Veinte

 

Hugh pensaba que se había recuperado bien. Se había sumergido en sus obligaciones para con el Club de la Máscara, renunciando a la idea de abandonarlo. Después de cerrar el club por las noches, ¿qué importaba que consumiera demasiado brandy con la intención de conciliar el sueño?

Ignoraba las casi diarias reconvenciones de su madre. No veía a nadie fuera del club. De hecho, rara vez salía de allí. La Temporada florecía sin él. Los preparativos para la coronación del rey producían una cierta expectación, pero… ¿qué tenía eso que ver con él?

Transcurrió una semana entera. Dafne, estaba seguro de ello, había regresado a su residencia campestre, dondequiera que estuviera. Nunca se había molestado en descubrir dónde vivía y a esas alturas carecía de importancia. Por completo.

Aquella tarde abrió la puerta del comedor y paseó por la estancia para asegurarse de que todo estuviera en orden para la noche. Había adquirido la costumbre de revisarlo todo dos o tres veces… para ayudar a que los días pasaran más rápidamente. Aquella tarde contempló el pianoforte, elemento ocioso e inútil desde que su hermana dejó de tocar. Contratar a una pianista para aquella sala había sido una buena idea. Mucha gente había acudido a la casa de juego solo por oír tocar a Phillipa. Seguro que habría por ahí otra señorita cantante a la que podría contratar…

Se sentó en el banco del pianoforte y cerró los ojos. Como ya había hecho una vez antes, tocó las notas de El último puesto.

Se volvió y se levantó del banco. Abandonó el comedor mientras se preguntaba si quedaría algo de brandy en la botella que había dejado en el salón.

Antes de que pudiera subir las escaleras, Cummings se le acercó.

—El capitán Rhysdale desea veros.

Rhys siempre era «el capitán» para Cummings.

—¿Dónde? —inquirió Hugh.

—En el vestíbulo.

Si Hugh había oído que Rhys había regresado a la capital, se había olvidado. Había recibido notas de Ned y de Phillipa, así como de su madre, pero les había hecho poco caso.

Cuando llegó al vestíbulo, vio que Rhys no se había quitado ni el sombrero ni los guantes.

—Acompáñame, Hugh —le ordenó.

Hugh alzó las manos.

—No puedo, Rhys. Necesito preparar el club para la noche.

—No, tú no —dijo él—. MacEvoy y Cummings se encargarán de ello. Nos ha convocado tu madre y a mí me han comisionado para que me asegure de que esta vez irás.

—No iré.

—Sí que irás —le puso el sombrero en la cabeza—. No me obligues a pelearme contigo.

Hugh esbozó una mueca.

—Creo que preferiría pelearme.

Rhys tiró de él hacia la puerta.

—Todavía puedo ganarte.

—Todavía puedo ganarte yo a ti —lo desafió Hugh, pero enseguida pensó que el esfuerzo no merecería la pena. Tarde o temprano tendría que enfrentarse con su familia, así que… ¿por qué no en ese momento?

Al menos Rhys no le hizo preguntas mientras recorrían a pie la corta distancia que lo separaba de la residencia de los Westleigh en la capital. Xavier debía de haberle contado a Rhys lo de Dafne y la carta. Hugh sospechaba que la familia entera conocía la historia.

Pero no la historia completa. Ninguno de ellos sabía que se habían acostado juntos. Ninguno sabía que ella lo había cuidado mientras estuvo ciego. Esos recuerdos se los guardaba para él solo.

 

 

Cuando Rhys y él llegaron a la casa y entraron en el salón, el resto de la familia estaba allí reunida. Su madre. El general. Ned y Adele, cuya cintura ya estaba ensanchando. Xavier y Phillipa, con expresión compasiva. Celia, con gesto especialmente alerta. Obviamente su madre había ordenado que nadie hablara con él de Dafne, porque apenas le dirigieron la palabra. No le preguntaron nada que no pudiera responder con una o dos sílabas.

Durante la cena, tuvo más apetito de vino que de comida. La conversación no le interesaba. Observaba a su familia como si fueran los exóticos animales de la Torre de Londres, especies completamente diferentes a la suya. Había sentido eso mismo antes, cuando intentaron convencerlo de que Dafne no era de fiar.

Por supuesto, habían tenido razón.

Aunque… ¿cómo encajaban las apasionadas noches que Dafne y él habían compartido con la imagen que su familia le había pintado de ella? Aquello era como la pieza de un rompecabezas completamente diferente.

Después de la cena se retiraron al salón, donde Hugh se sentó con una copa de brandy que se dedicó a rellenar constantemente.

La madre de Hugh sacó entonces una carta.

—Adele, querida, he recibido carta de tu abuela. Me había olvidado completamente de decírtelo. ¿Te la leo?

—¡Oh, sí, por favor! —gritó Adele con un entusiasmo que hizo que Hugh esbozara una mueca.

Su madre alzó la carta con ostentación.

—«Querida Honoria…». No sé a qué responde tanta familiaridad, dirigiéndose a mí por mi nombre de pila. Vaya. Querida Honoria.

Hugh se sentó muy derecho. «Querida Honoria…», repitió para sus adentros.

Un pensamiento que no se le había ocurrido antes lo golpeó de pronto como un martillo a un yunque.

—Un encabezamiento —pronunció la palabra en voz más alta de lo que había pretendido y todo el mundo se lo quedó mirando boquiabierto. Se volvió hacia Xavier—. Pero la nota no tenía ningún encabezamiento, ¿verdad?

Su madre frunció los labios.

—De verdad, Hugh. No dices una palabra en toda la noche y luego nos interrumpes con una tontería.

—No es una tontería —se levantó de la silla y se dirigió a donde se encontraba Xavier, de pie—. La carta que recibiste de Dafne. No tenía encabezamiento.

Xavier se mostró perplejo.

—Creo que no lo tenía.

Phillipa lo interrumpió.

—Yo sé que no lo tenía. Recuerdo que en su momento me pareció raro, pero… ¿qué importa eso?

Hugh se sintió como si su cerebro se hubiera aclarado de repente.

—Significa que la carta pudo no haber sido dirigida a Xavier —se golpeó los labios con los dedos—. Dime, aquella carta que te envió dos años atrás… ¿tenía encabezamiento?

Evidentemente Xavier sabía muy bien a qué carta se refería: aquella que le envió Dafne pidiéndole que se encontrara con él en el Club de la Máscara. Xavier sacudió la cabeza.

—No lo recuerdo.

—Yo sí me acuerdo —dijo Phillipa—. Recuerdo hasta la última palabra. Empezaba así: «Mi querido Xavier…».

Hugh alzó un dedo en el aire.

—¿Entonces por qué no empezó esta última carta de la misma manera?

Qué estúpido había sido. Había visto lo que alguien había esperado que viera: que Dafne había buscado una relación con Xavier. ¿Pero y si la carta no había sido originalmente escrita para Xavier?

—Ella escribió la carta a otra persona, y esa otra persona cortó el encabezamiento —Hugh estaba seguro de ello. Ahora las piezas encajaban perfectamente.

—Hugh —Ned alzó los brazos—. Has vuelto a perder el juicio. Esa mujer iba detrás de Xavier.

—Estoy de acuerdo con Ned —terció Adele, como si su opinión tuviera algún peso para Hugh.

Ned continuó:

—Tú sabes cómo es esa mujer.

—Cómo era —enfatizó Hugh—. Cómo era. Ha cambiado. No es la mujer que era entonces.

—¡Eso es un completo absurdo! —exclamó su madre.

Hugh se volvió de nuevo hacia Xavier, como si su madre no hubiera dicho nada.

—Esa nota se la envió a otra persona.

Xavier no parecía muy convencido.

—Me parece un engaño demasiado recargado, entonces: que ella enviara su carta a otra persona, que esa otra persona cortara el encabezamiento y que luego conociera mi dirección para enviármela. ¿Por qué habría alguien de hacer tal cosa?

—No lo sé —admitió Hugh—. Solo sé que lo hizo.

Xavier sacudió nuevamente la cabeza.

—La única explicación razonable es que la envió ella.

Rhys se incorporó a la conversación.

—Pero la versión de Hugh es factible.

—Solo hay una manera de averiguarlo —intervino Celia—. Ve a buscarla. Pregúntaselo. Escucha lo que tenga que decirte.

Cosas todas ellas que no había hecho.

—Tienes razón, Celia —admitió Hugh, aunque enseguida se desanimó—. Solo hay un problema.

—¿Cuál es? —quiso saber Celia.

Hugh se encontró con su mirada.

—Se ha ido.

 

 

Hugh montaba el mismo caballo que había adquirido en Thurnfield, el caballo que Dafne le había conseguido para que montara allí, el mismo que había montado cuando realizó su solitario viaje de vuelta a Londres después de que ella lo hubiera abandonado. Esa vez, sin embargo, galopaba hacia ella.

Descubrir a dónde había ido había sido asunto fácil. Simplemente fue tras la pista de Everard, su apoderado. Para su sorpresa, la entrevista con Everard significó al mismo tiempo la resolución del misterio de la carta. Dafne la había escrito para la señora Everard, quien sabía por su marido de su antiguo enamoramiento por Xavier. La señora Everard había cortado el encabezamiento y enviado la nota a Xavier, esperando crearle problemas a Dafne. La mujer había reaccionado así por celos, todo lo cual tenía perfecto sentido para Hugh.

Al menos Everard no parecía estar al tanto de la relación de Hugh con Dafne, y Hugh tampoco lo ilustró al respecto. Aunque él no le explicó por qué necesitaba ponerse en contacto con Dafne, Everard le informó de todas formas de que su residencia campestre estaba en Vadley, cerca de Basingtoke, a una jornada a caballo de Londres.

 

 

Era ya media tarde para cuando Hugh llegó al pueblo. Se detuvo en la taberna de la posada para reponer fuerzas y preguntar por la dirección de la casa.

Cayó simpático al tabernero, que le contó muchas cosas sobre lady Faville.

—Permitidme que os diga que no era muy popular aquí la primera vez que llegó. Al margen de lo bella que era, no le importaba hacer más difícil la vida de aquellos que dependían de ella. Pero ahora dicen que ha hecho importantes reformas en sus casas y que les ha subido los salarios —continuó detallándole sus otras buenas obras mientras le servía otra jarra de cerveza—. ¿Sois vos amigo suyo?

—Lo soy —respondió Hugh. Tenía intención de ser un fervoroso amigo suyo a partir de aquel momento.

Tras despedirse del tabernero, cabalgó hasta la casa de Dafne. Atravesó la verja y continuó por el camino flanqueado de árboles hasta el gran edificio de arenisca de estilo jacobino que se alzaba al fondo. Cuando llegó a la puerta principal, desmontó e hizo sonar la aldaba.

Toller abrió la puerta.

—¡Señor Westleigh!

Hugh sonrió.

—Toller. Estoy sorprendido y a la vez complacido de verte aquí.

—La señora Toller… lady Faville, quiero decir —sonrió—, me ofreció un puesto.

Otra buena obra.

—¿Está en casa? —preguntó—. ¿Le preguntarás si quiere recibirme?

Pero Toller negó con la cabeza.

—Está fuera, visitando a los arrendatarios, creo. Podréis esperarla en el salón.

No podría soportar la espera.

—Podría ir a buscarla a donde estuviera…

—¿Y sorprenderla? —Toller le indicó cómo llegar a las casas de los arrendatarios.

Hugh volvió a montar en su caballo, con la esperanza de no tardar mucho en encontrarla.

 

 

La divisó de lejos, sin saber de cierto en un principio si era ella. Llevaba un vestido tan sencillo que habría podido pertenecer a cualquiera de sus trabajadoras. Ataviada con un delantal blanco, portaba una gran cesta. Su rostro quedaba oculto por las anchas alas de su sombrero de paja. Se acercó lentamente e identificó el momento exacto en que ella lo reconoció.

Desmontó.

—¿Reconoces el caballo?

—Sí —acarició la cabeza del animal.

La suave luz de la tarde iluminaba su rostro, coloreándolo. El azul de sus ojos rivalizaba con el del cielo. Nunca la había visto tan bella.

Su expresión, sin embargo, era desconfiada.

—¿A qué has venido, Hugh?

—Esta vez, para disculparme.

Dafne continuó andando.

—Para disculparte.

Caminó a su lado, llevando el caballo de la rienda.

—Por no escucharte. Por no creerte. Me equivoqué contigo.

—Eso no importa —repuso ella con tono desapasionado, sin emoción.

—¿Qué quieres decir con que no importa? —él en cambio estaba cargado de emoción. Sentía júbilo de verla. Arrepentimiento por su comportamiento. Miedo a que no llegara a perdonarlo.

—Quiero decir que eso no cambia las cosas —de repente parecía triste.

—He vuelto contigo, Dafne —¿había perdido su oportunidad? El corazón le atronaba en el pecho—. Para pedirte perdón. Me dejé llevar por el pasado. Escuché a mi familia. Dejé que tanto el pasado como mi familia me cegaran. Pero ahora puedo ver con claridad. Quiero empezar de nuevo. Quiero estar contigo.

Dafne se detuvo de pronto y alzó la mirada hacia él con una expresión llena de dolor.

—Me he reconciliado con eso. El pasado siempre me perseguirá, siempre estará ahí para interponerse entre nosotros —alzó una mano como para tocarlo, pero enseguida la bajó—. Lo intentamos, pero el pasado siempre vuelve. Yo no puedo cambiar lo que he hecho. Nunca podré cambiarlo y eso siempre será un obstáculo.

Un sordo dolor fue creciendo en el pecho de Hugh.

—Pero tú has cambiado. Hasta el tabernero del pueblo lo sabe.

Ella empezó a caminar de nuevo.

—Sí, he cambiado, y no quiero volver a ser la mujer que era antes. Pero esa mujer sigue formando parte de mí. Todavía debo pagar por lo que hice —lo miró—. Tu familia nunca me perdonará, y tampoco debe hacerlo.

—Maldita sea, Dafne. Si tu comportamiento fue imperdonable, entonces el mío debe serlo también —caminó unos cuantos pasos antes de detenerse—. No me importa tu pasado y estoy decidido a no repetir el mío —al ver que intentaba alejarse, la sujetó de un brazo—. Yo quiero estar contigo. Te pedí que te casaras conmigo y me dijiste que sí. Renuevo mi propuesta. Cásate conmigo y vivamos juntos. Olvídate del resto.

 

 

Dafne contempló su rostro, aquel rostro tan querido. Miró aquellos ojos que la miraban a su vez tan intensamente, y se regocijó de nuevo de que pudiera ver, evocando lo que debía de haber sentido mientras estuvo ciego y vendado, caminando tentativamente con un bastón.

Anhelaba estar con él más que cualquier otra cosa, pero habían llegado muy lejos antes y todo se había acabado. ¿Podrían soportarlo una segunda vez?

—¿Qué me dices de tu familia, Hugh? ¿No te desheredarán?

Ella no tenía familia. Tanto peor sería tenerla y que no lo reconocieran a uno.

Él la tomó firmemente de los hombros.

—Puede que sí. O puede que ellos cambien también. Eso es cosa suya. Yo solamente sé que haberte perdido ha sido un tormento, y que no estoy dispuesto a escoger a mi familia antes que a ti.

Desvió la vista.

—No lo sé.

La obligó a que lo mirara de nuevo.

—Te amo, Dafne. Si necesitas tiempo, lo entiendo. Pero permíteme que te corteje. Tomaré habitaciones cerca de aquí. Dame la oportunidad de demostrarte que he cambiado, que creo en ti. Completamente.

—Pero yo no quiero viajar, Hugh. Quiero quedarme aquí. Hay mucho que hacer en este lugar. Con un pequeño esfuerzo por mi parte, puedo ayudar de verdad a las gentes que trabajan para mí. Podría hacer su vida mucho más fácil.

Él sonrió.

—Creo que me estás diciendo que sí —la levantó en volandas y empezó a dar vueltas. El caballo percibió su entusiasmo y relinchó. Cuando de nuevo la bajó al suelo, continuó abrazándola—. Nada de viajes —la besó—. Nos quedaremos donde quieras. En ti he encontrado lo que estaba buscando.

Inclinó la cabeza y le acarició los labios con los suyos. Ella le echó los brazos el cuello y él la besó con pasión. Deseó que aquel beso no terminara nunca. Qué maravilla. Qué milagro. Dafne lo amaba.

Y él la amaba a ella con todo su corazón y toda su alma.