8
Algunas horas más tarde Hart estaba sentado en el sofá de la sala, leyendo una revista de historietas. No había nada más para leer. Poco después llegó Charley seguido por Rizzio y Mattone.
Sus abrigos estaban salpicados por la nieve. Se los quitaron lenta y cansadamente. Hart adivinó que habían tenido una tarde muy activa.
—Subiré a echar una siesta antes de la cena —manifestó Rizzio, y se encaminó hacia la escalera.
—Yo haré otro tanto —dijo Mattone después de algunos minutos, y se acercó al sofá. Hart se puso de pie y ocupó un sillón en el otro extremo de la sala.
Charley estaba de pie en el centro de la habitación, sacando una hoja doblada de papel del bolsillo interior de su saco. Desplegó el papel y permaneció allí, estudiando unas anotaciones hechas a lápiz y un tosco diagrama. Desde el lugar donde estaba sentado, Hart podía ver el dibujo. Mostraba el exterior de una gran mansión y el parque que la rodeaba, con canchas de tenis y un establo y un garage para cuatro autos.
Pasaron algunos minutos, y entonces, sin decir palabra, Charley se acercó a él y le entregó el papel. Hart se reclinó hacia atrás en el sillón, chupando suavemente un cigarrillo, estudió lo que había en el papel, aunque sin sacar ninguna conclusión de eso, y percibió la ligera pero insistente presión de los ojos de Charley, fijos en su rostro. Sabía que Charley estaba buscando una reacción, y se dijo que la mejor reacción era no reaccionar en absoluto.
Durante más de un minuto siguió mirando el dibujo y las notas. Luego levantó la vista hacia Charley y habló con tono tranquilo y técnico.
—Esto parece muy jugoso.
—La mansión Kenniston —asintió Charley—. ¿Alguna vez oíste nombrar a los Kenniston?
Hart hizo un gesto negativo.
—Pertenecen a la sociedad —explicó Charley—. Tienen alrededor de treinta o cuarenta millones. Han invertido mucho dinero en tesoros artísticos. En general son obras orientales, como estatuillas de jade y de cuarzo rosa y marfil. ¿Tú conoces estos materiales?
—Un poco —respondió Hart—. ¿Cuándo escogiste esto?
—Hace un par de meses. Le prestaron la colección al Jarkway Muscum para una exposición de tres semanas. Yo fui y le echó una mirada. En general son artículos pequeños, del tamaño de un pulgar. Como antigüedades, valen una fortuna. Algunas de esas cosas tienen dos o tres mil años.
Hart estudió la hoja de papel y permaneció en silencio.
—Actualmente hay artículos por valor de un millón — prosiguió Charley—. Si los conseguimos, calculo que nos darán alrededor de trescientos cincuenta mil.
—Es mucho —comentó Hart, preguntándose si su tono era profesional.
—Sí, sé que parece mucho —asintió Charley—. Pero hay un mercado ansioso por este tipo de obras. Las perdieron hace muchos siglos, y ahora quieren recuperarlas.
—¿La China?
—Sí.
—¿Por medio de quiénes?
—Tienen gente trabajando aquí —manifestó Charley—. Tienen otros agentes en Sudamérica. Y algunos en las islas. Van de un lugar al otro hasta llegar a China.
Hart volvió a mirar la hoja de papel.
—Trescientos cincuenta mil —murmuró suavemente, muy suavemente.
—Es lo mínimo —respondió Charley. Señaló el papel—. ¿Qué te parece el lugar?
—Todavía no lo sé —dijo Hart cautelosamente, pero con la impresión de que no contestaba correctamente. Y entonces se preguntó a sí mismo qué otra cosa podría haber respondido.
—Lo haremos el viernes —informó Charley—. El viernes por la noche.
Para sus adentros, Hart se dijo: Hoy es miércoles. Es miércoles y después viene el jueves y después el viernes.
Sus ojos bajaron hacia el diagrama del papel y permanecieron allí, y entonces le pareció que la mansión se estaba levantando del dibujo y avanzaba hacia su rostro. Entonces fue en realidad el interior de la casa y ellos estaban adentro buscando los tesoros de arte y él hacía todo mal y demostraba su falta de capacidad profesional. Charley lo miraba y le sonreía, y cuando estaban nuevamente afuera y en el coche, Charley le mostraba la pistola y le dedicaba una sonrisa final y entonces lo mataba.
El viernes, pensó Hart. Recordó la fecha del Inquirer de ese día. Era el 11 de enero. De modo que el viernes sería 13. Eso no le gustaba, y se dijo que el viernes sería un día de mal augurio. Pero quizás no. Quizás si él podía...
—Al diablo con eso —exclamó en voz alta.
—¿Cómo? —preguntó Charley—. ¿A qué te refieres?
—Estaba pensando que algunas personas son supersticiosas —murmuró sonriéndole a Charley—. El viernes es trece.
Charley permaneció un largo rato en silencio, mirando la alfombra.
—¿Tú eres supersticioso? —inquirió.
—No —respondió Hart.
—Yo tampoco —dijo Charley; se volvió y señaló el sofá en el que Mattone estaba durmiendo—. Él lo es.
—Viernes trece —murmuró Hart—. ¿Crees que se preocupará por eso?
—Deja que se preocupe. De todos modos, siempre se está preocupando. No pasa un día sin que encuentre algo por qué preocuparse.
—Está bien —asintió Hart, encogiéndose de hombros—. Yo no tengo ningún inconveniente.
—Ojalá —comentó Charley, mirando por encima de él.
—Te dije que no soy supersticioso — afirmó Hart, sonriendo nuevamente.
—Sí, me lo dijiste —asintió Charley, siempre sin mirarlo—. Me dijiste muchas cosas. Cuantas más cosas me dices, más dudo.
Hart conservó su sonrisa, la hizo un poco oblicua, y entonces manifestó:
—Si no te gusta, Charley, ya sabes lo que puedes hacer.
Charley lo miró, y permaneció un largo rato en silencio. Entonces dijo suavemente:
—Quizás no sé lo que puedo hacer. ¿Quieres explicármelo?
—Puedes irte al infierno —manifestó Hart, sin perder la sonrisa.
—¿Estas bromeando?
—No, no estoy bromeando. Tú me llamaste mentiroso, y yo te dije adonde podías irte.
—No te pongas nervioso —respondió Charley—. YO no te llamé mentiroso.
—Oye, Charley —murmuró Hart, poniéndose de pie—. No me gusta que me insulten. Puedes hacerlo con Mattone, con Rizzio, con quien quieras. Si lo toleran, es cosa de ellos. Pero yo no lo aguantaré. Nunca se lo aguanté a nadie, y no empezaré por ti.
Charley inclinó la cabeza y estudió a Hart detenidamente.
—Dime una cosa —fue casi un susurro—. ¿A qué quieres llegar?
—¿Necesitas que te lo repita?
—Quiero que me digas lo que estás pensando verdaderamente.
—Ese es otro insulto —dijo Hart, casi sin mover la boca—. Los estás apilando, Charley.
Charley volvió a estudiarlo detenidamente.
—Es una lástima. No creí que ocurriría esto. Estabas empezando a gustarme.
En el tono de Charley hubo un rastro de sincera lamentación. Hart empezó a sentir una rigidez en la columna vertebral, y se dijo que quizás había llegado demasiado lejos. En algún lugar situado entre la columna y el cerebro podía oír nuevamente la voz de Frieda que le decía: "No se puede engañar a Charley."
—Incluso pensé que llegaríamos a ser amigos —agregó Charley.
—¿Para ir a pescar juntos? —inquirió Hart, y volvió a sonreír.
—Y a esquiar. Siempre quiso probar los esquíes, pero nunca tuve con quien hacerlo. Tú sabes, es doloroso no tener un amigo: La última vez que tuve un amigo, fue cuando era un muchacho de doce años.
—Pero como dice la Biblia, este es el momento de olvidar las cosas de niños.
—Tienes razón —asintió Charley—. Cuando uno crece encuentra un mundo frío, y en lo único que puede confiar es en una máquina de calcular.
Era una oportunidad, y Hart la aprovechó.
—No te pido que confíes en mí, Charley. Yo tampoco confío plenamente en mí mismo. Todo depende del momento y del lugar. El mes próximo podría dar un golpe al que no me atrevería hoy. Pero eso es para el futuro, y ahora nos interesa el presente. No tengo planes para el presente, excepto trabajar para ti y hacer lo que tú ordenes.
—Solo por ahora —murmuró Charley—. Es un contrato a muy breve plazo.
—Es lo mejor que puedo ofrecer —respondió Hart. Su tono pareció sincero, y a medida que hablaba comprendió que no necesitaría agregar nada más.
—¿Sabes una cosa, Al? —comentó Charley—. Creo que me has convencido.
Hart se encogió de hombros. Aplastó su cigarrillo en un cenicero. Su otra mano sostenía la hoja de papel en la que estaba dibujada la mansión Kenniston de Wyncote. Miró el diagrama de la casa, frunció ligeramente el ceño y preguntó:
—¿Esto fue dibujado en escala?
—No —contestó Charley—. Pero creo que puedes calcular cincuenta metros por cada centímetro. Desde el portón hasta la entrada del frente calculo que hay unos mil quinientos metros.
—Es un trayecto muy largo.
—Sí —murmuró Charley secamente—. Y podría ser una carrera muy larga.
—¿Tienen perros?
—Vimos dos —informó Charley—. Eran grandes y desagradables. Pero ese no será un problema, porque tenemos un experto en perros, Rizzio.
—¿Qué clase de perros eran?
—Doberman.
—Ojala sea verdaderamente un experto —murmuró Hart.
—Vengan—grito Frieda desde la cocina—. La cena está preparada.
Los seis estaban sentados alrededor de la mesa del pequeño comedor. Habían bebido jugo de tomate, y ahora estaban comiendo un bife con ensalada condimentada a la francesa. La carne era sabosa, no estaba muy cocida y todos estaban atareados dándole trabajo a las mandíbulas.
Hart estaba sentado junto a Rizzio. Las dos mujeres estaban instaladas frente a él, y Mattone y Charley estaban el uno frente al otro, en los extremos opuestos de la mesa. Mattone comía con la cabeza cerca del plato, y de pronto la levantó y miró la mesa. Luego le dirigió una mirada fulminante a Frieda.
—¿Qué ocurre? —inquirió Frieda, con la boca llena de carne y de ensalada.
—Dónde está la salsa inglesa? —preguntó Mattone.
—Busca en la cocina —dijo Frieda—. En el estante, junto al refrigerador.
—Tráemela —le ordenó Mattone a Myrna. —Tráetela tu —contestó Myrna. Lo dijo muy serenamente, pero su tono tuvo algo especial. Todos dejaron de comer y la miraron.
—Tráeme la salsa inglesa —repitió Mattone—. Y no volveré a pedírtela.
—Me alegro —contestó Myrna.
Mattone dejó el cuchillo y el tenedor sobre la mesa. —Está bien —intervino Charley—. Está bien.
—No —exclamó Mattone—. No, Charley. No está nada bien.
—Tráele la salsa —dijo Charley, mirando hacia el cielorraso.
Myrna no se movió. Estaba hundiendo el cuchillo en el bife, mientras lo sostenía con el tenedor. Nadie comía, y todos la miraban mientras ella cortaba la carne. Ella ni siquiera miraba el bife. Resultaba difícil descubrir qué era lo que miraba. Y Hart empezó a intuir que su negativa a atender a Mattone no tenía ninguna relación con Mattone.
—Yo la traeré —dijo Rizzio, empujando la silla hacia atrás, y empezó a levantarse. Pero Mattone lo contuvo apoyándole una mano en el hombro.
—Quédate sentado. Ella la traerá.
—Oh —exclamó Frieda—. Al diablo con esto. La traeré yo.
Pero Mattone le hizo un gesto para que no se moviese, y entonces dijo:
—Ella me traerá la salsa, ¿entienden? Su trabajo consiste en limpiar la casa y en ayudar en la cocina y en atender la mesa. Le pagamos para eso, y tiene que hacerlo.
Mattone tenía las mandíbulas fuertemente apretadas, y miraba a Myrna. Sus manos aferraban el borde de la mesa, y sus nudillos se ponían cada vez más blancos. Charley lo estaba estudiando, y entonces empezó a levantarse, pero precisamente en ese momento Mattone entró en acción, con un salto hacia arriba y luego hacia el costado, estirando el brazo y cerrando los dedos con fuerza sobre la muñeca de Myrna para hacerle soltar el cuchillo. Pero su otra mano siguió aferrando el tenedor, y cuando Mattone siguió retorciéndole la muñeca ella no pareció sentir ningún dolor, no emitió ningún sonido, y su rostro permaneció desprovisto de expresión mientras levantaba el tenedor y lo clavaba en el brazo de él, un poco más abajo del codo.
—Cristo —gritó Mattone. Se tambaleó hacia atrás, agarrándose el brazo herido. Chocó contra su silla, la derribó, y luego tropezó con ella y cayó al suelo.
Rizzio se puso de pie. Frieda lo imitó y entre los dos ayudaron a Mattone a levantarse del suelo. Charley estaba mirando a Myrna, y Hart miraba los dientes ensangrentados del tenedor que ella tenía en la mano. Ahora reinaba el silencio en la habitación, y le estaban quitando el saco a Mattone. La manga de su carniza empezaba a mancharse de rojo. La sangre manaba abundantemente. A él se le saltaron los ojos de las órbitas al ver cómo la manga se enrojecía y cómo la mancha se ensanchaba. El brazo herido colgaba flojamente, y su otro brazo temblaba mientras se desabrochaba la camisa. Sus dedos tironearon torpemente de los botones y Frieda lanzó un gruñido de impaciencia, se acercó más, sacó de un tirón los faldones de la camisa, tomó firmemente la tela blanca y la desgarró por delante.
—Mi camisa —gimió Mattone—. Estás desgarrando mi camisa.
Frieda siguió rompiendo la tela. El tajo abarcó toda la parte de adelante, pasó por el hombro y siguió por la espalda
—La has arruinado —chilló Mattone. Parecía casi histérico—. Poplín importado. Veintitrés con cincuenta... estaba hecha a medida.
—Cállate— ordenó Frieda, separando la manga de la camisa rota—. Traigan algo —dijo, sin dirigirse a nadie en particular—. ¿Tenemos agua oxigenada?
—La buscaré —respondió Charley. Lanzó un tenue suspiro al levantarse de su silla...
Frieda había doblado un trozo de la camisa desgarrada y estaba limpiando la sangre del brazo de Mattone. Ahora Mattone hablaba serenamente y sus facciones estaban tranquilas. Miró a Myrna y dijo:
—Mira lo que has hecho. Mira mi brazo.
Myrna no parecía oírlo. Estaba nuevamente en su silla y miraba el cuchillo que tenía sobre el plato. Su rostro estaba pálido pero sereno, y no había nada en sus ojos. Hart se dijo que quizás ella había perdido verdaderamente la razón, y se preguntó si habría alguna forma de ponerla a prueba. O quizás lo mejor sería que él no se metiese en ese lío. Diablos, esto era imposible. El estaba metido en el baile. Era a él a quien ella quería liquidar, y él lo sabía y sabía por qué.
Decidió probar el estado de Myrna. Metió la mano en el bolsillo del saco y extrajo un atado de cigarrillos. Le ofreció el atado, y preguntó:
—¿Quieres fumar?
Pero no obtuvo ninguna reacción. Ella siguió mirando el cuchillo que estaba sobre el plato. Frieda, Rizzio y Mattone estaban a la expectativa, preguntándose qué era lo que se proponía hacer Hart.
—No hay agua oxigenada. Lo único que tenemos es yodo— manifestó Charley, entrando en la habitación con el frasco de yodo, un trapo mojado y algunas vendas adhesivas. Vio lo que estaba haciendo Hart con el atado de cigarrillos, frunció el ceño y murmuró:
—¿Y ahora qué ocurre?
—Creo que está enferma —comentó Hart.
—No— dijo Mattone, que ahora sonreía ampliamente—. No está enferma. Tú sabes que no lo está. Tú sabes lo que le ocurre.
Hart no contestó. Charley le pasó a Frieda el trapo y el yodo, y ella aplicó la tela mojada sobre los agujeros que Mattone tenía en el brazo. Rizzio volvió a su silla y siguió comiendo el bife. Ahora Frieda estaba atareada con el yodo. Parecía que Mattone no sentía el ardor, porque seguía sonriéndole a Hart. Las vendas estaban sobre la mesa. Eran cuatro, y Frieda las estaba recogiendo una por una y las pegaba sobre los agujeros del brazo de Mattone. Charley había vuelto a su silla y siguió comiendo la carne. Frieda terminó su trabajo con las vendas adhesivas y volvió a ocupar su silla junto a Myrna, mientras Mattone se incorporaba lentamente y salía de la habitación. Entonces reinó el silencio, y todos siguieron comiendo sus bifes y la ensalada, con excepción de Myrna, que permaneció sentada con su expresión plácida en el rostro y con los ojos fijos en el cuchillo. Hart se estaba diciendo que debía concentrar toda su atención en la carne del plato. Pero mientras masticaba, su cerebro se apartaba del lugar hacia donde él quería conducirlo, lo desobedecía, y sus pensamientos se derrumbaban por una verdadera escalera hasta un verdadero sótano y hasta una auténtica caldera. Veía cómo el hermano de Myrna era descuartizado y lanzado al fuego. Entonces retrocedió al momento en que su rodilla estableció contacto con Paul, golpeando su ingle, provocando un trastorno en las entrañas de Paul, causando una hemorragia y luego el final, haciendo que la muchacha perdióse a su hermano. Lo que él le había quitado era algo «pie no podía ser devuelto, y ahora recordaba su conversación con Myrna en la sala, la noche de la muerte de Paul, y la turbación de ella. El dolor y el odio todavía no la habían penetrado.
Y ahora, cuando no quería verla, se sentía obligado a mirarla, y vio a la menuda muchacha delgada, con la cabellera negra y los ojos violetas y el pálido rostro sereno. Apenas un metro cincuenta y cinco, y si la balanza marcaba más de cuarenta y siete kilos era porque la balanza funcionaba mal. Parecía muy pequeña sentada allí. Y sin embargo él sabía que estaba enfrentado con el peligro, con un grave peligro, con algo más amenazante que todo lo que colgaba sobre su cabeza. Se preguntó si él podría decirle algo y...
Una ráfaga de música llegó al comedor. Era música de hot jazz que brotaba de la radio de la sala, seguida por pisadas, y entonces Mattone entró con una camisa nueva v una corbata pintada a mano y la misma sonrisa (pie había tenido en el rostro al salir. Hart vio que la sonrisa estaba dedicada a él.
—Ya te encuentras bien, Mattone. Termina con eso.
—¿Qué estoy haciendo? —preguntó Mattone humildemente.
—Dije que lo terminases.
Mattone pasó de largo junto a la mesa, pasando por detrás de Hart, y entró en la cocina. Cuando volvió al comedor traía en la mano la botella de salsa. Se sentó y volcó la salsa sobre el bife. Tomó una tostada con la mano del brazo sano y extendió sobre ella una espesa capa de manteca. Mordió un buen pedazo de tostada .y luego cortó un trozo de carne. Se metió la carne en la boca y la masticó enérgicamente, y mientras hacía esto volvió a sonreírle a Hart.
Desde la sala llegaban los sones de una trompeta, mientras el címbalo competía con ella en violencia.
—Santo cielo, ¿es que necesitamos este ruido? —protestó Rizzio.
—Déjalo —dijo Mattone—. Es Dizzy Gillespie. Me gusta Dizzy Gillespie.
—Parece alguien atrapado debajo de una aplanadora — comentó Frieda.
—No exactamente —respondió Mattone—. No se parece a nada que salga de una boca humana —su sonrisa desapareció por un momento, dejó de masticar la carne y frunció el ceño pensativamente—. Yo te diré lo que es. Es...
—Es bep bop— intervino Rizzio—. ¿No es be-bop?
—Claro que es bop —asintió Mattone—. Pero no es eso lo que quiero significar. Lo que quiero significar es...bien, cuando Dizzy sube las notas más y más, quiere decir algo, habla claramente, explica cómo suena por dentro.
—¿Adentro de qué?
—Acá adentro— dijo Mattone, e indicó la cabeza y el pecho—. ¿Entiendes?
—No—. contestó Rizzio.
—Porque eres un imbécil —explicó Mattone amablemente—. Se necesita tener sesos para entender lo que quiero significar. Como nuestro amigo aquí presente.
Señaló a Hart con el dedo.
—¿Vuelves a empezar? —inquirió Charley tranquilamente—, ¿No tuvimos bastante para una noche?
—Simplemente quería conversar —respondió Matto-ne—. Nuestro amigo sabe lo que quiero significar. Sabe cómo suena por dentro.
—Déjalo en paz —ordenó Charley, levantando un poco la voz.
—No lo estoy molestando —afirmó Mattone—. La que lo molesta es esta muchacha. Ella lo tiene muy preocupado.
—Oh, por Dios —protestó Frieda—. Haz algo, Charley. Hazlo callar.
Charley le sonrió muy fríamente a Mattone. Era un último aviso.
Pero Mattone había empezado y no podía terminar, así como ciertos reptiles están biológicamente imposibilitados para interrumpir una comida una vez que tienen en la boca la cabeza de la víctima.
—Ella me pinchó con el tenedor —explicó Mattone—, pero en realidad quería clavárselo a él. Y no en el brazo.
Charley empezó a levantarse de su silla, pero Hart estiró la mano y la apoyó sobre el hombro de Charley.
—Quédate sentado —murmuró Hart—. Déjalo hablar. Quiero oír el resto.
—Claro que sí —asintió Mattone sonriendo—. ¿Quieres comprobar si coincide con lo Que estás pensando? ¿No es cierto?
Hart hizo un gesto afirmativo. Y ahora estaba mirando a Myrna. Ella había levantado ligeramente la cabeza y sus ojos estaban enfocados inexpresivamente en su mentón, o quizás en su cuello. El no estaba muy seguro.
—¿Entienden lo que quiero significar? —preguntó Mattone, mirando a los otros comensales—. Ella lo odia a él y se desahoga conmigo. Supongo que esto ocurre a veces. Cuando están tan perturbados que no saben a quién quieren lastimar, lastiman al más próximo. Pero tarde o temprano afinan la puntería. Es cuestión de tiempo.
—Maldito granuja —murmuró Frieda, mirando con repugnancia a Mattone.
—¿Yo? —preguntó Mattone con tono inocente—. Te equivocas, Frieda. Yo sólo quiero ayudar. No me gustaría verlo herido.
—Sí —exclamó Frieda—. Sí, naturalmente.
—Le doy un consejo, y eso es todo —afirmó Mattone—. Le digo simplemente que se cuide. Que no la pierda de vista. Que vigile todos sus movimientos. O quizás... —titubeó un momento, y luego lo dejó caer—. Quizás debería hacer lo más seguro, y ahuecar el ala.
Por un momento reinó un pesado silencio. Frieda miraba a Charley, esperando que este se levantase nuevamente y golpease a Mattone. Pero Charley no se movió. Estaba mirando a Myrna. Esta interrumpió el silencio arrastrando la silla hacia atrás. Entonces se puso de pie, dio un rodeo a la mesa muy lentamente, casi como si fuese una sonámbula, y salió de la habitación.
—¿Quién quiere café? —preguntó Rizzio.
-Todos tomaremos café —dijo Frieda—. ¿Tienes un poco de café envenenado para Mattone?
Charley miró a Frieda. Luego miró a Hart. Entonces miró nuevamente a Frieda y su cabeza hizo un gesto casi imperceptible.
—¿Hay licor? —inquirió.
—Tenemos un poco de whisky y un poco de gin.
—Trae el gin —ordenó Charley.
—¿Qué ocurre ahora? —preguntó Mattone, mirando alternativamente todos los rostros, sin obtener respuesta.
—No te interesa —contestó Charley. Su mirada oscilaba entre Frieda y Hart.
Rizzio trajo el gin. Estaba intrigado, con el ceño fruncido porque Charley no bebía gin casi nunca, y lo pedía solo cuando estaba trastornado y necesitaba algo que lo reanimase urgentemente.
Charley tomo la botella y empezó a servir el gin en un vaso de agua. Lo lleno hasta las tres cuartas partes. Se llevo el vaso a la boca y bebió el gin como si fuese agua.