Diez
El reloj de la habitación de Hugh dio la hora. Contó cada campanada. Una… dos… diez… once… doce. Medianoche.
Aunque hacía dos horas que Carter lo había alistado para acostarse, el hombre le había dejado una botella de brandy y Hugh permanecía despierto, sentado en la mecedora, bebiendo.
Al menos la noche equilibraba las cosas. En la oscuridad nadie podía ver.
¿A quién estaba engañando? Oyó el silbido del carbón en la chimenea. El resplandor de la chimenea habría permitido a cualquiera ver los muebles de la habitación. A cualquiera que pudiera ver.
Si quería ser completamente sincero consigo mismo, tenía que admitir el verdadero motivo por el cual seguía despierto.
Dafne.
Ella consumía sus pensamientos. Un segundo beso con una promesa de pasión semejante al primero lo había conseguido. Había contado las veces que Dafne se había servido brandy. Solo tres y en poca cantidad, no lo suficiente para explicar su reacción ante él. No, había escogido besarlo con una mente clara y despejada.
¿Había ido él demasiado lejos? Solo había pretendido tocarla.
¿Y no lo había hecho?
Sus instintos masculinos se alborotaban, liberados por aquel beso. Ella no estaba lejos de allí, apenas a unos pasos de distancia. Podía encontrar el camino hasta su habitación. Por Dios, habría podido encontrarlo sin bastón, sin necesidad de palpar las paredes.
Acostarse con una viuda no era un asunto escandaloso, pero en lo único que podía pensar era en el riesgo que correría ella de engendrar otro hijo al que tendría que renunciar. Porque pese a la frialdad de maneras que había demostrado en un principio, resultaba claro que era una mujer apasionada capaz de encenderse fácilmente. La responsabilidad de mantener a raya sus instintos más básicos era suya. ¿Durante cuánto tiempo más podría resistirse? Aunque decidiera comportarse en ese momento, ¿podría resistirse a buscar otro beso en una siguiente ocasión? Porque cada momento pasado con ella sería decisivo.
Para acostarse con ella o no.
Anhelaba sentir su cuerpo desnudo bajo el suyo. Llenarse las manos de sus senos y frotar sus pezones contra su piel. Quería enterrarse en ella y llenarla de placer en el mismo momento de su desahogo, de su liberación.
Bebió brandy directamente de la botella, sin molestarse en servirse una copa.
Lo que debía hacer era marcharse a Londres, resignarse a los agobiantes cuidados de su madre y soportarlos durante una semana. O durante más tiempo, si sus ojos no llegaban a curar. Porque si no curaban, ¿qué otra opción le quedaría? Había sido injusto por su parte imponerle su presencia a Dafne, impidiéndole que siguiera su propio camino. Fuera el que fuera.
Bebió de nuevo, dejando que el licor le quemara la garganta y el pecho.
Carter podría prepararlo todo. Contratar un carruaje. Ni siquiera estaba a un día entero de viaje de Londres.
Oyó abrirse la puerta. Bien podría pedírselo ya, antes de que perdiera las ganas.
—¿Carter? —pero reconoció de pronto el aroma a rosas y se levantó—. Dafne. ¿Qué estás haciendo aquí? —no llevaba más que sus calzones—. No estoy presentable.
Ella permaneció cerca de la puerta.
—¿Por qué…? —empezó.
—No hables —lo interrumpió ella.
La sintió acercarse, sintió el calor de su cuerpo conforme se aproximaba.
—Yo… yo me quedé tan triste cuando me dejaste antes.
Estaba lo suficientemente cerca como para que pudiera tocarla. Y quería hacerlo.
—Tuve que dejarte, Dafne. Y tú deberías dejarme ahora.
—He estado pensando —su aroma, su voz, su proximidad, lo embriagaban—. Soy viuda, y las viudas pueden permitirse ciertas licencias.
Pero también era una mujer, y las mujeres concebían niños.
—Somos amigos ¿no? —dijo ella—. ¿Por qué no podemos serlo… de una manera física, también?
—Hay riesgos, Dafne.
—Nadie lo sabrá —alzó la voz—. Excepto los sirvientes, por supuesto. Monette y Carter nunca murmurarán, eso te lo puedo asegurar, y a los demás no volveremos a verlos. No se preocuparán de nosotros —apoyó las manos sobre sus hombros desnudos.
—Hay otros riesgos, como tú bien sabes.
—No me importa —sus dedos empezaron a juguetear con el pelo de su nuca—. Por favor, Hugh. Solo disponemos de una semana. ¿Por qué no la pasamos juntos… de verdad?
Una semana. O quizá una sola noche. Quizá pudiera arriesgarse a una noche. Todavía podría salir para Londres por la mañana. Una única oportunidad de amarla. ¿Podría rechazarla?
Sus manos resbalaron hasta su pecho.
—De aquí a una semana, tú ya estarás viajando y yo volveré a mi hogar.
—O estaré ciego —repuso.
Ella le echó los brazos al cuello y se apretó contra él.
—No digas eso. Verás. Tienes que ver. Tienes que hacer todas esas cosas que al final te harán feliz. La vida no puede ser tan injusta contigo.
Debía de llevar un simple camisón. Solo una fina pieza de tela entre ellos. Y él estaba excitado. Dolorosamente excitado.
—Puedo sentir que me deseas, Hugh —susurró—. Hazme el amor.
No podía negarse.
La levantó en brazos y la llevó a la cama. Sabía los pasos que tenía que dar para llegar hasta ella.
—¿Estás segura, Dafne?
—Muy segura.
El corazón de Dafne latía tan rápido que temió que el pecho fuera a estallarle. Había intentado seducir descaradamente a Xavier más de una vez, pero aquello era distinto e ignoraba por qué. Solo sabía que estallaría en mil pedazos si no sentía pronto las manos de Hugh sobre su piel.
Hugh permanecía al pie de la cama, quitándose los calzones mientras ella se sacaba el camisón por la cabeza. Cuando fue a arrojarlo a un lado, la prenda le rozo un brazo.
Él la atrapó y sostuvo la tela en la mano.
—Ojalá pudiera verte.
—Yo solo quiero que me toques —se acercó a él, impaciente por sentirlo a su lado en la cama. O encima de su cuerpo. Dentro de ella—. Mírame con tus manos.
Subió por fin a la cama y se arrodilló ante ella. Sus manos la tocaron ligeramente, subiendo hasta su cabeza. Enterró los dedos en su melena suelta, como si estuviera deslizándolos por una corriente de agua fresca. Se la peinó cuan larga era, llegando hasta las puntas y explorando su textura.
—Tu cabello es más largo de lo que pensaba —le dijo—. Rizado. ¿De qué color es?
Vaciló en decírselo. Pero no podría identificarla solamente por el color de su pelo, ¿verdad? Muchas mujeres tenían ese mismo color.
—Rubio —se aclaró la garganta—. Rubio claro.
—Me lo imaginaba —jugueteó con su cabello, enredándolo en sus muñecas, peinándoselo con los dedos.
Exploró luego su rostro, como había hecho antes; pero esa vez sus dedos se mostraron casi reverentes, acariciando cada contorno como si la estuviera esculpiendo. ¿Podría sentir lo que otros hombres veían con los ojos? ¿Sería su rostro importante para él? No quería que lo fuera. O quizá sí. Quería que la admirara, ¿no?
Lágrimas de confusión asomaron a sus ojos. ¿Cómo podría explicar la aparición de lágrimas justo en aquel momento? ¿Cómo podía decirle que no quería ser hermosa para él, sino simplemente sentirse amada?
Afortunadamente las manos de Hugh pasaron a acariciarle el cuello y a delinearle los contornos de las orejas. Parpadeó varias veces para contener las lágrimas y saborear las sensaciones que le provocaban sus caricias. Luego él deslizó las manos más abajo y llegó hasta sus senos, acariciándolos, dibujando con los dedos los pezones. Ella reaccionó arqueando la espalda. Sus manos habían sido tiernas en sus exploraciones, pero en ese momento Dafne podía sentir su fuerza conforme le apretaba la carne con mayor firmeza, tomando posesión de su cuerpo como antes había hecho con su beso.
Estaba ardiendo de necesidad. Un gemido escapó de sus labios y su cuerpo se arqueó hacia él. Lo agarró, amasando su piel, no tanto explorándolo como urgiéndolo a que continuara tocándola, llenándola de necesidad.
Las manos de Hugh continuaron bajando, apretando su caja torácica, alcanzando su cintura y abriendo los dedos como si quisiera medirla. Sí, ella sabía que sus senos eran generosos, su cintura estrecha y su trasero lo suficientemente grande como para agradar a un hombre. ¿Cuántas veces se lo habían dicho?
—¿Te importa la figura que tenga? —le preguntó con un tono mezclado de disgusto y satisfacción.
—¿Que si me importa? —subió y bajó las manos por su torso—. Es la única manera que tengo de verte.
—¿Yo… te gusto?
Él bajó la cabeza y se apoderó de sus labios en un beso largo y embriagador. Dafne sintió que sus músculos se derretían como una mantequilla puesta demasiada cerca del horno.
—Me gustas mucho, Dafne —murmuró, todavía acariciándole los labios con los suyos—. Me gustas desde el primer momento en que me desperté en esta habitación.
Aquello la entusiasmó. Él no había podido conocer su aspecto en aquel entonces, ni siquiera por el tacto, y aun así le había gustado desde el principio. Un recuerdo relampagueó en su mente. El de su marido desvistiéndola como si fuera una muñeca, con un brillo de admiración en los ojos.
No. No quería pensar en su marido en aquel momento. Quería pensar únicamente en aquella noche, en aquel hombre. En Hugh. Podría ser feliz durante una semana, ¿por qué no? El recuerdo de aquella semana con Hugh le duraría toda la vida.
Él deslizó los dedos por su vientre, mientras ella le acariciaba la espalda. Todo lo que tocaba era duro músculo. Qué excitante pensar en todo aquel poder masculino bajo su piel. La luz de la habitación era débil, apenas el resplandor de la chimenea, pero bastaba para revelar su magnífico cuerpo. No pudo evitar compararlo con Xavier, a quien se había imaginado como epítome de la perfección masculina.
Hugh no era la perfección, pero era la misma gloria en su tosca y acendrada masculinidad.
«Basta de exploraciones», quiso gritarle. «Tómame ya».
Arqueó la espalda y le tomó una mano para guiarlo hacia donde más ansiaba sentirlo.
«Dame placer», quiso decirle. Nunca antes había pronunciado palabras tan lascivas.
No tuvo necesidad de pronunciarlas. Sus dedos la tocaron con exquisita intimidad, excitándola todavía más. Gritos febriles escaparon de sus labios, y empezó a retorcerse en la delicia de su contacto, frotando y acariciando, cada vez más necesitada…
Hasta que no pudo quedarse ya callada.
—Por favor, ahora, Hugh. Ya —aferró sus nalgas y se las arañó ligeramente con las uñas—. Ya, Hugh.
Pero primero se inclinó y la besó de nuevo, moviendo la lengua hasta que su boca se abrió a él. Tenía la lengua caliente y húmeda, con sabor a brandy. En el momento en que interrumpió el beso, entró en ella y la euforia de Dafne estalló. Le gustaba que no fuera tierno, ni cuidadoso. Era firme, diestro. Y sabía que su propio cuerpo estaba húmedo y dispuesto para él.
Hugh se movía con tanta habilidad como control. Con la cadencia exacta para calmar su necesidad, pero alimentándola lentamente al mismo tiempo, como un alud del que ella había sido testigo cuando estuvo visitando las montañas de Suiza. Empezó poco a poco, para ir creciendo y creciendo hasta que todo quedó barrido y consumido a su paso.
Ella estaba siendo barrida, embriagada como estaba por la maravilla de aquel viaje.
Cuando el control de Hugh saltó, Dafne se vio envuelta por la impetuosidad del momento, por sus gruñidos animales, por su abandono, hasta que el placer estalló también dentro de ella y él dio un último y frenético embate. Había derramado su semilla en su interior, su regalo, la parte de su cuerpo que ahora formaba también parte del suyo.
Hugh soltó un largo y profundo suspiro. Estaba empezando a aplastarla con su peso cuando rodó a un lado y la acunó en sus brazos.
—Dafne —murmuró.
Las palabras se agitaban en su interior, palabras de maravillado asombro, de agradecimiento y de júbilo, pero no podía pronunciarlas. En lugar de ello lo besó, con un tierno y prolongado beso en el que volcó todo lo que no podía decirle.
Hicieron el amor una segunda vez. Y otra. Hasta que, saciada y agotada, yació junto él, piel desnuda contra piel desnuda, disfrutando del mero hecho de respirar, del suave rumor del corazón de Hugh.
Hugh se sentía como si sus huesos se hubieran derretido como la cera de una vela. No sentía la menor tensión en su interior. Estaba donde más anhelaba estar.
Junto a ella.
—Dafne, Dafne —murmuró. Nada podría ser mejor que esto.
—Mmmm…
Lo interpretó como un gesto de asentimiento. Sabía que había experimentado tanta pasión como él. Sabía que había disfrutado tanto como él, pero antes de que pudiera evitarlo, el pasado volvió a hacer acto de presencia. Aquel acto, ¿habría sido tan maravilloso con su marido? De ser eso cierto, había sido un hombre afortunado. ¿Habría sido así con otros hombres?
Ella soltó un suspiro. Un sonido feliz, satisfecho.
—Yo siempre tuve la sensación de que había más en esto —se arrebujó contra él—. Ahora lo sé de seguro.
¿Le estaba leyendo el pensamiento?
—¿Me estás diciendo que nunca antes habías experimentado algo así con un hombre?
—¿Como esto? —rio por lo bajo—. No.
Aquello no tenía sentido. Dafne había sido diseñada para amar. ¿Cómo podía creerse que ningún hombre había experimentado aquello antes con ella? Su marido, ¿había sido un estúpido? ¿Y los otros hombres también?
—Mi marido fue el único hombre con el que me acosté.
¿Estaban sus pensamientos tan unidos como sus cuerpos y sus almas? Pese a haber hecho el amor con Dafne solo una vez, Hugh se sentía parte de ella, y a ella, parte de sí.
Le acarició la preciosa melena. La más fina seda no podría comparársele.
—¿Tu marido…? —había estado a punto de prometerle que no volvería a preguntarle por su marido, pero él siempre había imaginado que había algo más. Si no se había marchado a Suiza para disimular su embarazo y renunciar a un bebé ilegítimo, ¿por qué lo había hecho entonces?
—Mi marido era un hombre mayor —continuó ella—. Tenía dos veces mi edad y más. Pero seguía siendo un hombre vigoroso. Y yo era muy joven cuando me casé con él. No tenía ni diecisiete años. Era un partido muy ventajoso para mí: rico y de clase alta. Su… su manera de hacerme el amor era… —se interrumpió—. Diferente.
Hugh frunció el ceño.
—¿Fuiste desgraciada? —¿era esa la infelicidad que percibía en ella?
—¿Desgraciada? —pareció reflexionar sobre ello—. No, no era desgraciada. Solo demasiado joven y tonta, y llena de ideas estúpidas.
Hugh la consideraba una persona muy sensata.
—¿Ideas estúpidas? No te creo.
—Oh, sí —su tono se volvió triste—. Tenía unos pensamientos muy tontos.
Se incorporó sobre un codo, deseoso de mirarla a los ojos.
—¿Qué clase de pensamientos?
Se interrumpió de nuevo antes de responder finalmente:
—Tenía de todo, pero quería lo que no podía tener y también lo que no debía. Me llevó mucho tiempo aceptar que debía conformarme con lo que me había sido dado.
Había habido otro hombre. Hugh estaba seguro de ello.
—¿Hubo otro hombre, entonces?
Otra vez se quedó callada.
—Sí. Una vez, pero no de verdad. Quiero decir que aquello no terminó en nada.
Hugh quería saberlo todo.
—¿Hubo hijos? —no pudo evitar preguntarle.
—No fui bendecida con ese regalo —sonaba triste, aunque no demasiado—. Quizá fuera para mejor.
¿No había tenido hijos? Se había equivocado entonces con sus suposiciones.
—¿Por qué para mejor?
Ella inspiró profundamente.
—No habría sido una buena madre.
Hugh volvió a recostarse, envolviéndola en sus brazos.
—Por supuesto que habrías sido una buena madre. Piensa en lo buena niñera que has sido conmigo…
Sintió que se encogía de hombros.
—Bueno, en aquel entonces no, al menos.
La besó en la sien.
—Cuéntamelo entonces —quería comprender. Contribuir a aliviar el dolor que había soportado, fuera el que fuera.
Ella se apartó y se sentó en la cama.
—Oh, no quiero pensar en el pasado. Solo quiero pensar en el presente.
La buscó a tientas, la encontró y la levantó en vilo para sentarla encima de él. A horcajadas, ella se inclinó para besarlo con un largo y apasionado beso que volvió a excitarlo.
—Bueno, en este momento es lo que más me complace —le dijo él—. Y me complacerá todavía más si consientes en volver a hacer el amor conmigo.
Ella se echó a reír. Hugh quería oírla reír para siempre.
—Haré lo que mandes.
—Lo que te pido —la corrigió—. Yo no te mando —entró en ella.
Dafne se movió de manera tan perfecta como él podía desear, en un ritmo que se adaptaba al suyo como si hubieran sido creados el uno para el otro. Solo una cosa podía mejorar aquel momento. Que pudiera verla. Recorrerla con la mirada, darse un festín con los ojos. Sus ojos no podían estar más hambrientos de verla.
Ella empezó a moverse más rápido, con mayor urgencia, buscando su propio placer en el preciso instante en que la necesidad de Hugh aumentó. El hecho de que se excitara tan rápido lo excitó a él, hasta que la necesidad terminó imponiéndose.
Dafne gritó en el momento de su desahogo, y el de Hugh fue como una explosión de proporciones idénticas al placer que habían compartido.
Ella se derrumbó sobre él, tal como había hecho él antes, solo que su peso fue una minucia. La estrechó contra sí, deslizando las manos por su piel, disfrutando de los tersos y levemente húmedos contornos de su cuerpo.
—Tengo que admitir que estaba equivocado —murmuró, acariciándole el cabello con los labios—. Dije que nada podría mejorar la última vez, y que en todo caso sería igual. Ha sido todavía mejor —deslizó los dedos por su pelo—. Nada es tan maravilloso como hacer el amor contigo, Dafne.
Ella dejó escapar un suspiro satisfecho.
—Creía que habías compartido este placer con muchas mujeres.
Esa vez fue su turno de reírse.
—No tantas como imaginas. Y nunca tan gratificante.
Volvió a arrebujarse contra su costado y se quedó callada durante tanto rato que él pensó que se había dormido. Él mismo se quedó adormilado.
—¿Te has enamorado alguna vez, Hugh? —le preguntó ella.
—No —había experimentado un juvenil enamoramiento una vez o dos, pero nunca como hombre adulto—. Supongo que he estado demasiado ocupado. Como oficial del ejército y luego atendiendo los asuntos de mi familia —esa era la respuesta fácil. Sospechaba que lo que más peso había tenido sobre sus decisiones era la infelicidad de su madre y el hecho de que su padre hubiera sido un réprobo redomado.
—Me atrevo a decir que fueron muchos los oficiales que encontraron razones para casarse durante ese periodo de tiempo —la voz de Dafne se volvió triste—. Y después habrías podido casarte por dinero.
Era lo que había hecho ella, ¿no? Pero Hugh no podía imaginarse haciendo lo mismo.
—Basta de hablar de esto —lo último que deseaba era entristecerla—. Al final, todos hacemos lo que consideramos es lo mejor en su momento, ¿no?
—Supongo —repuso, vacilante.
—Yo lo sé.
La estrechó de nuevo entre sus brazos y sintió cómo se relajaban sus músculos y su respiración volvía a tranquilizarse. ¿Qué podía haber más placentero que aquello, que sentir el calor de la piel de Dafne contra la suya?
Cuando se despertara por la mañana, se arrepentiría de aquella intimidad. ¿Se arrepentiría él? No había mal alguno en lo que acababa de suceder, ¿verdad? Sobre todo cuando sabía que no había habido ningún hijo.
¿Le contaría ella alguna vez la verdadera razón de su estancia en Suiza? No importaba. Nada importaba excepto amarla. Hacer el amor con Dafne lo había cambiado todo. No pensaba ya pedirle a Carter que le preparara un carruaje para volver a casa. Planeaba disfrutar de aquella semana con ella. Quería pasar hasta el último minuto con ella, disfrutando de aquella delicia.
El pensamiento lo sorprendió. Él no quería establecerse, quedarse mucho tiempo en un solo lugar, pero… ¿qué mejor aventura podía haber que poder pasar cada día con ella, forjar una vida en común? Quizá incluso podrían viajar juntos. No se le ocurría una mejor compañera de viaje que Dafne. Pero más que viajar, incluso, lo que quería era simplemente estar con ella. Estaba absolutamente seguro. De hecho, había llegado a pensar que incluso había disfrutado de su recuperación gracias a su compañía. Y cuando le quitaran los vendajes y volviera a ser una persona normal, tanto más gozoso sería estar con ella.
Eso si sus ojos llegaban a curarse. Esa era la pregunta principal. Para finales de esa semana podía quedarse ciego. Si ese fuera el caso, ¿podría pedirle que pasara su vida con él, con un hombre permanentemente disminuido y dependiente? Ella aceptaría: estaba seguro de ello. Demasiadas molestias se había tomado por él cuando solo había un sido desconocido para ella. Por un amante sería capaz de hacer mucho más.
O por un marido.
Hugh intentó imaginarse viviendo en medio de una interminable oscuridad como inválido. ¿En qué clase de hombre, o de medio hombre, le convertiría la ceguera? Nada tendría que ofrecerla. Se dedicaría solamente a pedir, pedir, pedir.
En una semana, lo sabría. ¿Qué era esperar una semana? Una cosa era segura: pasaría esa semana amándola y gozando al máximo del tiempo que les quedara de estar juntos. Si la suerte estaba de su lado, cuando le quitaran los vendajes lo primero que vería sería el rostro de su Dafne.
Y entonces no albergaría ninguna duda sobre su futuro. Le pediría que lo compartiera con él, y estaba seguro de que ella le diría que sí.