Doce

 

El día siguiente estaba cubierto de nubes grises que amenazaban aguaceros, pero Hugh estaba determinado a marcharse. Ni siquiera la advertencia de Wynne de dejar descansar la vista lo disuadiría. Desempacó su abrigo y mandó que despacharan su baúl a la casa de su madre en Londres. Compró el caballo que había estado montando durante cerca de dos semanas y repartió generosas propinas entre los sirvientes de la casa. Dafne, si ese era su nombre, no era la única en ser generosa.

Después de lanzar una última mirada al lugar que había sido incapaz de ver, despidió a los sirvientes y montó en su caballo. Que lloviera, que todas las aguas del cielo se derramaran sobre su cabeza: no le importaba. Quería alejarse de aquella casa. Necesitaba campo libre. Necesitaba aire. Necesitaba libertad. Un carruaje se cerraría sobre él como un ataúd y lo atraparía con sus propios pensamientos.

Londres estaba a menos de una jornada a caballo, pero cabalgó sin prisas, sin cambiar de montura, aferrándose a su viejo amigo equino, el que le había proporcionado aquella distracción esencial cuando más la había necesitado.

Y había sido ella quien le había proporcionado aquella distracción.

Ansió recorrer cuantos más kilómetros mejor, para olvidar los recuerdos de Thurnfield, pero fue inútil. Los recuerdos nunca desaparecerían. Los recuerdos anegaban su mente sucediéndose sin cesar, y si se le ocurría detenerlos, lo acometían las preguntas. ¿Por qué lo había engañado ella? ¿Qué clase de mujer sería capaz de hacer tal cosa? ¿Había estado simplemente jugando con él? Seducir al ciego. Hacerle pensar que la idea era suya y convencerlo de que era un gran amante. ¿Y luego qué? ¿Y por qué? ¿Por qué hacer eso? ¿Por qué convertirse en una parte de él… para luego desaparecer? ¿Habría significado alguna diferencia si no hubiera recuperado la vista? ¿Le habría entregado a Toller dos cartas, una para cada situación?

No. Durante todo el tiempo ella había sabido que se marcharía.

La maldijo de nuevo.

Mejor habría hecho ella en despedazarlo con un sable. El dolor que sentía por dentro empezaba a ponerse al rojo vivo. Era una suerte que no pudiera salir en su busca. La rabia le quemaba tanto que… ¿quién sabía lo que sería capaz de hacer?

La furia era preferible a la pura desesperación de perderla.

 

 

Su mente y sus sentimientos habían girado en círculos conforme el caballo cabalgaba sin apresurar el paso. Para cuando llegaron a las riberas del Támesis y distinguió a lo lejos la cúpula de la catedral de San Pablo, había tomado algunas decisiones. Primero, no contaría nada a su familia ni sobre el incendio, ni sobre Dafne ni sobre su recuperación. No había razón alguna por la que debieran saber algo de todo aquello. Les diría que había venido directamente de Bruselas. Si le notaban alguna marca de quemadura en la cara, les diría que se había acercado demasiado a las llamas de un fuego, lo cual era cierto. En segundo lugar, se alejaría enseguida de su familia para comprar un pasaje de barco a… alguna otra parte. Y retomaría su plan original de viajar por el mundo y hacer lo que se le diera en gana.

Hugh cruzó el Támesis y se dirigió a Mayfair. Pasar por delante de aquellos edificios y calles tan familiares le reportó un mayor consuelo de lo que había imaginado. Cabalgó por Piccadilly, pasando cerca del Club de la Máscara. Se sintió medio tentado de hacer una parada para ver cómo marchaba el local, pero los ojos le dolían del esfuerzo de cabalgar durante todo el día. Continuó hacia las cuadras de la familia en Brooks Mews y entregó su montura a uno de los mozos de los Westleigh, intentando no acordarse de los de Dafne, trabajadores que no había tenido ninguna necesidad de contratar.

Recorrió a pie la corta distancia que lo separaba de Davies Street y, al encontrar la puerta cerrada, hizo sonar la aldaba.

Mason, el mayordomo, abrió la puerta.

—¡Vaya, señor Hugh! ¿Sabíamos que ibais a llegar hoy?

Hugh sospechaba que se montaría un buen tumulto para asegurarse de que su habitación estuviera preparada.

—No mandé recado, lo siento. Pero no hace falta que se molesten tanto por mí.

—Oh, vuestra madre querrá que vuestra habitación esté convenientemente preparada —Mason asomó la cabeza fuera de la puerta—. ¿No traéis equipaje?

Hugh levantó el maletín que portaba con una muda de ropa.

—Mi baúl está en camino —entró en el vestíbulo—. ¿Está mi madre en casa?

Mason se encargó de su maletín.

—El general Hensen y ella se hallaban en el salón.

El omnipresente general Hensen, el amante de su madre.

—Entraré a anunciarle que habéis venido.

Hugh miró a su alrededor, contemplando los retratos que colgaban en las paredes, y pensó en el vestíbulo mucho más pequeño y forrado de madera que había sido incapaz de ver hasta apenas el día anterior. Caminó hasta el salón, dio unos rápidos golpes en la puerta y entró.

Su madre y el general estaban sentados juntos en un sofá, mirando por un caleidoscopio. Ambos alzaron la mirada.

—¡Hugh!

El rostro de su madre se iluminó con una sonrisa y, para su sorpresa, Hugh se alegró de verla, algo que no solía ocurrir muy a menudo. En ocasiones podía ser algo tiránica, pero, para ser justos con ella, siempre era por el bien de sus hijos.

El general Hensen la ayudó a levantarse.

—¡Qué alegría! ¿Verdad, Honoria?

Su madre se acercó apresurada y esperó a que la besara en la mejilla.

—Madre, general. Sí, aquí estoy, llegado directamente de Bruselas.

El general le estrechó la mano.

—Qué bien tenerte de vuelta, sano y salvo.

—Yo también me alegro de verte, pero tienes un aspecto terrible —su madre le acarició el rostro—. ¿Qué te ha pasado aquí?

Evidentemente acabaría descubriendo las marcas de quemadura.

—Nada importante —se apartó—. Unas brasas que me saltaron en la cara.

La dama frunció los labios.

—Deberías tener más cuidado, Hugh. No hay que jugar con el fuego.

Y bien que lo sabía él. Al fin y al cabo, se había metido corriendo en un incendio.

El general rio por lo bajo.

—Honoria, el muchacho no tiene dos años… Hugh ha estado en la guerra.

Cualquier hombre que se acostara con su madre nunca sería del agrado de Hugh, pero Hensen era un tipo decente y se portaba bien con ella. Se rio de sí mismo. Al fin y al cabo, él también se había estado acostando con una viuda.

Eso si acaso lo era realmente Dafne. Tal vez le había mentido en eso también.

Se apartó de su madre y se miró. Tenía la ropa húmeda y manchada de barro.

—Tienes toda la razón, madre. No estoy presentable en este momento. Solamente quería informarte de mi llegada —«y verte», añadió para sus adentros. «Porque temía no volver a verte nunca»—. Debo cambiarme de ropa.

—Sí, hazlo —volvió a sentarse su madre.

Hugh le hizo una reverencia y se dirigió hacia la puerta.

La voz de su madre lo siguió hasta allí.

—Qué oportuno que hayas llegado hoy. Esta noche tenemos cena de familia.

¿Una cena de familia? Había confiado en poder pasar un día o dos en relativa calma, si la calma y su madre podían coexistir en la misma casa.

Se volvió hacia ella.

—¿Quién vendrá?

—¡Todos! —exclamó ella, radiante.

 

 

Hugh se quitó el barro del camino y desempacó ropa limpia que ponerse, pero los ojos le dolían tanto que lo único que quería hacer era cerrarlos. Vestido únicamente con los calzones, se tumbó en la cama. Mejor sería que descansara la vista por unos momentos. Wynne le había dicho que no se forzara mucho.

Lo siguiente que oyó fue a Higgley, el criado de su madre, tocando a la puerta.

—Es casi la hora de la cena —le informó Higgley—. Vuestra madre me ha enviado para asistiros.

Hugh se incorporó con un gruñido.

—Debo de haberme quedado dormido —lo cual no parecía haber ayudado mucho a sus ojos. Todavía le dolían.

Higgley se acercó directamente a la ropa que él había sacado antes del baúl. Le tendió la camisa.

—Cuéntame lo que ha estado pasando en la familia, Higgley —metió las manos en las mangas—. ¿Hay algo que deba saber?

Hugh había crecido con Higgley. Tenían más o menos la misma edad y habían jugado juntos de críos. Desde que Higgley entró a trabajar para los Westleigh, Hugh y él habían llegado a una especie de trato. Higgley le contaba a Hugh cualesquiera secretos familiares que descubriera, y este nunca lo traicionaba por ello. Además, siempre encontraba una manera de deslizarle unas monedas de propina o asegurarse de que recibiera algún privilegio especial.

El criado se puso a cepillarle el chaleco.

—Nada de importancia, que yo sepa. El general Hensen pasa aquí la mayor parte del tiempo, pero estoy seguro de que eso no es ninguna sorpresa para vos.

Ciertamente no era ninguna sorpresa.

—¿Qué hay de mi hermano y su esposa? ¿Qué nuevas hay de ellos?

Hugh le abrochó el pantalón.

—El conde está muy ocupado, al ser el primer año que pasa en la Cámara de los Lores. La condesa se encuentra finalmente encinta, lo cual es una buena cosa, porque vuestra madre se estaba mostrando muy impaciente. Creo que la condesa no estaba muy complacida de que vuestra hermana y el señor Rhysdale fueran a tener familia y ella todavía no.

A Higgley le encantaba hablar de la familia. En ese aspecto, se parecía un poco a Toller. Hugh sabía que echaría de menos a Toller. Se dio cuenta de que había echado de menos a Higgley. Había echado de menos la comodidad del hogar.

—¿Cómo están tus padres?

Los padres de Higgley también trabajaban para la familia. Se habían jubilado hacía unos años y vivían en una casita cerca del pueblo. Se contaban entre la numerosa gente vinculada a la propiedad de los Westleigh que habrían sufrido mucho si Hugh y Ned no hubieran encontrado una manera de restaurar la fortuna familiar.

—Bastante bien —respondió Higgley—. Mi madre dice que sus flores nada tienen que envidiar a las de Westleigh House, mientras que mi padre se jacta de tener el mejor huerto del condado.

Hugh le preguntó por otros miembros de la familia mientras se abrochaba el chaleco y se dejaba ayudar con la chaqueta. La familiaridad de la escena lo reconfortó. Permitió que Higgley le hiciera el nudo del pañuelo, que era algo que habitualmente hacía por sí mismo. Una vez que terminó de vestirse, Hugh se pasó un cepillo por el pelo y se calzó los zapatos.

Abandonó el dormitorio y bajó las escaleras. Un recuerdo relampagueó en su mente: se vio bajando por la escalera en llamas de la posada, con Dafne en brazos. Cerró los ojos y comparó aquellas escaleras con la que había bajado a tientas en la casa de Thurnfield.

Abrió los ojos. «¡Olvídate de todo eso!», se ordenó.

Oyó un rumor de risas procedente del salón. La familia se había reunido, obviamente. Hugh se olvidó de su anhelo de estar solo y de su deseo de descansar. Se apresuró a entrar en la habitación.

—¡Hugh! —su hermano Ned lo vio primero y se acercó inmediatamente a estrecharle la mano. Su frente estaba surcada de arrugas y parecía cansado, como si hubiera envejecido automáticamente al asumir el título familiar.

Antes de que Hugh pudiera pronunciar una simple palabra de saludo, Phillipa se le acercó corriendo con una enorme sonrisa y ojos chispeantes de alegría. Todavía tenía la cicatriz de la cara, pero no era eso lo primero que había advertido en ella.

Lo primero que había advertido en ella era su felicidad.

—Phillipa, estás preciosa —exclamó. Debía de ser la primera vez que se lo decía. La besó en la mejilla, la mejilla de la cicatriz, y luego le dio un abrazo—. Preciosa de verdad.

Ella se echó a reír.

Su marido, Xavier, un amigo de toda la vida de su familia, se acercó también.

—La maternidad le sienta bien, ¿verdad?

Así era. Era todo dulzura y feminidad, nada que ver con la muchachita a la que antaño solía ignorar.

La soltó y estrechó la mano de su marido.

—Xavier. Me alegro de verte.

—Tienes que visitarnos pronto —le dijo Xavier—. Y conocer a nuestra pequeña. Es la viva imagen de tu hermana —el hombre estaba que reventaba de orgullo.

—Lo haré. Claro que sí —pensó que podría sacar tiempo suficiente para visitar a su hermana antes de emprender su viaje.

Hugh descubrió a su hermanastro Rhys, y a su esposa, Celia, esperando en un segundo plano. La siguiente persona a la que debía saludar era Adele, la esposa de Ned, que también era la hijastra de Celia. El protocolo ordenaba que saludara a una condesa antes que a su hermano bastardo.

—Adele, tú también estás preciosa.

La muchacha soltó una risita ante el cumplido, agitando sus rizos rubios.

Para su sorpresa, sintió una punzada de ternura. Podía perdonarla por ser tan cabecita hueca. Era muy joven, no tendría quizá ni veinte años. Además, ella adoraba a Ned. Incluso en aquel mismo momento lo estaba mirando como si fuera el mismo Zeus.

¿Acaso la semana que había pasado con Dafne lo había convertido en un sentimental? ¿O había sido tal vez su abandono lo que hacía que se sintiera tan cómodo en compañía de la gente que lo quería?

Hugh tomó las manos de Adele entre las suyas y se apartó levemente mientras le lanzaba una aprobadora mirada.

—Te veo diferente. Maravillosamente diferente —sabía la razón, gracias a Higgley.

La muchacha se ruborizó y se inclinó hacia él con tono cómplice:

—Eso es porque estoy encinta. ¡Vamos a tener un bebé!

—¿No es una noticia encantadora?

Había hablado su madre, que se encontraba a varios pasos de distancia. Debía de haberlo oído todo. Nada se le escapaba.

Pero incluso eso le llenó de ternura.

—Encantador, desde luego que sí —apretó las manos de Adele y sonrió—. Una noticia maravillosa. No puedo sentirme más feliz por ti.

Hablaba en serio. Tener un hijo significaría muchísimo para Adele.

Antaño se había imaginado que Dafne había tenido que renunciar a un hijo… pero luego se había descubierto equivocado en eso y en todo lo referente a su persona.

Ahuyentó ese pensamiento y besó a Adele en la mejilla antes de dejarla en manos de su marido. Ned le pasó un brazo por los hombros. En ese momento su madre llamó a los dos a donde estaba conversando con el general. Y su obediente hijo mayor se acercó inmediatamente a ver lo que quería.

Hugh atravesó el salón para saludar a Rhys y a Celia.

—Rhys —le tendió la mano.

—Hugh —se la estrechó.

Tenían una relación incómoda, y toda la culpa era de Hugh. De niño, Hugh había detestado la idea de que su padre tuviera un hijo bastardo, traicionando de esa manera a su madre. En aquel entonces se había comportado de manera atroz con Rhys, buscando pelea con él a la menor oportunidad. Pero en ese momento la admiración que le profesaba era enorme. Tal y como le había contado a Dafne.

Maldijo para sus adentros. ¿Por qué todo tenía que recordarle a ella?

Se volvió hacia la esposa de Rhys, Celia, que antes había sido viuda de un barón. La besó en la mejilla.

—¿Qué tal le va a mi tercera hermana?

Ella le lanzó una mirada burlona.

—Estoy esperando mi cumplido.

Hugh ladeó la cabeza, sin saber si había oído bien.

Celia se echó a reír.

—Bueno, Phillipa es hermosa, Adele es encantadora… Todo eso es cierto, pero entonces… ¿dónde está mi cumplido?

Fingió que la recorría con la mirada de los pies a la cabeza. No era una belleza según el canon estético dominante. Era demasiado alta. Demasiado delgada. Pero sus rasgos brillaban de inteligencia. Era la clase de mujer que parecía más bella cuanto más tiempo pasaba uno en su compañía. De hecho, antaño había sido la típica mujer que no llamaba demasiado la atención, pero ya no. El amor la había transformado.

—Tú eres incomparable —dijo Hugh.

Celia volvió a reír y enlazó un brazo con el de su marido.

—Con eso bastará.

Hugh le sonrió y se volvió para contemplar a su familia. Los ojos le dolían, tenía los músculos fatigados de montar a caballo durante la mayor parte del día, y además el dolor que sentía por dentro persistía mientras sus sentimientos continuaban en pie de guerra. Su rabia estaba como en carne viva, en abierto contraste con la alegría que lo rodeaba, la jubilosa alegría que tan fugazmente había creído a su alcance para luego evaporarse como la niebla.

A su familia le estaba yendo bien. Eso ayudaba a aliviar su descontento.

 

 

La conversación de la cena versó sobre los niños, el Parlamento, el Club de la Máscara, las fábricas con máquinas de vapor de Rhys y las tiendas de Xavier. Ned y su madre querían escuchar detalles sobre la manera en que Hugh había solucionado los asuntos de su padre en Bruselas y la cantidad de dinero que había tenido que gastar. Nadie le preguntó por sus propios asuntos. Rara vez lo hacían, reflexionó de repente, pero esa noche se alegró de ello. Esa noche no deseaba hablar de sus propios asuntos… de su breve aventura con Dafne.

Se sirvieron los postres. Bandejas de pasteles, cuencos de frutas y, lo que más incomodó a Hugh, platos de mazapanes. Mason y Higgley sirvieron champán. Cuando terminaron, el general Hensen se levantó.

Tenía su copa de champán en la mano.

—Vuestra madre y yo tenemos un anuncio que haceros.

La conversación se interrumpió.

El general miró a lady Westleigh y le tomó una mano.

—Quiero que sepáis que vuestra madre me ha hecho el hombre más feliz del mundo. Ha consentido en casarse conmigo.

—Oooooh —Adele se puso a aplaudir, deleitada—. Qué noticia tan maravillosa…

Ned frunció el ceño.

—¿Cuándo pensáis casaros? Todavía no ha pasado el año de luto. Deberías esperar a cumplir el año entero, mamá. La familia no debe exponerse a más escándalos.

Ned era el árbitro de la corrección en la familia. En ese sentido, era todo lo contrario que su padre.

Su madre le lanzó una mirada irritada.

—Por supuesto que esperaremos un año. Pero hemos decidido anunciar nuestro compromiso ahora, de modo que podremos ser vistos sin levantar murmuraciones.

Hugh sospechaba que ya corrían bastantes murmuraciones, pero… ¿por qué no atrapar la felicidad al vuelo, cuando la tenían tan cerca?

—Si eso te hace feliz, madre, entonces es una noticia estupenda —le dijo.

Lady Westleigh lanzó al general una amorosa mirada.

—Me hace más que feliz.

—Propongo hacer un brindis —Hensen levantó su copa—. Por vuestra madre. Para que nunca se arrepienta de haberme aceptado. Para que yo tenga éxito en la tarea de hacerla feliz cada día.

Todo el mundo se deshizo en felicitaciones y parabienes. Todos los hermanos habían estado unidos en el apoyo a la felicidad de su madre… siempre y cuando ella no les diera órdenes sobre cómo debían vivir. En ese aspecto, ella había sido implacable con Phillipa. Cruel, incluso. Le sorprendía que, aparentemente, Phillipa la hubiera perdonado.

Comieron pasteles y bebieron champán, y las damas se retiraron enseguida al salón. Hensen fue con ellas. Mason sirvió brandy a Hugh, a Ned y a Rhys. Higgley retiró las bandejas de pasteles, pero dejó la fruta y los mazapanes.

Hugh tomó dos piezas de mazapán, una con forma de fresa y la otra de pera, y las hizo rodar entre los dedos. Los aromas del mazapán y del brandy lo transportaban de regreso al salón de la casa de Thurnfield y a las veladas que había compartido con Dafne.

Maldijo para sus adentros. ¿Acaso nunca iba a poder dejar de pensar en ella?

—Me alegro de que estemos todos aquí —la voz de Rhys lo sacó de sus reflexiones—. Pero quiero hablaros del Club de la Máscara. Tengo que dejarlo. Ahora necesito pasar mucho más tiempo en mis fábricas. Le he pedido a Xavier que se haga cargo, pero no puede.

—Ojalá pudiera ayudarte yo —dijo Xavier, entristecido—. Pero el tiempo simplemente no me lo permite —estaba demasiado ocupado invirtiendo en tiendas y empleando a soldados licenciados y sin trabajo.

—Eso no puede ser… —una expresión de pánico asomó a los ojos de Ned. Seguimos necesitando esos ingresos. Todavía no hemos estabilizado nuestra situación. Una mala cosecha y volveremos a caer.

Rhys sacudió la cabeza.

—Yo ya no puedo seguir dirigiendo el negocio. Simplemente no puedo. Ahora mismo no veo nunca a Celia ni a los niños.

—Yo tampoco puedo hacerlo —la voz de Ned sonó un tanto estridente—. No solo porque sería impropio de un lord dirigir una casa de juego, sino porque ya estoy inmerso en los asuntos del Parlamento. Y ahora, con el bebé en camino… —se interrumpió y desvió la mirada hacia su hermano—. Debes hacerlo tú, Hugh.

—Ah, no. Yo no —alzó una mano. Ya había dedicado los años que siguieron a la guerra a las necesidades de su familia—. Tengo otros planes.

—¿Qué planes? —exigió saber Ned—. ¿Qué podría ser más importante que preservar la fortuna familiar y asegurar el bienestar de nuestra gente?

Expresado de esa manera, los viajes quedaban como una ambición nimia, insignificante.

—Tienes que ayudarnos. No hay nadie más —Ned se removió incómodo en su silla.

—Tú ya conoces lo suficientemente bien el negocio —añadió Xavier—. No te resultará difícil.

—Siempre podrás consultar conmigo —se ofreció Rhys—. Siempre estaré disponible para aconsejarte sobre el funcionamiento de la casa.

—Y cuando Rhys esté fuera de la ciudad, te ayudaré yo —dijo Xavier.

—Tienes que hacerlo, Hugh —insistió Ned. Las piernas le temblaban nerviosamente—. Tú eres el único que se encuentra en libertad para ocuparse de la casa.

—Pero… —empezó Hugh.

Ned lo interrumpió.

—Reúnete conmigo mañana y te enseñaré los libros de cuentas. No podemos abandonar el club ahora, no cuando nuestra solvencia está en juego. Te enseñaré cuál es nuestra situación. El último negocio de nuestro padre en Bruselas nos salió muy caro, como tú bien sabes —su tono se volvió desesperado—. Tienes que hacerlo, Hugh.

Hugh cerró los ojos y bebió un sorbo de brandy, pero eso solo sirvió para transportarlo de nuevo a aquellas tranquilas veladas con Dafne. Parpadeó y recorrió los tres pares de ojos que lo miraban expectantes.

¿Qué sentido tenía? Sería infeliz en sus viajes, pensando continuamente que había abandonado a su familia en época de necesidad. Ciertamente conocía el dolor de verse abandonado. Además, ¿qué importaba nada de todo aquello? En Londres sería igual de desgraciado. Pero haría feliz a su familia, aunque él mismo no pudiera serlo.

Parpadeó de nuevo y bebió otro trago de brandy.

—Muy bien. Lo haré.