16

Permaneció sentado en la silla, junto a la ventana, y esperó que Frieda se durmiese. Pasaron algunos minutos, y su respiración se hizo pesada con el ritmo del sueño. El pensó que quizás ella estaba simulando, y movió la silla para que las patas rozaran el piso. Pero el ruido no llegó hasta ella, y se sintió seguro de que dormía verdaderamente. Además, sabía que ella no tenía el sueño liviano que decía tener. Lo que veía en la cama era una rubia gorda profundamente dormida, un pedazo de carne animal dormida sin ninguna conexión con él. Y entonces sintió la soledad, y se dijo que podía empezar a pensar.

"¿Y por dónde empezar?", se preguntó. ¿Cuál era el punto de partida? O quizás sería mejor olvidar esto por un momento, y tratar de descubrir hacia dónde se dirigía. Para esto debía referirse a ellos dos: la muchacha llamada Myrna y el hombre llamado Hart. Si trataban de abandonar esa casa, era completamente seguro que los detendrían. Pero en bien del análisis, supondría que Myrna y Hart lograban escapar. ¿Qué ocurriría entonces? Lo que ocurriría sería la Ley. La Ley haría su aparición y ellos estarían perdidos. O sea que había dos posibilidades que no ofrecían salida. ¿Había otra posibilidad? Tenía que haberla.

Pero lo que él estaba haciendo era buscar un atajo, o darse a sí mismo una ventaja. Y éste era un privilegio que nadie podía tener en este juego. Según las reglas debía empezar por el principio, y esto significaba Nueva Orleans. Tenía que empezar con su hermano Haskell y con la forma en que lo había matado y con su motivo para matarlo. El método había sido bastante sencillo: una bala en el cerebro. ¿Y el motivo? Este no era tan simple. Era la eutanasia, y esto nunca es simple.

En pocas palabras, había sido un homicidio por compasión, y sin importarle si el Cielo lo juzgaba como correcto o incorrecto, él habría vuelto a hacerlo en idénticas circunstancias. Porque estas circunstancias habían sido intolerables para Haskell, y cada día que le quedaba de vida era una horrible tortura que lo hacía llorar y rogar que eso cesase. Pero naturalmente, no cesaría.

Era una nidada de serpientes que se arrastraban por los nervios de su cuerpo y que lo devoraban.

Era una esclerosis múltiple.

Y aunque los médicos estaban de acuerdo en que era imposible curarla, aunque había puesto fin inmediatamente a la consulta confesando que se trataba de una enfermedad horrible, debían cumplir con el Primer Mandamiento. Pero él había hecho lo que su hermano le había implorado que hiciese, lo que le había rogado con gemidos que él todavía podía oír.

Porque él sabía que lo habría hecho el mismo Haskell si hubiese podido. El se lo dijo. Y lloró con ojos que apenas podían distinguirlo, porque la enfermedad se apodera de los ojos lo mismo que de las otras partes del cuerpo. Y por esto él no podía buscar una cápsula de veneno o un cuchillo con el cual cortarse las venas. Y aunque hubiese podido verlos, no habría podido moverse hasta ellos porque sus piernas estaban paralizadas.

Y sus brazos estaban muertos. Y sus manos, y sus dedos. Diablos, esa enfermedad no perdonaba nada.

Durante toda su niñez y su juventud había sido un muchacho atlético. En Tulane había ganado tres medallas. Medía un metro noventa y pesaba cien kilos y tenía un físico sólido. Y también era inteligente. Y atractivo. Y tenía una de esas personalidades que no se encuentran con frecuencia. Era sinceramente desinteresado y bueno, hasta tal punto que a veces la gente lo tomaba por tonto.

Tenía una fortuna inmensa, calculada aproximadamente en tres millones. Y Hart era el que la habría heredado en primer lugar. De modo que según el Fiscal del Distrito el motivo había sido el dinero. Y en el tribunal tampoco habría tenido posibilidades de salvarse, y aunque por un milagro hubiesen eliminado el motivo financiero, la ley contra la eutanasia era una ley muy severa, y lo habrían condenado por lo menos a siete años.

¿Siete años por qué? Muy bien, no era cuestión de enojarse. Ellos no tenían la culpa. Pero qué diablos, tendría que haber una forma de ver las cosas tal como son, y no tal como lo dice la Ley.

La Ley lo consideraba un canalla y un asesino. La Ley decía que él era un hombre que había asesinado a su propio hermano. Y los diarios lo calificaban con términos aún más severos, como desnaturalizado y endemoniado, y publicaban historias acerca de lo generoso que había sido Haskell con él... y cómo le había regalado un coche y un yate, para que luego él lo recompensase en esa forma.

Lo cierto era que le había hecho esos regalos porque le complacía hacerlos. El no quería un coche e indudablemente no necesitaba el yate. Pero viajaba en el auto y paseaba en el yate y simulaba estar extraordinariamente contento. Y esto hacía feliz a Haskell. Siempre se sentía feliz cuando podía dejar satisfecha a la gente, ya se tratase de su hermano menor o de algún vagabundo de Ransome Street.

Y este hombre, fuerte y lleno de salud, con ansias de vivir y de ayudar a los demás, cuyos únicos enemigos eran los envidiosos, un hombre que sólo merecía elogios, había sido objeto de una mala jugada por la Madre Naturaleza. Una mañana se despertó con una extraña sensación pesada en la pierna izquierda.

Es así como empieza, y a partir de entonces ya no se puede hacer nada. Invade la pierna, y luego son las dos piernas las que quedan muertas, y más tarde los dos brazos, y las serpientes interiores .se multiplican para estrangular esto y para estrangular aquello. Haskell tenía que permanecer sentado en la silla de ruedas, y había que llevarlo en ella hasta el baño. Y después llegó el momento en que la silla de ruedas ya era demasiado para él, porque no podía sentarse. Y entonces quedó postrado en la cama y empezó a sufrir las crisis de llanto. El nunca lo había visto llorar antes. En la sala habló con el médico, el vigésimo o el trigésimo de una larga serie de especialistas. Este había venido en avión desde Seattle. Lanzó un suspiro y meneó la cabeza y dijo:

—Es un caso perdido. Esta esclerosis múltiple es una enfermedad infernal —y entonces, antes de poder contenerse, agregó—: Estaría mejor muerto.

Era una afirmación brotada de labios de un especialista de la ciencia de mantener a los hombres con vida. No había querido decirlo, no lo había pensado, pero lo había dicho.

Y él lo oyó y ésa fue la semilla de una idea que penetró en él y empezó a germinar. El trató de ahogarla, pero el mismo día oyó que Haskell gemía:

—No quiero vivir...

Y algunos días más tarde:

—¿Sabes una cosa? Cada vez que me duermo ruego que no vuelva a despertar.

—No debes hablar así —contestó Hart—. Tienes que luchar.

—¿Contra qué?

—Escucha, Haskell. Tú te vas a curar. Descubrirán algo. Hay gente que está trabajando en eso. Es seguro...

—Estoy cansado, Hart. Muy cansado.

Él lo miró. Pesaba exactamente sesenta y tres kilos. Pensó en el ganador de tres medallas en Tulane, con su físico de cien kilos, en el lanzador de disco que ocupó el tercer lugar en el campeonato de la Southern Conference.

Una semana más tarde, por la noche, lo expresó claramente.

—Quiero que me hagas un favor.

-¿Cuál?

—Quiero que me mates.

El no respondió nada. No podía mirarlo.

—Por favor —imploró Haskell—. Por favor...

Pero entonces entró la enfermera a la habitación, llevando la bandeja, y mientras ella empezaba a alimentarlo como se alimenta a una criatura, él salió en silencio. Salió de la mansión, y mientras se paseaba por el parque, junto a las canchas de tenis y en dirección al muelle que miraba hacia el Mississippi iluminado por la luna, pensaba: "Sería piadoso...”

Pero no. El no podía hacer eso. Ni siquiera debía pensarlo.

Pero tampoco podía dejar que Haskell sufriese así. No podía permanecer a su lado, mirando cómo se consumía.

¿Y si descubrían una curación? Había que esperar y rezar. Se los imaginaba trabajando con los microscopios y los tubos de ensayo...

Pero la imagen se desvanecía, y veía a Haskell en la cama, sin poder moverse.

Pasó por esto noche tras noche, sentado solo y bebiendo en cantidades fabulosas, aunque sin conseguir emborracharse. El alcohol borraba todo lo secundario de su cerebro, todas las reglas y leyes comunes que establecen que eso es un crimen, que es el peor de todos los pecados, que es algo que uno no debe hacer, porque más tarde se arrepentirá. Y él contestaba: "Al diablo con lo que opina la sociedad. El es mi hermano y necesita alivio y no hay forma de proporcionárselo."

Y entonces se presentó otra circunstancia trágica. Durante todo este tiempo en el cual él llegaba a la decisión aunque no se atrevía a llevarla a la realidad, su otro hermano Clement había arribado a la misma conclusión. Y ésta fue una sorpresa, lo que verdaderamente lo desconcertó. Porque Clement nunca había participado mucho en los problemas familiares. Casualmente, Clement nunca habla intervenido en nada que requiriese un esfuerzo especial. Su ocupación favorita consistía en quedarse en la hamaca y en pasar las noches en el hogar con su esposa y sus tres hijos, engordando y quedándose calvo, y lo único que parecía preocuparlo era su puntaje en el golf. Pero Clement estaba realizando frecuentes visitas a la mansión, y pasaba horas sentado junto al lecho, leyéndole a Haskell el Town and Country y el Fortune y el Holiday, y las crónicas deportivas de los diarios locales. Y una noche él estaba en el parque, mirando las canchas de tenis, y pensando en cuánto le había gustado a Haskell este deporte y en cómo no volvería a practicarlo nunca, cuando se le acercó Clement y lo manifestó clara y terminantemente, sin rodeos.

—Le pondré fin a esto —dijo Clement.

Él lo miró y no contestó nada.

—Es absurdo que esto continúe así —insistió Clement—. Es absolutamente ridículo que tenga que sufrir esta agonía.

Lo manifestó serenamente y con voz desprovista de expresión, y Hart comprendió que lo había meditado largamente.

—He tomado una decisión —prosiguió Clement—. Le ahorraré estos sufrimientos.

El se estremeció. El que estaba hablando no podía ser Clement.

—Te lo digo a ti y sólo a ti —afirmó Clement—. Mañana compraré una pistola.

—No hables como un idiota.

—Compraré una pistola y lo mataré.

—¿Te das cuenta de lo que estás diciendo?

El asintió lenta y solemnemente, y entonces manifestó:

—Lo mataré y después me entregaré. No me importa lo que puedan hacerme.

—Oh, esas son palabras. ¿Por qué no vuelves a tu casa y duermes tranquilamente?

—Hace tres meses que no duermo tranquilamente.

—¿Por qué no te vas de viaje? Esta es una buena idea. Lo necesitas, Clement. Necesitas un cambio.

El sonrió. Nunca lo había visto sonreír antes así. Era una de esas sonrisas que se ven en los rostros de quienes se ofrecen como voluntarios para una misión de rescate que ofrece muy pocas probabilidades de regreso.

—No me convencerás, Hart —respondió, meneando la cabeza—. Será mejor que dejes de intentarlo.

Permaneció allí, meneando lentamente la cabeza. Sus ojos le dijeron que lo haría, que ese era un juramento sagrado que se había hecho a sí mismo, y que no tenía cómo apartarlo de él. A menos...

A menos que él se le adelantase. Esa idea dio vueltas en su cerebro, y casi no le prestó atención cuando él se alejó. Pensó en el sacrificio que se había decidido a hacer, en la pérdida de su posición como ciudadano respetado, en la ruina de su hogar, en la desgracia que caería sobre él y sobre su esposa y sus tres hijos.

Pero naturalmente él no permitiría que lo hiciese. A partir de ese momento todo fue mecánico. Sus piernas fueron como ruedas que lo estuviesen transportando sobre rieles hacia adelante. Se encaminó hacia el garage para cuatro autos y subió a su Bugatti celeste y veinte minutos más tarde estaba en ese barrio de Nueva Orleans donde la actividad nocturna es agitada y frenética, y sin embargo silenciosa, porque es de carácter ilegal. En menos de media hora estableció el contacto y un hombre le vendió la pistola.

Cuando condujo de regreso hacia la mansión, sus manos estaban firmes sobre el volante.

Lo hizo rápidamente, sin estrategia ni precauciones. Entró a la habitación de Haskell, y lo encontró durmiendo. Levantó la pistola cargada y le descerrajó dos balazos a la cabeza. Al salir del cuarto vio a la enfermera que se acercaba a la carrera por el pasillo, y que al verlo le preguntó qué había significado ese ruido. El la miró como si esa fuese una pregunta tonta y le contestó:

—Lo maté.

Entonces comprendió que era un fugitivo, y que lo que le convenía hacer era empezar a huir.

Cielos, había sido una fuga muy larga. No había habido descanso en ella. Y lo que lo había impulsado a seguir adelante y lo que le había permitido vivir consigo mismo era ese jurado interior que le decía "Inocente", porque lo que él había hecho no había tenido por finalidad el dinero, ni una ventaja personal. Pero aún así, les había hecho un favor a sus dos hermanos. Le había ahorrado sufrimientos a Haskell, y había salvado a Clement de la catástrofe. Y esto bastaba para dejarlo satisfecho.

Pero ahora sería mejor que dejase de racionalizar y que volviese a las barajas puestas sobre la mesa, a esos números y figuras con los que no se podía discutir, cuya disposición no podía cambiar. Lo único que podía hacer era estudiar la situación, y ver qué le tenía reservado.

Lo que veía más claramente ahora era el elemento tiempo que le anunciaba que ese día era jueves y que al día siguiente era el día de mal augurio en el cual tendría que cruzar la frontera que separaba al aficionado del profesional. El trabajo en la mansión Kenniston de Wyncote sería estrictamente profesional. Y lo mejor sería que hiciese todo correctamente. Muy bien, podía dejar de preocuparse. Todavía no era viernes; todavía disponía del jueves para cobrar ánimos y para adquirir un punto de vista puramente profesional.

Ahora el único factor era el dinero. El dinero era importante porque lo necesitaba para viajar, y quizás con un poco de suerte pronto significaría un viaje para él y para ella, hasta un lugar donde nunca lo encontrarían. Para un viaje de ese tipo se necesitaba mucho dinero, pero él calculaba que su participación en el botín de Kenniston lo cubriría con creces. El hacía solamente lo que debía hacer para seguir con vida y conservar a la muchacha.

El solo pensar en ella lo serenaba. Cerró los ojos y bajó la cabeza. Se estaba quedando dormido.