart. Ella vio que él no la miraba. Sus ojos estaban clavados en la escalera. Hubo pisadas en el corredor de arriba, y entonces Rizzio bajó seguido por Myrna.
—Me pidió que le hiciese un favor —le informó Charley a Frieda—. Quiso ver a Myrna.
Frieda avanzó un paso hacia Hart.
—Maldito seas —espetó—. Maldito seas.
El no la oyó. Se levantó del sillón, y le sonrió a Myrna que descendía por la escalera. Tenía puesta una bata acolchada de raso blanco. Su cabellera se derramaba sobre sus hombros, en ondas negras que contrastaban con la tela blanca. Sus ojos estaban brillantes, completamente despiertos, y él comprendió que no había estado durmiendo. Por algún motivo supo que no había podido dormir porque pensaba en él.
Y por un largo rato olvidó a Charley, y a Frieda, y a Rizzio. El y la muchacha estuvieron solos, mirándose el uno al otro, diciéndose con los ojos cosas que no se podían decir con palabras. Estaban separados por algunos metros, pero él sintió su presencia en la profundidad de su ser. 'Era una sensación agradable.
—¿Quieres hablar con ella? —le preguntó Charley. —Estamos hablando —respondió él. Pero entonces él comprendió que la conversación había terminado porque Myrna había vuelto la cabeza y estaba mirando a Charley y el revólver.
Hart pensó que quizás podría mentirle, y que Charley lo ayudaría.
—No temas, no hay nada de qué preocuparse —dijo—. Charley me envía de viaje por un tiempo...
—Eso es —asintió Charley.
Pero era inútil. Esto no la engañaba. Ella siguió mirando el arma.
Y entonces se oyó una risa. Partió de Frieda. Era la risa fría de un pensamiento negativo, de un gozo negativo. Frieda la aspiraba y la expiraba, saboreándola.
—Hazlo ahora, mientras ella está aquí —le dijo a Charley—. Quiero que ella lo vea.
—No —respondió Charley—. Eso no tiene objeto.
—Al diablo con eso —exclamó Frieda—. Vamos, hazlo ahora.
—Cállate —ordenó Charley, Parecía cansado y amargado.
—Te digo que... —exclamó Frieda con un gesto de frenética impaciencia.
—No me dices nada —la interrumpió Charley—. Te pedí que te callases.
Hart no estaba escuchando esto. Estaba midiendo la distancia hasta la puerta del vestíbulo. La puerta estaba abierta a medias, y él calculó que estaba a menos de un metro y medio. Se dijo que estaba bastante cerca y que no tenía nada que perder. Sería mejor intentarlo. Miró a Myrna y sus ojos dijeron: "Si lo intento yo, tienes que intentarlo tú."
—Mátalo, Charley, mátalo —insistía Frieda—. ¿Qué estas esperando?
—¿No puedes cerrar el pico? —murmuró Charley lentamente,
Hart corrió hacia la puerta del vestíbulo. En el mismo instante Myrna se interpuso en la trayectoria de la bala disparada por el revólver de Charley. Hart no había llegado todavía a la puerta, y cuando la vio caer perdió todo interés en pasar más allá del vestíbulo.
Ella yacía boca abajo. Tenía un orificio en la sien, y un delgado hilo rojo brotaba del mismo y formaba un charco sobre la alfombra.
Durante algunos segundos ninguno de ellos hizo o dijo nada. Entonces Rizzio se acerco al cuerpo, se arrodillo junto a él y palpo la muñeca.
—Está muerta—anuncio.
Hart miró el cadáver. Pero entonces cerró los ojos y miró hacia adentro de sí mismo, y ella estaba allí.
—Álzalo y llévalo al sótano —le ordenó Charley a Rizzio.
Rizzio levantó el menudo cadáver y lo sacó de la habitación.
Charley estaba mirando las manchas de sangre de la alfombra.
—No quiero esto aquí —le dijo a Frieda—. Trae el fluido limpiador...
—Lo haré por la mañana —respondió Frieda.
—Lo harás ahora.
—¿Por qué no puedo hacerlo por la mañana? —protestó Frieda—. ¡Cristo!, estoy agotada.
—Yo también —contestó Charley, y entonces suspiró—.Creo que es más fuerte que yo.
El silencio duró unos minutos, y entonces Frieda señaló a Hart y preguntó:
—¿Y él? ¿Qué harás con él?
—¿Acaso tiene importancia? —murmuró Charley. El arma colgaba flojamente de su mano y no apuntaba a nada—. ¿Es que verdaderamente importa?
—¿Qué ocurre, Charley? —inquirió Frieda, frunciendo el ceño—. ¿Qué te está ocurriendo?
Charley no contestó. Tenía los hombros agobiados, y bajó la cabeza. El revólver cayó de su mano al piso.
—Charley... —murmuró Frieda, y se acercó al sofá y se sentó junto a él. Lo rodeó con los brazos y atrajo su cabeza hacia su pecho.
—Estoy tan cansado... —susurró Charley—. Me gustaría quedarme dormido en un tren que me llevase lejos... lejos...
—Pobre Charley.
—Sí, tienes razón. En esto termina todo. Pobre viejo Charley.
Frieda miró a Hart. Su voz estaba desprovista de vida. —Ponte el abrigo —le dijo—. Vete de aquí, y no vuelvas nunca.
—¡Oh!, deja que se quede —murmuró Charley—. ¿Qué importancia tiene?
—No —respondió ella—. No lo quiero aquí. El abrigo verde estaba doblado sobre el pasamanos de la escalera. Hart lo tomó, se lo puso, y salió de la casa.
Mientras descendía por la escalinata del frente hacia la vereda, recordó el dinero que había ganado en el partido de póker, diciéndose que tenía más de cuatrocientos dólares en el bolsillo del pantalón.
Y pensó que quizás eso le serviría para algo.
Pero por algún motivo esta no fue una idea importante, y después de algunos segundos dejó que se desvaneciese. Estaba caminando muy lentamente, y no sentía la mordedura del viento helado, no sentía nada. Y más tarde, al doblar en las esquinas, no se molestó en mirar los nombres de las calles. No sabía hacia dónde se dirigía, y tampoco le interesaba.