15
Hubo un largo período totalmente vacío. Era algo parecido a despeñarse por un abismo. Entonces oyó nuevamente a Frieda.
—Ven, Al. Ven arriba.
El cerró los ojos y se llevó la mano a la frente.
—¿Vendrás? —gritó Frieda.
Santo cielo, se dijo él para sus adentros.
—Será mejor que le contestes —murmuró Myrna.
—Está bien —asintió él, y le gritó a Frieda—: Subiré en seguida.
—¿Cuándo? —preguntó Frieda.
—Dentro de un par de minutos.
—No tardes más —respondió ella, con una mezcla de afecto y prevención en la voz.
El permaneció mirando la escalera y oyendo las pisadas de Frieda que volvían al dormitorio. Entonces oyó que la puerta se cerraba arriba, y parpadeó varias veces y esperó que Myrna dijese algo.
Pero ella no dijo nada, y él comprendió que Myrna esperaba que él hablase.
—Tendré que volver a esa habitación —manifestó él. Naturalmente esto no era suficiente... se necesitaba una explicación larga, mucho más larga.
—Es una situación desagradable —comentó él—. Ella tiene algo contra mí. Si no le obedezco, hablará con Charley y ese será el fin.
—Está bien —respondió Myrna.
—Tú sabes que no está bien.
—Para mí lo está —contestó ella—. Todo lo que tú hagas está bien para mí.
—Pero no eso.
—Sí, incluso eso —afirmó ella.
—Maldición —murmuró él, bajando la cabeza.
—Escucha. Yo podré soportarlo. Te digo que podré soportarlo.
—Gracias —respondió él, sinceramente, y la miró nuevamente—. Eres muy buena al decir eso.
—No tiene importancia —murmuró ella sonriendo-. Es muy fácil decirte cosas agradables.
—Oh, gracias. Muchas gracias.
—No hay por qué —contestó ella.
—Está bien —dijo Hart, y se encaminó lentamente hacia la escalera—. Complaceremos las exigencias, y no volveremos a mencionar el tema. Desde ahora será tabú.
Ella permaneció en silencio.
El llegó a la escalera y quiso mirarla, pero sabía que esto no tenía objeto. Y además ella no debía querer que él la mirase en ese momento. Solo serviría para hacer aun más difícil su situación.
No le quedaba otro recurso que seguir subiendo por la escalera, y caminar luego por el pasillo hasta la puerta del dormitorio donde lo esperaba Frieda.
El abrió la puerta y vio que la lámpara estaba encendida. Frieda estaba sentada en el lecho, fumando un cigarrillo. Se corrió un poco para dejarle lugar, y luego le indicó con un gesto que se acostase en la cama.
Pero él pasó de largo junto a la cama, y se encaminó lentamente hacia la ventana que miraba hacia el patio trasero. Vio la oscuridad de Germantown a las cuatro y media de la mañana. Bien, afuera la escena no podía estar más oscura que lo que ocurría ahí adentro.
—¿Vas a acostarte? —le oyó preguntar a Frieda.
—Está bien —dijo él, pero no se movió.
—¿Qué estás haciendo? —inquirió ella.
—Estoy pensando.
—¿En qué?
—Te sorprendería saberlo.
—¿De veras? Estupendo. Me agrada recibir sorpresas.
—Pensaba que sería afortunado tener un frasco de tabletas soporíferas.
—¿Para quién?
—Para ti.
—Esa no es una sorpresa —dijo ella—. Me imaginé que pensabas algo parecido.
El se volvió lentamente y la miró. No hizo ningún comentario.
—Lo imaginé cuando te oí subir por la escalera —agregó ella—. Caminabas tan lenta y pesadamente, que parecías un viejo ropavejero que lleva una carga demasiado agobiadora sobre la espalda.
—Podría hacer un chiste con eso —murmuró él—. Pero no sería gracioso.
—Tienes mucha razón de que no sería gracioso —asintió ella, poniéndose erecta—. Peso exactamente setenta y nueve kilos. Es demasiado peso para ti, ¿verdad?
—No hagamos estadísticas.
—Además, tú eres una persona educada. Yo nunca llegué a sexto grado.
—Eso no prueba nada.
—Pamplinas —exclamó ella—. Prueba que yo no necesité libros de texto para desarrollar el cerebro que tengo —se golpeó la sien con un dedo gordo—. Tengo mucho aquí adentro.
—¿De veras? —preguntó él—. Entonces discutamos a Schopenhauer.
—¿Quieres burlarte de mí? —inquirió ella, entrecerrando los ojos
—Me estoy haciendo filósofo —explicó él—. Creo que en estas circunstancias nos ayudaría un poco de filosofía.
—¿Sabes una cosa? Será mejor que bajes del árbol.
—Pero aquí arriba me encuentro muy bien.
—No me refiero a eso —dijo ella. Tenía los ojos casi cerrados, dándole a su rostro un aspecto porcino—. Quieres significar que lo de arriba es limpio. Limpio en comparación con esta cama, naturalmente.
—¿De modo que ahora hablamos de higiene?
—No lo estires demasiado —murmuró ella, con una mezcla de ruego y amenaza—. Si sigues estirándolo, se romperá.
—Yo no empecé esto —respondió él, encogiéndose de hombros.
—Eso crees tú.
Junto a la ventana había una silla, y él se sentó y miró el piso.
—Tú lo iniciaste cuando la oíste gritar ahí abajo y saltaste de la cama —afirmó Frieda—. Yo te pedí que te quedases aquí, pero no me escuchaste. Tenías que bajar para ver lo que le ocurría a ella. Fuiste el Príncipe Valiente que galopó a su rescate.
El la miró. Abrió la boca para hacer algún comentario, pero no emitió ningún sonido.
—Yo te estaba vigilando —dijo Frieda—. Vi cómo la mirabas.
Sacaste conclusiones con mucha rapidez —murmuró él.
—No pude evitarlo, cuando lo tenía delante de las narices.
La boca de él permaneció cerrada y rígida, pero sus comisuras se curvaron ligeramente hacia arriba. En realidad no era una sonrisa, sino más bien una expresión calculadora, sin nada de personal en ella, con el énfasis puesto sobre las matemáticas mientras trataba de calcular las probabilidades en contra. Estas eran como una elevada montaña que le decía al alpinista que lo mejor sería darse por vencido.
Pero entonces vio que los ojos de Frieda se dilataban, y ella se mordió el labio. Y pensó: Ella confunde mis intenciones. Cree que estoy sentado aquí trazando planes para una drástica campaña antiFrieda; quizás me tiene clasificado como uno de esos tipos tercos que son lentos para tomar decisiones pero que después no pueden ser apartados de ellas. Ahora es interesante que esté aterrorizada por lo que yo puedo estar planeando hacer con ella.
Se concentró para mantener esa expresión estereotipada en su rostro. Consiguió Su objetivo y vio que los hombros de Frieda eran recorridos por un ligero estremecimiento. Ahora el temor estaba claramente reflejado en sus ojos. Su voz trató de ocultarlo con una orden lacónica:
—Será mejor que no concibas ideas demasiado astutas.
El decidió que la mejor estrategia consistía en permanecer callado y dejar que ella adivinase sus intenciones y se preocupase.
—Porque no eres verdaderamente astuto —prosiguió ella, con una simulación muy endeble—. Si lo fueses, no le habrías contado a Charley esa historia falsa que no me engañó. Yo, sin diploma de la escuela secundaria, soy mucho más inteligente que tú y te tengo en la palma de la mano, y no olvides eso.
El no contestó, ni siquiera con los ojos. La sonrisa que no era una sonrisa atravesó el cuarto dirigida a Frieda, y la hizo estremecer nuevamente.
—¿Bien? -preguntó ella—. ¿Qué decides? —El miró en otra dirección. Entonces hizo un gesto vago, indeciso, como para decir: "No hay prisa. Dispongo de mucho tiempo para tomar una decisión."
—Escucha, yo me estoy cansando —manifestó ella—. Quiero dormir.
—Me parece una idea práctica —respondió él.
—Ven a la cama —dijo ella rápida y despreocupadamente, como si el otro asunto hubiese quedado archivado.
El meneó la cabeza.
—¿Qué harás? —inquirió ella, levantando un poco la voz—. ¿Dormirás en la silla?
—No dormiré -contestó él—. Me quedaré aquí, sentado y pensando.
Ella forzó una risita y fracasó. Bien, supongo que tienes mucho en qué pensar.
—Es cierto —asintió él solemnemente.
—No dejes que eso te haga perder el seso -aconsejó ella.
El miró cómo Frieda aplastaba el cigarrillo en el cenicero y colocaba a este sobre el piso. Entonces estiró la mano hacia la lámpara para apagar la luz. Sus dedos tomaron el cordón y empezaron a tirar de él, pero entonces lo soltó y dijo:
—Creo que dormiré con la luz encendida.
Lo miró, y Hart supo que estaba esperando un comentario. No lo hizo.
—Algunas noches me gusta dormir con la luz encendida —comentó ella.
—Haz tu gusto —respondió Hart, encogiéndose de hombros.
—Además, tengo el sueño muy liviano —agregó ella—. El menor ruido me despierta.
—Venden píldoras para eso.
—No necesito píldoras. No es como no poder dormir —lo dijo lenta y deliberadamente, para convertir esto en un arma de defensa que cubría todo el territorio de un posible ataque—. Lo que ocurre es que tengo el sueño inquieto, y si me despierto súbitamente grito.
—Es una mala costumbre.
—No siempre. A veces resulta muy útil.
Diablos, pensó él. Estaba verdaderamente asustada. Parecía paralizada por el miedo.
Ella apoyó la cabeza sobre la almohada y levantó la sábana y las frazadas sobre sus hombros. Entonces se volvió muy lentamente sobre el costado. Levantó la mano hasta su rostro, e hizo una cuidadosa maniobra que apartó el pelo platinado de su ojo cerrado. O quizás ese ojo no estaba cerrado por completo. El se dijo que debía dejar de mirarla, y quizás entonces ella se dormiría y él podría empezar a pensar sin que nadie lo vigilase. Ahora necesitaba meditar debidamente, y lo más importante era la soledad.