Catorce

 

Dafne se hallaba ante la puerta del Club de la Máscara, con el corazón en la garganta. Carter la acompañaba, y ella había dispuesto que Smith los recogiera en el carruaje después de dos horas.

Dos horas. Poco tiempo para volver a ver a Hugh, pero no se atrevía a estar más para no llamar demasiado la atención. Había escogido su vestido más recatado, azul oscuro, y una máscara negra. Monette y ella habían añadido satén a la máscara de manera que le cubriera casi todo el rostro, para asegurarse de que nadie la reconociera. Carter también iba enmascarado y parecía perfectamente cómodo con la idea de visitar una casa de juego.

Carter hizo sonar la aldaba y la puerta se abrió. El sirviente que atendía la puerta era el mismo que había estado allí dos años antes. Cummings. Debía acordarse de no llamarlo por su nombre.

—Hemos venido a jugar —le informó—. ¿Podemos entrar?

Cummings asintió y se hizo a un lado. Carter se sacó sombrero y guantes como si fuera un auténtico caballero y se los entregó a Cummings.

Dafne se quitó la capa.

—¿Qué sigue ahora?

Tuvo la sensación de que Cummings la miraba con demasiado detenimiento.

—Id al cajero —señaló una puerta entreabierta que daba al vestíbulo.

Ella tomó a Carter del brazo y entraron juntos en la habitación. El cajero también era el mismo de hacía dos años: MacEvoy. El hombre estaba entregando sus fichas de juego, de madreperla, al caballero que les había precedido.

El caballero, un hombre mayor, miró a Dafne, sonrió y le hizo una reverencia.

—Buenas noches, madame.

Otro caballero que recordaba de sus anteriores visitas.

—Sir Reginald a vuestro servicio, madame —la recorrió con la mirada de la cabeza a los pies—. Hacédmelo saber si puedo asistiros en algo.

Dafne inclinó la cabeza.

—Gracias, señor —no tenía intención de solicitar la ayuda de nadie.

MacEvoy carraspeó.

—¿Madame? ¿Señor? Quizá sea esta vuestra primera vez. Acercaos a la mesa y os informaré de las reglas de esta casa —procedió a explicárselas con rapidez—. Los jugadores enmascarados no deben apostar mayor cantidad que la de las fichas que hayan adquirido o ganado. No les está permitido firmar pagarés, ni incurrir en deudas con la casa o con otro cliente. Si lo hacen, deberán quitarse la máscara para que pueda ser verificada su identidad. Cada cliente debe saber quién les presta y a quién deben dinero. ¿Os ha quedado claro?

—Sí —Dafne había entendido aquellas reglas dos años atrás.

Carter se adelantó para adquirir las fichas. Mientras el criado contaba de nuevo las que le había entregado MacEvoy, Dafne se dio cuenta de que el cajero no dejaba de mirarla.

—¿Seguro que nunca habíais estado aquí antes? —preguntó.

—Nunca —respondió Carter, sincero—. ¿Dónde está el salón de juego?

—A la derecha del vestíbulo —señaló MacEvoy.

Abandonaron la habitación y Dafne soltó un suspiro de alivio. Evidentemente tanto a Cummings como a MacEvoy les había resultado familiar. Había sido una asidua visitante durante aquel verano de hacía dos años y se había hecho notar demasiado. Hugh ciertamente la había visto unas cuantas de aquellas veces. Él y los demás habrían reconocido sin problemas a lady Faville.

Carter le entregó la mitad de las fichas.

—¿De verdad que podré apostar estas fichas? —le preguntó, enseñándole las que le habían quedado.

—Por supuesto que sí —respondió Dafne—. Y quédate con las ganancias. Disfruta. Carter. No hay necesidad de que te quedes todo el tiempo conmigo. Simplemente acuérdate de estar dispuesto para marcharte de aquí a dos horas.

—Sí, milady.

Cuando entraron al salón de juego, Dafne tuvo la sensación de que nunca se había marchado de allí. Las mesas de naipes continuaban repartidas por toda la habitación, llenas de gente jugando al whist, con dos de ellas reservadas al piquet. Al fondo de la sala y a lo largo de toda una pared estaban las mesas de faro, de azar y de vingt-et-un, todas repletas de jugadores. La mayoría de los hombres no llevaban máscara, al contrario que muchas de las mujeres. El rumor de sus voces combinadas llenaba la habitación, junto con el barajar de los naipes y el repiqueteo de los dados.

Dafne recorrió la habitación con la mirada.

—¿Lo ves? —le preguntó a Carter.

Carter sabía que ella había acudido a ver a Hugh. Él también escrutó la sala.

—No.

¿Y si Hugh no había ido al local esa noche? Haber hecho todo el camino para llegar hasta allí y al final no verlo sería un tormento.

—Ve a jugar, Carter —lo despachó—. Yo daré una vuelta por la habitación antes de jugar algo al azar o a algún otro juego.

Carter asintió y se marchó.

Dafne paseó entre las mesas, disimulando que estaba buscando a alguien en concreto. Tanto los hombres como las mujeres se fijaban en ella cuando pasaba a su lado. Antaño le había complacido ver cómo las cabezas se volvían a su paso, pero esa noche anhelaba fundirse con las paredes. Carter eligió rápidamente una mesa de naipes y empezó a barajar las cartas con mano experta. Parecía como si se encontrara en su elemento.

Dafne se acercó a la mesa de faro, pensando que ella debía dar también la impresión de ser una jugadora. Miró a la crupier, una preciosa joven, que estaba a punto de iniciar otra ronda.

—Hagan sus apuestas, damas y caballeros —animó la crupier.

Dafne recordaba que se llamaba Belinda.

Colocó dos fichas en el número siete, el número de días que Hugh y ella habían compartido juntos de manera tan íntima.

Belinda hizo saltar una carta de la caja de faro.

—Diez.

La primera carta era la perdedora.

Todos los jugadores que habían colocado sus fichas en el número diez gruñeron descontentos, y Belinda las recogió para la casa.

Luego hizo saltar una segunda carta. La ganadora.

—¡Siete!

Dafne se sonrió. Su número de la suerte.

Recogió sus ganancias, pero dejó dos fichas en el número siete. Al fin y al cabo, quedaban otros tres sietes en la baraja. Todavía podía ganar más.

Alzó la mirada hacia Belinda, pero enseguida la desvió hacia el hombre que acababa de situarse a su lado.

¡Hugh!

Se estremeció de entusiasmo. Un rostro que solo había visto fugazmente en el pasado adquiría de pronto más importancia que cualquier otra cosa. Sus rasgos no eran perfectos, pero poseían una belleza ruda, áspera. La sombra de su barba oscura le daba un aspecto de libertino. Miró detenidamente sus ojos. Desde el otro lado de la mesa, podía ver que eran castaños. Grandes ojos castaños bajo pobladas cejas. Casi se echó a reír de felicidad mientras los veía moverse de continuo, vigilando la habitación mientras conversaba con Belinda.

¡Podía ver!

Eso ya lo había sabido antes, por supuesto, pero verlo por sus propios ojos hacía que fuera todavía más real. Su propósito al acudir allí había quedado satisfecho.

Ojalá eso hubiera bastado, sin embargo. Anhelaba tocarlo. Delinear sus cejas con el pulgar. Peinar hacia atrás sus indómitos rizos oscuros. Acunar su rostro entre sus manos, como había hecho él con el suyo. Pero era imposible. Debía contentarse con mirarlo.

Belinda hizo saltar una nueva carta de la mesa de faro.

—¡Siete!

Dafne volvió a ganar. Todas las miradas, incluida la de Hugh, se volvieron en su dirección mientras recogía sus ganancias, pero el interés que le demostraba parecía impersonal, distante. Unos cuantos caballeros colocaron sus fichas en el número siete mientras ella dejaba allí las dos originales con las que había apostado desde el principio. Realmente no le importaba ganar. Prefería perder, de hecho, porque perdiendo beneficiaba a los Westleigh, y por tanto a Hugh. Además, su deuda para con su familia nunca podría quedar completamente saldada después de haber estado a punto de quemar aquel edificio hasta sus cimientos y de haber arriesgado tantas vidas.

—La suerte está con vos, madame —pronunció una voz a su lado.

Se volvió para descubrir a lord Sanvers junto a ella. Sanvers había estado presente en el incendio de Ramsgate. La había abordado aquella noche, y también la había visto atender a Hugh.

—Sí —murmuró con el corazón acelerado.

No podía haberla reconocido, ¿o sí?

Esperó en la mesa de faro hasta que perdió sus dos fichas y se alegró de la oportunidad de eludir tanta atención. Se alejó hacia una mesa de azar, sin perder de vista a Hugh. Él no había vuelto a mirarla, pero lord Sanvers la siguió.

—¿No nos hemos visto antes? —le preguntó él—. Soy lord Sanvers. ¿Estáis sola?

Era una pregunta impertinente.

—No estoy sola, señor. ¿Y vos? —había intentado adoptar un tono disuasorio, pero estaba demasiado acostumbrada a mostrarse complaciente.

El caballero se ruborizó de placer.

—Yo lo estoy del todo y me encantaría disfrutar de vuestra compañía.

—Oh —ella, en cambio, estaba deseosa de librarse de él—, debo buscar a mi acompañante. Si me disculpáis, señor…

Se alejó apresurada, lamentando tener que perder de vista a Hugh. Se retiraría al comedor por un momento. Quería verlo antes de marcharse para, como le había dicho a Everard, asegurarse de que había sido bien reformado, recuperada su antigua belleza. Abandonó el salón y subió las escaleras.

Nada más trasponer el umbral del comedor, observó inmediatamente que conservaba en gran medida su estilo Robert Adam. Paredes color pastel. Filigranas de estuco. El pianoforte de Phillipa Westleigh seguía en el mismo lugar. Podía imaginarse a la enmascarada Phillipa sentada en aquel banco, tocando y cantando, totalmente anónima. Dafne había disfrutado con sus interpretaciones.

Un sirviente, otro rostro familiar, se le acercó portando una bandeja.

—¿Vino, madame?

Recogió una copa y se acercó a la mesa del bufé. Sobre una mesa semejante había estado la lámpara de aceite que ella, en un acceso de rabia, había arrojado contra la pared. Cerró los ojos al recordar las cortinas en llamas, las lenguas de fuego en la alfombra, sus propias faldas ardiendo.

El recuerdo la dejó estremecida.

—Ah, aquí estáis —era Sanvers, de nuevo—. ¿Puedo serviros un plato?

 

 

Hugh advirtió que Sanvers hablaba con la mujer que había ganado en la mesa de faro. La dama se retiró y Sanvers, el viejo rijoso, la había seguido. Las mujeres que acudían enmascaradas al Club de la Máscara no lo hacían con propósito de seducción, sino simplemente para jugar. Si aquella mujer encontraba desagradables las atenciones de Sanvers, tal vez no volviera otro día para jugarse su dinero. Formaba parte del trabajo de Hugh velar para que las jugadoras no fueran molestadas.

Ni Sanvers ni la mujer se quedaron en el salón de juego, y Hugh supuso que la mujer habría huido al comedor. Subió las escaleras y entró en la sala, para descubrir inmediatamente a ambos ante el bufé. Todavía no lograba discernir del todo si se sentía halagada o molesta por las atenciones de Sanvers.

La vio alejarse de él, señal de que su primer presentimiento había sido acertado. Hugh atravesó la sala a donde dos caballeros y otra dama estaban seleccionando comida del bufé. Hugh se acercó disimuladamente, como si fuera a reunirse con ellos.

Desde allí, oyó a Sanvers que decía:

—¿Me haríais el honor de compartir mi mesa, madame?

Hugh identificó entonces un aroma a rosas y se quedó paralizado. Cerró los ojos y volvió a aspirar la fragancia.

La oyó responder:

—Sois muy amable, señor, pero no. Prefiero estar sola.

Aquel aroma. Aquella voz.

—Una dama tan encantadora como vos no debería estar aquí sola —insistió Sanvers.

—No hago ningún daño a nadie viniendo aquí —replicó ella—. Y seguro que un caballero como vos respetará los deseos de una dama.

No había equívoco posible. La única persona a la que nunca había esperado volver a ver estaba allí.

Abrió los ojos.

—Disculpad, Sanvers.

Le temblaban las piernas mientras se interponía entre Sanvers y la dama.

Ella abrió mucho los ojos.

Hugh la tomó del brazo.

—Debo hablar con esta dama —se alejó con ella—. Venid conmigo.

Ni siquiera sabía por qué nombre llamarla. La agarraba con firmeza, pero ella no hacía ningún intento por liberarse. Juntos atravesaron la habitación y salieron al pasillo, donde no había nadie más.

Solo entonces habló ella.

—¿Qué significa esto, señor? —exigió, utilizando la voz de institutriz que tan bien recordaba Hugh.

Pero no pensaba discutir con ella allí.

—Subid conmigo.

No la soltó mientras subían las escaleras hacia los aposentos privados de Rhys. Hugh se había trasladado allí cuando asumió la dirección del negocio, un arreglo que prefería mil veces a vivir con su madre… y su amante.

La llevó al salón y cerró la puerta.

—¿Qué manera es esta de tratar a una dama?

—Vamos, Dafne, o como quiera que te llames. Tú al menos sabes quién soy yo, lo que te proporciona una ventaja. Exijo que me digas qué es lo que estás haciendo aquí —la soltó, pero permaneció entre ella y la puerta cerrada.

—He venido a jugar. ¿No es eso lo que hace alguien en una casa de juego? —se irguió, digna—. Habláis como si pensarais que debería conoceros.

¿Esperaba acaso que cediese ante aquellas protestas de inocencia?

—Quítate la máscara, Dafne —su cuerpo entero temblaba de rabia. Pero le dolían hasta los ojos del anhelo de verla.

Ella cruzó los brazos sobre el pecho.

—No. Si he venido a este club es porque puedo llevar máscara. No me la quitaré por nadie. Ni siquiera por vos, señor.

—¿Ni siquiera por mí? —se acercó, y ella retrocedió—. ¿Así que admites conocerme?

Ella siguió retrocediendo hasta que dio con la espalda en la pared.

—Yo no admito nada.

Apoyó las manos a cada lado, encerrándola entre sus brazos.

—¿Por qué has venido? ¿Para divertirte a mi costa? ¿Para verme sabiendo durante todo el tiempo que yo no podría reconocerte? ¿O acaso tenías algún otro plan? ¿Ha habido siempre algún otro plan?

Vista de cerca, parecía pequeña y vulnerable a su lado. Resultaba irónico pensar que, mientras tuvo los ojos vendados, había sido él quien había dependido de su fuerza. Recordaba la manera en que la había abrazado. Recordaba haberla explorado con sus caricias. Por un breve instante, volvió a cerrar los ojos y sintió su aroma, su calor, envolviéndolo.

Pero los abrió de nuevo para fulminarla con la mirada.

—Yo… yo simplemente quería… —murmuró—. Se suponía que nadie debía saberlo.

Se inclinó hacia ella, con su rostro a pocos centímetros de su máscara, tan cerca que podía sentir su aliento en sus labios.

—Eran muchas las cosas que se suponía que no debía saber.

—Déjalo estar, Hugh —musitó—. Por favor. Deja que me marche y te prometo que no volverás a verme ni a saber nada de mí.

—¿Que te deje marchar? —sacudió la cabeza—. ¿Pretendes desaparecer otra vez sin dar explicaciones? Lo que sucedió entre nosotros… ¿acaso no me da derecho a recibir al menos una explicación? ¿O eso también fue una mentira? ¿Me estuviste engañando ya entonces, cuando nos acostábamos juntos?

Dafne se atrevió entonces a mirarlo.

—No todo fue una mentira —enseguida bajó la mirada—. Pero es mejor que dejemos las cosas así.

Sus ojos tenían el azul de un soleado día de primavera, y sus labios el rosa de su perfume. Anhelaba verla sin máscara.

—¿Mejor para quién? —la desafió—. No presumas de saber lo que es mejor para mí. Quítate la máscara. Muéstrame tu rostro y dime quién eres realmente. Me lo debes.

Ella lo empujó del pecho.

—No. ¡Por favor, deja que me marche, Hugh!

Su contacto lo inflamó. La rodeó con los brazos, estrechándola contra sí. Ella forcejeó solo por un momento antes de derretirse contra él.

—Hugh. Hugh…

Permanecieron abrazados, aferrándose el uno al otro como si estuvieran colgados de un abismo. Hugh deslizó las manos por su espalda mientra se apretaba contra ella, con lo que se excitó de inmediato. Encontró sus labios y reclamó su sabor, el sabor que tanto había anhelado desde que ella lo abandonó. Su beso fue urgente y furioso, cargado de necesidad.

Ella perdió el aliento ante aquel asalto, pero reaccionó con igual intensidad. Le acunó el rostro entre las manos, devolviéndole el beso con un ronco gemido.

Hugh no quería barreras entre ellos. Ni secretos. Ni engaños. Ni ropa.

Alzó una mano y le arrancó de golpe la máscara.

Dafne soltó un grito y lo apartó. Hugh se la quedó mirando fijamente, con su cuerpo latiendo todavía de deseo por ella, el aliento acelerado. El anhelo que sentía por dentro estalló como un vidrio en mil pedazos, lacerándolo con sus astillas.

¡La conocía! ¡Por Dios, la conocía!

Escupió su nombre:

—Lady Faville.

No había error posible. Aquel cutis de alabastro, con el rubor natural de sus mejillas. La boca de labios carnosos. Los enormes ojos azules ribeteados por largas y oscuras pestañas. El cabello del color del hilo de oro. Las tentadoras curvas. Cualquiera en Londres la reconocería. Ella había sabido que la reconocería.

¿Podía su engaño ser más cruel? Era mil veces peor que lo tomaran por estúpido. Ella había sido consciente de la conexión que existía entre ambos desde el principio.

¿Cómo se había atrevido a esconderle su identidad, sabiendo durante todo el tiempo la importancia que eso tenía para él? La humillación que había sufrido a sus manos era absoluta.

Maldijo para sus adentros. En aquel momento, hasta el recuerdo de los íntimos momentos que habían pasado juntos había quedado mancillado. Ni siquiera podía acogerse al engaño de que el hecho de estar con él había significado algo para ella. La había vuelto a perder.

Y esa vez había perdido la ilusión, el espejismo de Dafne.

 

 

Dafne sentía el escozor de las lágrimas en los ojos, con el pecho oprimido de angustia.

—Te lo dije. Te dije que era mejor que no me quitara la máscara.

La máscara seguía en su mano. No hizo ningún intento por ponérsela. ¿Qué sentido tenía a esas alturas?

—Durante todo este tiempo… —rio Hugh, irónico—. Lady Faville —pronunció su nombre como una maldición.

Ella hizo un gesto con la mano, apartándose de él.

—Entiendo. Tenía prohibido venir aquí. No volverá a suceder.

Continuaba fulminándola con la mirada. Vio que alzaba la barbilla.

—Te aseguro que no volveré a incendiar esta casa, si es eso lo que temes. De hecho, me marcharé ahora mismo, para que sepas que no voy a hacer mal alguno —se dirigió hacia la puerta.

Pero él la agarró del brazo.

—Tú no te marchas todavía. ¿Mal alguno, dices? —su voz estaba tensa de furia—. El mal ya lo has hecho… y más que suficiente. No te marcharás hasta que no me hayas dado una explicación.

—¿No es obvio, Hugh?

—No para mí —la soltó—. ¿Se trataba de un nuevo truco contra mi familia? ¿Algún tipo de venganza contra Xavier?

—Ni lo uno ni lo otro —se derrumbó en una silla cercana, resistiendo el impulso de cubrirse el rostro con las manos. Ya era demasiado tarde para eso—. No tengo defensa alguna, Hugh. Te engañé de una manera terrible. Nunca debí haber venido. Fue otro capricho estúpido.

Se plantó frente a ella, intimidante.

—¿Capricho estúpido? Te pasaste dos semanas fingiendo ser otra persona, cuando sabías durante todo el tiempo que yo te conocía. ¡Y te acostaste conmigo, sabiéndolo! ¿Cómo quieres que me sienta después de haber descubierto quién eres?

—Te hice algo horrible —no se le ocurría otra cosa que decir.

El corazón se le rompía. Era como si se lo estuviera despedazando el puñal que parecía haberse instalado allí. Se levantó de la silla, pero él no se movió. Permanecía demasiado cerca de ella, agrediéndola con el recuerdo de sus brazos en torno a ella, de su cuerpo apretado contra el suyo.

Y en ese momento la despreciaba, como ella siempre había sabido que lo haría.

—Me iré ahora mismo —le dijo en voz baja—. Te prometo que no volveré.

Dio un paso, pero él volvió a agarrarla del brazo.

—¿Me lo prometes? ¿Acaso no me has demostrado el valor de tus promesas?

Estaba razonablemente segura de que nunca le había prometido nada, pero… ¿de qué servía ponerse a discutir con él?

—No me importa que me creas o no. Aunque quisiera volver, tú me reconocerías, evidentemente, así que sería estúpido intentarlo, ¿no te parece?

Inclinándose hacia ella, le susurró al oído:

—Probablemente sabías que esta vez te reconocería.

No era verdad. Nunca se había imaginado que podría reconocerla por otros sentidos que no fueran el de la vista. Retrocedió un paso.

—Llevaba una máscara completa. En el peor de los casos, habrías podido reconocer a lady Faville, pero nunca a la señora Asher. Nunca imaginé que me reconocerías.

La taladraba con la mirada.

—Yo te conocí de otras maneras, Dafne —parpadeó rápidamente y sus ojos recuperaron su dureza—. Porque te llamas Dafne, ¿no, lady Faville? ¿O eso también fue una mentira?

Carraspeó.

—Me llamaba Dafne Asher antes de convertirme en lady Faville.

Hugh esbozó una mueca.

—Oh, solo fue una mentira a medias, entonces.

O un muy infantil deseo de volver a ser Dafne Asher.

—Sí. Una mentira a medias.

El reloj de la repisa de la chimenea dio dos campanadas, sobresaltándolos a ambos.

Las dos en punto.

—Debo marcharme, Hugh. Mi carruaje ha venido a buscarme.

Él retrocedió un paso. Ella logró caminar hasta la puerta pese a que sentía los pies de gelatina. No pudo evitar volverse para lanzarle una última mirada. Seguía de pie con los brazos en jarras, fulminándola con la mirada. Se tragó las lágrimas que finalmente brotaron de sus ojos mientras se acercaba a la puerta y la abría. Una vez en el pasillo, se detuvo para volver a atarse la máscara. Tenía la ropa y el pelo desarreglados, pero no le importaba. Para la mayoría de la gente que había allí, no era más que una mujer enmascarada que había acudido a jugar. Y, en todo caso, si alguien la reconocía, nunca sabría que brevemente había vuelto a ser Dafne Asher.

Bajó las escaleras, donde lord Sanvers deambulaba por el rellano como un depredador al acecho de su presa. ¿Tendría que volver a lidiar con él?

—¿Qué diantre es todo esto? —preguntó el cabalero con tono ligeramente divertido.

Probablemente pensaba que todo era una insignificancia.

Mientras que para ella era como si una montaña se le hubiera caído encima.

—Nada que sea de vuestro interés, señor.

Pasó de largo sin mirarlo siquiera y bajó las escaleras hasta el vestíbulo.

Carter la estaba esperando allí. No le hizo ninguna pregunta.

—Voy a cambiar vuestras fichas, milady.

—Gracias, Carter —rebuscó en su retícula y se las entregó.

El criado del vestíbulo, Cummings, esperaba cerca.

—¿Sería tan amable de traernos nuestras cosas? —le preguntó ella.

El hombre asintió y desapareció en el guardarropa. Dafne permaneció con la mirada fija en la puerta. Lo único que quería era abandonar aquella casa. Ya habría tiempo después para lamentarse de todo. A esas alturas podía añadir el hecho de haber acudido allí, revelándose ante Hugh, como una más en su larga lista de arrepentimientos.

Oyó que volvía Cummings y se giró, dispuesta a recoger su capa.

Fue entonces cuando vio a Hugh bajando las escaleras. No había esperado que la siguiera.

—Yo ayudaré a la dama con la capa, Cummings —dijo él.

Debía de querer asegurarse de que abandonaba el local. Era la única explicación.

Cummings le tendió la capa y él la recogió para acercarse a ella. Dafne experimentó la agridulce sensación de las manos de Hugh sobre sus hombros mientras le echaba el manto por encima.

—¿Quién te ha acompañado hasta aquí? —le preguntó en voz baja, para que nadie más pudiera oírlo.

Ella no se volvió.

—Carter.

Carter, todavía enmascarado, salió del cajero y retrocedió un paso con expresión sorprendida cuando vio a Hugh con ella. Dafne lo bendijo para sus adentros, porque el criado no hizo nada que pudiera traicionar su identidad. Le entregó una pequeña bolsa llena de monedas.

Hugh se le acercó entonces, con una expresión escéptica en su rostro airado.

—¿Carter?

Asintió con la cabeza.

—Señor.

—Debemos irnos —dijo Dafne—. El carruaje… —lo menos que podía hacer era ahorrarle a Carter un interrogatorio como aquel al que le había sometido Hugh.

Cummings entregó a Carter sus guantes y su sombrero. Carter se los puso y se dirigió hacia la puerta, que abrió para Dafne. Para su consternación, Hugh la agarró del brazo y salió con ella. Ya en la acera, Carter se apartó unos pasos para proporcionar a su ama una intimidad que ella no quería.

—Supongo que es Smith quien vendrá a buscarte —comentó Hugh—. Eso suponiendo que tus criados no usen nombres ficticios, ellos también.

—Todos los nombres son verdaderos —replicó ella—. Incluido el mío —cuadró los hombros—. ¿Por qué has salido conmigo, Hugh? ¿Para asegurarte de que me marcharé, como te dije que haría?

—Quizá encuentre difícil asegurarme de cualquier cosa que me digas.

—Por supuesto —se encogió de hombros—. No puedo culparte por eso —era una consecuencia de no decirle la verdad. La confianza traicionada era difícil de recuperar, cuando no imposible.

Permanecieron en silencio durante lo que a Dafne le pareció una eternidad, aunque no debieron de transcurrir más que unos pocos minutos. Finalmente apareció Smith con el carruaje. El cochero saludó con un gesto a Hugh, desconfiado.

—Smith —asintió también con la cabeza, a modo de saludo.

Carter se apresuró a abrir la portezuela del coche, desplegó la escalerilla y esperó a que subiera Dafne.

—Buenas noches, Hugh —murmuró ella.

A la luz del portal, vio que estaba muy atractivo, con un aspecto muy misterioso. Y muy enfadado. Sofocó un sollozo. Solo había querido verlo una vez más. Y aquella vez seguro que sería la última.

Hugh la ayudó a subir, pero no dijo nada. Se despidió con otro gesto de Carter, que entró después que ella.

Cuando el coche se puso en movimiento, Dafne se volvió para mirar por última vez a Hugh, con su figura recortada contra la luz, en ese momento apenas más que una silueta.

Carter se sentó frente a ella en el asiento de la contramarcha, quitándose la máscara inmediatamente. Permaneció callado, dejándola a solas con sus pensamientos. El querido Carter… Su intención no era otra que ser amable, estaba segura, pero en aquel momento la soledad le pesaba demasiado. Necesitaba un amigo a su lado, aunque fuera un sirviente.

—Me reconoció, Carter —le confesó—. Me oyó hablar y me reconoció.

—Eso es lo que me ha parecido entender, milady.

—Nunca se me ocurrió que podría reconocerme por la voz. Nunca tuve intención de acercarme tanto a él —se desató la máscara—. Se puso tan furioso…

—Lo siento, milady —el tono de Carter sonaba sinceramente compasivo.

—Nunca debí haber venido —se frotó la frente—. Debimos habernos quedado en Vadley.

—Ya está hecho —repuso él—. Algún bien saldrá de todo esto, ya lo veréis.

Dafne lo miró sorprendida. Aquellas palabras bien habría podido escucharlas de labios de la abadesa.

—Gracias, Carter —sonrió—. Me reconfortas —sintió el peso de la bolsa de las monedas en su regazo—. He ganado algo. ¿Y tú?

El criado esbozó una media sonrisa.

—Se me dio bien.

—Tú ya habías jugado antes, ¿verdad, Carter?

Frunció el ceño.

—Espero que eso no sea motivo de molestia para vos, milady.

—En absoluto —respondió. Quizá algún día le preguntara más al respecto. ¿Tendría acaso que ver con el hecho de que lo hubiera encontrado sin trabajo y sin dinero en Fahr?—. Me alegro de que hayas ganado.

Quizá eso fuera lo único bueno que había sucedido aquella noche.