Diecinueve

 

Dafne se sentía como si estuviera flotando entre nubes mientras Monette la ayudaba a vestirse y le arreglaba el pelo.

Monette le sonrió.

—No necesitáis contarme por qué estáis tan contenta, milady. Sabemos que el señor Westleigh compartió vuestro lecho esta noche.

Dafne sonrió.

—Yo nunca dije que lo hiciera.

—No son muchas las cosas que en una casa le pasan desapercibidas a un sirviente.

Dafne le lanzó una mirada divertida.

—Parece como si llevaras en el servicio toda tu vida, Monette, en lugar de unos pocos meses.

La muchacha se puso seria.

—En ese sentido, la abadía no era muy distinta de la casa. Siempre estábamos al tanto de todos los secretos. Pero yo prefiero ser doncella de una dama —dijo con gesto decidido—, porque pronto tendré yo también un hombre, cuando llegue Toller.

Dafne le apretó la mano.

—Monette, no debes acostarte con Toller, a no ser que se case contigo. Para mí es diferente. Yo estuve casada, pero tú eres una criada y debes conservar tu doncellez hasta que un hombre se case contigo.

Monette frunció el ceño.

—Pero puedo recibir besos, ¿verdad?

El rol de aya era nuevo para Dafne.

—Puedes recibir besos, pero tienes que llevar buen cuidado de que la cosa no pase a mayores —de repente se le ocurrió algo—. Monette, ¿sabes tú lo que ocurre entre un hombre y una mujer? Entre un hombre y su esposa, quiero decir.

—Lo sé, madame —le aseguró la muchacha—. Las novicias hablaban de ello durante todo el tiempo. Y observábamos a los animales, claro.

—Es un poco diferente a como lo hacen los animales —el corazón de Dafne se llenó de ternura, y también de preocupación, por su doncella. ¿Sería eso lo que sentiría una madre? Experimentaba un sentimiento muy protector. De hecho, pensaba tener una larga conversación con Toller cuando volviera. No quería que Monette sufriera daño o maltrato alguno, a manos de nadie.

 

 

Cuando Dafne bajó a desayunar, el señor Everard estaba esperando en el vestíbulo. Carter se encontraba al pie de la escalera.

—El señor Everard desea hablar con vos, milady —pronunció Carter al tiempo que lanzaba una apenas discernible mirada de desaprobación a su visitante.

Asintió con la cabeza y se volvió hacia Everard.

—Desayune conmigo y cuénteme a qué se debe esta nueva visita suya.

—Mis disculpas, milady —le hizo una reverencia—. Os quitaré muy poco de vuestro tiempo.

La siguió a la sala del desayuno. Dafne fue directamente al aparador y eligió una rodaja de jamón y algo de queso.

—Sírvase —lo invitó ella.

—No me quedaré mucho tiempo —esa vez no se sirvió comida, sino que se puso a pasear de un lado a otro de la habitación—. Temo que mis esfuerzos por ayudaros enviándoos a mi esposa con recomendaciones sobre los fabricantes de muebles ha tenido imprevistas consecuencias.

La extrañó que hubiera sido tan directo. Se sentó y se sirvió un poco de té.

—¿Qué consecuencias?

—Mi esposa cree que yo os profeso un afecto que va más allá… del que un hombre de mi posición debería profesaros.

Dafne pensó que su esposa era evidentemente más perceptiva que él, cuando no había visto lo que resultaba tan evidente.

—Interpretó que yo la enviara aquí como un ardid —continuó Everard—y no como una necesidad por vuestra parte.

—Señor Everard, yo no le pedí que me visitara ni que me enviara a su esposa. Eso fue cosa suya. No puede culparla por encontrar el asunto un tanto extraño.

Everard se frotó la frente.

—Sí. Sí, lo sé. Fue un grave error.

—Espero que se disculpara usted con ella.

Volvió a pasear por la habitación.

—Lo hice. Muchas veces, pero piensa que yo la veo tan gris y aburrida en comparación con vos… —se interrumpió y sacudió la cabeza—. Por supuesto, no hay comparación posible. Quiero decir, yo no os estoy comparando con mi esposa…

Dafne habría apostado lo que fuera a que jamás le había dicho a su mujer que era bonita o hábil, o que la valoraba en cualquier sentido.

El hombre se quedó pensativo.

—Quizá le haya hablado demasiado de vos. O… de vuestros asuntos. De vuestros asuntos financieros, quiero decir —pareció reconsiderar esa frase—. No es que haya divulgado detalle alguno. Yo simplemente hablo de mi trabajo con ella, nada más…

¿Qué era lo que le había contado a su esposa de ella? ¿Le habría hablado del tiempo que había pasado en el Club de la Máscara? Su esposa, ¿tendría a Dafne por una mujer aficionada a romper matrimonios? Si ese era el caso, no le extrañaba que la pobre estuviera tan preocupada.

—Señor Everard, si su esposa está preocupada por la relación que mantiene usted conmigo, entonces no debería visitarme con tanta frecuencia, sino solamente a propósito de un asunto de gran importancia.

—Esto es de gran importancia —se quejó—. Mi esposa amenaza con abandonarme…

—Yo no tengo capacidad alguna de influenciar sobre su esposa.

Pensó que la mujer del señor Everard figuraba claramente entre la gente que la despreciaba.

—Pero yo os suplico que me hagáis un favor.

Dafne casi temió que fuera a caer de rodillas ante ella.

—No os resultará difícil y vos saldréis también beneficiada, os lo prometo —insistió.

—¿Qué es lo que puedo hacer por usted?

Se inclinó hacia ella, juntando las manos en actitud de súplica.

—Escribidle una carta, Suplicadle que se reúna con vos en la tienda de muebles. Decidle que necesitáis su consejo sobre el mobiliario que queréis comprar.

¿Qué daño podía hacerle eso? Quizá la señora Everard supiera qué clase de muebles convenía mejor a sus inquilinos. Además, dos años atrás ella había manipulado desvergonzadamente al señor Everard. Podía al menos complacerlo en ese aspecto. No se hacía ilusiones, sin embargo, de que escribiendo esa carta y forzando aquella entrevista consiguiera de la noche a la mañana que la señora Everard dejara de despreciarla y de sentirse celosa hacia ella.

—Muy bien —cedió—. Lo haré, pero usted deberá hacer algo por mí. Y deberá prometérmelo.

El hombre la miraba con una expresión de veneración.

—Haré cualquier cosa que me pidáis, milady. Siempre lo he hecho.

Ella le habló como si fuera un niño, usando lo que Hugh denominaba su «voz de institutriz».

—No deberá usted hablar nunca de mí con su esposa. Deberá decirle una vez al día que es hermosa. Deberá darle las gracias cada día por las cosas buenas que ella hace por usted, aunque las considere vulgares, como planificar las comidas, encargarse de lavar vuestra ropa o de la limpieza de la casa.

El hombre frunció el ceño.

—¿Es eso lo que deseáis?

Asintió con gesto enfático.

—Y deberá animarla a que se compre bonitos vestidos y sombreros. Y si se hace algún bonito vestido para ella, le dirá que está preciosa con él.

Se daba cuenta de que todas esas cosas eran las mismas que su marido había hecho por ella, cosas que habían halagado su vanidad. Pero, con el tiempo, ella había aprendido que había necesitado otras más.

—Y hablará con ella —continuó Dafne—. Le pedirá su opinión. Le preguntará por lo que es importante para ella —hasta que conoció a la abadesa, y a Hugh, nadie le había hecho nunca a ella esa pregunta.

Everard la miraba escéptico.

—Prométamelo o no escribiré esa carta ni me entrevistaré con ella en la tienda de muebles —volvió a dirigirse a él como una severa institutriz.

—Lo haré —dijo Everard con voz desesperada.

Por desgracia el hombre no podía detectar la sabiduría de aquellas palabras, aunque terminaría quizá por darse cuenta cuando experimentara los resultados.

—Pídale a Carter que traiga el recado de escribir y le escribiré su carta.

El hombre se apresuró a hacer lo que le decía.

Cuando llegara el momento, mandaría alistar su carruaje y le pediría a Smith que la llevara a ella y a Carter a Cheapside, a la tienda de muebles de Jeffers. Esperaba que no se cruzara con Hugh si decidía acudir a visitarla mientras ella estaba fuera. Le dejaría recado de que la esperara.

 

 

Poco después de mediodía Hugh estaba sentado en el salón de juego con MacEvoy, Cummings y algunos de los crupieres, pidiéndoles su opinión sobre la posibilidad del funcionamiento del local sin su presencia. Nadie veía dificultad alguna en ello. MacEvoy pensaba que con una visita mensual de un miembro de la familia sería suficiente, para asegurarse de que el club era dirigido a su conveniencia. Quizá pudieran contratar a un caballero para sustituirlo, alguien como sir Reginald, que era un visitante asiduo del local, pero que podría disfrutar de algunos fondos de la casa para jugar.

Hugh no podía esperar para exponer el plan a la familia. Tendrían que aceptarlo, porque pensaba declararse liberado de cualquier obligación.

De repente se abrió la puerta del salón y entró Xavier.

—¡Xavier! Pasa —le hizo un gesto—. Quiero que oigas lo que estamos hablando.

Xavier saludó a todo el mundo con una inclinación de cabeza.

—Me alegro de verlos a todos —miró a Hugh—. ¿Puedo hablar antes contigo? ¿En el vestíbulo?

Hugh se levantó.

—Por supuesto.

Algo marchaba mal. ¿Tendría que ver con algún miembro de la familia?

Para su sorpresa, Phillipa estaba esperando en el vestíbulo.

—¿Qué ocurre? —inquirió, cada vez más alarmado—. ¿Está alguien enfermo? ¿Herido?

—No es nada de eso —le aseguró su hermana.

Xavier se sacó un papel del bolsillo.

—Recibí esta carta hace un rato. Pensamos que debías verla.

Hugh recibió la nota y reconoció de inmediato la letra. En la casa de campo de Thurnfield le habían entregado una nota similar que había leído suficientes veces como para familiarizarse con su escritura.

 

¿Sería usted tan amable de reunirse conmigo en la tienda Muebles Jeffers a las tres de esta tarde? Después de nuestra entrevista de ayer, me di cuenta de que necesitaba de usted, y solo de usted, para poner en marcha mi plan.

Por favor, olvide cualquier malentendido y hágame el honor de asistir a esta cita.

 

Afectuosamente suya.

Dafne, lady Faville

 

Hugh estrujó la nota.

—Un muchacho me la entregó hace un rato —explicó Xavier—. Nos dijo que una dama le pagó para que lo hiciera.

Phillipa le tocó el brazo.

—Lo siento mucho, Hugh.

Sintió que se le cerraba la garganta.

—No.

¿Dafne concertando una cita con Xavier? ¿Qué había sucedido? ¿Acaso ella había empezado a pensar en Xavier después de que él la hubiese dejado esa misma mañana? ¿O tal vez había planeado un encuentro con Xavier antes de que él la hubiera pedido en matrimonio? En ese caso, Ned habría tenido razón durante todo el tiempo. Quizá Hugh había caído en una trampa diseñada solamente para permitirla que se acercara a Xavier. ¿Sería es el «plan» que ella deseaba «poner en marcha» con él?

Un tajo de sable no le habría producido mayor dolor que su traición. Hugh se había dejado engañar por ella una vez, cuando se presentó ante él como la señora Asher, y ahora había vuelto a hacerlo.

—¿Qué hora es? —preguntó.

Xavier sacó su reloj de bolsillo.

—Las tres y veinte.

Rápidamente recogió su sombrero y sus guantes.

—Puede que todavía siga allí. Voy a buscarla.

 

 

A Dafne no la sorprendió que la esposa de Everard no apareciera en la tienda de muebles. De hecho, se sintió aliviada. Fácilmente podría elegir los muebles que pensaba regalar a sus arrendatarios ella sola, sin tener que soportar actitudes desagradables. En el día en que Hugh le había pedido en matrimonio, solo deseaba estar contenta y ser feliz.

Le encantó la tienda de muebles. Percibía que era un negocio muy próspero, con trabajadores contentos y satisfechos. Las piezas estaban muy bien hechas, con buenas maderas. El señor Jeffers, el propietario, un hombre de aspecto temible con la cicatriz que le cruzaba la cara, era simpático y se notaba que se sentía muy orgulloso de su negocio. Se mostró muy complacido cuando ella le encargó diez escritorios de roble para sus arrendatarios y una docena de arcones de pino para los trabajadores de la granja y de las cuadras.

El señor Jeffers y ella habían terminado la transacción cuando se abrió la puerta de la tienda.

Dafne se volvió y esbozó una sonrisa de sorpresa.

—¡Hugh!

Pero la mirada que él le devolvió fue como un cuchillo.

—¿Sorprendida de verme, Dafne?

Tras él entraron Xavier y su esposa.

—¿Señor Campion? —Jeffers se dirigió hacia él.

Xavier le indicó que se retirara, y el hombre desapareció detrás de la cortina que separaba el taller de trabajo de la tienda.

El corazón de Dafne atronaba de angustia. Algo estaba pasando, algo horrible. Carter debía de haberlo percibido también, porque se apartó del rincón donde había estado esperando para situarse a su lado.

Desvió la mirada hacia Xavier y a Phillipa.

—No entiendo.

Hugh la miraba como si fuera una apestada. Le entregó un papel arrugado.

Dafne miró la nota.

—Pero esto es… ¿cómo la has conseguido?

—Por Xavier, evidentemente —respondió Hugh con voz áspera.

—¿Pero cómo él…? —le devolvió la carta a Hugh—. ¡Yo no le envié esto a Xavier!

Él se acercó a ella, echando chispas por los ojos.

—Es tu letra, Dafne.

—No sé cómo explicarlo —ella había enviado la nota a la señora Everard.

Hugh resopló, furioso.

—No lo intentes. No te creeré.

Le flaquearon las piernas. Tuvo que agarrarse al brazo de Carter.

—¡Yo no le envié esto a Xavier! —miró a Xavier—. Yo no sé dónde vives.

—Conocías mi tienda. Pudiste haber averiguado también mi domicilio.

—¿Tu tienda? —al parecer poseía aquella tienda, al igual que la de los pianofortes.

Tuvo la sensación de que las paredes se abatían sobre ella, al igual que se habían desplomado las de la posada cuando el incendio. Hugh nunca creería que ella no había sabido que aquella era una tienda de Xavier.

La esposa de Everard sí que debía de haberlo sabido. ¿No resultaría una historia todavía más increíble explicarle que había sido la esposa de su apoderado la que había tramado todo aquello? No tenía sentido. Hugh jamás la creería.

Nadie creería nunca que la bella lady Faville podía cambiar, reformarse.

Antaño se había puesto en evidencia por el increíblemente apuesto Xavier Campion, y nadie se convencería de que ya no lo amaba. Xavier no era el hombre a quien quería.

Era Hugh.

Se aferró al brazo de Carter.

—Es inútil —susurró para sí misma, pero se obligó a mirar a Hugh—. Te confundí una vez. Te hice pensar que yo era alguien que no era, pero no te mentí, y tampoco te mentiré ahora. Yo no concerté ningún encuentro con Xavier. Me avergüenzo de aquella época. Me pasé dos años intentando cambiar, y he cambiado —hizo acopio de las pocas fuerzas que le quedaban y se irguió cuan alta era—. Lo que no puedo cambiar es lo que piensen los demás de mí —suspiró—. Yo no puedo cambiar cómo piensas, Hugh.

Hugh parpadeó varias veces, perdida la roja rabia que se había dibujado en su rostro.

Se volvió hacia su criado.

—Vámonos de aquí, Carter.

—Sí, milady —era lo único sólido a lo que podía agarrarse mientras su mundo estallaba en mil pedazos.

Carter la acompañó hasta la calle, donde Smith esperaba con el carruaje, y la ayudó a subir. Antes de cerrar la portezuela y encaramarse al pescante, el sirviente le tocó una mano.

—Algunas cosas de nuestro pasado nunca desaparecen, milady. Pero de todas formas hemos de seguir adelante, ¿verdad?

Parecía saberlo por experiencia.

Ella forzó una sonrisa.

—Así es.

El coche partió y Dafne intentó recuperarse.

Necesitaba seguir adelante. En realidad nunca había existido la menor posibilidad de que Hugh y ella pudieran estar juntos. Su pasado siempre los separaría. No merecía la pena seguir intentándolo. Hugh sería un precioso recuerdo. La prueba de que podía amar de verdad a un hombre. La prueba de que podía sentir emociones verdaderas. Verdadera alegría, verdadera desesperación.

 

 

Para cuando el coche llegó a su residencia de la capital, Dafne había recuperado un mínimo de compostura. Podía sostenerse en pie. Podía andar, podía hablar.

Podía seguir adelante.

Tan pronto como entró en el vestíbulo, Monette corrió hacia ella.

—¡Milady! ¡Milady! ¡Mirad quién está aquí! Toller ha llegado un día antes.

Dafne forzó una sonrisa. No estropearía la felicidad de Monette con su aflicción.

—Me alegro mucho de verte, Toller. Has llegado en el momento adecuado. Mañana podremos salir para Vadley —se volvió hacia Carter—. ¿Te encargarás de los preparativos, Carter? Toller podrá ayudarte.

—¿Tan pronto nos marchamos de Londres? —Monette parecía decepcionada.

Dafne experimentó una punzada de culpa.

—Ya volveremos más adelante, pero ahora necesito regresar a Vadley.

—¿Y el señor Westleigh? —inquirió Monette.

—Ya lo sabe —Dafne bajó la voz—. Él lo sabe.

Hugh sabía que ella se marcharía.