5
Entraron en la habitación del fondo. Paul estaba desnudo sobre el lecho y tenía los ojos entrecerrados, que no parecían formar parte de su cara.
—Agarre sus piernas —ordenó Charley.
Llevaron a Paul hasta abajo. Hart estaba temblando. Se estaba diciendo que esto se debía a que en la casa hacía frío. Bajaron a Paul por la escalera del sótano. Cuando llegaron al sótano depositaron el cuerpo sobre el piso, junto a la caldera. Charley le indicó a Hart que se quedase con Paul, y entonces subió y tardó cinco minutos en volver. Hart oyó los ruidos metálicos que llegaban desde arriba, como si Charley estuviese buscando algo. Entonces Charley apareció nuevamente en la escalera, con una sierra en una mano y un cuchillo largo en la otra.
—Trae unos diarios —dijo Charley.
La parte anterior del sótano estaba dividida en dos secciones: una para el carbón y la otra para los trastos viejos que no servían para nada. Allí había una pila de diarios. Hart levantó la mitad de la pila y la llevó hasta la caldera.
—Apártate —ordenó Charley—. Voy a cortarle la cabeza.
Hart retrocedió y se fue alejando mientras oía los chirridos, los crujidos, la resistencia, nuevos chirridos, la respiración agitada de Charley. Entonces el ruido del papel al ser doblado para envolver algo. Luego el de la caldera al abrirse. El chasquido del papel al caer en el fuego junto con lo que envolvía. Luego el ruido de la puerta de la caldera al cerrarse.
—Muy bien—dijo Charley—. Ahora te necesitaré.
Hart se volvió y se acerco nuevamente. La única lamparilla que colgaba de un largo cordón le daba al sótano una luz blanca que se hacía gris a medida que se acerraba a la caldera. Debajo de la luz gris, el cuerpo decapitado de Paul tenía un color gris púrpura. Hart se preguntó si podía seguir adelante con eso.
—Aprieta sus piernas con fuerza —indicó Charley—.
Apriétala con fuerza.
Hart tomó las; piernas y cerró los ojos. Los ruidos de la sierra y del cuchillo eran grandes puñados de una horrible materia viscosa que lo golpeaban y penetraban en él, y empezó a descomponerse, y trató de concentrar la mente en otra cosa, y recordó la pintura y empezó a pensar en los paisajes do Corot, y luego se apartó de Corot aunque sin abandonar ese período porque pensó en Courbet, pero al recordar que Courbet era un exponente del realismo trató de alejarse de él, sin poder olvidarlo, porque pensaba en la forma en que Gustave Courbet mostraba a Cato arrastrándose las propias entrañas y a La Presa, en la cual el venado era destrozado debajo del árbol por los mastines enardecidos, y trató de volver a Corot, de pasar de Corot a la serena escuela inglesa con ropas bordadas y posturas gráciles y con toda su delicadeza, pero Courbet volvía a arrastrarlo.
—Agárralo más arriba —dijo Charley.
—Dime, Charley —preguntó Hart con los ojos fuertemente cerrados—, ¿alguna vez hiciste esto antes?
—No —contestó Charley.
Hart abrió los ojos y vio la sangre y volvió a cerrarlos. Charley le indicaba lo que debía hacer, y él tenía que abrir los ojos para obedecer, pero era como si los tuviese cerrados, porque miraba por encima de lo que el otro estaba haciendo, y lo que oía estaba más allá de los ruidos del acero y de la carne y del papel. Ahora el trabajo marchaba más rápidamente, la puerta de la caldera se abría y se cerraba con un ritmo más veloz, y sin embargo el tiempo parecía rebotar por el sótano, transcurriendo tan rápidamente que se fundía, hasta que finalmente todo el tiempo quedó fundido y resultó imposible medirlo, así como no se podía medir el olor de la sangre.
En el piso no había nada más que sangre y diarios. Charley se encaminó hacia el fondo del sótano y volvió con una lata de limpiador casero. Arrancó la tapa del recipiente y volcó el líquido sobre la sangre. Luego se fue nuevamente y volvió con un balde con agua caliente y un estropajo, y puso manos a la obra. Hart llevó nuevamente al frente del sótano los diarios sin usar. Charley limpió las herramientas y cuando Hart volvió las estaba secando.
Se colocaron frente a la caldera y oyeron el crepitar de las llamas.
—Será mejor que nos quitemos esto —manifestó Charley.
Hart miró a Charley, sin saber a qué se refería, y entonces vio que estaba hablando de los pijamas. Y Hart miró el pijama de Charley, miró la sangre sobre el azul pálido, y entonces miró el pijama que él tenía puesto, y vio el fondo verde claro y los trazos de rojo oscuro brillante.
Charley abrió la puerta de la caldera, tiró adentro el pijama azul pálido, y entonces Hart se colocó frente a la puerta, y al lanzar adentro el pijama verde claro vio los paquetes envueltos en papel que ardían adentro con un centelleo de llamas púrpuras y blancas. Entonces olió una bocanada de humo y cerró la puerta rápidamente.
Subieron. Al salir del sótano recalentado, sus cuerpos desnudos se encontraron con el frío de la sala y con una escalera aun más fría, y subieron rápidamente. Entraron en el baño y, aunque no tenían las manos manchadas de sangre, se las lavaron igualmente.
Finalmente Hart volvió a acostarse en el catre, arregló las almohadas para ponerse cómodo, llenó su boca de humo, llenó todo su cuerpo de humo y dejó que se colase entre sus dientes. Se preguntó por qué no estaba descompuesto. Pensó que quizás estaba empezando a adquirir coraje. Se dijo que en realidad esto no tenía importancia, pero en el fondo sabía que le importaba y que, fuera lo que fuere lo que él se dijese, estaba verdaderamente asustado por lo que ocurría dentro de él.
Hart se apoyó contra la almohada, levantó los brazos y entrecruzó las manos detrás de la cabeza. Vio el brillo de un cigarrillo del otro lado del cuarto, supo que pertenecía a Charley y trató de imaginar lo que estaba cruzando en ese momento por su mente. Entonces cerró los ojos y procuró dormir.
Luchó consigo mismo durante una hora. Avanzaba hacia el sueño, trataba de zambullirse en él; era retenido por algo, y entonces reiniciaba el dificultoso avance para ser nuevamente retenido por ese mismo algo que era en su mayor parte su memoria. Estaba empezando a sentirse cansado e hizo un último gran esfuerzo, borrando todo de su mente, con excepción de un gran círculo sobre el que trataba de cabalgar mientras giraba en la oscuridad debajo de sus párpados. Consiguió montarse sobre el círculo, y dio algunas vueltas sobre él hasta que lo despidió violentamente. Abrió los ojos y se sentó, y oyó la respiración rítmica de Charley y los ronquidos entrecortados de Rizzio. Se preguntó dónde guardaba Rizzio sus cigarrillos.
Abandonó el catre, atravesó silenciosamente la habitación y se puso el pantalón de color chocolate sobre el pijama limpio. Entonces, mientras se ponía el saco de franela quedó mirando hacia la ventana y vio la oscuridad exterior, sin ninguna luz en ella. Se puso los calcetines y empezó a calzarse los zapatos, pero en seguida cambió de idea. Salió de la habitación y cerró la puerta suavemente. Recorrió el oscuro pasillo, tan oscuro al principio que tuvo que orientarse tocando la pared, y que luego se fue aclarando gracias a un pálido y vago resplandor que llegaba desde abajo. Y esto lo turbó, porque recordó que Charley había apagado las luces de abajo antes de subir.
Empezó a bajar por la escalera. La luz siguió siendo vaga y no se notaba mucho en medio de la oscuridad, pero él se estaba acercando a ella y por un momento tuvo la inexplicable sensación de que esa luz era la que lo había arrancado del catre y lo había sacado del cuarto. Al llegar a la mitad de la escalera comprendió que podría ver la fuente de la luz si giraba la cabeza, pero sin saber por qué no sintió deseos de volverla. Sin embargo tuvo que hacerlo cuando llegó al pie de la escalera, y entonces vio que la luz partía de una lamparilla con una pantalla azul aterciopelada, cuyo color le daba esa extraña vaguedad al resplandor. La lámpara estaba sobre una pequeña mesa, y alguien estaba sentado en una silla de respaldo alto, junto a la mesa. Toda la escena: la lámpara y la pálida luz azul y la figura blanca y el respaldo oscuro de la silla que llegaba más arriba de la figura blanca, daban como resultado un rostro, y este era el rostro de su hermano muerto, Haskell.
Hart se preguntó si se cortaría en tiras si se lanzaba de cabeza a través de una de las ventanas del frente.
—¿Quién eres? —preguntó una voz femenina desde la silla.
Hart respiró profundamente y luego lanzó el aire con la boca abierta. —Al —respondió él. —Yo soy Myrna. Su voz no era un susurro. Era más baja que un susurro.
—¿Qué es lo que te tiene despierta? —inquirió Hart.
—Paul era mi hermano —respondió ella. El espacio que los separaba, era un bloque de silencio que se congelaba a una velocidad inconmensurable.
Esto se prolongó durante más de un minuto, y entonces ella preguntó:
—¿Qué es lo que te hizo bajar?
—No lo sé. No podía dormir.
—Paul tenía veintiocho años —dijo ella—. Tenía muchos problemas con su vientre. Estaba enfermo, y no debía meterse en peleas. Pero siempre estaba riñendo. Nunca tuvo amigos, porque era muy difícil entenderse con él. Siempre estuvo enfermo por dentro, y era muy irritable y malo. Pero supongo que esto no es lo que importa. Lo que importa es que siempre me cuidó.
—¿Cuántos años tienes, Myrna?
—Veintiséis. Paul siempre me trataba como si yo fuese mucho más joven y él mucho mayor. Me pasé la mayor parte de la noche sentada aquí, pensando en todo lo que él hizo por mí. Hacía todas esas cosas sin siquiera sonreír. Cuando me daba algo o cuando hacía algo por mí no sonreía nunca, y se comportaba como si en realidad no hubiese querido hacerlo. Nunca supe que esto era fingido. ¡Mi padre acostumbraba a beber cualquier cosa que encontrara a su alcance, aunque fuera el tónico para el cabello o un líquido para lustrar muebles. Una noche se dobló en dos y cayó muerto. Mi madre empacó sus cosas y nos dejó solos. Charley vino y se hizo cargo de nosotros. Entonces Charley tuvo que pasar cinco años en la cárcel, y Paul y yo fuimos llevados a un asilo. Más tarde Charley salió en libertad y una noche vino al asilo y le dio dinero a alguien y nos llevó a Paul y a mí. Mirando a Charley nadie pensaría que tiene más de cincuenta años, excepto por los cabellos blancos. ¿Alguna vez sentiste necesidad de sentarte solo y tratar de pensar en lo que será de ti?
—A veces me siento así —murmuró Hart—. No con frecuencia.
—Fui a mirar en el cuarto trasero —dijo Myrna—, pero Paul no estaba allí. ¿Qué hicieron con Paul?
—No lo sé —contestó Hart.
—Lo averiguaré por la mañana —comentó Myrna. Se levantó de la silla y se acercó a Hart. La luz azulada le bañaba la cabeza y mostraba su rostro. No era un rostro común. Los ojos eran de un color violeta perlado, y le pertenecían en un noventa por ciento.
Ella pasó junto a Hart y subió por la escalera. Hart apagó la lámpara, avanzó a tientas hasta la escalera, subió, recorrió el pasillo y entró en su habitación. Pocos minutos después de acostarse en el catre se durmió.
Hart se despertó a las nueve y media. Vio que Rizzio se estaba paseando por el cuarto. Charley todavía dormía en la cama ancha. Se volvió sobre el costado y se durmió nuevamente, y a las once y media Charley le estaba hablando y le preguntaba si quería levantarse. Saltó del catre y se sentó sobre el borde del mismo hasta que Charley salió del baño. Cuando Charley se quitó la bata, Hart lo miró detenidamente.
Charley medía aproximadamente un metro setenta y cinco, y era más bien delgado. Su cabellera plateada era espesa, nacía en una frente serena, estaba dividida por el medio y peinada hacia atrás oblicuamente, suavizada con el cepillo sin necesidad de agua o fijador. Sus ojos eran azules claros, agradablemente separados de una nariz corta y firme. Los labios eran un enigma, severos y al mismo tiempo relajados, y su tez tenía un color extraño que era un rastro del fuerte bronceado del verano.
—¿Por qué me estás estudiando? —inquirió Charley.
—Por curiosidad. Quiero saber si puedo usar tus ropas —respondió Hart.
—¿Qué tienen de malo las tuyas?
—El traje está bien —explicó Hart—, pero me gusta cambiarme diariamente la ropa blanca.
—Busca en la cómoda —dijo Charley—. Los tres cajones de arriba son los míos. Puedes usar cualquier cosa que encuentres y que te quede bien. Tira la ropa sucia en el canasto del baño. Te regalaré algo que tengo en la cómoda.
Charley abrió el cajón superior y sacó un estuche de cuero. Lo abrió y sacó Tina navaja de fabricación extranjera. Hart la recibió y dio las gracias. Luego entró en el baño, llevando el estuche de cuero.
Cuarenta minutos más tarde Frieda golpeó la puerta del baño y preguntó;
—¿Qué planes tienes?
Hart tenía una toalla alrededor de la cintura y el baño estaba lleno de vapor del agua muy caliente que estaba desagotándose de la bañera.
—Saldré dentro de unos minutos —contestó él.
—Cuando bajes encontrarás el desayuno servido.
—Iré en seguida —respondió Hart.
Veinte minutos más tarde bajó por la escalera vestido con el traje color chocolate y con sus propios zapatos. Tenía puesta la ropa interior de dos piezas de Charley, los calcetines negros con rombos verdes de Charley, la camisa blanca de Charley, el cuello blanco almidonado de Charley, la corbata negra de Charley con pequeños lunares verdes, el pañuelo blanco de Charley en el bolsillo anterior, y los gemelos de plata de Charley con adornos de jade.
Rizzio levantó la vista de la sección de deportes del diario y miró a Hart. Rizzio estaba vestido con una bata y pantuflas, y extendió una mano hacia Hart mientras miraba a Charley y a Mattone, que leían otras secciones del diario en otros lugares de la sala.
—Miren esto, miren esto —exclamó Rizzio. Mattone levantó la vista de la columna de Ed Sullivan, miró a Hart y volvió a Sullivan.
Charley interrumpió la lectura de la cuarta página, contempló a Hart e hizo un gesto lento de asentimiento con la cabeza.
—Ya me parecía que teníamos las mismas medidas —comentó—. ¿Dónde encontraste los gemelos?
—En el fondo del segundo cajón, debajo de algunos pañuelos.
—Hace más de un año que los estaba buscando —murmuró Charley sonriendo—. Los saqué de una inmisión de Chestnut Hill. Frieda tiene preparado tu desayuno.
Mattone levantó la cabeza nuevamente y miró a Charley.
Hart pasó a la cocina. Frieda tenía puesta una bata acolchada de raso color orquídea. Myrna estaba junto a la pileta, con un sencillo vestido de algodón a cuadros azules y amarillos.
Frieda puso un vaso alto de jugo de naranja sobre la mesa y le sonrió a Hart.
—Oye, querido —dijo ella—, habrá que reglamentar el uso del baño.
—¿Estuve mucho tiempo adentro? —inquirió Hart, levantando el vaso.
—Depende de lo que llames mucho tiempo —respondió Frieda—. ¿Qué hacías adentro?
—Soñaba —contestó Hart—. Pero deja de charlar. Todo lo que quiero son tostadas y café. Negro. Volveré en seguida.
Salió y regresó unos segundos más tarde con un cigarrillo encendido en la boca.
—Yo le preparo un banquete y todo lo que quiere son tostadas y café —exclamó Frieda.
—Nunca como más que eso —explicó Hart—. Mi alimento matutino son seis o siete cigarrillos y tres o cuatro tazas de café negro sin azúcar. Pero si tú has preparado algo, lo comeré.
Terminó el jugo de naranja. Frieda estaba poniendo los platos humeantes sobre la mesa. Él le sonrió. Ella volvió junto a la cocina. Cuando volvió a la mesa, sirvió el café con la mano derecha mientras estiraba la izquierda y apoyaba la palma suave sobre la boca de Hart y apretaba su rostro con los dedos regordetes.
Myrna estaba colocando los platos en un armario de pared.
Hart bajó la cabeza y empezó a comer. Frieda colocó un cenicero frente a él. Hart puso el cigarrillo en equilibrio sobre el borde del cenicero y el humo subió delante de su cara mientras él comía lentamente. Frieda y Myrna daban vueltas por la cocina. Afuera estaba empezando a nevar. Los copos cayeron aisladamente al principio y luego formaron gradualmente columnas como un ejército blanco con ilimitadas reservas. Hart le pidió a Frieda otra taza de café, y lo fue sorbiendo mientras miraba la nieve. De pronto percibió que Frieda ya no estaba en la cocina. Se volvió y miró a Myrna. Estaba arrodillada, buscando algo en la sección inferior del armario de pared.
—Hola, Myrna —dijo Hart.
Ella se volvió, se puso de pie y retrocedió dos pasos. Sus ojos estaban clavados en la pared, detrás de su cabeza.
—Oye —susurró la muchacha—, no quiero que me hables.
Hart bebió otro trago de café, y entonces se puso de pie y salió de la cocina. Cuando llegó a la sala, le pidió otro cigarrillo a Rizzio.
—Escuchemos la radio —dijo Mattone.
Hart estiró la mano y encendió la radio. Una mujer estaba llorando, y un nombre de edad le decía suavemente:
—Vamos, vamos, Emily...
Hart buscó otra estación. Un joven de voz enérgica anunciaba:
—Y si ustedes no lo han probado, señoras, no saben lo que se han perdido. Sinceramente, señoras...
Hart apagó la radio.
Rizzio sacó algunas páginas de la sección que estaba leyendo y se las pasó a Hart, y este trató de concentrarse en el rápido progreso de un joven peso "welter" negro cíe Scranton, y en el muchacho de Pittsburgh con el cual el boxeador de Scranton tendría que pelear la semana siguiente, y también en los antecedentes de un prometedor peso liviano de Detroit. Y mientras tanto Hart percibió el silencio de la sala, que era la esencia de algo más pesado que el silencio. Empezó a bajar el diario para poder mirar a Charley y a Mattone y a Rizzio, y cuando el diario estuvo a mitad de trayecto vio que Charley y Mattone y Rizzio lo estaban mirando a él.
Empezó a leer cómo Temple había jugado un partido de basquetbol con Penn State y cómo el partido había durado varios períodos extras. Le gustaba el basquetbol y en la Universidad había jugado en uno de los equipos internos, y esta crónica debería haberle interesado aunque hubiese tenido otras preocupaciones en su mente, pero no le interesó.
Empezó a bajar el diario nuevamente, poniéndolo a un costado.
Entonces levantó la vista y vio que lo estaban mirando, y él les devolvió las miradas, uno por uno, y finalmente fijó las pupilas en Charley.
Estaba esperando alguna señal, pero Charley no le daba ninguna. Sabía que se estaba encolerizando, y se preguntó si sería una actitud inteligente la de encolerizarse o si lo mejor sería tratar de conservar la calma para enfrentar una calma aun más fría.
Finalmente Charley rompió el silencio.
—Lo estuvimos discutiendo hace un rato. Pensamos que quizás cambiarías de opinión.
—Oigan —dijo Hart, y se puso de pie—. Si me propusiera cambiar de opinión, no se lo contaría a ustedes. Me limitaría a irme de aquí. Y ni siquiera entonces tendrían por qué preocuparse, porque yo no ganaría nada hablando con la policía o con quien sea. Pero esto es algo secundario. Lo principal es el punto de vista de ustedes, y a ustedes les corresponde decidir si contarán o no conmigo. Si me aceptan, quiero que me acepten por completo. Si me rechazan, será mejor que me lo digan y abandonaré el barrio.
—No te pongas nervioso —intervino Charley.
—No estoy nervioso. Simplemente siento una gran curiosidad. Esto es todo.
—Es comprensible —manifestó Charley—. Es mutuo. Nosotros sentimos curiosidad por ti, y tú la sientes por nosotros.
—¿Qué ocurrió con Renner? —preguntó Hart.
—¿Ahora ves lo que sucede? —inquirió Mattone, volviéndose hacia Charley.
Charley no escuchó lo que dijo Mattone. Miró a Hart y explicó:
—Liquidamos a Renner porque se hizo muy angurriento. Su participación en el último trabajo era de mil doscientos, Sabía dónde tenía yo el resto del dinero,, y se apodero de los once mil dólares y esperó media hora y entonces me dijo que quería comprar algo en Germantown Avenue. Yo ya sabía que él tenía el dinero, de modo que salí con Paul y lo despachamos.
—Es comprensible —comentó Hart.
—Ya lo creo que sí —murmuró Charley. Entonces sonrió—. ¿Qué les parece si dejamos de conversar y jugamos al poker?
Prepararon una mesa de juego, colocaron sillas alrededor y se sentaron. Entonces Rizzio abrió en abanico un mazo de cartas sobre la mesa, las juntó nuevamente, las mezcló, volvió a abrirlas, las acarició, las volvió boca arriba, las volvió boca abajo, y las preparó para el corte.
Charley cortó el mazo mientras se sentaban.
Frieda salió de la cocina y se sentó junto a la mesa.
Rizzio levantó el mazo, mezcló las barajas cuatro veces y las extendió para otro corte.
Charley volvió a cortar.
—Yo seré espectador —manifestó Hart sonriendo.
—No. —dijo Charley—. Anoche trabajaste en el sótano. Te pagaremos por eso. ¿Cuánto crees que ganaste?
—Más o menos treinta —contestó Hart.
Charley sacó un fajo de billetes y separó tres de diez.
Frieda estaba sentada frente a Hart, y le sonrió y él le devolvió la sonrisa. Charley le pidió un cigarrillo a Rizzio; este se levantó de la silla, corrió escaleras arriba y volvió con tres atados. Los tiró sobre la mesa, y entonces juntó ávidamente los naipes, los mezcló, los extendió en línea recta, volvió a mezclarlos mientras miraba cómo los otros ponían el dinero sobre la mesa, los extendió en semicírculo, luego en un círculo perfecto, los cortó tres veces rápidamente, y por fin colocó el mazo frente a Hart y le dijo que sacase un naipe.
Hart tomó uno, mezcló el mazo, lo cortó, y mientras lo estaba cortando nuevamente, Rizzio sonrió y dijo:
—Muy bien, tu carta era una dama, ¿no es verdad?
—Sí.
—Una dama negra.
—Exacto.
—Una dama negra de trébol —agregó Rizzio, mientras encendía un cigarrillo.
—Efectivamente, —asintió Hart, mientras notaba que los otros estaban ocupados encendiendo sus cigarrillos y poniendo en orden el dinero sobre la mesa.
Después de una hora, Hart estaba ganando diez dólares.
Después de tres horas Hart tenía nada más que un dólar con sesenta y cinco.
Cuando el partido terminó, a las cinco y cincuenta de la mañana siguiente, Hart había ganado trescientos veinte dólares. Frieda ganaba veinte, Charley estaba como había empezado, y Mattone y Rizzio estaban discutiendo. Se estaban culpando el uno al otro de haber sugerido progresivamente un aumento del límite de apuestas.