12

Encendió la lámpara y empezó a bajar de la cama, pero él la tomo por la muñeca y dijo tranquilamente:

—Espera. Vamos a discutir esto...

—Lo discutiremos más tarde —respondió ella con una mueca impaciente, y trató de zafar su muñeca. Pero él la retuvo.

—Prefiero discutir ahora. Antes de hacer algo, me gusta saber por qué lo hago,

—Por favor —murmuró ella, y cerró los ojos y respiró profundamente—. No lo hagas más difícil para mí.

—Eso hay que pensarlo, Frieda —dijo él, y le soltó la muñeca. Le sonrió para hacerle saber que no estaba sola con su problema. Y luego se acercó más a ella y le apoyó la mano sobre el hombro—. ¿De qué se trata? ¿Por qué hablas de irte?

—Tenemos que hacerlo, y eso es todo.

—¿Pero por qué?

—Porque tengo miedo —explicó ella.

—¿De Charley?

—No contestó ella—. No de Charley —permaneció mirando fijamente al frente—. Tengo miedo de mí misma. De lo que sería capaz de hacer...,

—¿A mí?

—A los dos —y ahora lo miró fijamente—. Es algo en lo que trataba de no pensar. Casi había logrado borrarlo de mi mente. Pero entonces tú empezaste a hablar acerca de los autos de carrera. Yo era la que conducía y tú eras el motor. Me dijiste que estaba cubriendo ahora todo el terreno, porque no sabía lo que ocurriría en el futuro. Porque no estaba segura de mí misma, quiero decir.

El permaneció en silencio.

—Lo que digo es que no confío en mí misma —murmuró Frieda—. Tengo miedo de abrir la boca.

El se puso ligeramente rígido. Y entonces la oyó agregar:

—Se trata del asunto de Nueva Orleans. De la historia que le contaste a Charley. Dijiste que mataste a tu hermano por dinero. Pero lo cierto es que no fue por dinero.

Su rigidez aumentó, y fue como si el acero frío de un fórceps lo hubiese aferrado y estuviese aumentando la presión.

—Sé que no lo hiciste por dinero —repitió ella—. No sé por qué lo hiciste, pero estoy segura de algo: no fue por interés. Lo descubrí hoy cuando estábamos en la cocina y hablamos acerca de Nueva Orleans y de tu hermano... —aspiró profundamente—. Yo estaba mirando la expresión de tu rostro.

El estiró una mano hacia los cigarrillos. Con la otra tomó los fósforos. Tenía que ocupar las manos en algo.

—Y este es nuestro problema —afirmó ella—. Tú no lo hiciste por dinero, de modo que no eres un profesional. Y sabes lo que ocurrirá si Charley descubre que no eres un profesional.

El trataba de encender el cigarrillo, pero por algún motivo el humo no tiraba.

—Tenemos que salir de esta casa —dijo Frieda—. Tenemos que irnos antes de que se lo cuente a Charley.

El fósforo se apagó. El encendió otro, y esta vez el cigarrillo también se encendió.

—No creo que harías eso —comentó él.

—¿No? Olvidas algo. Charley me tiene a sueldo.

—Probémoslo nuevamente —murmuró él, frunciendo el ceño—. Eso me pasó por encima de la cabeza.

—Muy bien, lo explicaré así: hace mucho tiempo que me dedico a este juego. Adquirí ciertas costumbres, y hago ciertas cosas sin pensarlas, como una máquina que entra en acción cuando un hombre mueve una palanca. De modo que Charley puede hacerme una pregunta y yo la contestaría...

El meneaba la cabeza, y le dedicaba una sonrisa de amable contradicción.

—No puedo seguirte en eso. Estás escapándote por la tangente.

—Hay otro factor— dijo ella, y su voz se hizo baja y espesa—Soy mujer.

Ella hizo una pausa para dejar que eso penetrase, y entonces agrego:

—Se trata de lo siguiente: Cuando una mujer pierde el seso por un hombre, algo ocurre dentro de ella. No puedo explicar exactamente lo que es, pero se trata de algo desequilibrado, y la mujer queda en una condición tal que no es responsable de sus actos.

—No puede ser tan grave —comentó él, forzando una risita.

¿Crees eso? —respondió ella, y devolvió la risa, aunque casi convertida en un gruñido—. Ojalá pudiese explicarte lo que nos ocurre a las mujeres cuando nos

enardecemos por un hombre. Si me miras con atención, verás que es una especie de enfermedad.

—¿Cómo qué?

—No lo sé. Todo lo que sé es que me tienes aturdida. Me haces delirar. Te deseo tanto... — las palabras la ahogaron, y tuvo que respirar antes de seguir hablando—. Lo que más necesito tiene que estar siempre a mi alcance, y si llego a pensar que no está allí, te juro que perderé la cordura.

—Esta mujer no está bromeando —comentó él en voz alta para sus adentros.

—Me alegro de que lo sepas —afirmó ella, y lo mezcló con una mezcla de ternura de pétalo y de dureza de roca. Esa dureza constituía una advertencia que decía: Cuida tus pasos, encanto, porque al menor indicio de que tratas de abandonarme yo susurraré algo en el oído de Charley. Pero instantáneamente la advertencia se derritió, y solo quedó la ternura. Ella lo tomó nuevamente por los brazos—. Asegurémonos de que eso no ocurrirá nunca. Nos iremos de aquí, lejos de Charley, lejos de todos ellos. Estaremos solos, tú y yo. Huiremos en un tren hacia cualquier lugar...

—No —la interrumpió.

—¿Por qué no? —inquirió ella, aumentando la presión de los dedos sobre sus brazos—. ¿Qué puede detenemos?

—La ley —respondió él—. Tú conoces mi situación. Por el momento no puedo viajar. Demasiados ojos están buscando.

—Encontraremos la forma de eludirlos.

—Es imposible, Frieda —insistió él, meneando la cabeza—. Saben que estoy en Filadelfia. Es indudable que vigilan todas las estaciones de trenes y de ómnibus.

—El puerto —exclamó ella, haciendo castañetear los dedos—. Tengo amigos en el puerto.

—Parece interesante. El problema consiste en que en casos como este, la ley no olvida el puerto. Estarán vigilando todos los muelles.

—Debería sentirme feliz —comentó ella, con una risa amarga—. Estoy acostada con una celebridad.

—Sí, en estos días estoy muy solicitado.

—Háblame de Nueva Orleans. ¿Por qué mataste a tu hermano?

El se encogió de hombros.

—Vamos —insistió ella—. Cuéntamelo.

El volvió a encogerse de hombros.

—¿Por qué no me lo cuentas?

—Ya hemos pasado esa parte del programa.

—En otras palabras, no puedes hablar de eso, y prefieres que yo olvide el tema.

—Algo parecido —respondió él, sin mirarla.

—Oye, todavía estoy aquí —dijo ella. —Te escucho.

—Acércate más, y me oirás mejor.

Se acercó a ella hasta que sus muslos se tocaron, pero él no sintió el contacto. El no sentía ni veía nada en esa habitación. Estaba pensando en Nueva Orleans.

Frieda le rodeó la cintura con el brazo. Sus dedos se deslizaron sobre sus costillas.

—Bien —murmuró ella—, creo que estás en lo cierto respecto de la ley. El resultado es que no podemos abandonar la casa. Estamos atascados aquí.

El hizo un gran esfuerzo y consiguió alejarse de Nueva Orleans. Miró a Frieda, hizo un gesto fatalista y comentó:

—Hay que tomar las cosas como vienen.

—Sí —asintió ella—. No vale la pena perder el sueño por eso.

—Así se habla —dijo él, sonriéndole.

—Naturalmente. Nadie sabe lo que ocurrirá. ¿De qué ve preocuparse? Lo único que nos queda por hacer es divertirnos mientras estamos todavía aquí.

—Exacto —asintió él—. Sigue así, que estás en lo cierto.

—Sí, estoy en lo cierto —murmuró ella, pero entonces ojos se cerraron y su mano se apartó de él y agregó en voz alta, para sí misma—: Si solo pudiese convencerme de que lo hago solo por divertirme... si por lo menos no sintiese lo que siento por este bastardo que tengo a mi lado...

Vamos —la ¡nterrumpió él suavemente—. No empieces nuevamente.

—Escucha... ese ruido... abajo.

—No oigo nada.

—Escucha —insistió ella—. Escucha.

Entonces lo oyó. Un grito ahogado, una silla volcada, Y otro grito.

El saltó de la cama y tomó los pantalones.

—No —exclamó Frieda—. No te metas en eso.

Desde abajo llegaron las maldiciones de Mattone.

—¿Quieres más? —preguntó el pistolero—. Te daré más...

Siguió el ruido de un golpe, y Myrna volvió a gritar.

—Te digo que no —insistió Frieda en voz alta—. Vuelve aquí.

Hart salió a la carrera de la habitación.