Novena sesión
¿Me hace bien hablar de todo esto? No lo sé. Sólo me digo que mi energía pacifista es el fruto de mi violencia. Que después hice de todo para canalizar mi odio. Y las drogas seguramente me ayudaron destruyendo mi ego, destruyendo mi capacidad de acción. No dejé de cantarle a la Paz, y era mi propia paz la que buscaba. Intentos de estar en paz conmigo mismo. Esta busca de la absolución parasita mis melodías.
Querría hablar más de Hamburgo. Querría contar lo bueno también. Sobre todo los buenos encuentros. Todo sucedió gracias a Klaus. Era un alemán muy refinado, cosa que a priori me parecía absolutamente imposible. La noche que lo conocimos, él se había peleado con su amiguita, Astrid. Era el fin de la relación. En fin, ni siquiera sé si realmente habían estado juntos. Él había salido a caminar por la ciudad. A menudo, en momentos como ese, a uno lo atrae el mar. Él, que no venía nunca a nuestro sucio barrio, cayó en nuestro agujero. Nos vino a hablar después del concierto. Parecía admirado. Pero era como una admiración inteligente. Era la primera vez que veíamos a un alemán que sabía hablar. Quizás simplemente porque era el primer alemán no borracho que veíamos. Volvió varias veces, después trajo a Astrid. Formaban parte de un movimiento que llamaban los «exis». Era una especie de variante de los existencialistas franceses. Con ellos entrábamos en un terreno denso. Salíamos del bajo fondo en el que habíamos estado empantanados desde nuestra llegada.
Astrid nos invitó a su casa. Y nos hizo muy felices ir a la casa de alguien, ver algo distinto de la ciudad. En su apartamento todo era negro. En mi recuerdo, aprovechamos para ducharnos, pero eso seguramente es anecdótico. Ella era fotógrafa, y leía mucho. Nos habló de Beckett, de Genet, de Camus. Yo asentía simulando conocerlos. Me avergonzaba mi ignorancia. En ese momento leía a Rimbaud, por consejo de Stu. Astrid era fascinante. Yo nunca había conocido a una chica como ella, y bebía sus palabras. Y hasta su silencio, lo bebía también. Todos nos enamoramos locamente. Ahora que lo pienso, me digo que era una especie de Yoko rubia. Yo soñaba ya con una mujer artista, una mujer a la que pudiera admirar intelectualmente.
Pero ella no miraba más que a Stu. Había algo evidente entre ellos. No necesitaban hablar para entenderse. Los demás corríamos detrás de ellos como perros. Íbamos de carabina, pero una carabina cada vez más amenazadora, ya que fueron alejándose hacia la penumbra del dormitorio. Y entonces se quedaron solos. Al cabo de dos meses, se hicieron novios. La noticia se clavó como un puñal en mi futuro. No lo soportaba. No sabía realmente lo que estaba sintiendo, todo estaba siempre mezclado en mí. Pero eso me volvía muy agresivo. Astrid dijo que pensaba que yo estaba enamorado de Stu, y lo encontré ridículo. Seguramente era a ella a la que amaba. En fin, no lo sé. No tengo ninguna idea del camino a tomar para acceder a mi corazón.
Terminé alegrándome por ellos. Y yo tenía a Cynthia, que vino a reunirse conmigo, y eso me apaciguó. Sí, realmente su presencia me hizo mucho bien. Sin embargo, fuera de sus visitas ella no ocupaba jamás mi pensamiento. Hace unos meses leí una entrevista donde ella hablaba de las interminables cartas de amor que yo le escribía durante mis estadas alemanas. No sé cuál será la verdad. Pensé que no mentía, que yo debía de escribirle mucho, sí, y con amor en las palabras, pero mis palabras debían de estar motivadas por la culpa. La culpa ligada a mis sentimientos por Astrid, y la culpa ligada a todas las putas con las que nos acostábamos. Siempre hay que desconfiar de las cartas de amor.
Las tensiones en el seno del grupo persistían, y Stu finalmente anunció que nos dejaba. Era atroz. Yo no quería que se fuera. Y sin embargo, si soy honesto, debo decir que sentí alivio. Yo jamás habría podido echarlo, y es cierto que no tenía el nivel para tocar con nosotros. Paul tenía razón, y él mismo lo remplazó en el bajo. Era mejor así. Stu estuvo feliz de haber tomado esa decisión, y se inscribió en la escuela de Bellas Artes de Hamburgo. Su talento era excepcional. Y sus lienzos tan escasos hoy se venden muy caros. Yo conservé muchos dibujos suyos, que me acompañan en los viajes, me protegen de todas las lágrimas que podrían anegarme cuando pienso en él.
Nuestro primer viaje a Hamburgo terminó muy mal. Tuvimos que dejar el país precipitadamente. Fue horrible. Como había cada vez más gente en nuestros conciertos, nos llamaron de otro club. Era una buena oportunidad. Nos pagaban mejor, y teníamos una sala más grande. Decidimos aceptar. El propietario del club donde veníamos tocando se enojó tanto que entregó a George a la policía. Había restricciones para los menores de dieciocho años, por lo que la infracción era grave. Lo expulsaron de inmediato. Pensamos en seguir sin él, pero hicimos una tontería: incendiamos las bambalinas del club para vengarnos. Para resumir: nos expulsaron a todos. Volvimos destruidos, y sin la menor perspectiva. Yo estaba muy deprimido. Había creído que las cosas serían más fáciles, que nuestra marcha hacia la gloria ya había comenzado. Pero habíamos tropezado, y aquí nadie nos esperaba. Extrañaba a Stu. Era mi mejor amigo, y ahora debía vivir sin él. Nos escribíamos largas cartas. Él hablaba de su trabajo, de sus visiones y sus influencias. Y de sus dolores de cabeza cada vez más frecuentes. Me enviaba fotos tomadas por Astrid, y lo veía con su nuevo corte de pelo. Ese corte que sería el de los Beatles. La primera vez que lo habíamos visto así, nos habíamos reído. No era posible. Más tarde, George lo adoptó, y nos dejamos convencer de cortarnos el pelo de ese modo. No pensábamos en la importancia que tendría eso en nuestra carrera. Pete, por su parte, estaba resuelto a persistir en el peinado banana. Lo cual era bastante sintomático de nuestra relación con él. Yo no tenía nada que reprocharle en ese momento, pero él siempre mantenía la distancia. Tenía esa faceta de baterista introvertido que les gustaba a las chicas. Pero todavía no hablábamos de echarlo. Creo que era bueno. En fin, digamos que funcionaba. Y además, gracias a su madre tocamos en La Casbah, un club del que era dueña, y estábamos muy contentos de tener ese sitio para dar conciertos en Liverpool. Ella hizo mucho por nosotros, pero a mí me irritaba cuando la oía decir «el grupo de mi hijo» al hablar de los Beatles. El grupo era mío.
Meses después volvimos a Hamburgo. Estábamos felices de regresar. Teníamos un contrato con muy buenas condiciones. Ya se había terminado la época en que dormíamos en los retretes. Teníamos la impresión de haber alcanzado la gloria, aunque en vista de lo que siguió, ahora puedo decir que era apenas el feto de la gloria. Pero en ese momento ya nos parecía demasiado. Sobre todo porque íbamos en avión. Basta de horas de aburrimiento en el tren. Recuerdo la felicidad que sentí en el cielo ese día. A la noche inaugurábamos un club nuevo. Lo haríamos arder. Hablábamos de lo que tocaríamos, de lo que haríamos, sería algo demencial. Yo estaba feliz, y olvidaba que la felicidad siempre está al borde del dolor.
Tenía la vida que soñaba, la de los viajes y la música. Bajamos los cuatro del avión, caminamos lento, con los instrumentos y las gafas negras. Buscábamos a Astrid y a Stu con la mirada. La vi, a ella sola, en un rincón. Habría sido fácil no verla, y sin embargo recuerdo que atrajo mi mirada. Apuré el paso, sentí que algo andaba mal. Veía su rostro, ella no se movía. Los otros se quedaron atrás. No creo haber pensado de inmediato que Stu estaba muerto. Quizás pensé en algo grave. O simplemente que él la había dejado. Pero no, eso no era posible. A Astrid no se la dejaba. Ella se acercó a mí, parecía tan pequeña, y era tan típico, su carisma y su poder, todo eso había muerto también. La apreté en mis brazos, y las palabras tuvieron que salir rápido. Me dijo: está muerto. Me dijo: está muerto. Me dijo: está muerto. Lo murmuró así, tres veces, y yo recibí tres puñaladas en el corazón.
No era posible. Yo no podía hablar. No podía llorar. Me dijo que había tenido dolores, cada vez más fuertes, unas migrañas terribles esos últimos días, gritaba, no soportaba la luz y quería tirarse por la ventana. Odié a Stu por no haber compartido conmigo la intensidad de su dolor. Me había hablado de esos dolores, pero yo no podía imaginar semejante calvario. Era su elegancia, morir en silencio. Astrid me contó cómo se había caído el día anterior. Ella había creído que era una broma, pero no se había vuelto a levantar. Víctima de una hemorragia cerebral. Hay muertes que parecen más escandalosas que otras. Hay muertes que son insoportables. Stu lo tenía todo. Era un genio de veintiún años. No he dejado de pensarlo toda mi vida: «¿Por qué no yo en su lugar?». Tuve largo rato a Astrid en mis brazos, y los otros vinieron a rodearnos. Durante las semanas que siguieron, ella permaneció postrada, lívida, abatida, muerta en vida, muerta por la muerte de Stu. Yo iba a verla, no sabía qué decir ni qué hacer. Yo estaba igual de mal. Y después, un día, la miré a los ojos y le pregunté: «¿Prefieres vivir o prefieres morir?». Había que resumir así la continuación del programa. Quiero decir, no servía de nada andarse con rodeos, era la decisión que había que tomar. No había otra. En cada herida de mi vida me he hecho la misma pregunta. Había que reducir el espacio de las posibilidades a esta dualidad extrema. Astrid me miró, y me dijo que quería vivir.
La noche de nuestra llegada, la noche misma del día en que supe de la muerte de Stu, tuvimos que tocar. No recuerdo si pensamos en anular, pero no lo creo, era evidente que debíamos tocar. Por Stu. Y por nosotros. Para avanzar. Para sobrevivir al dolor. Subí al escenario con una bola en el estómago. Todo el tiempo me volvía hacia el lugar donde él se encontraba habitualmente. No dejaba de imaginarme su presencia. Y después los temas se sucedieron. El público estaba contento de volver a vernos. Entonces eché a correr por las canciones.