Decimocuarta sesión
Paul estaba mucho más en la onda que yo. Mientras yo vegetaba en mi suburbio burgués, él recorría Londres y visitaba las galerías de arte. Creo inclusive que ayudó a la creación de L’Indica, la librería-galería donde conocí a Yoko. Ella exponía ahí. Me decían que fuera, que me gustaría. No sé por qué, acepté ir. Seguramente un presentimiento. Porque me proponían cosas así todo el tiempo. Que estuviera presente un Beatle lo cambiaba todo. Si yo pasaba durante un segundo por su exposición, el artista podía decirle a toda la ciudad que John Lennon en persona había ido a ver su trabajo. Y eso le agregaba valor. Los artistas querían nuestro sostén, y por supuesto querían dinero. Por eso me daban miedo esas emboscadas. Cuántas veces me había encontrado en lugares donde todas las miradas estaban fijas en mí, con susurros sobre lo que yo estaría pensando, y todos esperando mi opinión como si yo fuera a anunciar el fin del mundo. Esta vez era diferente. Me invitaban a visitar la exposición antes de inaugurarla. Caía en un día en que yo estaba libre, y acepté.
Entré, y vi a esta japonesa en un rincón. No pensé que fuera la artista, sino más bien un personaje que formaba parte de la exposición. No se movía, me miraba con un aire raro. Y después, de pronto, se precipitó hacia mí. Más tarde me dijo que no sabía quién era yo, que no conocía a los Beatles. Sólo había oído hablar de Ringo, porque su nombre quería decir «manzana» en japonés. Pero no había duda alguna: ella sabía perfectamente lo que yo podía aportarle. Debían de haberle dicho qué importante, rico y generoso era yo. Ella no se dirigió al hombre sino al mecenas. Su sonrisa me pareció un poco falsa. Pero ese día yo estaba muy relajado. Quería enriquecer mi mente. Quería sorprenderme, intrigarme. Y no me vería decepcionado.
En la primera sala había una escalera que conducía a una lupa. Había que subir y observar la palabra escrita en lo alto. Subí, con miedo de descubrir algo cínico o negativo, pero pude leer: SÍ. Nada más que la palabra «sí». Sentí un fuerte alivio. Puede parecer idiota, pero esa palabra me hizo mucho bien. Comprendí que entraba en una onda positiva. Así fue como comenzó mi historia con Yoko: con un sí. El mejor sí de mi vida.
Recorrimos la exposición. Ella me tomaba del brazo, y trataba de explicarme sus intenciones. Me gustaban más algunas cosas, otras menos. Vivía un momento extraño. Tenía la impresión de salir de pronto de mi letargo. Opinaba sobre su trabajo, reaccionaba. Era el fin de mi anestesia. Cada detalle de esa ocasión se me quedó grabado en la memoria. Vivía el presente sabiendo que esa jornada se instalaba en el panteón de mis recuerdos. Había muchas ideas en Yoko. De inmediato la respeté como artista. Me hablaba de sus próximos proyectos, de exponer cajas de sonrisas, o de hacer toda una instalación únicamente con mitades de objetos. Yo no veía a la mujer, creo que hasta la encontré poco atractiva. Fue su ingenio y su talento los que me llevaron a amarla y a encontrarla hermosa.
Vi unos clavos que se podían clavar en la pared. Quise tomar uno, pero ella me detuvo. No había que tocar nada antes de la inauguración. Al fin, me propuso que clavara uno, por cinco chelines. Le respondí que quería clavar un clavo imaginario… por cinco chelines imaginarios. Se rió, y yo con ella. De inmediato admiré su humor. Su capacidad de distorsionar la realidad. Había tantos detalles que hacían eco a mi propio modo de ver las cosas. Yo no estaba tan alejado del mundo de Lewis Carroll. Volvimos a reírnos, con esa risa que prueba tanto el bienestar como cierta incomodidad. Por el momento me sentía incapaz de definir precisamente lo que pasaba, de ver las premisas del terremoto emocional, pero sentía que estaba pasando algo fuerte.
Era hora de irme, pero Yoko no me soltaba el brazo. Quería seguir nuestra discusión. Mientras que yo quería estar solo para digerir lo que había visto. Me precipité al coche. El chófer condujo durante largo rato. Era la primera vez que yo conocía a una mujer así. Me había dado una tarjeta en la que había una sola palabra: «Respira». Durante ese mes, me enviaría todos los días una orden. Algunas me irritaban, otras me divertían, y sería como lo que había sentido durante la visita: nada que proviniera de Yoko me dejaría nunca indiferente.
Al comienzo, la tenía en la cabeza unos minutos por día. Después fue ampliando progresivamente su espacio en mi pensamiento, hasta invadir todo mi espíritu. Y a veces de manera negativa. A veces sucedía que me fatigaba. Iba a mi casa, me daba charla, y simulaba olvidarse un anillo para poder volver. Sobre todo, no quería romper la relación establecida. Quería que yo financiara su siguiente exposición. Lo haría, y eso quizás mantendría nuestra relación en un plano puramente profesional. Yo no intentaba analizar lo que pasaba. Curiosamente, fue Cynthia la que me hizo entender. Fue ella la que me dijo que yo experimentaba sentimientos hacia Yoko. Recuerdo haberme sorprendido genuinamente al escucharla. ¿Era la voz de la clarividencia? ¿Acaso las mujeres tienen esa intuición, de localizar inmediatamente a la que va a sucederlas? ¿Acaso Cyn me conocía mejor de lo que yo creía? Ella sabía que durante toda mi vida yo había necesitado personas fuertes junto a mí. Personas que debían representar el papel de madre o de padre. Había visto en Yoko esa capacidad de dominarme, de ser mi nueva madre. En cuanto al padre, debo confesar que ya nada era igual con Brian. Su aura había declinado. Moriría, y yo necesitaría un nuevo hombre al que escuchar. Sería Maharishi.
Desde hacía un tiempo, George nos hablaba constantemente de la India. Había aprendido a tocar el sitar, y lo tocaba en un tema de Sgt. Pepper’s. Fue él el primero en hablar de Maharishi, un gurú que había abierto muchos centros de meditación en Gran Bretaña. Nos dijo que iría a verlo a Bangor, en el país de Gales. Decidimos acompañarlo. Todavía necesitábamos hacer cosas en banda, y sentirnos protegidos por el grupo. Mick Jagger también vino, y muchos otros. El rumor se propagó, y había una muchedumbre inmensa en el andén de la estación. Un policía tomó a Cynthia por una groupie y le impidió pasar. Pudo reunirse conmigo finalmente al día siguiente. Pensé que la locura de nuestras vidas nunca tendría fin. Íbamos en busca de la calma y se transformaba en un motín.
Maharishi estuvo muy feliz de recibirnos. Nuestra presencia le daba un eco internacional a sus conferencias. Éramos la mejor agencia de publicidad del mundo. Eso a mí no me importaba. Quería librarme del caos que nos rodeaba. Tenía tal necesidad de encontrar a alguien en quien pudiera descansar. Alguien a quien pudiera seguir. Soñaba con eso. Y lo tendría. Desde el primer encuentro sentí algo simple e instintivo. Me apretó la mano, un poco más de tiempo que el apretón de manos habitual. Eso significó mucho para mí. Era una connivencia inmediata de los cuerpos. Era un hombrecito pequeño, pero con una presencia muy grande. Hablaba suavemente, y nunca necesitaba alzar la voz para que todos lo oyeran. Lo que decía siempre era simple y claro. Con mucha suavidad en el fraseo. Me sentí en terreno familiar. Sabía que podía seguirlo. Nos explicó cómo eran las sesiones de meditación. El único objetivo era alcanzar la paz interior. Éramos ricos, éramos famosos, y queríamos encontrarle un sentido a la vida.
Pero ahí, en medio de nuestras aspiraciones luminosas, nos llegó una noticia terrible. Estábamos en un salón hablando cuando sonó el teléfono. No era una buena señal, para nada. Nadie tenía nuestro número aquí. Era Peter, el asistente de Brian. Pidió hablar con Paul. Sabía que la noticia sería demasiado fuerte para mí, y quizás no tenía el valor de dármela. Paul fue al teléfono con cierta displicencia. Como si quisiera postergar el momento del anuncio. Tomó el teléfono y palideció. Colgó sin decir nada. Nadie se atrevió a preguntarle qué pasaba. Quizás porque habíamos comprendido. Jane, su novia, se le acercó. Él seguía sin hablar. Al cabo de un momento, no sé cuánto tiempo exactamente, dijo tan sólo: «Brian está muerto».
Tardamos en saber más. Al fin nos enteramos de que había muerto por una ingesta excesiva de medicamentos. No supimos si había que hablar de un suicidio o de una imprudencia. Después se dijeron tantas estupideces sobre el tema. Leímos que había muerto durante un juego sadomasoquista. Pero no sabíamos nada. Era un mundo que se derrumbaba. Ese hombre nos había sacado del Cavern Club, y estábamos a cientos de kilómetros de él cuando murió. Maharishi nos dijo que no debíamos entristecernos. Insistió: la tristeza de los sobrevivientes es el mejor modo de lastrar el vuelo de un alma. Según él, debíamos estar felices para no impedir su vuelo. Creo que esas palabras me hicieron bien, pero me impidieron llorar. Como tantas veces en mi vida, ahogué mi dolor.
Hay que decir la verdad: a nuestro dolor se sumaba un sentimiento inmenso de culpabilidad. Brian vivía para nosotros, y desde hacía unos meses lo habíamos abandonado. No hacíamos más conciertos, pasábamos semanas grabando en el estudio, por lo que su papel se había adelgazado considerablemente. Se sentía solo y excluido. Para colmo, su contrato expiraba en poco tiempo más, y él sentía terror de ser dejado de lado. ¿Quizás no le habíamos perdonado el calvario de las Filipinas? No lo sé. Quizás no había nada que decir. La vida seguía, madurábamos. Lo necesitábamos menos, eso era todo. Se había vuelto una especie de viejo tío al que hay que ir a visitar en los cumpleaños. Ahora me doy cuenta de que debió de ser terrible para él. Deberíamos haber seguido compartiendo las cosas con él. Había sido tan bueno, tan atento, sobre todo conmigo. Yo tenía una responsabilidad mayor, porque era a mí al que amaba. Pero por más que diga ahora, es demasiado tarde.
Cuando lo veíamos, siempre trataba de parecer alegre. Con nosotros representaba un personaje. Después de su muerte, supimos más. Nos contaron que hacía semanas que no iba a la oficina. Desaparecía durante días enteros, cuando antes siempre estaba disponible. Nos hablaron de su ciclotimia, de sus crisis y sus cóleras, de muchas cosas que nunca habíamos visto. He pensado en él, en su sufrimiento. Desde hacía semanas no dormía. George Martin me dijo que habría muerto de todos modos, porque tarde o temprano lo habríamos abandonado. Sí, nos habríamos separado de él, porque nos decían que administraba muy mal nuestros asuntos. Quizás anticipó el despido con su muerte. Seguramente hubo un poco de todo eso en su última noche. Pero nos dejaba así, con el grupo en nuestras manos. Y puedo decir que el anuncio de su muerte marcó nuestra agonía.
Yo me derrumbé, y lo que ya estaba en gestación se acentuó. Paul tomó definitivamente el mando del grupo. Dijo que no podíamos seguir así, que había que grabar de inmediato. Tenía la idea de hacer una película, una suerte de roadmovie musical. De lo que resultó Magical Mystery Tour. En ese proyecto él decidió prácticamente todo. A fin de cuentas, la película fue un enorme fiasco, y tuvimos que soportar que los críticos trataran el resultado con el mayor desprecio. Interiormente yo no podía refrenar una cierta alegría. Estaba contento de que Paul recibiera su merecido. Quería verlo caer de la certidumbre de su dominio.
Para ese álbum grabé «I Am the Walrus». Cantándola, supe que pasaba algo. Era exactamente como si mi locura se hubiera conjugado con mi genio. Cantaba y lloraba. Y lloraba la muerte de Brian, sí. La grabé pocos días después de su funeral, y cuando vuelvo a escucharla, veo su cadáver. Todo el mundo dijo que esa canción era excepcional, pero que no era lo bastante comercial para una cara A. Me disgustó. Quedó en la cara B de «Hello, Goodbye», una de las peores canciones de Paul. Ya no podíamos comprendernos.
Maharishi nos esperaba en la India, pero había demasiadas cosas que arreglar antes de poder partir. La muerte de Brian nos obligó a meter mano en nuestros papeles. Nos enteramos de que no éramos tan ricos. Y de que nuestros contratos eran realmente un desastre. Había que tomar decisiones. Y sobre todo, ¿quién se ocuparía de nosotros? Todo eso no tiene importancia ahora, y no tengo ganas de extenderme en el tema durante horas, pero esta cuestión fue la que separó a los Beatles. Nos desgarramos unos a otros. Había dos posturas. Paul quería que a los Beatles los administraran los Eastman, su nueva familia política. Y nosotros queríamos a Allen Klein. Por mayoría se eligió a Klein, lo que provocaría al fin la separación de Paul. Pero todo eso fue más tarde. Inmediatamente después de la muerte de Brian, dejamos que los abogados nos dijeran lo que debíamos hacer. Nos dijeron que debíamos crear una sociedad para no pagar millones de libras de impuestos. Así fue como nació Apple.
Crear una sociedad nos parecía formidable. No lo pensábamos en términos de ganancias. Queríamos traer a nuestro sello a artistas que nos gustaban, como James Taylor. Sería una burbuja de la utopía creativa. Era el verano del amor, todos pensábamos que había que cambiar el mundo. Y nosotros, los Beatles, lo llevaríamos a la práctica. Pero Apple no tardó en volverse el vaciadero de todos los delirios. Hasta abrimos una boutique de ropa. Paul dijo que sería cool vender sólo prendas blancas. No sé quién terminó diseñando esa porquería de ropa. ¿Nosotros mismos? En todo caso, yo debía de estar realmente fuera de mí el día en que di luz verde a nuestra colección. Se hizo todo de cualquier modo. Hoy puedo decir que Apple fue una máquina de tirar el dinero por la ventana. Y hasta por todas las ventanas del edificio.
Yo tenía una oficina, y recibía a todos los locos que venían a contarme su idea o a hacerme escuchar su demo. Debería haber filmado ese delirio. Nos apartamos de lo que sabíamos hacer. Nos saboteamos con esa estupidez. De esa sociedad vinieron muchos problemas. Paul terminó demandándonos en los tribunales para poder largarse. Aún hoy sigue habiendo litigios en marcha. No sé exactamente cuáles son los problemas. Es posible que los hijos de nuestros abogados sigan la guerra, y sus nietos también, y así sucesivamente, y algún día alguien dirá «¿Pero quiénes eran los Beatles?». No deberíamos habernos metido en eso. Jamás. Hacía años que otros se ocupaban de nuestros asuntos, yo nunca tuve un billete en el bolsillo, y de pronto quería dirigir el barco. Es como si a un tipo siempre en descubierto lo nombraran ministro de Economía. Les pagábamos a decenas de personas por no hacer nada, contratábamos secretarias sólo para tocarles las tetas, producíamos discos sólo porque el cantante era el cuñado de la cuñada de un tipo que conocíamos. Nadábamos en las nubes.
Cuando trajimos a Klein como administrador, él puso las cosas en orden. Es decir que hizo el trabajo sucio. Echó a mucha gente. Fue la hecatombe. Los tipos no lo podían creer. Comían de nosotros desde hacía meses, y de pronto éramos unos crueles capitalistas. Klein dijo que también había que cerrar la boutique de ropa. Regalamos la mercancía que quedaba. Todos vinieron a llevarse algo. Eso fue realmente bueno. Me gustó ese día. Apple debería haber sido eso desde el comienzo, una sociedad caritativa. De todos modos, siempre tuve un problema con el dinero. Nunca asumí mi lado de hombre rico. En el fondo, no soy un tipo generoso, sino un tipo que se siente incómodo con el dinero.
Después de todo ese sinsentido, era la hora de ir a la India. Una vez más, el mundo entero nos miraría y nos imitaría: sonaba la hora de la India. Las últimas semanas yo había visto a Yoko varias veces, habíamos flirteado en el asiento de atrás de mi auto, nos rondábamos de un modo raro, pero yo seguía sin tener una idea precisa de lo que pensaba. Sólo recuerdo que me molestaba irme tan lejos sin ella. Sobre todo porque no sabía cuánto iba a durar el viaje. Íbamos a meditar, quizás a encontrar la paz definitiva, y había una parte de mí que pensaba: no volveremos nunca. Pensé en proponerle que hiciera el viaje con nosotros, pero iba Cynthia, así que no podía llevarlas a las dos.
La India. Debería hablar de las cosas sin mancharlas con lo que he pensado y vivido después. Quiero decir: no puedo negar que nuestra llegada allí fue algo excepcional. El campamento era a la medida humana, nos dejaban en paz. Pasábamos veladas deliciosas conversando bajo las estrellas. Y durante el día hacíamos largas sesiones de meditación. Yo me liberaba al fin de los gritos y la locura de los últimos años. Era una cura de silencio. Y sin embargo, casi contra mí mismo, salían canciones de mi cabeza, en todas direcciones. Allí compuse mis melodías más hermosas, todas las del álbum blanco. Me sentía muy bien, pero escribía «Yer Blues», donde gritaba que quería morir. La creación a menudo surge independientemente de nuestras sensaciones. Suscita energías subterráneas. Seguramente era un avance inconsciente sobre el desastre que se anunciaba.
George y yo estábamos en la misma longitud de onda. Paul parecía apreciar la experiencia, pero una gran parte de su espíritu se había quedado en Gran Bretaña. Me hablaba todo el tiempo de los Beatles, cuando ahí donde estábamos no había más Beatles. Quería que volviéramos a hacer giras; yo no podía creerlo. Ahora, no me asombra verlo recorrer los Estados Unidos con los Wings, mientras yo no me muevo de mi casa. En la India yo escribía canciones, pero no pensaba en absoluto en un álbum, y mucho menos en mi carrera. Componía porque estaba en mí, y debía salir. Eso es todo. Mientras que Paul imponía lo concreto. Practicaba la meditación pragmática.
En cuanto a Ringo, para él la experiencia fue más bien cómica. Se largó a los quince días. Extrañaba sus comodidades, la comida, su vida, sus hijos, todo. Y sobre todo Maureen, su mujer, se volvía loca por las moscas. Podía pasarse horas acechando a una, esperando el momento para expulsarla del bungalow. Pero todo eso era normal. El lado pacificador del lugar podía volverlo loco a uno. Mia Farrow estaba ahí, reponiéndose de su divorcio con Sinatra. Prudence, su hermana, se había vuelto completamente loca. Se quedó encerrada durante tres semanas en su cuarto, en un estado de pánico absoluto. La meditación llevaba a una vertiente oscura, permitiéndonos acceder a una especie de lucidez muy cruda. Había que poder soportar eso. Prudence nos daba miedo. Estaba realmente al borde del suicidio. Yo encontré las palabras para hacerla salir, y después compuse una canción sobre ella, para reconfortarla.
Y después, algo en este paraíso se quebró. Comenzamos a dudar de Maharishi. La cosa terminó mal. Pero ahora no sé qué pensar. Creo que las meditaciones nos trastornaban. Yo pasé cinco días sin dormir, con alucinaciones. Ya no sabíamos dónde estaba la realidad. La paranoia pasaba a primer plano. Hubo historias que decían que el gurú insistía mucho en acostarse con una chica, pero después de todo nunca había predicado la abstinencia sexual. En el momento, creímos que su mensaje estaba enturbiado. Era una atroz desilusión. Yo necesitaba seguir a un superhombre. Y no estaba más que frente a un tipo normal. O un tipo un poco más elevado que el promedio, pero nada más, y debí de pensar entonces que todo eso no era más que teatro. Puro teatro. Fui a verlo, y él no comprendió mi agresividad. Me preguntó qué pasaba, y le respondí: «Si usted es tan cósmico como dice serlo, debería saber por qué nos vamos». Así terminó. Nos escapamos sin más, como unos brutos. Creo que estábamos alterados. No sé, quizás teníamos miedo del daño que pudiera hacernos. Tenía una mirada tan negra.
Ya no pensaba que había pasado allí semanas maravillosas. Semanas en las que había estado calmo y sobrio. Olvidaba la belleza y los beneficios para no ver más que la mugre de la que había que huir. Quizás yo había creado las condiciones de la duda para justificar mi huida. Porque quería volver. Me esperaba algo único por vivir, y lo sabía. Entonces, sí, seguramente soñé los problemas, del mismo modo que un cobarde se vuelve malvado para que lo abandonen.
En la ruta, pinchamos un neumático. Pensé que era por causa del gurú que nos había echado una maldición. Se vengaba. No sería tan fácil escapar. Moriríamos disecados. Nos quedamos con Cynthia varias horas al sol, sin nada que beber. Al fin vino alguien a socorrernos y todo se arregló. No había habido ni sortilegio ni venganza, sólo mala suerte. Una vez que llegamos al aeropuerto, mirando todos los destinos en el panel de salidas, comprendí que todo me llevaría siempre de vuelta a casa. Yo era un falso nómada. Sentí alivio de estar en el cielo con mi mujer, y era un alivio que no tenía nada que ver con ella. Y sin embargo, me hundí en una locura, la de decirle palabras de amor. Volábamos, volábamos, y su cabeza se había apoyado en mi hombro. Parecía tan feliz. Tan feliz y sorprendida de mis palabras. Pensaba que me recuperaba. Que el viaje nos había purificado. Y yo sabía que era falso. Alimentaba a mi mujer con palabras de amor, y era como una forma patológica de enterrarla.
Volábamos hacia un cadáver, volábamos hacia nuestro pasado. La azafata se detuvo ante nosotros para ver si todo estaba bien. Cuando se alejó, yo le miré el culo. No había visto a una mujer desconocida desde hacía tanto tiempo. Me había sonreído varias veces al hablarme, y sus sonrisas me recordaban que yo era John Lennon. Volví la cabeza, y Cynthia seguía ahí. Irritante por su presencia. Insoportable por su presencia. Si no hubiera estado en un avión, me habría marchado de inmediato. Habría salido corriendo. Tomé varios whiskies, y seguía sintiendo sed. Había extrañado el alcohol. No podía dejar de beber. Era el comienzo de una larga deriva que se anunciaba. De pronto tenía ganas de gritar todo el silencio acumulado en la India.
Cynthia me miraba con temor, y guardaba su sonrisa de mujer satisfecha. No, no la guardaba, yo se la sacaba de la cara y la pisoteaba. Las palabras de amor ya no existían. Las palabras de amor estaban muertas. Hablé de todas las mujeres con las que me había acostado, y concentré el relato en las que ella conocía. Había que arrancarle el corazón. Había que operarla sin anestesia. Se largó a llorar, pero a llorar como una inglesa, con dignidad, como si ocultara las lágrimas en un rincón del ojo, para dejarlas correr cuando estuviera sola. Toneladas de lágrimas. Porque yo seguía. Y ella me disculpaba: las molestias de la partida, el alcohol, cualquier otra cosa. Yo le decía horrores y ella los diluía en el océano de su esperanza permanente.
Cuando llegué a mi casa seguí bebiendo. No podía hacer frente a una discusión. Estaba tan mal, tan profundamente mal, como si pagara por el paréntesis indio, como si el dolor hubiera esperado con paciencia mi regreso y se hubiera acumulado como el polvo en una casa vacía. Todos los muertos estaban ahí, conmigo. Stu, Brian y mi madre, mi madre cuya ausencia me causaba un dolor brutal. Tomé mucha droga, y Cynthia al fin admitió que la situación era insostenible. Se fue de viaje con Julian. No tenía otra opción.
Yo llamé a Pete Shotton, mi amigo de siempre, y salimos por Londres. Era la vuelta a la ciudad. Hicimos el recorrido de los bares y nada había cambiado. Pensé por un instante en Maharishi; pensé que había sido estúpido irse así. Dondequiera que fuera, me esperaba el vacío. Sin embargo, sabía cuál era la solución. Ya no podía decir las palabras, pero sabía lo que había que hacer. Volvimos a casa. Era de noche, quizás de mañana. Todo se mezclaba. Ya no sabía nada de los días y de las horas, pero tenía una certeza: era hora de llamar a Yoko.