Dieciséis

 

Tras lanzar una última mirada a Dafne al otro lado de la ventana, Hugh se volvió y caminó con rapidez. Su vista lo desconcertaba. Mientras estuvo ciego, con los ojos vendados, su mente se había formado una clara visión de ella. Pero verla como lady Faville había disparado todo un surtido de contradictorios sentimientos.

La Dafne de su imaginación nunca había sido lady Faville.

Hugh escogió el bullicio de Oxford Street en vez de desandar el camino a través de Mayfair. Caminaba a paso vivo, necesitado de poner la mayor distancia posible entre él y lady Faville.

Pero fuera quien fuera Dafne en realidad, él se había comportado de manera abominable, emparejándose con ella en un lascivo frenesí. ¿Adónde había ido a parar su control? ¿Su caballeroso respeto? Nunca antes se había dejado arrastrar de aquella forma por el deseo por una mujer.

Solo había tenido que mirarla una vez para ver lo muy afectada que se había quedado. ¿Cómo había podido poseerla con aquella necesidad? Durante un instante, durante aquellos breves momentos del acto amoroso, había creído volver a encontrarla.

Giró en Bond Street y dejó atrás a los vendedores ambulantes, cruzándose con barrenderos y paseantes. Estaba pasando por delante de una joyería cuando casi chocó con un caballero que salía de allí.

—¡Hugh! —era su hermano Ned.

Hugh, que no estaba de humor para hablar con nadie, murmuró unas palabras de saludo.

—Hace dos semanas que no te veo. Tenía intención de pasarme por el club, pero… —se disculpó Ned.

—Todo va bien por allí —le aseguró Hugh.

—¿Adónde te dirigías? —Ned no esperó a que su hermano respondiera—. ¿Tienes tiempo? Acompáñame a White’s. Tomaremos una copa —le suplicó con la mirada que aceptara.

¿Cómo podía negarse? Ned continuó:

—No tenía ni idea del trabajo que me esperaría en la Cámara de los Lores, y de la complejidad de las decisiones que tendría que tomar. La Ley del Socorro de Pobres. Las Leyes de Usura. Para no hablar del presupuesto y de los preparativos de la coronación —inspiró profundamente—. No entiendo cómo se las arreglaba nuestro padre.

—Sospecho que eludía sus deberes parlamentarios al igual que hacía con todo lo demás —comentó Hugh.

—Y yo sospecho que estás en lo cierto —admitió Ned—. Pero, para mí, esas obligaciones son demasiado importantes como para descuidarlas.

Ned era el hombre más adecuado para poseer un título. Siempre se esforzaba por cumplir con su deber, por hacer siempre lo correcto. Era el polo opuesto de su padre, de hecho. Hasta un punto casi irritante, a veces.

Durante todo el camino hasta White’s, Ned le habló de las diversas leyes que tenía que votar, buscando la aprobación de Hugh a sus decisiones. Continuó hablando mientras se sentaban y ordenaban sendas copas de clarete. Hugh vio que había varios clientes en la casa de juego, concentrados en sus cartas. Reconoció a algunos de los caballeros, a los que esperaba ver en el Club de la Máscara esa misma noche. ¿Acaso no se tomaban sus deberes parlamentarios con la seriedad de Ned? O tal vez se dedicaran a ganar apoyos para sus causas de aquella manera. En política había más de una forma de conseguir un resultado.

—¿Cómo está tu esposa? —le preguntó Hugh cuando Ned dejó de hablar para beber un sorbo de vino.

—¿Adele? —su expresión se dulcificó—. Lo soporta muy bien, excepto por las mañanas. Su estómago no consigue retener la comida. Me ha asegurado que es algo muy común entre las mujeres encinta.

Hugh pensó en Dafne, que no había tenido hijos. Había estado convencido de que eso la había entristecido. ¿Habría entristecido igualmente a lady Faville? No podía dejar de pensar en ella como en dos mujeres distintas. No podía dejar de pensar en ella en absoluto, ni siquiera bajo el torrente de las palabras de Ned.

Le preguntó por el resto de la familia. Por su madre. Por Phillipa. Por Rhys.

Ned le preguntó a su vez por el Club de la Máscara: preguntas detalladas sobre los beneficios y los gastos en los que había incurrido. Debatieron sobre la necesidad de comprar dados y barajas nuevas, artículos sobre los que solía insistir Hugh. Rhys le había convencido de la importancia de asegurar a los clientes que los juegos eran limpios y honestos. Los dados y los mazos de naipes nuevos representaban una garantía.

Para cuando el reloj dio la hora por segunda vez, Ned se levantó.

—Debo irme. Adele me está esperando.

Hugh se levantó más lentamente, pero siguió a Ned fuera del local.

Ned le estrechó la mano, agarrándole cariñosamente del brazo al mismo tiempo.

—Me ha alegrado mucho verte, Hugh, te prometo que me pasaré por el Club de la Máscara a la primera oportunidad que tenga. Mientras tanto, si me necesitas para algo, solo tienes que avisarme.

Hugh no tenía ninguna duda de que su hermano se pasaría por el club y que acudiría en su ayuda en caso de que él lo necesitara, aunque se hallaba lo suficientemente absorbido por sus obligaciones como para olvidarse de preguntarle por su vida, al margen del Club de la Máscara. O por cualquier cosa que no fuera la tarea que le había asignado.

Si Ned le hubiera preguntado por su vida, ¿le habría hablado él de Dafne? Lo dudaba.

Hugh se quedó mirando a su hermano mientras se alejaba apresuradamente, hasta que se perdió en la multitud de paseantes. A falta de otra cosa mejor que hacer, se volvió para recorrer a pie la corta distancia que lo separaba del Club de la Máscara.

 

 

Aquella noche Rhys y Xavier visitaron la casa de juego. Después de saludar a los trabajadores y a los clientes que frecuentaban el local, se sentaron con Hugh en un rincón del comedor, ante una mesa llena de platos de comida y botellas de vino. El propio Hugh sirvió una copa a cada uno.

Rhys saboreó la comida y asintió con gesto aprobador.

—Veo que la cocinera sigue fiel a su vieja pauta. Me había olvidado de lo buena que era la comida aquí.

Hugh también la valoraba mucho, y se había asegurado de que la mujer lo supiera. Viuda de uno de los hombres del regimiento de Rhys y de Xavier, era ferozmente leal a ambos hombres.

—No hemos tenido ningún problema digno de mención —dijo Hugh—. ¿Veis vosotros alguno?

Xavier desvió la mirada hacia el pianoforte. Sonrió.

—Echas de menos a la pianiste —su esposa, Phillipa, la mujer a la que Dafne trató tan mal, había hecho crecer la afluencia de clientes mientras estuvo trabajando allí.

Hugh forzó una sonrisa.

—¿Volverá quizá? ¿Tiene las noches libres?

La expresión de Xavier se volvió socarrona.

—Me temo que sus noches están bastante ocupadas.

Hugh lo miró discretamente. Xavier era indudablemente un hombre muy atractivo. Las miradas de las mujeres del comedor solían volverse en su dirección. Con su pelo oscuro y abundante, románticamente rebelde, sus rasgos masculinos y sus ojos de un azul deslumbrante, no era de extrañar que Dafne se hubiera enamorado de él. Habrían hecho una pareja muy bella.

Hugh ahuyentó ese pensamiento.

Al menos Xavier era un hombre decente, pensó. De hecho, Hugh sospechaba que no era un hombre consciente de su apariencia. La opinión de los demás nada significaba para él. Había desafiado las expectativas que le habían estado reservadas como hijo de aristócrata para invertir su dinero en tiendas. Si olía a comercio, por utilizar una expresión de la nobleza, entonces a todas las mujeres que se encontraban en aquel momento en esa habitación les gustaba ese olor.

Hugh le preguntó por Phillipa y el bebé, y se interesó luego por sus locales.

—Ya tengo diez —explicó Xavier—. La tienda de muebles es la que mejor marcha. Hay un buen mercado para el mobiliario de calidad a precios moderados. Prefiero los negocios que requieren manufactura, ya que de esa manera podemos emplear a más trabajadores. Últimamente he contratado a un artesano de pianofortes.

—¿Un antiguo soldado que sabía fabricar pianofortes? —inquirió Rhys.

Xavier contrataba principalmente a soldados licenciados del ejército.

—No —Xavier bebió un sorbo de vino—. El hombre que había fabricado el pianoforte de Phillipa estaba en peligro de perder su negocio. Aceptó instruir a antiguos soldados en el oficio.

La benevolencia de Xavier le recordó a Hugh la que había desplegado Dafne con los sirvientes de la casa de Thurnfield.

Volvió a ahuyentar ese pensamiento. Necesitaba cambiar de tema.

—¿Y tú, Rhys? ¿Qué tal marchan tus negocios?

Rhys estaba invirtiendo a fondo en la industria de máquinas de vapor.

—Buscamos constantemente mejorar los diseños, pero algunas de nuestras máquinas ya están empezando a venderse a fábricas y a minas. Ya sabes que existe una locomotora a vapor funcionando entre Stockton y Darlington. Estoy convencido de que habrá más en el futuro.

Hugh se encogió de hombros.

—Es otra clase de juego, ¿no?

Su padre se había negado a reconocer a su hijo bastardo, Rhys, después de que muriera su madre. En aquel entonces Rhys no había sido más que un muchacho pobre que había logrado sobrevivir gracias a los juegos de azar.

Rhys asintió.

—Así es, pero mucho más excitante que cualquier vuelta de naipe. Y más útil, también.

Xavier vio que uno de sus hermanos entraba en el comedor y se disculpó para acercarse a hablar con él.

En cuanto Xavier se levantó de la mesa, Hugh le preguntó a Rhys:

—¿Estás contento entonces con la vida que llevas?

Hugh se había portado pésimamente con Rhys cuando eran muchachos, pero a esas alturas solo deseaba que le fuera bien.

Rhys desvió la vista por un momento antes de clavar en él sus ojos cálidos.

—Tengo más de lo que nunca soñé con poseer —se llevó un pedazo de comida a la boca—. Y no me refiero al dinero.

—Tienes esposa e hijos.

—Una familia —repuso Rhys en voz baja.

—Nosotros también somos tu familia, Rhys —añadió Hugh en el mismo tono—. Nosotros, los Westleigh. Soy consciente de que no siempre pensé de esa manera, pero mi opinión ha cambiado mucho.

—La gente cambia. Yo lo he hecho, ciertamente.

¿Sería eso cierto? ¿Podía la gente cambiar de verdad? ¿O acaso sus caracteres estaban forjados ya desde el nacimiento? Las circunstancias, ¿fomentaban que ciertos rasgos de la personalidad afloraran y otros permanecieran ocultos? Rhys y él se habían odiado desde la infancia, hasta que descubrió al hombre fuerte, decente y compasivo que era. O que siempre lo había sido. Quizá, de muchacho, Hugh solo había visto en Rhys su fachada: la de un muchacho tosco y duro siempre dispuesto a la pelea.

¿Era lady Faville una simple fachada, o lo era Dafne?

Comprendió que debía averiguarlo.

Cuando Xavier volvió a la mesa, Hugh le preguntó:

—¿Dónde está tu tienda de pianofortes?

—¿Por qué quieres saberlo?

Hugh pinchó un pedazo de carne fría.

—Puede que quiera adquirir uno.

Xavier señaló el instrumento que había en el comedor.

—Tienes un pianoforte aquí. ¿O es que lo quieres para otra persona?

—Así es. Para otra persona —todavía no estaba preparado para decirle quién, pero con ella había pasado momentos muy agradables sentados ante el pianoforte de la casa de campo de Thurnfield. Quizá con ese regalo quisiera expresarle su agradecimiento por haberlo atendido durante aquellas dos semanas. Y su disculpa por haberla tratado tan mal ese día.

O tal vez ello le diera una buena excusa para volver a verla.

 

 

A la mañana siguiente Dafne no tuvo ninguna dificultad en levantarse temprano. Apenas había dormido. Parecía que solamente en la intimidad de su habitación, en medio de la noche, era capaz de desahogar el dolor que la torturaba tanto durante el día. La oscuridad ahuyentaba cualquier recordatorio de quién era y dónde estaba. Lo que al final quedaba eran sus sentimientos, que no se atrevía a expresar durante el día.

El día anterior no había estado tan ocupada como para poder distraerse, por mucho que se había esforzado. Monette necesitaba distraerse, también. A la muchacha la inquietaba mucho que todavía no hubieran recibido respuesta alguna de Toller, o que al final él decidiera quedarse en Thurnfield.

Con tal de hacer lo que fuera, Dafne y Monette habían estado revisando los baúles del ático. Había guardado allí mucha ropa y muchos zapatos, guantes, sombreros, capas. Le daba vergüenza haber tenido almacenados tantos artículos que habrían podido hacer felices a tantas personas, o buscarles un buen uso. Lo que Monette no quería, Dafne pensaba ofrecérselo a las doncellas y a la plantilla de la cocina. Una vez que terminaran de revisarlo y seleccionarlo todo, el resto podrían venderlo en Petticoat Lane.

Hurgar entre los recuerdos, sin embrago, no había sido la mejor manera de soportar el día. Una y otra vez Dafne se había visto impelida a enfrentarse a la mujer que había sido, a la mujer de la que temía no poder escapar nunca.

Pero ese amanecer inauguraba un nuevo día y un nuevo propósito. Ese día le enseñaría a Monette las tiendas de Londres. Proporcionaría a la joven algún placer, alguna aventura. Oh, quizá no una aventura como aquellas de las que le había hablado Hugh, pero sí cosas que Monette jamás había visto. Nada podía compararse con el inmenso surtido de las tiendas de Londres.

Estaba terminando de desayunar cuando Carter entró en la sala.

—El señor Everard de nuevo, milady.

—¿Everard? —la había visitado apenas el día anterior. Temía que estuviera forjando un vínculo con ella que podía terminar perjudicando a todo el mundo—. Supongo que tendrías que decirle que lo veré aquí.

Un momento después apareció en el umbral.

—Buenos días, milady —le hizo una reverencia.

—Buenos días, señor —intentó no sonar demasiado cortante, pero tampoco demasiado invitadora—. Ha regresado usted muy pronto para verme. Espero que no haya ocurrido nada malo.

—En absoluto, en absoluto —permaneció en el umbral.

Dafne suspiró para sus adentros.

—Entre usted y coma algo, si quiere. Le confieso que no dispongo de mucho tiempo ya que voy a salir muy pronto, pero dígame a qué ha venido.

—Un té sí que me tomaría —dijo mientras se sentaba.

Ella le sirvió una taza.

Everard bebió un sorbo, agradecido.

—He venido a informaros de que he hecho lo que deseabais de mí.

¿Qué era lo que le había pedido? No se acordaba. Esperó a que él continuara.

—Me pedisteis recomendaciones para tiendas de muebles.

—Ah, sí.

Pensó que una nota con las direcciones de las tiendas habría bastado.

—Yo no estoy muy versado en estos asuntos, pero he dispuesto que alguien con bastante conocimiento os visite —parecía muy satisfecho consigo mismo.

Dafne no quería visitantes, aunque suponía que no podía esconderse de la sociedad para siempre. ¿A quién le enviaría Everard?

—¿Quién me va a visitar?

—Mi esposa.

¿Su esposa? ¿Qué iba a hacer ella con una visita de su esposa?

Se contuvo. Sería un detalle por su parte recibir a su mujer. Decidió que sería amable con la muchacha.

Se obligó a sonreír.

—Encantador.

—Fue ella la que compró la mayor parte de los muebles de nuestra residencia y tiene buen ojo para detectar la calidad a un precio justo. No se me ocurriría una mejor persona para aconsejaros —se interrumpió—. Y vos misma dijisteis que deseabais conocerla.

—Cierto, ¿verdad? —mordió una tostada—. Supongo que podría visitarme esta misma tarde, después de mediodía. A partir de las dos seguro que ya estaré de vuelta en casa.

Everard se levantó.

—Me aseguraré de decírselo. No os defraudará, milady —se inclinó ante ella—. Me temo que debo marcharme. Con vuestro permiso, por supuesto.

—Por supuesto —intentó parecer agradecida—. Que tenga usted un buen día, señor.

 

 

Poco después de la marcha del señor Everard, Dafne salió con Monette a enseñarle tiendas y distraerla así de la tardanza de Toller en responder. Empezaron en Oxford Street y visitaron mercería tras mercería. En una de ellas, Monette encontró una muselina azul que era solamente un tono más oscuro que el de los ojos de Dafne. Le suplicó que lo comprara para poder hacerle así un vestido, en agradecimiento a la generosidad que le había demostrado.

Fue una decisión difícil. Ella no necesitaba un vestido nuevo. ¿Acaso no se había deshecho de incontables vestidos apenas el día anterior? Pero esa vez se vio obligada a admitir que aceptar el regalo de Monette era el acto más generoso que podía realizar en aquel momento.

Exploraron las sombrererías, guanterías y joyerías. Dafne poseía varias piezas de joyería fina bien guardadas, regalos muy caros de su difunto marido, que no había vuelto a lucir desde que abandonó Londres para viajar a Europa dos años atrás. Ciertamente no había necesitado joyas en la abadía. Le sorprendía lo poco que las había echado de menos.

Se detuvieron en la relojería. En un estante, entre modelos más grandes, había un reloj de caja de porcelana que parecía gemelo del que había dejado en la habitación de Hugh en Thurnfield. Tragándose las lágrimas, lo compró y encargó que lo enviaran a su residencia de la capital.

Compraron galletas holandesas a un vendedor callejero, disfrutando de su sabor dulce y especiado. Acababan de comérselas cuando pasaron por delante de una tienda de partituras de música.

—Quiero echar un vistazo —Dafne abrió la puerta y entró.

Monette la siguió al interior.

El propietario se acercó a ellas.

—¿En qué puedo ayudaros, madame?

La mirada de admiración que le dirigió le resultó inmediatamente familiar.

—Espero que podáis hacerlo, señor. Estoy buscando música para pianoforte escrita por una dama.

—¿Una dama? —enarcó las cejas—. ¿Conocéis el nombre de la dama o el título de la pieza?

Sonrió.

—No. Sospecho que ha escrito la música de manera anónima.

El hombre se llevó un dedo a los labios.

—Tengo una idea —la llevó a un archivador de partituras de música. Estuvo rebuscando en ellas hasta que sacó una—. ¿Quizá esta?

Vio que era una sonata firmada por la Señorita Cantante. El corazón se le aceleró. Fue así como ella misma bautizó a Phillipa Westleigh antes de conocerla, cuando todavía no era más que la pianiste del Club de la Máscara.

Se le cerró la garganta de emoción. Si ella hubiera sido mejor persona, la Señorita Cantante habría podido ser una buena amiga suya.

—Sí —le dijo al propietario—. Esta es, exactamente. ¿Hay más composiciones firmadas por la Señorita Cantante?

Localizó tres más, una de ellas muy reciente. Una nana.

—Las compraré todas —pensó que era lo mínimo que podía hacer por Phillipa. Honrar de alguna forma su música.

—¿Milady? —Monette le tocó la manga—. Aquí no tenéis el pianoforte. ¿Qué pensáis hacer con esta música?

Dafne no había pensado en interpretar las partituras, aunque… ¿acaso no era esa la mejor manera de homenajear el talento de Phillipa?

Se volvió hacia el dueño de la tienda.

—¿Hay alguna tienda de pianofortes que podáis recomendarme?

—Por supuesto que sí —respondió—. Cerca de aquí, en Duke Street.

Se marcharon después de pagar sus compras.

—¿Vais a comprar un pianoforte? —le preguntó Monette.

Dafne sonrió.

—Creo que sí —interpretar música sería otra manera de pasar el tiempo.

Encontraron la tienda de los pianofortes y entraron. El local tenía varios instrumentos en exhibición. El empleado estaba ocupado hablando con tres caballeros, así que Dafne y Monette pasearon por la tienda mirando los pianofortes; algunos estaban decorados, e incluso había uno portátil. El empleado interrumpió su conversación y se acercó a Dafne.

El hombre se ruborizó cuando miró su rostro.

—¿Estáis interesada en un pianoforte, milady?

—Desde luego que sí.

Cuando habló, los tres caballeros se volvieron y Dafne se quedó de pronto sin aire.

Eran el nuevo lord Westleigh, Xavier… y Hugh.

 

 

Hugh sintió la repentina tensión de Ned y de Xavier cuando la vieron.

Ella pareció igualmente consternada, pero, sobre todo, parecía vulnerable. ¿Cómo reaccionarían Ned y Xavier?

Se acercó a ella y le hizo una reverencia.

—Buenos días, madame… Dafne —no pudo evitar llamarla por su nombre—. ¿Estás pensando en comprar un pianoforte?

Ella lanzó una mirada a Xavier y a Ned antes de contestar.

—Sí. Yo… yo no tengo ninguno y últimamente he estado interesada en volver a tocarlo —le enseñó un abultado sobre—. He comprado unas partituras.

—¿De veras? —extendió la mano—. ¿Puedo verlas?

Ella palideció, dudando antes de entregarle el sobre. Echó un vistazo dentro. Alzó rápidamente la cabeza, buscando su mirada, cuando vio las partituras que había adquirido. La música de Phillipa.

—Yo… estaba interesada en esta compositora. Quería darle mi apoyo —explicó.

¿Cómo podía interpretar el dato de que hubiera adquirido las partituras de su hermana? Se volvió para mirar a Xavier. ¿Lo habría hecho por él?

Ned la miraba como si fuera una apestada. Xavier se había puesto en guardia. Ambas reacciones lo irritaron. ¿Había necesidad de ser cruel con ella?

—Xavier, lady Faville ha venido a comprar uno de tus pianofortes. Ned, ¿te acuerdas de lady Faville, verdad?

Ned inclinó la cabeza, pero no dijo nada.

Xavier dio un paso al frente.

—¿Sabíais que esta era una de mis tiendas? —sus palabras habrían podido parecer corteses al empleado y a Monette, pero Hugh sospechaba que tanto Ned como Dafne habían percibido su aguzado filo.

Dafne se mostró genuinamente sorprendida.

—No tenía ni idea.

Monette se acercó a ella.

Hugh se dirigió a la joven doncella:

—¿Cómo estás, Monette?

—Muy bien, señor —respondió, tímida, desviando la mirada hacia Xavier—. Nosotras… acabamos de enterarnos de la existencia de este lugar en la tienda de partituras.

Hugh admiró el valor de la muchacha al defender a Dafne ante un conde y ante el hijo de otro conde. Aunque eso ella no lo sabía.

Le devolvió el sobre a Dafne y, al hacerlo, sus dedos se rozaron. Ella se ruborizó.

—No lo sabía —pronunció en una voz lo suficientemente baja como para que solamente la oyera él.

Hugh asintió ligeramente con la cabeza y se volvió hacia el empleado.

—¿Tenéis algún instrumento que recomendar a la dama? ¿Cuál pensáis que le convendría mejor?

—Podéis elegirlos por el sonido. Todos son de gran calidad, pero su sonido varía según los modelos —el hombre pulsó las teclas de los que tenía más cerca.

Hasta Hugh podía detectar las diferencias.

El empleado carraspeó y continuó:

—O quizá os interese más la decoración de las cajas —se acercó a uno que estaba pintado con rosas con el borde dorado—. Este quedaría muy bien en cualquier estancia.

—Yo… preferiría uno menos llamativo —Dafne se volvió hacia uno de estilo sencillo. Era bastante parecido al de la casa de campo de Thurnfield, aunque obviamente de mejor calidad—. Este. Desearía que me preparara la factura y me lo enviara a mi domicilio —le dio la dirección de su residencia en la capital.

El empleado miró a Xavier.

—Sí, señor Ball. Envíeselo al lay Faville.

—Sí, señor —se acercó al mostrador y sacó un libro para prepararle la factura.

Xavier se volvió hacia Dafne.

—No sabía que estuvieras en la ciudad.

Ella se atrevió a mirarlo, pero no mantuvo la mirada.

—Sí. Hemos venido a hacer compras.

Monette volvió a hablar.

—Mi señora me ha estado enseñando todas las tiendas.

Ned la interrumpió con tono sarcástico:

—¿Las tiendas?

—Sí, eso es todo —le aseguró Dafne—. No tengo otros planes. Aunque tal vez veamos también algunos de los atractivos de la capital. La Torre de Londres, la abadía de Westminster, el Salón Egipcio… —se le apagó la voz como si temiera haber dicho demasiado.

Miró de nuevo a Xavier.

Hugh se preguntó qué estaría pensando al volver a ver a Xavier. ¿Realmente no había sido consciente de que aquella era una de sus tiendas? Le parecía demasiada casualidad.

Aunque… ¿cómo podía haber sabido que Xavier se encontraría en aquel momento en la tienda? Los inversores no solían pasar mucho tiempo en sus negocios. ¿Acaso lord George Cavendish patrullaba la Burlington Arcade como uno más de sus maceros, los guardianes del pasaje comercial? Indudablemente que no. ¿Y cómo podía haber sabido siquiera que Xavier poseía aquellas tiendas? Por el señor Everard, quizá, si aquel hombre hubiera tenido alguna forma de enterarse.

Tenía más sentido que Dafne quisiera enseñar Londres a Monette. Se había traído a la muchacha de Suiza y la trataba casi como si fuera una hermana suya.

El empleado volvió con la factura.

—Le pagaré a la entrega del instrumento —dijo Dafne, y se volvió hacia Ned y Xavier—. Que tengáis un buen día, caballeros —miró entonces a Hugh—. Hugh.

Él la acompañó hasta la puerta y se la abrió.

—Disfruta de tu música, Dafne. Monette.

Una vez cerrada la puerta, el empleado se disculpó para regresar a la trastienda.

Ned se dirigió a su hermano:

—¿Qué significa todo esto, Hugh? Has hablado con lady Faville como si fuera una buena amiga tuya —le lanzaba dardos con la mirada—. Permíteme que te recuerde que esa mujer estuvo a punto de arruinarnos.

—Yo no sabía que estuviera en Londres —dijo Xavier como si estuviera hablando para sí mismo—. Dios sabe que no quiero más problemas con ella. No consentiré que vuelva a hacer daño a Phillipa.

—Problemas. Eso es lo que significa esa mujer —rio Ned, irónico—. Y tú bien lo sabes, Hugh. ¿Es que has perdido el juicio?

Había perdido el juicio con ella, pero no tenía sentido intentar explicarle eso a su hermano.

—No más que tú, Ned —le espetó—. No hay razón alguna para que hable de esto contigo.

Ned lo fulminó con la mirada.

—Creo que tengo todas las razones para hablar contigo de ella.

—Soy amigo de lady Faville —admitió Hugh—. Pero ella no es ni mucho menos la arpía que tú piensas que es.

—Supongo que la conocerías en Bruselas —dijo Ned—. Se dijo que había huido a Europa. ¿Fuiste tú una de las conquistas que hizo allí? Estuviste mucho tiempo allá. Quizá no lo dedicaste todo a atender los asuntos de nuestro padre….

—Tú no sabes nada, Ned —Hugh alzó la voz. La rabia que sentía había alcanzado el punto de ebullición—. Si no confiabas en mí para que me ocupara de los asuntos de Bruselas, quizá deberías haber ido tú mismo… y haber arreglado ese desastre tú solo.

—¡No puedes hablarme de esa manera! —replicó su hermano, todo colorado.

—¿Por qué? ¿Porque tú posees el título? Yo te he visto sin tu toga de parlamentario. Y ha pasado mucho tiempo desde que me vencías a los puños —deseó que Ned lo desafiara en aquel mismo momento. Le habría encantado aplastarle su aristocrática nariz.

Xavier se interpuso entre ambos.

—Basta ya. No debéis pelearos como un par de colegiales. Lady Faville es mi problema, si es que lo es de alguien —miró a Hugh—. ¿Vas a comprar un pianoforte?

Hugh negó con la cabeza.

—Hoy no. He cambiado de idea.

—Muy bien —dijo Xavier—. Yo me marcho. Necesito informar a Phillipa de que lady Faville está en Londres.

—No se lo digas —protestó Ned—. Eso la alterará.

—No tanto como si se lo oculto —avisó al señor Ball de que se marchaba, lanzó una mirada irritada a ambos hermanos y abandonó la tienda.

Hugh se dirigió también hacia la puerta.

Ned le pisó los talones.

—Prométeme que no volverás a tener nada que ver con lady Faville.

—¿Que te lo prometa? —Hugh se echó a reír mientras salía del local—. ¿Por qué no confías simplemente en que obraré de la manera adecuada?

Se alejó de su hermano sin volver la mirada. En aquel momento estaba demasiado furioso con él como para soportarlo un segundo más.